El intruso - 08

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el marido volver cuanto antes á reanudar sus negocios. Y el mismo día de
la vuelta á Bilbao, él, al escritorio, á ganar dinero, ó al club, para
vivir entre hombres solos, dejando á la mujer entregada para siempre á
las amigas. Y la mujer se refugiaba entre las de su sexo, sin más
diversiones que el visiteo y el exhibir trajes y alhajas para envidia de
las compañeras, pues hasta la faltaban ocasiones de lucir su riqueza.
No conocían la vida de sociedad con sus fiestas y saraos, como los
aristócratas de otros países. Los padres de la Compañía, para asegurar
su influencia, predicaban contra los bailes, como invenciones del
demonio, propias de otras tierras que no habían gozado la gran dicha de
heredar las sanas y virtuosas costumbres de Vizcaya. Los teatros
funcionaban con los palcos vacíos, sin que á ellos asomara una mujer:
las fiestas del verano eran el único esparcimiento anual para todas
ellas. Faltas de diversión, ansiosas de reunirse, de oír música, de algo
que despertase su sentimentalismo, buscaban en la iglesia su club y su
teatro, pasando el día en el templo del Corazón de Jesús, allí donde la
arquitectura afeminada y ridícula, cargada de oro y bermellón, el
armonium, las voces hermafroditas y las bombillas eléctricas, parecían
acariciarlas con un halago que tenía tanto de mundanal como de místico.
Aresti sonreía amargamente. ¡Ay: estaba bien discurrido aquel asedio,
para apoderarse lentamente de la mujer, llegando por medio de ella hasta
la dominación del esposo! De ellos era principalmente la culpa, ¿Qué
habían de hacer unos seres débiles, faltos de dirección, arrastrados
por el especial sentimentalismo del sexo hacia todo lo absurdo? Veíanse
obligadas á una vida de harem; siempre mujeres con mujeres, viendo sólo
al hombre en el preciso momento del deseo; y el hábil jesuíta se
presentaba como un remedio á su tristeza, entretenía su fastidio con una
devoción dulzona y afeminada, era el eunuco guardián, el verdadero amo,
dirigiendo á su antojo al tropel de odaliscas cristianas. Así llegaba
desde la sombra á apoderarse de la voluntad de los hombres, los cuales
se movían, sin conocer el impulso de sus acciones.
Algunos aún se mostraban satisfechos y agradecidos á los sacerdotes,
porque proporcionaban dulce entretenimiento á sus esposas, dejándolos en
mayor libertad para sus negocios y placeres.... ¡Imbéciles! El doctor se
indignaba ante aquella intrusión, que había acabado por cambiar á las
mujeres de su país, matándolas el alma, convirtiéndolas en autómatas que
aborrecían como pecados todas las manifestaciones de la vida, y llevaban
al hogar las exigencias de una dominación acaparadora.
--Tú mismo, Pepe, que te quejas de lo que ocurre en tu casa--dijo el
doctor,--¿qué has hecho para evitarlo?...
Sánchez Morueta hizo un gesto de extrañeza. ¿Él? ¿qué podía evitar él?
¿Podía acaso cambiar el carácter de su esposa?...
--Tú has dejado, como los otros--continuó el doctor,--que tu mujer
buscase un remedio á su soledad, entregándose á la devoción. ¡Y te
extrañas de que Cristina haya ido separándose de tí! Es un caso de
adulterio moral, del que sois vosotros casi siempre los culpables. Se
comprende lo que á mí me ocurrió: yo no soy rico, y en este país de
negocios, el pobre no tiene autoridad sobre la familia. Además, junto á
los prejuicios de la que fué mi compañera, estaban como refuerzo los de
su madre y su hermana. Pero tú, que tienes la autoridad de la fortuna,
¿cómo has dejado que fuesen apoderándose de una mujer á la que amabas,
separándola de tí? Te quejas de que ya no es tu esposa; pues ese afecto
que te falta y ha trastornado tu existencia lo tienen otros. En tus
propias barbas han cortejado á tu mujer y te la han robado. Sí alguna
vez piensas vengarte, ve en busca de los que la confiesan.
El millonario sonrió con desdén.
--¡Bah! ¡Los jesuítas! ¡Ya salió tu tema!... Efectivamente, son gente
antipática; ya sabes que les tengo mala voluntad. Yo soy liberal; yo me
batí en el último sitio como auxiliar, comiendo carne de caballo y pan
de habas; yo tomaría el fusil otra vez, si volviesen los carlistas.
¿Pero aun crees tú, Luis, en esa leyenda de los jesuítas tenebrosos,
cometiendo los mismos crímenes que ellos atribuyen á los masones?...
Y Sánchez Morueta miraba con ojos compasivos á su primo, sin dejar de
sonreír.
--No sigas, Pepe--dijo el doctor.--Adivino lo que piensas. Soy un cursi.
Conozco la frase: es un magnífico pararrayos para desviar el odio que
instintivamente sienten todos contra esos hombres. Es cursi hablar mal
de los jesuítas, afirmar que constituyen un peligro. Lo distinguido, lo
intelectual, lo moderno, es creer á ojos cerrados en cualquier patán
astuto que, vistiendo la sotana, pronuncia sermones vulgares, y pasa las
horas en el confesionario enterándose de vidas ajenas y adorando al
Corazón de Jesús, que coloca por encima de Dios.
--¡Yo no digo tanto!--exclamó el millonario.--Yo no creo en ellos, y
hasta me río de sus cosas. Pero reconocerás conmigo que eso del odio al
jesuíta es algo anticuado. Sólo aquellos progresistas cándidos y
heroicos de otros tiempos, podían ver la mano del jesuíta en todas
partes y creer en sus venenos y puñales.
--Yo no creo en su tenebroso poderío ni en sus venganzas. En esta tierra
nadie se atreve como yo á hablar contra ellos, y ya ves, nada malo me
ocurre. Así que me he puesto fuera de su alcance, saliendo de una casa
que dominaban y viviendo entre gentes que les desprecian, nada pueden
contra mí. Aislados nada valen: pero hay que temerles allí donde les
ayuda la imbecilidad, donde la gente va hacia ellos. ¿Cómo te explicaré
lo que pienso? Son como los microbios, que nada valen, y, sin embargo,
llegan á producir una epidemia. Si encuentran un ser débil preparado
para recibirlos, lo matan; pero si tropiezan con uno fuerte, dispuesto á
repelerlos, ellos son los que perecen. No tienen fuerza para apoderarse
de nada por sí mismos. El que les haga frente puede estar tranquilo de
que no lo buscarán. Pero cuentan con el auxiliar poderoso de los tontos
y del sentimentalismo femenil, que avanza en su busca y se ofrece,
diciéndoles: «Dominadnos, haced de nosotros lo que queráis, y dadnos en
cambio el cielo.»
Aresti no creía, como los enemigos de la Compañía en otros tiempos, en
la grandeza y el poder del jesuitismo. La sabiduría de sus individuos
era una leyenda. Había entre ellos (que eran miles) algunos que se
distinguían en las ciencias y en las artes, nada más que como
apreciables medianías. Llevando siglos de existencia, disponiendo de
riquezas y viajando por toda la tierra, sus famosos sabios no habían
enriquecido á la humanidad con un sólo descubrimiento de importancia. Su
talento consistía en presentar al vulgo las medianías como genios de
fama universal y colocar á la mayoría restante en sitios donde no se
evidenciase su vulgaridad.
El médico se reía igualmente de su poder. Sólo alcanzaba á los que caían
ante sus confesonarios. El que cortaba toda comunicación con ellos,
podía burlarse de su poder sin miedo alguno. Eran unos pobres hombrea,
temibles únicamente para los que viven á su sombra.
Aresti reconocía, sin embargo, que su influencia dentro de la Iglesia
era mayor que nunca. Cuando Loyola había fundado su Compañía, las demás
órdenes religiosas la despreciaban. Pero por ser la más moderna se había
apoderado de todas, con la fuerza de la juventud. Además, los frailes,
despojados de sus riquezas de otros siglos, tenían ahora que copiar los
procedimientos de los jesuítas, que tanto les repugnaban en pasadas
épocas. Tenían que marchar á la zaga de ellos, imitándolos para hacer
dinero, guardando la actitud humilde del pobre ante el rico. El cuarto
voto de obediencia al Papa, peculiar de la Compañía, había hecho
indispensable para el Vaticano el apoyo del jesuitismo. Hasta podía
afirmarse que el ejército monástico de Íñigo de Loyola había salvado al
pontificado en el trance, terrible para él, de la revolución luterana.
Era la antigua fábula del hombre y el caballo, puesta de nuevo en
acción. El caballo prestaba sus lomos al hombre para que le defendiese y
vengase de sus enemigos, pero una vez satisfechos sus deseos, el jinete
se negaba á descender, condenándolo á eterna servidumbre. La compañía
había salvado al Papa, pero esclavizándolo para siempre. El cristianismo
había muerto con la Reforma para convertirse en catolicismo. Ahora el
catolicismo ya no era más que una palabra: la verdadera religión era el
jesuitismo. El Papa que bendice seguía en el Vaticano; pero el Papa que
decreta y disciplina las conciencias, era el General, oculto en el
_Jesu_ de Roma.
--Esto á mí en nada me interesa--acabó diciendo Aresti.--Yo vivo fuera
del gremio, y lo mismo me importa que lo dirija este que el otro.
Su primo hizo un gesto de asentimiento. A él tampoco. Él no hablaba con
la audacia del doctor, pero vivía de hecho fuera de las prácticas
religiosas; no le preocupaban.
--A tí, sí--dijo Aresti con energía.--A tí deben preocuparte. Crees que
vives fuera de esa influencia, porque no vas á misa, ni te tratas con
curas; pero todo llegará, tú irás, y hasta es posible que te arrodilles
ante algún confesonario de la iglesia de los jesuítas. Estás en el
círculo de su influencia: te tienen al alcance de su mano por medio de
la familia; ya te agarrarán. ¡Apenas si es mal bocado el millonario
Sánchez Morueta!
El aludido sonrió. ¡Bah! No eran tan terribles. En Inglaterra se reirían
oyéndoles hablar de tales gentes. Allí las despreciaban, si es que
alguna vez hacían memoria de ellas.
--¿Pero es que Londres es Bilbao?--gritó exasperado el doctor.--¿Acaso
Inglaterra es España? Ya sé yo que se ríen de ellos en todas las
naciones modernas y poderosas: únicamente Francia se rasca de vez en
cuando para echárselos lejos. Pero vivimos en España, una nación que no
concibe la vida sin la Iglesia, y lo que te dije de los individuos,
puede aplicarse á los Estados. Contra los fuertes se estrellan y
perecen, pero de los débiles, predispuestos al contagio, se apoderan
como una enfermedad. Eso de «cursi» podrá aplicarse al que sueñe con el
jesuíta temible, en Londres ó en Berlín: pero aquí ¡vaya con la
_cursilería_! ¡y no puedes moverte sin tropezar con ellos!...
--Sí; aquí dominan mucho--dijo el millonario con gravedad.--Yo sé que á
otros menos poderosos, que necesitan para sus negocios del apoyo de
capitales ajenos, los han elevado ó los han hundido, enviándoles ó
retirándoles los accionistas. Se meten en las casas y las dirigen...
pero es allí donde les dejan entrar. Yo, afortunadamente, aunque tú
creas lo contrario, estoy libre de ellos. Me han buscado por mil medios;
han intentado conquistarme; me han ofrecido indirectamente apoyos que no
necesitaba. Estoy muy por encima para que puedan hacerme daño. Aquí no
entrarán por más que se empeñen. Ya lo sabe Cristina: es lo único que me
impulsaría á romper con ella, á separarme, sin miedo á lo que dijese la
gente. Tú que sonríes y hasta parece que te burlas: ¿has visto aquí
alguna vez una sotana? ¿tienes noticia de que vengan á visitarnos esos
señores de la Residencia?
--No: no vienen--dijo Aresti sin abandonar su gesto irónico.--¿Y para
que habían de venir? Hace tiempo que están dentro: no necesitan de tu
permiso. ¿A quién habían de buscar en tu casa? ¿A tu mujer y á tu hija?
Ya les ahorras esa molestia enviándolas tú mismo á donde ellos las
aguardan. Les cierras la puerta de tu hotel, pero antes les entregas la
familia....
--Me has repetido lo mismo varias veces: son ilusiones tuyas. Ya conoces
mi carácter. He dicho que no entran y no entrarán. Sería un buen golpe
para ellos apoderarse de Sánchez Morueta; pero pierden el tiempo.
Aresti estaba pensativo y parecía no oírle.
--El otro día--dijo con lentitud, como si reconcentrase su memoria--leí
un drama en francés y me acordó de tí. Era _La Intrusa_ de Mæterlinck,
¿Conoces eso?...
El millonario movió la cabeza: él no tenía tiempo para la literatura.
--La _Intrusa_--continuó el médico,--es la Muerte, que entra en las
casas sin que nadie la vea; pero todos sienten los efectos de su paso.
Y Aresti relató la escena lúgubre de la familia reunida en torno de la
mesa, en la penumbra, más allá del círculo de luz de una pantalla verde.
En la alcoba cercana está una enferma, con el sopor de la gravedad:
fuera de la casa, á lo lejos, se oye afilar una guadaña, rayando el
cristal negro de la noche con su chirrido. Alguien debe haber entrado en
el jardín. Se asoman y no ven á nadie. Los cisnes graznan asustados,
ocultando la cabeza bajo las alas como si pasase un peligro: los peces
despiertan en el tazón de la fuente, ocultándose temblorosos: las flores
caen deshojadas, las piedras crujen como si las pisasen unas plantas de
inmensa pesadumbre... y sin embargo no se ve á nadie. Ya suenan pasos en
la escalinata: la puerta se abre, á pesar de que no sopla el viento.
Hasta la noche parece haber enmudecido sobrecogida. Intenta la familia
cerrar las hojas y no puede, como si tropezasen con un cuerpo invisible,
con alguien que asoma y se detiene indeciso, antes de orientarse. Y
después, el ser misterioso avanza por la sala. Nadie le ve, pero se
adivinan sus pasos sobre el tapiz, presienten todos que algo pasa ante
la lámpara verde. Levanta una mano invisible la cortina del cuarto de la
enferma y vuelve á caer sin que nadie haya entrado. ¡Un gemido!... La
enferma acaba de morir. Es la muerte que ha llegado hasta su cama
atravesando todos los obstáculos; la _Intrusa_, para la que no hay
puertas, que avanza invisible, haciendo sentir en torno su oculta
presencia.
Y Aresti, después de relatar la obra de Mæterlinck, miraba silencioso á
su primo, que parecía no comprenderle.
--En tu casa ocurre lo mismo--dijo tras larga pausa.--Crees que ese
enemigo no ha entrado, porque no le ves de carne y hueso sentarse á tu
mesa y ocupar un sillón en la hora de las visitas. Pues hace tiempo que
llegó hasta tu misma alcoba. Tú te lamentabas de ello hace poco. Todos
los días vuelve, siguiendo los pasos de tu mujer y tu hija cuando
regresan de la Iglesia de los jesuítas ó de sus juntas de Hijas de
María. ¿No presientes la proximidad de ese enemigo invisible? No
percibes su roce? El último de tus criados lo ve y tú estás ciego. Te
mira á todas horas y conoce tus acciones. Sus ojos son ese secretario
que tienes y ese señorito pariente de Cristina, que busca unirse á tí,
pensando en tus millones más que en Pepita. Sus manos son tu mujer y tu
hija. Ellas te agarrarán cuando te sientas débil; aprovecharán un
instante de desaliento para empujarte dulcemente en brazos del Intruso.
Te crees libre de él y ronda á todas horas en torno tuyo.
Sánchez Morueta reía ruidosamente.
--Estás loco, Luis. Por algo tienes esa fama de original. La lectura te
ha trastornado el seso. ¿A qué tanto fantasma, y dramas, é intrusos... y
demonios coronados? En resumen, todo es porque dejo en libertad á mi
familia, para que se entregue á las prácticas religiosas y se entretenga
con esa devoción bonita, inventada por los jesuítas. ¡Qué he de hacer
yo, si eso las divierte! ¿Quieres acaso que me Imponga como un tirano de
comedia, y diga: «Se acabó el trato con los Padres, aquí no hay más misa
que la que diga el cura de Portugalete en el oratorio del hotel?» Eso no
lo hago yo, Luis. Yo soy muy liberal: tal vez más que tú.
Hablaba con una firmeza británica de su respeto á la libertad. Él no
quería violentar la conciencia ajena: cada cual que siguiera sus
creencias y que le dejaran á él con las suyas. Libertad para todos. Y
recordaba su educación en Inglaterra, la amplitud religiosa del pueblo
británico, con sus diversas confesiones, sin que los individuos de una
misma familia se molesten ni enemisten por practicar diversos cultos.
Aresti pareció irritado por la calma serena con que su primo hablaba de
la libertad.
--Yo también creo lo mismo--exclamó;--pero en un país como ese de que
hablas, que apenas si ha conocido la intolerancia religiosa y la
persecución por delitos de conciencia. Además, hay allí creencias
diversas, y unas á otras se equilibran, amortiguando los efectos. Es una
especie de federalismo religioso que no sale de los templos, ni pretende
dominar al Estado y dirigir las familias. ¿Pero hablar de libertad
absoluta en este país, que es famoso en el mundo por la Inquisición y
por ser patria de San Ignacio?... Llevamos sobre las costillas cuatro
siglos de tiranía clerical. La unidad católica no está consignada en las
leyes, pero ya se encargan muchos de que perdure en las costumbres.
Vivimos en guerra religiosa permanente. Los pocos que se emancipan han
de estar sobre las armas, dando y recibiendo golpes. ¡Y vienes tú con
esa pachorra inglesa hablándome de libertad y de respeto á todas las
creencias!... Eso puede ser en otros países; podrá ser aquí, cuando
exista esa España nueva, cuyo nacimiento se aguarda hace cerca de un
siglo, que saca la cabeza y luego se oculta, sin decidirse á salir por
completo de las entrañas de la Historia. No: yo no soy liberal: yo soy
un hombre de mi tiempo, tal como me han formado las circunstancias de mi
país, no como me lo enseñan los libros. Yo soy un jacobino; yo quiero
ser un inquisidor al revés, ¿me entiendes?, un hombre que sueña con la
violencia, con el hierro y con el fuego, como único remedio para limpiar
á su tierra de la miseria del pasado.
Y Aresti, siempre irónico y zumbón, se exaltaba hablando. Latía en sus
palabras el odio á la influencia oculta que había truncado su vida,
hiriéndolo en sus afectos de hombre pacífico, impidiéndole constituir
una familia. Él amaba la libertad; pero era la libertad para el
mejoramiento y bienestar de la especie humana; para ir adelante, hacia
los nuevos ideales marcados por la ciencia: no para retroceder,
abrazándose á instituciones que estaban muertas desde hacía siglos.
Además, ¿por qué conceder las ventajas de la libertad á los que habían
empleado antaño su inmenso poderío combatiéndola, arrumbando escombros
sobre su tallo naciente y ahora, al verla vigoroso árbol, querían ser
los primeros en gozar de su sombra? No: él no reconocía derecho para
existir á unas creencias que eran la negación de la vida; no podía
conceder la libertad á los tradicionales enemigos de esa misma libertad.
Encarándose con Sánchez Morueta, preguntábale qué haría si supiera que
en su escritorio existían hombres que deseaban el naufragio de sus
barcos, el incendio de sus fábricas, el agotamiento de sus minas, la
desaparición total de todo lo que era la existencia de su casa. ¿No los
expulsaría, indignado? Pues esto deseaba él para los enemigos de la
vida, para los que maldecían como pecados las más gratas dulzuras de la
existencia; para los que adoraban la castidad antipática de la virgen
sobre la soberana fecundidad de la madre; y ensalzaban la pereza
contemplativa, considerando el trabajo como un castigo; y hacían la
apología de la vagancia y la miseria convirtiéndolas en el estado
perfecto; y tenían el hambre como signo de santidad y apartaban á las
gentes de las felicidades positivas de la tierra, haciéndolas dirigir
las miradas á un cielo mentido; y anatematizaban el amor carnal como
obra del demonio. Eran, en una palabra, los que divinizaban todas las
miserias, todos los rigores que martirizan al hombre, marcando, en
cambio, con el sello de la execración las únicas alegrías que están á su
alcance. Aquellos enemigos de la vida, la insultaban llamándola valle de
lágrimas. ¿No deseaban salir de ella cuanto antes? Pues á darles gusto y
que dejaran el sitio libre á los pecadores, á los malvados que aman este
mundo y se conforman con todos sus defectos y tristezas, sabiendo que
más allá no existe otro mejor.
Aresti hablaba con una vehemencia feroz, brillándole los ojos con fuego
homicida.
--Eres un inquisidor--dijo su primo soriendo.--Parece mentira que un
hombre _moderno_ como tú se exprese de tal modo.
Aresti no quiso protestar. No le infundía repugnancia el mote de su
primo. ¿Inquisidor? sea. Toda la España, ansiosa de algo nuevo, sentía
lo mismo que él, sólo que no llegaba á razonar sus impulsos. En otros
pueblos más adelantados, la crisis religiosa, el paso de la Fe á la
Razón, se había verificado dulcemente, en medio del respeto y la
libertad. La Reforma, con su espíritu de crítica y libre examen, había
servido de puente. Pero en esta tierra había que dar un salto violento,
pasar, sin puente alguno, desde las creencias de cuatro siglos antes,
aún en pie y poderosas, á la vida moderna. El tránsito había de ser rudo
y brutal. Era un ensueño querer guiar al pueblo mansamente, pasito á
paso: había que correr, que saltar, derribando lo que aún quedase por
delante. Había que tener en cuenta la raza, la herencia triste que pesa
sobre este pueblo: su educación intolerante que databa de ayer. En unos
cuantos años de vida moderna, que no era propia, sino de reflejo, no se
podían extinguir varios siglos de ferocidad religiosa. Todo español
lleva dentro un inquisidor. Bastaba ver cómo el más leve atentado que
turbaba la paz pública, hasta las clases más elevadas y cultas, pedían
la suspensión del derecho y la intervención de la fuerza. Los ricos
aplaudían á la guardia civil cuando daba tormento, resucitando los
procedimientos salvajes de la Inquisición; los pobres admiraban al
fuerte, al audaz, viendo muchos de ellos la suprema gloria en la bomba
de dinamita; los gobiernos, ante el más insignificante motín, abominaban
de la libertad como si fuese un fardo abrumador... En otros tiempos, los
católicos rancios presentaban sus pruebas de pureza de sangre para
demostrar que estaban limpios de todo origen judío ó mahometano. ¿Quién
podría jurar hoy que no circulaba por sus venas sangre de fraile ó de
familiar del Santo Oficio?
Y el doctor, que había asistido á muchas reuniones populares, recordaba
la gradación de los sentimientos y tendencias de la gran masa. Aplaudían
con un entusiasmo algo forzado, por costumbre más que por espontáneo
impulso, los ataques al régimen político. Los reyes estaban lejos, y la
gente pensaba en ellos como en una calamidad casi del pasado, que aún no
se había extinguido, pero que debía desaparecer fatalmente, más pronto ó
más tarde, sin grandes esfuerzos. Les interesaba la cuestión social como
algo positivo relacionado con su bienestar; pero por más esfuerzos que
hicieran los oradores por exponer las generosidades de la sociología
revolucionaria, la gente sólo veía la ventaja de aumentar en unos
cuantos reales el jornal y trabajar alguna hora menos... Pero se hablaba
del jesuíta, del fraile, del cura, y la muchedumbre se ponía
instintivamente de pie, con nervioso impulso, y brillaban los ojos con
el fulgor diabólico de una venganza secular, y sonaba estrepitoso el
trueno del aplauso delirante, y se levantaban los puños amenazadores,
buscando al enemigo tradicional, al hombre negro, señor de España. Las
huelgas por cuestiones de trabajo se desviaban para apedrear iglesias:
las manifestaciones populares silbaban é insultaban á toda sotana que
cruzaba la calle: hasta los motines contra el impuesto de Consumos
tenían por final la quema de algún convento.
--Y es que el pueblo--continuó Aresti--adivina por instinto cuál es el
enemigo más próximo, el primero que debe acometer al despertar, y no se
junta para algo que no dirija contra él sus iras.
El doctor, guiado por un deseo de imparcialidad, reconocía que en
apariencia ningún odio ni temor debían sentir las masas contra la
Iglesia. Los obreros de las ciudades no iban á misa, ni se confesaban;
vivían separados del cura, despreciándolo. ¿Por qué, pues, habían de
temerle? Los jesuítas y los frailes sólo visitaban las casas de los
ricos y no podían esperar los pobres que se introdujeran en sus
miserables tugurios. ¿Por qué, pues, odiarlos? Era que la masa, por
instinto, adivinaba en ellos la barrera opuesta á toda tentativa de
avance. Estancando la vida del país, cortaban el paso á los de abajo.
Ellos eran los que les habían tenido en la ignorancia durante siglos,
haciéndoles ver que el pobre carece de otro derecho que el de la
limosna, inculcándoles un respeto supersticioso para el potentado,
obligándoles á creer que deben aceptarse como dones celestes las
miserias terrenas, pues sirven para entrar en el cielo. Y el pueblo, que
sólo conseguía ventajas en fuerza de rebeldías y revoluciones, se
vengaba del engaño de varios siglos persiguiendo á los impostores.
Además, existía un impulso de fuerza tradicional. Da las entrañas de la
historia patria se desprendía un hálito de santo salvajismo. El brasero
inquisitorial ardía durante siglos; el cielo azul obscurecíase con nubes
de hollín humano; reyes, magnates y populacho habían asistido entre
sermones y cánticos á las quemas de hombres con el mismo entusiasmo que
provocan hoy las corridas de toros. Del fondo de la tierra clamaban
venganza miles de seres achicharrados: ancianos cuyo único delito fué
comentar la Biblia, mujeres trastornadas por enfermedades nerviosas, que
después ha explicado la ciencia, niñas inocentes que seguían con la
inconsciencia de la juventud las creencias de sus padres.
--España es un país de olvido--decía el doctor.--Aún se estremecen en
Francia recordando la matanza de San Bartolomé, que duró veinticuatro
horas. ¡Y aquí es cursi decir que hubo Inquisición! Hasta cerebros
poderosos que funcionan como si estuvieran vueltos del revés se han
encargado de demostrar que sus castigos no tuvieron importancia; que fué
una institución digna de elogios; como quien dice un jueguecito para
divertir al pueblo. En otros países levantan estatuas á los víctimas de
la intolerancia religiosa. Aquí la Iglesia omnipotente los ha matado por
segunda vez, creando el vacío en la historia. De tantos miles de
mártires, ni el nombre de uno solo ha llegado hasta el vulgo.
Pero el pueblo era, sin darse cuenta de ello, el vengador del pasado,
Aresti, que vivía en contacto con la masa, apreciaba la simplicidad de
sus ideas, el instinto paladinesco que la impulsaba á ser la ejecutora
de una revancha histórica. Sólo en el pueblo perduraba el recuerdo de
aquella ferocidad religiosa, de aquel crimen repetido fríamente en
nombre de Dios al través de los siglos; de aquellos sacrificios humanos
que recordaban los ritos sangrientos de los fenicios ante sus
divinidades ardientes. Y el desquite llegaba con no menos ferocidad,
como el desahogo de un pueblo que se venga. Intentábase ahora, al menor
motín, quemar los edificios que servían de albergue á los representantes
del pasado odioso; algún día los incendiarían de veras con todo su
contenido humano. Esto parecería brutal, pero era lógico en un país
donde todavía no existe el hombre. Los hombres poblaban el resto de
Europa. Aquí aún no se habían presentado. El hombre sería el habitante
de la España nueva; pero antes tenían que evolucionar mucho los actuales
pobladores del país, dignos descendientes del inquisidor, educados por
él en el desprecio á la vida humana, en la facilidad de inmolarla como
holocausto á las creencias. ¿De qué se quejaban los que mañana serían
víctimas, si ellos habían envenenado el alma de un pueblo, formándolo
durante siglos á su imagen y semejanza?...
El doctor recordaba ciertos mariscos que, segregando el jugo de su
cuerpo, forman la concha, el caparazón que les sirve de vestido y
defensa. El español no tenía otro jugo que el de la intolerancia, el de
la violencia. Así le habían formado y así era. En otros tiempos, el
caparazón era negro; ahora sería rojo; pero siempre la misma envoltura:
Él estaba orgulloso de la suya. Frente al inquisidor del pasado, el
inquisidor en nombre del porvenir. Luego, ya llegaría el hombre, limpio
de todo deseo de venganza, sin miedo á enemigos tradicionales, fraternal
y dulce, que levantaría el edificio moderno sobre el solar limpio de
escombros.
--¡Estás loco!--exclamó Sánchez Morueta riendo.--Por eso te ponen esa
fama de hombre que tiene _cosas_. Si te tomase en serio, habría para
sentir horror por lo que dices.
Aresti se encogió de hombros.
--Pero ven acá, mediquillo chiflado--continuó el millonario.--Reconozco
que esa gente es tan nociva y tan peligrosa como tú dices. Ya sabes que
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