El intruso - 12

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mirada de ella, que era como su madre? Pero Pepita no lograba
tranquilizarse: el respeto y el miedo á su mamá la dominaban. Esperaba
que de un momento á otro apareciese la severa figura de doña Cristina
tras un arriate del jardín.
Solamente había accedido á la entrevista después de los infinitos ruegos
de Fernando. Este se desesperaba por no haber hablado ni una vez á solas
con su novia, teniendo que contentarse con las rápidas palabras
cambiadas al entrar y salir en la casa de su jefe ó con las cartas que
llevaba y traía la _aña_ complaciente.
Pepita quería que se encontrasen en el jardín, á la vista de la
servidumbre, creyendo esto menos censurable que recibir al ingeniero
dentro de la casa.
Cuando la joven se vió bajo los árboles, Fernando atravesaba ya la
verja, haciéndose de nuevas ante el portero, al saber que la señora no
estaba en casa. Venía á visitarla y á enterarse de paso de cuándo
regresaría don José de su viaje; pero ya que la señorita estaba en el
jardín, pasaría á saludarla.
Los dos jóvenes quedaron indecisos, con la emoción de la timidez, al
verse frente á frente.
--¡Vaya, pasearos! dijo animosamente la ruda Nicanora.--Deciros algo:
hablad sin miedo. Aquí estoy yo para avisar si algo ocurre.
Y poco á poco fué quedándose rezagada, dejando que los novios anduviesen
lentamente, la vista en el suelo, con el atolondramiento del que ha
pensado muchas cosas para decirlas y no sabe cómo empezar.
De vez en cuando se miraban sonriendo. Él la acariciaba con los ojos,
poniendo en su gesto toda la pasión, que se revolvía inquieta, no
encontrando palabras para exteriorizarse. El silencio del jardín, la
calma de aquella tarde de verano parecía adormecer el pensamiento de los
dos, dando una vida extraordinaria á sus sentidos. Creían percibir
considerablemente agrandados los movimientos del corazón, los latidos de
la sangre al pasar por las arterias de sus sienes. Poco á poco
envolvíales la alegría de la naturaleza, cómplice de las dulzuras del
amor; el canturreo del agua desgranándose en el tazón de una fuente, el
crujido de los troncos al estallar sus cortezas á impulsos de la savia,
el lento murmullo de las hojas moviéndose solemnemente en el espacio
caldeada, entre nubes de insectos que brillaban al sol como un
chisporroteo de oro.
Fernando fué el que habló primero, comenzando como todos los amantes con
la expresión de la felicidad que sentía al verse por fin junto á la
mujer amada. ¡Cómo había deseado aquel momento!... Recordaba las horas
de muda contemplación, allá en su despacho de los altos hornos, con la
vista fija en las cartas de ella, como si la letra de Pepita le hablase
misteriosamente y su sonrisa brillara entre los renglones.
--Mira, nena--decía el ingeniero subiendo de tono en su
apasionamiento.--Tu voz, tu divina voz es lo que más me conmueve. Yo
creo que te quise siempre; desde que te conocí, siendo aún muy niña. Te
amaba sin darme cuenta de ello; pero el día en que ví claro, en que supe
que te quería, fué escuchando una de esas canciones vascongadas, tan
dulces, tan tristes, que parece que cantas con el alma.
Fernando se había dado cuenta de su amor oyéndola cantar el _Goizeko
izarra_, la invocación á la estrella de la mañana. Él no entendía la
letra, pero la música, ¡ah la música! había penetrado en él hasta lo más
hondo, como un arañazo que despertó su alma. Después había hecho que le
tradujesen la letra.
--Ya la sé--continuó el joven--la conozco y creo en ella: siento su
infinita ternura, «La estrella de la mañana, sin mancha alguna brilla en
el horizonte: pero á tu lado, querida mía, palidece y casi no se ve...»
Eso es lo que yo pienso, mi vida.
Y con el énfasis de todo enamorado, la comparaba con el astro del
amanecer, resultando que la amante vencía á la estrella en hermosura y
esplendor.
Pepita, tranquilizada ya, reía ante el entusiasmo hiperbólico de su
novio. ¡Qué exagerado! ¡Qué... romántico! ¿Pero era verdad que le
causaba tanta impresión su voz?... Y se extrañaba de buena fe, de que
una canción pudiera conmoverle tan hondamente. Ella cantaba por
distraerse: parecíale una locura tomar en serio lo que se dice con
acompañamiento de música: todo eran falsedades dulces, inventadas por
los artistas para alegrar la vida; muy bonitas, eso sí, pero al fin
mentiras.
Por la memoria de Fernando pasó, como una ráfaga de viento helado, una
frase que varias veces había oído al doctor. Aquella raza aparte, sentía
una afición loca por la música: cantaba en todos los momentos de su
vida, y sus cantos tenían la tristeza melancólica del paisaje; pero la
emoción era de labios afuera, un sentimentalismo exterior que se perdía
en el aire.
--No, nena--dijo el amante.--Es tu alma entera lo que pones, sin
saberlo, en tu voz. Tú eres para mí la estrella de la canción; pero no
te diré como al final de ella: «Adiós para siempre, adiós». Si yo te
perdiese después de ser amado, no sé qué sería de mí. Dí que me quieres,
Pepita, dí que me amas.
La joven, con cierto pudor, resistíase á decir de viva voz lo que tantas
veces había escrito en sus cartas.
--¿No lo sabes?--respondió evasivamente.--¿No te lo he dicho muchas
veces?
--Pero, repítelo, quiero oírlo de tus labios. Dí que me amas.
Y Pepita, mirándole por primera vez en los ojos, dijo con cierta
gravedad, como poniendo en sus palabras el peso de un juramento solemne:
--Sí, te quiero: te amo, Fernando.
¡Oh aquella mirada!... Fué para el ingeniero lo mejor de la entrevista,
y la recogió en su memoria, esforzándose por conservarla con toda su
luz, para que le acompañase en las largas horas que pasaba allá en la
fundición entregado á la vida de los recuerdos.
Sanabre se convencía de que era amado por Pepita. Su mirada, su voz,
valían más que todos los papeles preciosos que guardaba en su despacho.
Ella que se burlaba con indulgente superioridad, al oírle hablar de
canciones y de estrellas, influida por el positivismo de su raza,
mostrábase sincera al mirar al hombre. Fernando era para ella ese ideal
abstracto que se forja toda mujer al sentirse enamorada por primera vez:
el hombre modelo, conjunto de gracia y de fuerza, de sentimentalismo y
energía, capaz de enternecerse ante una flor y de pelear como una fiera;
ese personaje, en fin, mezcla de tenor amoroso y de paladín membrudo,
creado por las novelas, que nunca se ve en la realidad y que turba los
sueños de las vírgenes.
--Sí, te quiero--repetía Pepita.--Por mí no temas, no seas niño, nunca
me dirás adiós.
--Bebé, ¡dulce bebé!--exclamaba con entusiasmo el ingeniero.--¡Cuánto te
amo! ¡Qué feliz soy!...
Y el _aña_ Nicanora, que los seguía á corta distancia, oyendo muchas de
sus palabras, sonrió con cierta lástima. Todos los novios eran lo mismo;
iguales los aldeanos que los señoritos; alguna diferencia en las
palabras, y nada más. Sólo sabían decirse tonterías, poniendo en sus
voces tanta solemnidad, como si la existencia del mundo dependiese de lo
que se dijeran. ¡Ah la juventud!... Y seguía sonriendo con indulgencia
de veterano ante el entusiasmo de los dos jóvenes.
Fernando, más tranquilo después de las palabras de su novia, hablaba del
por venir. Trabajaría; ¡quién sabe hasta dónde puede llegar un hombre!
Desde que estaba enamorado, sentíase con nuevas fuerzas para el trabajo.
Bullían en su pensamiento ciertas invenciones industriales, que, de
realizarse, darían nuevas ganancias á Sánchez Morueta.
Pero el recuerdo de su jefe abatió las ilusiones del ingeniero.
--¿Que dirá tu padre cuando conozca nuestros amores? Ya conoces por mis
cartas la inquietud que esto me causa; me roba el sueño muchas veces...
¿Y tu madre? ¡Qué miedo la tengo!... Somos muy felices amándonos, pero
el porvenir nos guarda muchos dolores. ¡Si todos en tu familia fuesen
como el doctor!...
Y hablaba con entusiasmo de Aresti, de la bondad con que seguía sus
amores.
--Sí, mi tío es muy bueno--dijo Pepita hablando del doctor como de un
pariente lejano, del que sólo se acordaba la familia de tarde en
tarde.--¡Lástima que tenga esas ideas! Es un _planeta_ muy simpático,
pero mamá cree que está loco.
Lo incierto de su porvenir, llevó de nuevo á los dos jóvenes á hablar de
sus amores.
Fernando sentía miedo. Los padres de ella proyectarían casarla con el
vástago de alguna familia millonaria; tal vez con un señorito de escasa
fortuna, que pudiera ofrecerla viejos títulos de nobleza. En todos
pensarían antes que en él, que no era más que un servidor intelectual de
la familia. ¡La perdería amándola tanto!... ¡La diferencia de fortuna,
la maldita ley de clases, les cerraría el camino, separándolos!...
--Tonto, ¡pero si yo sólo te quiero á tí!--decía la joven sonriendo.
Y el ingeniero, conmovido por estas palabras, en un arranque ingenuo de
agradecimiento, intentó coger las manos de su amada. Ésta las retiró
detrás del talle, frunciendo las cejas con gesto duro.
--Quieto, ¿eh?--dijo pasando sin transición de la dulzura á la altivez,
con una voz que no parecía la misma, ofendida, como si el joven
intentase una monstruosidad.
De nuevo pasó por Fernando el recuerdo del doctor Aresti, de una de sus
paradojas atrevidas que le valían la fama de loco. «Este es un país sin
corazón, donde nunca se ha visto que una muchacha se escape con el
novio.»
Sanabre quedó largo rato cohibido y como avergonzado por el brusco
movimiento de la joven. Pepita parecía arrepentida de la viveza de su
protesta, pero callaba, aguardando á que fuese él quien reanudase la
conversación.
--Tal vez quiera tu madre que Fermín Urquiola sea tu marido--dijo el
ingeniero tristemente.
La joven aprovechó la ocasión para recobrar su voz tierna de enamorada.
--Con ese, nunca, ¡nunca!
Y habló de la repugnancia que le inspiraba Urquiola, con sus petulancias
de buen mozo, cortejando á un tiempo á varias señoritas de la villa y
escogiendo entre ellas, con la frialdad del cálculo, la que mejor le
conviniera por su fortuna. Además, conocía su vida. Las jóvenes, en las
tertulias, hablaban de él á hurtadillas, como de un don Juan que atraía
á las tontas con el maléfico encanto de sus calaveradas. Todas sabían
que tenía una mujer, allá en Bilbao la Vieja, una antigua costurera con
la que vivía maritalmente. Hasta había oído decir que tenían hijos.
--¡Oh! Con ese nunca, ¡nunca!--repetía con gestos de repugnancia.
Ella era incapaz de rebelarse ante su madre: pero osaba ponerse frente
á ella, en la apreciación de los méritos de aquel pariente tan querido
por doña Cristina. Y como si al pensar en Urquiola recordase algún
defecto moral de su novio, preguntó á éste con dulzura:
--Dime, Fernando. ¿Tú tienes religión? ¿Es verdad que piensas como mi
tío?... Dime que no, Fernando; dime que no.
El ingeniero miró á su novia, que le contemplaba con ojos interrogantes,
de una candidez alarmada, como si temblase ante su respuesta. Sanabre
recordó un momento á Fausto en el jardín de Margarita. Otra muchacha
inocente, aunque menos apasionada que la burguesilla germánica, le
preguntaba á él en un jardín cuál era su religión. Sintió impulsos de
romper en un himno á sus creencias humanas, como el fantástico doctor.
Pero el miedo al ridículo le contuvo; su instinto le avisó el riesgo de
alarmar á un alma soñolienta.
--Sí, vida mía, tengo religión--dijo evasivamente.--Creo que el hombre
debe ser bueno y feliz sobre la tierra y para ello trabajo.
Pepita pareció no comprenderle y habló de su madre. Si le hacía aquella
pregunta era porque doña Cristina, que se acordaba pocas veces de
Fernando, no viendo en él más que un dependiente, había dicho un día que
era igual á su primo el doctor.
--¡Si supieras cuánto me hizo sufrir el pensamiento de que esto fuese
verdad! No quise decírtelo en las cartas; pero deseaba que nos viésemos
para convencerme de que no es cierto. Ahora estoy tranquila. Ya lo decía
yo; ¿si eso no puede ser? Fernando es bueno: algo loco, eso sí, un
poquito romántico, como todos los que no son de esta tierra; pero es
imposible que piense los mismos disparates que el pecador de mi tío.
Y aproximándose al joven como si se ofreciera, con una dulzura que
contrastaba con la huraña repulsión de poco antes, añadió:
--Ya que crees en Dios, ¿por qué no vas, como los muchachos de Bilbao, á
confesarte con los Padres? ¿Por qué no te veo nunca en la Residencia?...
Sanabre se encogió de hombros, no sabiendo qué decir, mientras Pepita
seguía hablando. Él indudablemente iría á misa todos los domingos en la
iglesia más próxima ó los altos hornos, ¿verdad? Y en sus ojos se leía
por anticipado la afirmación á la pregunta, como si no pudiera
ocurrírsele la sospecha de que el joven pasase sin oír misa los días
festivos... Poco le costaba bajar a la villa, frecuentando la iglesia de
la Residencia. Dios estaba en todas partes, pero ella--no sabía
explicarlo bien--creía que en aquel templo tan bonito y tan cómodo se
hallaba más cerca. Además, la religión era allí más distinguida: sólo se
veían personas decentes.
--Tengo mucho que hacer--dijo el ingeniero evadiendo la respuesta.--Yo
pertenezco á mis deberes. El trabajo también es una religión.
La joven siguió hablando, inspirada ahora por el egoísmo del amor. Nada
perdería aproximándose á los Padres, intentando hacerse simpático á
ellos. Eran personas muy buenas que se interesaban por los demás,
trabajando por su felicidad. Para ellos no existían obstáculos: todo lo
hacían llano con su sabiduría. Había que seguirlos con los ojos
cerrados. ¡Si ellos quisieran ayudarles! ¡ay; entonces sí que no
tendrían que temer nada!...
--Fernandito--decía con voz acariciadora.--Ve por allí; hazte simpático:
tengo la certeza de que mamá te miraría mejor si algún Padre la hablase
de tí... ¡Y yo sería tan dichosa!...
--Veremos, veremos--murmuró indeciso el ingeniero.
Dudaba, con cierta esperanza, ante el camino tortuoso que le proponía su
novia. Experimentaba la cobardía del amor, y cerraba los ojos. Él, que
era capaz de los mayores esfuerzos por conseguir á la mujer amada ¿por
qué había de sentir remordimientos ante un medio que tal vez era el del
éxito?...
--Te quiero--dijo con entusiasmo.--No hay nada que me detenga para
llegar hasta tí. Buscaré á esos Padres, iré á la Residencia, seré
_luis_: todo lo que tú me digas. ¿Pero y si á pesar de esto tu familia
no me admite? ¿Y si tu madre quiere casarte con otro?...
Sanabre abordaba por fin la gran cuestión que su inquietud amorosa
traía preparada; lo que más le había hecho desear aquella entrevista.
Pepita bajó los ojos indecisa y pensativa. No osaba mirar á su novio
como si temiera que este leyese en su pensamiento.
--Dí, mi vida--seguía preguntando el ingeniero.--¿Y si se oponen á
nuestro amor?... Si nos separan ¿que harás tú?
La joven eludió la respuesta, diciendo con ternura:
--Yo te quiero mucho, Fernando. Te amo.
--Lo sé, y mi alma se llena de alegría al escucharte. Pero hablemos
seriamente: dejemos los romanticismos, como tú dices. Yo soy pobre y tú
eres inmensamente rica. ¿Serías capaz de cambiar tu vida de opulencia
por una existencia modesta al lado de un hombre de trabajo, que te
amaría mucho... mucho?
Pepita no pareció conmoverse ante el cambio de vida que la proponían, ni
sintió miedo ante la modestia de que le hablaba el ingeniero.
--Tú trabajarás, Fernando: tú serás rico.
Y lo decía con su convicción de muchacha feliz que no creía en la
posibilidad de la miseria; como si ésta estuviera reservada á gentes de
otra raza y no pudiese llegar á ella ni á ninguno de los que la
rodeaban. Vivir sin las ventajas de la riqueza, que la hacían ser la
primera en todas partes, le parecía un absurdo del que era innecesario
hablar.
--¿Y si tus padres te ordenan que me olvides? ¿Y si nos separan?...
¿Serás capaz de resistirte á su voluntad? ¿Les desobedecerás para ser mi
mujer?...
Se agrandaron los ojos de Pepita con expresión de asombro, como si
escuchase algo inaudito, como si ante ella se abriese un peligro no
previsto ni imaginado, algo monstruoso que rebasaba los límites de lo
humano.
--Te quiero, Fernando: yo no te olvidaré nunca.
Y no dijo más. Su novio la acosaba con preguntas. Quería conocer su
valor ante el futuro peligro, apreciar la fuerza de su voluntad, medir
la extensión de su amor; pero ella, con la cabeza baja, eludía
tenazmente la respuesta, siempre con el mismo juramento: «Te quiero, te
amo.» ¿A qué hablar de lo que aún estaba por venir? Ya pensarían los dos
lo que debía hacerse cuando llegase el momento.
Quedaron en un silencio doloroso. Ella parecía ofendida de que se le
quisiera obligar á violentas resoluciones: él pensaba de nuevo en el
doctor, en aquella guitarra trovadoresca de que le había hablado el
burlón Aresti al describir su vehemencia amorosa. Realmente, eran de
razas distintas; sentían las pasiones de diverso modo. Y el ingeniero
adivinaba algo de ridículo en su situación, como si realizándose las
irónicas fantasías del doctor acabasen de sorprenderle dando su serenata
ante el hotel del millonario.
Aún pasearon mucho tiempo los dos amantes. Deteníanse para contemplar
una flor rara, seguían con atención infantil los saltitos de los
pájaros corriendo por los andenes. Al enfriarse un tanto su
apasionamiento, se daban cuenta de lo que les rodeaba y veían por
primera vez el jardín con todas sus bellezas, como si hasta entonces
hubiese permanecido oculto entre nubes.
Sanabre deseaba irse. Comenzaba á caer la tarde y podía presentarse doña
Cristina. Pero al mismo tiempo pensaba con miedo en las horas de
angustia que le esperaban allá en los altos hornos, si se retiraba
llevando sobre el alma el peso de su decepción.
--¡Cuando menos, dime que me querrás siempre!--dijo cogiendo una mano de
Pepita, como si hubiese olvidado la protesta de antes.--¡Dime que,
ocurra lo que ocurra, no me olvidarás!
--Sí; te quiero: no podré olvidarte nunca.
Y dejaba su mano entre las de Fernando, sin resistirse, con la misma
tolerancia con que se entrega un objeto precioso al niño enfurruñado,
para consolarle. El ingeniero quería olvidar y acariciaba con
arrobamiento aquella mano que recordaba, al través de su figura, la
potente garra de Sánchez Morueta.
La intervención del _aña_ interrumpió su embriaguez amorosa. El portero
acababa de abrir la verja y el automóvil de la casa, tras un retroceso
para reanudar su marcha, entraba lentamente por la avenida principal del
jardín.
Corrieron los jóvenes, seguidos por el _aña_, hacia la entrada del
hotel, para salir al encuentro de doña Cristina.
Al descender ésta del automóvil y ver á Pepita con el ingeniero, miró
severamente al _aña_. Pero la mujerona le contestó con otra mirada
arrogante de vieja servidora, que se permite por su antigüedad no
admitir repulsas. Aquel señorito había venido de visita y se había
paseado con Pepita por el jardín, siempre bajo su vigilancia: ¿qué mal
había en ello?...
Sanabre no pudo ocultar su turbación al saludar á la señora de su jefe.
Había venido para saber cuándo regresaría don José de su viaje.
Doña Cristina le contestó duramente. Podía haberse ahorrado la molestia
de la visita, preguntando por teléfono.
--Es que, además, deseaba ver á ustedes--dijo Sanabre.
--Muchas gracias--contestó con altivez la señora.--Agradezco su
atención. ¿Entra usted?...
Y con los ojos le daba á entender que podía retirarse.
La joven vió como se alejaba su novio, humillado y cabizbajo. Después
subió á su cuarto, esperando de un momento á otro la temible aparición
de su madre encolerizada.
No subió. Pepita creyó oír á lo lejos su voz temblona de ira y la del
_aña_ que le contestaba con no menos acritud.
Por la noche, al reunirse en el comedor, doña Cristina miró á su hija
con insistencia, pero sus palabras fueron breves.
--Que sea la última vez--dijo--que recibas visitas, ni dentro de casa...
ni en el jardín. También es casualidad, venir ese... individuo, la misma
tarde en que te quedas sola, diciendo que estás enferma.
Y sus ojos parecían penetrar en la joven, como si quisieran escudriñar
el alma; pero Pepita permaneció impasible, con ese sereno disimulo que
no se aprende, que es instintivo en la mujer y se agranda con el amor.


VI

El amanecer era de verano, sin una nube en el cielo, delatándose la
proximidad de la salida del sol con un celaje de color de sangre que
apagaba el último parpadeo de las estrellas.
Despertaba Bilbao. Silbaban las locomotoras anunciando los primeros
trenes para Portugalete y Las Arenas, y pasaban corriendo por el Arenal,
con la comida envuelta en un pañuelo, los obreros que tenían su trabajo
en las orillas de la ría. El Nervión mostrábase entre la bruma de su
profundo cauce, con una brillantez azulada de acero. Dos anchas fajas de
barro marcaban en los malecones el descenso de la marea. Apagábanse en
la parte alta de la ría las luces de los _anguleros_, que durante la
noche iluminaban el cauce como una procesión de invisibles penitentes.
Las aves marinas, atraídas por el resplandor rojizo de la iluminación de
la villa, revoloteaban sobre los tejados y tendían sus alas hacia el
mar, siguiendo la tortuosa calle de la ría hasta la inmensa plaza del
Abra.
Comenzaban á abrirse los establecimientos de la gente pobre; abacerías,
tabernas y bodegas. Sonaban los esquilones llamando á los fieles á misa
y como atraídas por ellos pasaban mujeres viejas, vestidas de negro, con
aspecto mixto de bruja y dueña, y ese tufo de ropa antigua, semejante al
olor de la piedra mohosa de los templos. A lo lejos contestaban á las
campanas el silbido de las locomotoras, el chirrido de los cabrestantes
de los barcos y los gritos de las _cargueras_ que reñían por
preeminencias en el trabajo, al comenzar su vaivén de los buques á
tierra, con la cabeza abrumada por los fardos.
Por las calles comenzaban á rodar los carros de la _sarama_ recogiendo
el estiércol: las vendedoras de _fotes_ llamaban á las puertas
repartiendo los panecillos del desayuno.
Las criadas que pasaban por el Arenal con la cesta al brazo, camino del
mercado de San Antón, y las aldeanas que se detenían á descansar por un
momento, dejando en el suelo los cestos de verduras y las cantimploras
de leche, volvieron la cabeza hacia la Sendeja al oír el _taf-taf_ de un
automóvil. El vehículo pasó veloz por la gran plaza, desapareciendo,
ensanche adelante, al otro lado del puente.
Las que eran de la villa, conocieron á la esposa y la hija de Sánchez
Morueta, sentadas tras el _chauffeur_ de ancha gorra y aspecto
extranjero; las dos vestidas de negro, con mantillas que casi las
cubrían los ojos.
Las criadas se abordaban haciendo comentarios. Aquella gente rica aun
madrugaba más que ellas. Irían á la iglesia de la Residencia á
confesarse con los padres jesuítas. Allí iba todo el señorío.
El automóvil aceleró su marcha por las amplias calles del ensanche,
desiertas á aquellas horas, y paró con violenta rapidez entre los
carruajes que estaban estacionados ante la iglesia del Sagrado Corazón,
una obra prodigiosa de confitería arquitectónica, en la que el blanco de
las ojivas se combinaba con el color rosa de los muros.
Doña Cristina no entraba nunca en aquella iglesia sin sentir un
cosquilleo de bienestar. Experimentaba igual satisfacción que si
penetrase en un salón elegante, donde sin esfuerzo alguno, con una
dulzura casi voluptuosa y sin molestos contactos, se ganaba la salvación
del alma.
Reconocía una vez más el talento de los buenos Padres al admirar la
decoración del templo. Era _gótico_, pero no tenía la crudeza blanca, la
sobriedad desnuda de las viejas catedrales. La arquitectura ojival sé
convertía en polícroma: el oro y el bermellón chorreaban por los nervios
de los pilares, y los arcos apuntados: las bóvedas, eran azules con
estrellas de oro, como un cielo de teatro. Esta belleza, tan _bonita_,
sólo podían imaginarla los Padres de la Compañía.
Y la de Sánchez Morueta, pensaba en su pariente el doctor, como siempre
que había de indignarse contra alguna impiedad. Recordaba su
comparación del hermoso templo con el forro interior de uno de esos
baúles que usan las criadas, matizados de chillones colorines. ¡Decir
tal cosa, cuando todo estaba en aquella iglesia discurrido y ordenado
para comodidad y suave placer de los fieles! El órgano desgarrador y
tempestuoso había sido reemplazado por el armónium; en vez de los santos
negruzcos y horripilantes de la antigua devoción española veíanse
imágenes sonrientes de fresco charolado, correctas y distinguidas cual
corresponde á un culto de personas decentes; las lámparas de luz
eléctrica, en gran profusión, sustituían á los cirios humosos que con su
olor de cera daban mareos á las señoras.
Doña Cristina y su hija fueron pasando entre las filas de penitentes
arrodilladas á los lados de los confesonarios. Para ser verano estaba
muy concurrido el templo. Pero la de Sánchez Morueta reconocía la
influencia de la estación en la clase de público. Las señoras eran menos
que en el invierno. La _gente baja_, menestrales acomodadas, y viejas
beatas de medios de vida problemáticos, se aprovechaban del veraneo de
las señoras distinguidas, para apoderarse del templo bonito y de sus
santos sacerdotes.
Pepita y su madre se arrodillaron cerca de un confesonario; el que más
gente tenía formada ante sus rejillas. Tardaría mucho en llegarles el
turno para la confesión.
Al reconocer á las dos señoras, hubo un movimiento de respeto y
curiosidad en la doble fila de mujeres arrodilladas, vestidas de negro y
con la mantilla sobre los ojos. Dos viejas se levantaron ofreciéndolas
su puesto en la fila. Doña Cristina hizo un signo de aprobación con la
cabeza y abriendo su portamonedas dió una peseta á cada una de ellas.
Las dos beatas se alejaron en busca de otro confesonario menos
concurrido. Realmente á ellas les agradaba poco el Padre Paulí á pesar
de su fama. Siempre escuchaba con impaciencia, cuando á través de la
rejilla percibía el olor agrio de las mantillas viejas. Mostraba prisa
con aquellas intrusas que se mezclaban en su elegante rebaño.
La madre y la hija, al verse cerca del confesonario, con sólo dos
penitentas por delante, abrieron sus libros de oraciones, y descansando
las carnosidades de su cuerpo sobre las piernas dobladas, aguardaron con
calma.
Doña Cristina experimentaba la emoción de la doncella que tiente la
proximidad del hombre amado.
El Padre Paulí era un varón famoso. La buena señora admiraba su energía,
su fuerza de voluntad, viendo en él algo de San Ignacio, que había sido
militar antes que santo y guardaba bajo su sotana la audacia del hombre
de guerra. No había más qué leer los papeles liberales, enterarse de los
escándalos que habían provocado, hasta en Madrid, las palabras y los
actos del Padre Paulí, para convencerse de que nadie trabajaba como él
por la causa de Dios. No iba con tapujos y miedos como muchos sacerdotes
que sólo hablaban de piedad y perdón para los enemigos, y de la dulzura
de Jesús. Era el jabalí de la Iglesia, que al verse en terreno
favorable, en aquella tierra donde crecía frondoso el bosque de la fe y
de la sumisión ciega, saltaba iracundo, repartiendo colmillazos á todos
lados. «A los enemigos de la religión, palo», decía con fiera
arrogancia, que enardecía á su laico auxiliar Fermín Urquiola.
No perdonaba medio para propagar sus belicosos propósitos. Sus sermones
en las grandes romerías, en las fiestas de la Asociación de la Vela
Nocturna y otras corporaciones que le tenían por director, eran arengas
de caudillo, hablando de matar ó morir como los paladines de las
Cruzadas, por el sagrado Corazón de Jesús. Su celebro folleto «A las
señoras católicas», publicado en vísperas de unas elecciones, había dado
que hablar hasta en el Congreso de los Diputados.
Era un hombre de lucha que iba recto á su fin, atropellando las
doctrinas religiosas para defender la religión. En su folleto tronaba
contra el lujo de las mujeres y el dinero que desperdiciaban en la
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