El intruso - 07

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ante las rojas trincheras.
--Las sopas de leche se servían en cubos--continuó Aresti.--Los galgos,
en un momento, ¡zás, zás!, se las tragaban sin pestañear; lo mismo que
si le echasen cartas á un buzón. Los jayanes comían lentamente, sin
mostrar prisa. Así estuvieron varias horas....
--¿Y quién ganó?--preguntaron varios al mismo tiempo, interesados por la
estúpida apuesta.
--¿Quién había de ganar? Los hombres. El que apostaba por ellos me dijo
después con su filosofía de palurdo: «Estaba seguro de mis muchachos: el
animal, cuando ve satisfecho su apetito, ya no quiere más, y el hombre,
como tiene amor propio, puede seguir comiendo hasta que reviente». Y no
se equivocaba: dos de ellos me dieron mucho que hacer, y á los pocos
días, el cura de Gallarta montado en su burra blanca, los acompañó
cantando hasta el cementerio.
A pesar de este final triste, los convidados de Sánchez Morueta reían,
encontrando muy interesantes las diversiones de los opulentos patanes.
Era bien entrada la tarde cuando terminó la comida. El capitán Iriondo
después de brindar por su principal y amigo se despidió, alegando que
tenía á la carga un buque de la casa. El secretario Goicochea se fué con
él para dar el último vistazo al escritorio. Las señoras pasaron á una
habitación inmediata con Urquiola y el ingeniero Sanabre.
Esperaban á algunas amigas de Bilbao y mientras tanto, harían música.
Los dos jóvenes rogaron á Pepita que cantase alguna canción vascongada
de las antiguas, tan melancólicas y dulces, distintas completamente del
ritmo americano de los modernos zortzicos. Comenzaron á llegar hasta el
comedor las escalas y arpegios del piano.
Sánchez Morueta, con las mejillas enrojecidas por la digestión,
mordiendo un magnífico cigarro, habló á Aresti de bajar al jardín. La
tarde se había serenado y quería gozar de los últimos rayos de sol en
las avenidas que rodeaban su hotel. Los dos primos pasearon por el
jardín. Llegaba hasta ellos el movimiento invisible de la ría, el ruido
de los tranvías al otro lado de las planchas de hierro que cubrían las
verjas.
El millonario mostraba su satisfacción al verse solo con el médico, el
único amigo que le inspiraba confianza, y como prueba de cariño le echó
sobre un hombro una de sus manazas. Era la primera vez en todo el día,
que estaba á sus anchas, lejos de los negocios, terminado aquel banquete
con gentes ante las cuales se mostraba abstraído y silencioso. El cariño
á su Luis, á quien veía de tarde en tarde, y la placidez de una buena
digestión, inclinábanle á las confidencias; y miraba á Aresti con ojos
bondadosos é interrogantes, como si sólo esperase una indicación suya
para romper á hablar.
--Vamos, desembucha--dijo el médico alegremente.--Ya sé que soy tu
confesor y que si callas ante los otros, es porque haces provisión de
palabras para mí. ¿Qué te pasa? Aquí tienes el médico de tu alma, como
diría uno de esos curas, amigos de tu mujer.
Sánchez Morueta hizo un gesto de indiferencia. Nada le ocurría de
extraordinario. Se fastidiaba en su aislamiento: sólo tenía un momento
alegre cuando se encontraba con él. ¡Cuántas veces sentía el impulso de
coger el tren é ir á buscarle en las minas! ¡Pero tenía tantas
ocupaciones! ¡Sentía tanto miedo á presentarse en aquel feudo de la
montaña, donde todos le pedían algo!... Sólo en Bilbao, condenado á la
servidumbre de la riqueza, á vigilar y ordenar la llegada de aquel
chorro de dinero que se metía por sus puertas sin desviar su curso, se
aburría, falto de deseos y aspiraciones, con el bostezo del que nada
espera, que es el más triste de los fastidios.
Había amado y había sufrido como todos los que batallan por un ideal.
Sabía lo que era forcejear á zarpazos con la Suerte, para hacerla suya y
fecundarla con ardorosa violación. _Había llegado_ como los políticos
célebres ó los grandes artistas, que empiezan su carrera desde abajo,
conociendo la miseria y bordeando continuamente el peligro. Pero estos,
aunque se considerasen llegados, siempre esperaban algo nuevo, siempre
tenían la ilusión puesta en el mañana; pensaban con inquietud en la
combinación política del día siguiente, en la obra artística, que les
bullía en la imaginación, temblando, con el vago temor de la torpeza, al
ir á darla forma. Pero él... él, todo lo tenía hecho: las ambiciones de
su vida se habían realizado, cristalizándose para siempre. Había querido
ser dueño de las minas, y suyas eran en su mayor parte, dándole un
rendimiento fabuloso, con la regularidad de una fuente tranquila y
perenne. ¿Para qué quería más? Establecía nuevas fabricaciones, y, al
poco tiempo marchaban por sí solas con una exactitud desesperante.
Construía barcos, y no naufragaba uno, para alterar con una catástrofe
la monotonía de su existencia. La desgracia era impotente para él;
estaba abroquelado y aunque ella corriese á estrecharle entre sus
brazos, la caricia mortal sería un roce insignificante.
Si sus barcos se perdían, estaban asegurados; si las huelgas cerraban
momentáneamente sus fábricas, no por esto sufriría su capital grandes
mermas: si se agotaban las minas de Bilbao, él tenía otras y otras en
distintos puntos de España, que aguardaban la explotación. Era el
prisionero de su buena suerte: se movía entre rejas de oro, en un
aislamiento de ave bien cebada, que ve el espacio libre por donde
revolotean libres los pájaros hambrientos sin poder ir con ellos. Amaba
el mar, y tenía casi á la puerta de su casa un palacio flotante, el
yate, cuya fotografía publicaban los periódicos ilustrados para envidia
de los infelices: pero apenas emprendía un viaje, tenía que volver
llamado por sus negocios. Además, él era un hombre de familia; se
aburría en la soledad del océano ó en los puertos ruidosos, haciendo
vida de célibe, fumando y leyendo. Su mujer odiaba los viajes: su hija
no conocía mundo mejor que el de sus amigas de Bilbao, y tras cortas
estancias en Londres, volvía presurosa á su país, donde era la primera,
guardando una instintiva aversión á las grandes ciudades de gente huraña
y atareada, entre la cual, ella y su padre pasaban inadvertidos.
El millonario era el esclavo de su propia obra. Había levantado con
brazos de titán, en torno de él, la alta torre de su fortuna, y ahora se
debatía encerrado en ella, sin encontrar espacio para tenderse y
descansar.
No esperaba nada. Aunque descuidase sus negocios, el dinero seguiría
viniendo á él, como si fuese incapaz de aprender otro camino. Si la
fortuna quería volverle la espalda, sería ya tarde para hacerle sufrir
la amargura de su infidelidad. Era tan rico, había llegado tan alto, que
estaba á cubierto de toda inquietud. Por un instante había creído
encontrar remedio á su aburrimiento, entregándose á la borrachera de la
construcción; sacando de la nada la nueva Bilbao; levantando barriadas
de palacios sobre los campos yermos, con la misma facilidad que en los
cuentos de hadas. Pero aquello también había pasado; encontraba pueril
levantar colmenas y más colmenas para gentes que no conocía; fabricar
avisperos en que se cobijarían otros tan tristes como él, pero animados
siquiera por el amargo placer de envidiarle.
--Me aburro, Luis--decía el millonario.--Siento una tristeza sin
esperanza, sin ilusiones; la tristeza de la buena fortuna, más terrible
que todas, pues pocos hombres la conocen.
Y mirando en torno de él, abarcaba en sus ojos el magnífico edificio y
las avenidas del jardín, con sus altas arboledas, sus arriates en los
que comenzaban á asomar las primeras flores, y allá en el fondo, el
invernadero, cuyos cristales, bañados por el sol poniente, relucían como
placas de oro.
Aresti pensaba en la gente mísera y doliente de las minas. ¡Ay, si
aquellos hombres que engañaban su estómago con agua sucia, no teniendo
bastantes alubias para llenarlo, escuchasen al poderoso Sánchez Morueta
lamentarse en medio de la opulencia de su vida!
--Entonces,--dijo el doctor--eres infeliz porque nada te falta, porque
posees todo lo que los hombres creen que les puede hacer dichosos.
El millonario movió melancólicamente la cabeza. Sí; poseía todo lo que
da la felicidad aparentemente; por esto á nadie comunicaba su tristeza,
para que no le creyesen loco. Únicamente á su primo, que conocía por sus
estudios las rarezas de la vida, se atrevía á hablarle.
Interiormente le faltaba todo: deseaba descansar después de aquella
marcha ruidosa por la vida, en la cual había hecho, en pocos años, el
mismo camino que otras familias de potentados sólo recorren después de
varias generaciones. Había conquistado la riqueza, pero era semejante á
uno de aquellos forasteros infelices que, al volver á su país,
satisfecho de sus ahorros en las minas, se encontrase con la casa
destruida y la familia ausente.
Aresti le escuchaba moviendo la cabeza, como si lo que su primo le
relataba lo hubiese adivinado desde mucho tiempo antes. Pero al oír su
lamento contra la soledad moral en que vivía, le señaló con expresión de
protesta una ventana abierta del hotel, por donde se escapaban los
sonidos del piano y el rumor de varias voces juveniles. «¿Y aquello?»
Sánchez Morueta levantó los hombros con expresión de indiferencia.
--Lo que llaman mi palacio--murmuró--no es para mí más que una casa de
huéspedes. Vivo mejor que en la mísera pensión de Londres, donde pasé mi
juventud de empleado; eso es todo.
--¿Y tu mujer? ¿Y Cristina?
--¡Mi mujer!--dijo el millonario con amargura:--yo no tengo mujer: sólo
tengo una patrona, muy santa, muy virtuosa, que cuida de mi vida
material, y hasta se inquieta algo cuando me ve enfermo. Soy el huésped
que trae dinero á casa y al que se le corresponde con un poco de
respeto. No finjas ignorancia, Luis.... Hace tiempo que adivinas cómo
vivimos. Tú, en tu pobreza, no has sido más afortunado que yo con mis
millones. Tú lo has dicho varias veces; en esta tierra hemos oído hablar
de alguien que se llama Amor, pero por aquí no ha pasado nunca.
Y el millonario revelaba el secreto de su vida conyugal, sin rubor
alguno, con la confianza que le inspiraba aquel hombre que casi era su
hermano. Se había unido con Cristina en los albores de su fortuna. ¿La
amaba entonces? No estaba muy seguro de ello. En aquellos tiempos, sus
amores eran con la buena suerte, y no le quedaba tiempo para otros. Se
había casado por unir una gloria más á sus satisfacciones de triunfador;
porque le halagaba emparentar con los que habían sido sus amos en
Londres, y aquella señorita, de una aristocracia tradicional y rancia
completaba la respetabilidad de su riqueza. Pero algo de amor había
indudablemente en ello. Las ocupaciones de su vida vertiginosa, los
continuos viajes, no le permitían con su mujer más que pasajeras y
rápidas intimidades. Pero para él no existía otra mujer en el mundo, y
era ciego y sordo ante muchas seducciones que le asediaban, atraídas por
su opulencia. Sí: él reconocía ahora que había amado á Cristina con una
pasión, en que se mezclaba el deseo á la mujer y el respeto instintivo
del hijo del gabarrero á la señorita que había tenido entre sus
ascendientes, casi fabulosos, á los señores de Vizcaya. Ahora se daba
exacta cuenta de su amor, que en aquella época no hallaba tiempo ni
ocasión para exteriorizarse en la intimidad de la vida doméstica. ¡Ah!
¡cuando descansase--se decía entonces--cuando viera asegurada su
fortuna, qué feliz sería con aquella mujer, digna compañera de su
opulencia, que parecía reinar sobre la gente más encopetada de
Bilbao!... Pero llegó el ansiado descanso, y al buscar á su mujer, en
vano se esforzó por encontrarla. Tenía ante él una buena madre, una
excelente dueña de casa, algo manirrota en sus gastos, pero muy
interesada en que los negocios prosperasen: una meticulosa
administradora del hogar, que tomaba las cuentas de la servidumbre con
la misma minuciosidad que cuando vivía en el arruinado caserón de
Durango, y al mismo tiempo sacaba miles de duros de la caja de su marido
para restaurar una capilla que fuese más suntuosa que la costeada por
alguna de las señoras que se codeaban con ella, en las Hijas de María ó
en el salón de visitas de los padres de la Compañía.
Sánchez Morueta, resucitado á la juventud después de su triunfo en los
negocios, sufría un desencanto cada vez que se aproximaba á su mujer con
delicadezas ó arrebatos de enamorado. Cristina le miraba con enojo, como
si este cariño extremado la ofendiera, colocándola al nivel de las
vendedoras de amor. Para ella, la pasión matrimonial no había de ir más
allá de la intimidad, fría y casi mecánica, de sus primeros tiempos de
vida común. El matrimonio era para que el hombre y la mujer viviesen sin
dar escándalo, procreando hijos para servir á Dios y que no se perdiera
la fortuna de la familia. Lo que llamaban amor las gentes corrompidas
era un pecado repugnante, propio de gentes sin religión. Tratar un
marido á su mujer con _melifluidades_ de esas que sólo se ven en los
amantes de comedia, era envilecerla, igualarla con las que viven del
pecado. La esposa cristiana había de ser casta en el pensamiento; cuidar
de la salud material y moral del esposo, aconsejarle el bien y dirigir
el hogar. Más allá sólo iban las mujeres perdidas. Y Sánchez Morueta
tropezaba con una estatua impasible, estrellándose en todos sus intentos
por darla vida.
Nada malo podía decir ella. Era virtuosa y era fiel. Bien es verdad, que
aunque quisiera faltar á sus deberes le hubiese sido imposible. Su carne
y su pensamiento estaban muertos para el amor. Jamás recordaba el
millonario haber notado en su compañera un momento de abandono, un
arrebato de pasión. Cuando él se doblegaba bajo el estremecimiento de la
carne, encontraba los ojos de ella impasibles y serenos, como si
estuviera cumpliendo un deber penoso. Los espasmos de la materia no
turbaban su voluntad.
Sánchez Morueta llegó á pensar si Cristina amaría á otro, si al casarse
con él por interés, habría dejado en su pasado alguna ilusión que aún la
perseguía. Pero después de examinar sus predilecciones é intimidades en
la sociedad elegante y devota que la rodeaba, desechó sus sospechas.
Ella sólo quería á su esposo, si es que aquello era querer. En su
cariño, no había fuerzas para más. Y convencido de que nunca había de
triunfar sobre una voluntad rebelde al amor, fué alejándose, sin que la
esposa se mostrase triste y ofendida. Ella misma ayudó con no oculta
satisfacción á este divorcio. Transcurrió el tiempo y al abandonar el
lujo de sus primeros años de matrimonio, para tomar sitio entre las
madres de severa respetabilidad, comenzó á seguir dentro de su casa
ciertas prácticas austeras y casi conventuales. ¡Cuántas veces Sánchez
Morueta se había visto rechazado con ira, porque era Cuaresma ó estaba
ella en vísperas de una comunión aparatosa!...
Al establecerse definitivamente la separación, al alejarse él para
siempre, la mujer pareció agradecérselo con sus miradas, con una mayor
dulzura en el trato. Era, sin duda, más feliz, libre de la asiduidad
ardorosa del macho; de aquellas caricias que le repugnaban como una
servidumbre cruel de su sexo.
--Es muy honrada, muy virtuosa--dijo con amargura el millonario,--Pero,
para mí, como sí no existiera. ¡Ay, Luis; estoy solo! Yo creo que la
vida debe ser otra cosa: tanta honradez es inaguantable.
Llegaba hasta el jardín la vocecita de la hija de Sánchez Morueta,
cantando al piano el _Goizeko izarra_, la invocación melancólica á la
estrella de la mañana. La tristeza poética de las montañas vascas
esparcíase por el jardín inglés, dorado por el último llamear del sol de
la tarde.
--¿Y esa?--preguntó el médico.--¿No tienes á tu hija?...
El potentado se expresó con apasionamiento. Amaba á su hija: era carne
de su carne: el único recuerdo de la pasión que había sentido por su
esposa. El cariño á Pepita era lo que mantenía las apariencias de paz de
su casa: lo único que le ayudaba á sobrellevar la tristeza doméstica.
Era como un puente que mantenía la comunicación entre él y su esposa.
Por ella continuaba Sánchez Morueta su existencia febril de hombre de
negocios. Tenía la obligación de defender lo que la pertenecía por su
nacimiento. Su porvenir le causaba á veces gran inquietud. Podía casarla
con el hijo de otro potentado: un matrimonio de millonarios en el que no
entrase para nada el amor. ¿Pero no era esto perpetuar en la hija la
infelicidad del padre? Observaba á Pepita, y se entristecía, adivinando
en ella una reproducción de su madre. Quería casarla por amor, con un
hombre al que se sintiera inclinada, pero no veía en ella la menor señal
de apasionamiento. Se casaría, sin ardor y sin protesta, con el que le
indicaran sus padres, para continuar con más libertad la vida insípida
de ostentaciones y de devoción elegante. Ella, como las otras jóvenes de
su clase, veía en la unión con el hombre un medio de independencia, sin
que el corazón llegara á interesarse. Iría á administrar otro hogar,
como su madre dirigía el suyo: á cuidar á un marido que trajese dinero á
casa, y alguna vez, abandonando los negocios, entrara un momento en su
salón. De su padre sólo tenía algo en lo físico: la educación y el alma
eran de su madre. Si Sánchez Morueta, al escoger el yerno, se colocaba
frente á su mujer, era casi seguro que Pepita no le seguiría á él.
--La amo--decía el millonario,--la amo á pesar de todo. Pepita me quiere
á su manera; es cariñosa conmigo, me mima y me adora, especialmente
cuando su madre la encarga que me pida algo. Pero también junto á ella
me siento solo. Parece que no seamos de la misma familia, que
pertenezcamos á distinta raza. No sé explicarme, Luis: tal vez estoy
loco; pero jamás siento con ellas, que son mi familia, esta confianza,
este dulce abandono que tú me inspiras. Y es que tú eres de mi sangre;
el único pariente verdadero.
Aresti seguía moviendo la cabeza, como quien oye una canción harto
conocida. No le extrañaba la situación de Sánchez Morueta: era la de
muchos poderosos de aquella tierra. Vivían rodeados de todos los goces
del bienestar, pero en una pobreza triste de afectos. Los matrimonios
eran vulgares asociaciones para crear hijos y que la fortuna no se
perdiera. Marido y mujer vivían en aislamiento moral: él buscando
consuelo fuera de casa, en amores vergonzosamente ocultados; ella
dedicándose á la devoción.
Sánchez Morueta interrumpió estas consideraciones de su primo, como si
ansiase decirle toda la verdad. Así era él también: necesitaba amor y
amaba. Ya que la alegría de la vida no entraba en su casa, la había
buscado fuera de ella. No era un enredo vulgar para satisfacción del
sexo: era una pasión que endulzaba el ocaso de su madurez y le hacía
soñar y sentir á los cincuenta años, con una intensidad que le
retrogradaba á la juventud. Y con arrobamientos de adolescente,
recreándose en el relato, recordó toda la novela de su amor.
Había comenzado por una aventura vulgarísima: un encuentro en Biarritz
con Judith, una vendedora de amor, de nacionalidad indeterminada, nacida
en Francia, pero hija de judíos: una mujer que en plena juventud había
corrido medio mundo y conocía casi todos los idiomas europeos. Las
relaciones habían ido estrechándose. Apenas se separaba de ella jurando
no volver á verla, avergonzado de su vileza y acordándose de su hija con
remordimiento, sentía la necesidad de buscarla de nuevo, se proponía á
sí mismo un negocio que hacía necesaria su presencia en París, ó en
Madrid, allí donde se encontraba ella, siguiendo su existencia errante
de aventurera del amor, tan pronto viviendo casi maritalmente y retirada
del mundo, como exhibiendo su belleza y su voz de falsete sobre los
tablados de los _music-hall_. ¿Qué tenía aquella mujer que le
trastornaba con el mareo de la embriaguez? Era el encanto del pecado, el
sabor agridulce de lo prohibido, el perfume canallesco, que entraba como
una ráfaga de vendaval en el aburrimiento de su vida, volcando todas las
preocupaciones y los escrúpulos. Sánchez Morueta, al considerarse
culpable, se sentía más hombre. El remordimiento era una manifestación
de vida que le sacaba del letargo de su existencia.
Paladeaba las nimiedades del amor, que turbaban dulcemente la vulgaridad
monótona de su vida. Las cartas de sobra prolongado y escritura femenil
le salían al encuentro en la mesa de su despacho, entre la
correspondencia comercial, con un perfume de alcoba pecadora que
estremecía su carne y parecía traerle una ráfaga cargada de taponazos de
champagne y música chillona de café concierto. La expansión, dulcemente
truhanesca, que le llamaba con los vulgares nombres de _petit coco ó mon
gros cheri_, hacíale sonreír juvenilmente bajo su barba venerable. Era
una pasión que alegraba el ocaso de su vida, que resucitaba su alma casi
en las puertas de la vejez. Amaba como un patriarca de la Biblia,
sorprendido en el ambiente tranquilo de su tienda por las gracias
felinas de una bayadera asiática.
Había acabado por arrancar á Judith de su vida de aventuras, por
instalarla definitivamente en Madrid, como una señora tranquila que vive
de sus rentas. Pensó por un momento traerla á Bilbao, pero había
desistido de ello, no por miedo á la familia, sino por temor á la villa
hipócrita y triste, que toleraba el amancebamiento con criadas y
costureras, que cerraba los ojos ó sonreía bondadosa ante el capricho
del rico con mujerzuelas que no abandonasen su condición de pobres, pero
se escandalizaba y enfurecía ante la _cocotte_, la hembra que pusiera
en sus sonrisas algo de distinción, y rodeara de una sombra de amor las
necesidades de la carne. Otros más valientes que él habían intentado
aclimatar aquellas aves pasajeras en ciertos hotelitos del ensanche, y
todo el vecindario se amotinó contra las extranjeras. Hasta habían
cortado las cañerías del agua y la luz de sus casas, para obligarlas á
levantar el campo.
El millonario iba con frecuencia á Madrid por dos ó tres días,
pretextando juntas de accionistas ó gestiones cerca del gobierno. Todos
le encontraban rejuvenecido; veían en él algo nuevo é inexplicable, que
animaba sus ojos con el brillo dulce de la adolescencia, que parecía dar
más soltura á su cuerpo de hombre de lucha, y le hacía cuidar con mayor
esmero del adorno de su persona.
--Tú mismo--decía al médico,--te has extrañado de este cambio muchas
veces. Es el amor, Luis. Nada como él alegra á los hombres.
Y como si temiera alguna burla del doctor, hablaba de Judith con
entusiasmo, queriendo convencer á su primo de que su madurez no hacía
mal papel al lado de aquella juventud un poco gastada por el exceso de
placeres. Estaba seguro de que le quería. No era que él pudiese inspirar
una gran pasión: pero cansada de la antigua vida, se había refugiado en
sus brazos para siempre y le amaba con un amor en el que entraba por
mucho el agradecimiento. Esto le bastaba. No había más que ver cómo le
sonreía, cómo salían á su encuentro los brazos blancos y suaves cuando
se presentaba inesperadamente en el hotelito de las afueras de Madrid.
Aquella era su verdadera casa: allí pasaba los mejores días, y á no ser
por su hija y por la respetabilidad que exigen los negocios, allí iría á
terminar su existencia.
Además, un suceso inesperado los había unido más estrechamente: había
afirmado aquel idilio oculto que llevaba cinco años de duración. Sólo á
un hombre como su primo podía hacerle tal confidencia... ¡Tenía un hijo!
Y como el doctor Aresti no pudiese contener su asombro, el millonario se
apresuró á añadir:
--Tú eres el único que lo sabe: un hijo... ¡mío! ¡bien mío! Un niño de
tres años que empieza á hablar, y al verme me llama: «¡El papá de
Bilbao!» El amor me da lo que tantas veces deseé en mi casa sin
conseguirlo. ¡Un hijo!... No lleva mi apellido, no puedo confesar que
soy su padre, pero pienso en él, espero que crezca y ¡ya vendrá á mi
lado! ¡ya haré por él cuanto pueda, que será mucho!
Y hablaba enternecido de aquel hogar oculta, de la familia improvisada
que era para él la verdadera. Judith, engordando en su bienestar
tranquilo; aburguesándose hasta hacer olvidar á la antigua _divette_
aventurera, Sánchez Morueta la quería mejor así: la creía más suya. Y
entre los dos, aquel pequeñuelo de una asombrosa precocidad. El
millonario se enorgullecía viéndolo tan hermoso, con una belleza
afeminada que reflejaba la de la madre, sin ningún rasgo de él.
--Un verdadero hijo del amor--decía el hombretón con sonrisa
placentera.--No hay en el pequeño nada de mi fealdad: ni mis manazas, ni
esta cara de gigantón. Rubio como el oro, ¡y tan blanco! ¡tan delicado!
¡tan poquita cosa! Parece un bebé de porcelana.
Y recordaba al doctor una de sus frases que gozaban el privilegio de
indignar á las gentes honradas. Los hijos del amor eran siempre los más
hermosos: tenían algo de extraordinario, que rara vez se encontraba en
los retoños engendrados por las parejas legales, que procrean por deber
y por instinto, durante las noches blancas, de placer triste y monótono,
en las que los besos tienen el sabor suculento y vulgar de la olla
casera.
Sánchez Morueta calló como fatigado por su confesión. En uno de sus
paseos habían llegado cerca del hotel, y ahora se alejaban lentamente,
sonando á sus espaldas el piano y el abejorreo de las conversaciones de
la tertulia de doña Cristina.
--¡Y pensar que podía haber encontrado en mi casa la felicidad que busco
fuera, ocultándome como un malhechor!--exclamó el millonario, como si el
recuerdo de su familia despertase en él cierto remordimiento.--Pero no
creas, Luis, que estoy arrepentido--añadió con resolución.--Yo tengo
derecho á ser feliz y la felicidad se toma donde se encuentra.... Pero
dí algo, Luis. ¿Qué opinas de todo esto?
Aresti encogió los hombros. De aquellos amores no quería hablar. Si
proporcionaban á su primo cierta felicidad, hacía bien en continuarlos.
La vida es triste y la pericia del hombre está en alegrarla, en iluminar
con brillantes colores los contornos grises de la existencia. Bueno era
que aquella mujer le amase según él decía: pero aunque el amor no
existiese, resultaba lo mismo. Lo importante era que él se creyese
amado. En el mundo se vive de la ilusión y la mentira, y la mayor
desgracia es abrir los ojos.
--Me quiere, Luis, me quiere--interrumpió el millonario
apresuradamente.--¿Por qué había de fingir? Si hubiera sabido quién era
yo cuando la conocí, aún podría dudar. Pero en nuestros primeros tiempos
de amor me creía un hombre de corta fortuna. Tardó mucho á saber que era
yo Sánchez Morueta.
El doctor asombrábase ante la firme convicción de su primo. Celebraba su
optimismo: así, su dicha no correría peligro. Él no se mezclaba en el
asunto. A ser feliz ya que tenía fuerza de voluntad y medios sociales
para crearse una segunda familia, que viviría en el foso, mientras
arriba, en las tablas, tronaba la otra con todo el aparato de su
riqueza. A Aresti sólo le interesaban los infortunios domésticos de su
primo, su aislamiento moral dentro de la casa. Lo mismo que á él, les
ocurría á otros. Era el eterno obstáculo con que tropezaban todos los
que en aquella tierra querían encontrar en la esposa algo más que una
compañera y administradora. Unos habían de buscar la alegría de su
existencia fracasada fuera de su casa, manteniendo, por cobardía ó
egoísmo, las apariencias de un hogar tranquilo; otros, más resueltos y
valerosos--él, por ejemplo,--rompían abiertamente, no queriendo vivir
encadenados á un alma muerta y volvían á su existencia de solteros, con
la amargura de no poder buscar públicamente una nueva compañera.
Aresti no censuraba á las mujeres de su país. Eran como eran, un poco
por la frialdad de la raza nada propensa á apasionarse por lo que no
tenga un fin inmediato y práctico, y muchísimo más por defecto de
educación, porque los mismos hombres las habían acostumbrado al
aislamiento, á la separación de sexos, á asociarse las mujeres con las
mujeres, no viendo en el hombre más que una máquina de fabricar dinero é
hijos. ¿Qué había hecho al casarse Sánchez Morueta? Lo que todos los
poderosos de su país. El matrimonio ajustado por las familias, sin hacer
gran caso de la voluntad de los contrayentes: después, el viaje
aparatoso de varios meses por Europa, para alardear de riqueza, deseando
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