El intruso - 11

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para el bien de las gentes. Ya sabes que yo soy enemigo de la riqueza
individual, pero, ¡qué demonio! hay que reconocer que en otros países
hace algún bien y sirve para algo. En los Estados Unidos, por ejemplo,
esos tíos que atraen el dinero á sus manos, con una buena suerte
escandalosa é indecente, y que mueren dejando centenares de millones,
tienen, al menos, la discreción de hacerse perdonar con obras útiles. El
uno funda una universidad, el otro un museo, el de más allá una
biblioteca; todos dejan algo que sirve para la emancipación y
perfeccionamiento de aquellos á quienes explotaron durante su vida. Pero
aquí el rico se guarda el dinero y cuando siente la comezón de perpetuar
su nombre, construye un convento ó funda una capilla. Si se preocupa del
porvenir es para que en lo futuro continúe la imbecilidad del
presente.... Ya sabes cómo defino yo al rico de esta tierra, con gran
escándalo del vulgo, que me cree loco. «Un señor que pasa su vida
haciendo al obrero toda clase de charranadas para llevar mucho dinero á
su mujer... y que su mujer se lo dé al jesuíta....» Aún quedan algunos
potentados como mi primo que se defienden: pero, créeme: si aquí no
viene una revolución, esto será otro Paraguay: aquí todos trabajamos,
sin saberlo, para el jesuíta.
Estaban cerca de la puerta, cuando Aresti se detuvo para protestar de
nuevo contra su tierra.
--Además, me indignaba la tristeza de este país. Cuando Bilbao era una
villa comercial y de obscura vida, tengo la certeza de que la gente se
divertía mejor. Ahora, con la riqueza, es un convento. En el mundo todos
se alegran cuando la fortuna les entra por las puertas. Las ciudades
mineras, con su aglomeración de gentes diversas y sus fortunas
improvisadas son, como los puertos famosos, grandes centros
internacionales de diversiones, de vida atropellada y alegre. Hasta los
bandoleros celebran francachelas cuando acaban de dar un buen golpe....
Por aquí ha pasado la Fortuna y, sin embargo, vivimos en perpetua
Cuaresma; llevamos la tristeza en el alma, como aquellos señores
vestidos de negro del tiempo de los Austrias.
El ingeniero, escuchándole, veía el cuadro de la villa, aburrida sobre
el montón de sus riquezas, bostezando con tedio monacal en medio de una
prosperidad loca. Los ricos aumentaban su fortuna, sin otro goce que el
de la posesión; adornando sus casas con un lujo que nadie había de
admirar, pues el retraimiento de la raza y los escrúpulos religiosos se
oponían á las fiestas de sociedad.
Aresti tronaba contra la vida de las gentes opulentas. Viajaban por
Europa como viajan las maletas, insensibles y sin enterarse de nada, y
al volver á Bilbao, seguían su vida de escrúpulos y nimiedades. Si
alguna vez se reunían en un salón las grandes familias, quedaban las
jóvenes á un lado y los muchachos á otro, mirándose de lejos, como si la
alegría expansiva de la juventud fuese un delito y el amor una
monstruosidad. Tal vez en este aislamiento huraño, _guardador de la
inocencia_, les ocurría lo que á ciertos escritores de la Iglesia que,
atenaceados por la castidad, describían placeres inauditos, aberraciones
monstruosas que nunca habían existido, abriendo con esto nuevos
horizontes á la desmoralización.
¿De qué le servía á la villa ser tan hermosa? El doctor hablaba con
entusiasmo de la belleza material y moderna de Bilbao: su ría bordeada
de fábricas y doks, que parece un trozo del Támesis; sus altos palacios
blancos del ensanche, su muchedumbre atareada que llena á todas horas el
puente del Arenal. ¡Magnífica jaula! Pero los pájaros mudos, con la
cabeza caída, tristes.
--Esto es hermoso, Fernando, pero con la belleza de un cementerio bien
cuidado. Falta la alegría, falta el alma de un pueblo libre, que cuando
termina el trabajo quiere entregarse á la vida. Muy bonitas esas calles
nuevas con sus inmensas aceras; pero les falta algo para ser calles de
ciudad: debían circular por sus aceras unas cuantas docenas de
_cocottes_ elegantes y hermosas; vendedoras de amor, que con cierto arte
educasen á esa juventud habituada á la vida unisexual de Deusto y de la
cofradía de San Luis.
El ingeniero protestó, con el rubor del enamorado que vive en plena
idealidad.
--¡Pero, don Luis!; usted propone cosas... enormes.
Aresti pareció irritarse. Lo que él proclamaba era la vida, la juventud,
el amor, tal como los concebía. Respetaba la virtud, pero no consideraba
necesario que tuviese gesto de vinagre y piel de esparto. Además, porque
la mercenaria del amor, de aspecto tolerable, estuviese desterrada de
las calles, ¿resultaba acaso la villa una población de costumbres
virtuosas? Con la vida y sus instintos no se juega. Si la entorpecen su
curso en nombre de una moral de locos, rompe por donde puede,
esparciéndose en arroyos fangosos. Él conocía su Bilbao. Los jóvenes,
emborrachándose para matar el fastidio, agarrándose en bailes públicos
con cocineras y criadas, buscando el amor en su forma más bestial, sin
el más leve barniz mundano que lo idealizase. Por esto llegaban muchos
al matrimonio encanallados, viendo en la mujer la bestia del deleite,
sin sospecha de que la hembra es un ser sensitivo, que necesita algo más
que el contacto sexual. En el foso de aquella villa, tan virtuosa á
estilo católico, florecía el vicio bajo las formas más antipáticas.
Aresti, en sus visitas de médico, había conocido los barrios altos de la
villa, el albergue de las servidoras de la prostitución. Todas eran
pequeñas, flacas, de rostro aniñado, con el raquitismo de la miseria.
Las había de treinta y cinco años, que se presentaban con la falda
corta, la trenza en la espalda, imitando grotescamente el ceceo de la
infancia. Era el género más solicitado. El instinto reprimido, al no
encontrar el fruto sano y hermoso en plena madurez, buscaba en su
aberración el verdor agrio que excita los nervios. Los directores de la
vida en aquel país la descoyuntaban formándola á su gusto, haciendo un
crimen del instinto del sexo, obligándolo á refugiarse en inmundos
rincones. Los ricos que podían proporcionarse las dulzuras amorosas con
su más seductora decoración, entraban al amparo de la noche, ocultándose
como criminales en casas frecuentadas por soldados y marineros. Otros,
más audaces, asediaban á la costurerilla de la familia y comenzaban con
ella una novela de amor, insípida y vulgar, conservándola en la casa de
los padres que aceptaban sin protesta el amancebamiento á cambio de la
protección del rico. Se desterraba al amor para permitir el negocio. La
cortesana estaba proscrita por cara y peligrosa: pero se toleraba el
padre pobre que transige con la prostitución de la hija, porque ayuda á
ir viviendo y se oculta en la propia casa.
¡Ni amor, ni bailes, ni trato social entre los dos sexos; ni expansiones
de la juventud! Aresti lo declaraba irritado: la vida estaba momificada
en su país. Era un cementerio muy hermoso, en el cual no había más seres
vivos que los pájaros negros que lo cubrían con sus alas. Sólo en las
últimas capas sociales existía algo de alegría, allí donde llegaban
amortiguadas ó no llegaban las influencias de la religión.
El doctor únicamente había sentido el roce de la vida, algún domingo por
la tarde, en los chacolines de las afueras ó en la explanada de la
Casilla, donde las criadas y los obreros danzaban, al son de orquestas
callejeras, los bailes vascongados y de la montaña de Santander.
Los demás estaban muertos por el fastidio ó corrompidos por la opresión.
Conocía jóvenes ricos, sin otras aspiraciones que cambiar ocho veces de
traje todos los días. Otros iban en automóvil por las calles, sin rumbo
determinado, parándose ante una casa para subir de nuevo en el vehículo
y seguir la marcha, como sí huyesen del fastidio que iba tras ellos.
¿Y para eso servía la riqueza? ¿Y ésta era la alegría de un pueblo
opulento, que teniendo una existencia que embellecer la martirizaba y
ennegrecía con el tedio, creyendo en otra vida problemática, bajo el
testimonio de ciertos hombres que tampoco la habían visto?...
El doctor terminó enérgicamente sus protestas, viendo próximo el momento
de tomar el tren.
--Gran cosa es la virtud, Fernandito: yo la admiro y la venero cuando
sonríe y no se coloca en frente de la vida. Pero mi tierra, triste y con
el alma muerta, es tan virtuosa, ¡tan virtuosa! que, créeme, ¡hijo
mío!... tanta virtud me da asco.


V

Doña Cristina daba el último toque á sus cabellos rubios, que ya
comenzaban á encanecer, al mismo tiempo que con el rabillo del ojo
seguía en un espejo la marcha del reloj colocado sobre el mármol de una
chimenea.
Eran las tres de la tarde, y á las cuatro tenía que asistir en Bilbao á
una junta de señoras católicas, de la que era presidenta, en el Colegio
del Sagrado Corazón.
Pepita no la acompañaba. Decía estar enferma; se quejaba de dolores de
cabeza, sentía un malestar general; en fin, cosas de muchacha, y doña
Cristina la dejaba en el hotel bajo la vigilancia del _aña_ Nicanora.
Sánchez Morueta estaba en Madrid desde hacía una semana, muy atareado
por los nuevos negocios que todos los meses hacían necesaria su
presencia en la capital. Su esposa aceptaba con gusto estas ausencias.
No era que el millonario se opusiese á los gustos de su mujer é
interviniera en su vida; pero se sentía mejor cuando estaba sola, sin
ver aquellos ojos fríos, que no transparentaban el más leve reproche, y
que á ella se le antojaba que la seguían en todos sus movimientos, como
una protesta muda.
Pepita presenciaba desde un rincón el tocado de su madre. No se la
escapaba el gran cambio que ésta había sufrido. Los trajes elegantes de
otro tiempo, se apolillaban abandonados en el guardarropa, sin que
nuevos encargos á París y Madrid vinieran á sustituirlos. Se preocupaba
algunas veces de las galas de su hija; quería verla elegante, y la
aconsejaba mirando los periódicos de modas, con la misma bondad con que
una persona mayor discute con un niño sobre juegos. Iba siempre vestida
de negro, con telas pobres y sin brillo. Pepita notaba en sus ropas
interiores un abandono, una rudeza, que algunas veces llegaba á rebasar
los límites de la higiene. Revelábase en ella el desprecio á la carne,
de los devotos fervientes; el abandono físico, la suciedad cantada como
mérito celestial en la vida de muchos santos.
Deseaba mortificar su carne, y su hija la veía en la mesa repeler los
mejores platos, los que en otros tiempos eran más de su gusto, afirmando
que ahora le repugnaban. De su dormitorio habían ido desapareciendo poco
á poco todos los muebles que significaban ostentación ó comodidad. En el
resto de la casa tronaba el lujo suntuoso y sólido, mientras en su
cuarto sólo quedaba una cama de criada, angosta y dura, que había hecho
bajar de las buhardas, y un Cristo grande y ensangrentado que ocupaba
casi un lienzo de pared, entre dos cromos de vivos colorines
representando á Jesús y á María, abriéndose el pecho para ofrecer sus
corazones inflamados.
Muchos días las criadas encontraban la cama intacta. La señora--según
ellas afirmaban en sus conversaciones de la cocina--dormía en el suelo ó
no dormía. Sus ropas interiores, que cada vez llegaban con mayor retraso
á las pilas del lavadero, tenían salpicaduras de sangre. Una doncella
había recogido olvidado sobre su cama, un horrible cinturón de esparto,
un cilicio de los más sencillos que fabricaban ciertas monjitas de
Begoña.
Todos en la casa adivinaban las mortificaciones á que sometía su cuerpo
la señora, y sin embargo, la veían sonriente, con una dulzura melosa en
la voz y en el gesto, elevando los ojos á la menor contrariedad y
exclamando: «Todo sea por Dios.» En ciertos momentos se dejaba arrastrar
por su carácter imperioso, como si llevase en el cuerpo algo que
exacerbaba sus nervios con oculta molestia, pero al momento replegábase
dentro del caparazón de su bondad y con los ojos pedía perdón por su
arrebato.
El marido no parecía advertir el abandono físico y la transformación
moral de su esposa. Hacía años que no pisaba el suelo de su cuarto.
Cuando hablaba con ella volvía la vista ó la miraba con ojos vagos y sin
pensamiento, que parecían no verla. Ni una protesta, ni una pregunta,
como si en el fondo le complaciese esta transformación que le apartaba
de ella, haciendo imposible todo retroceso.
Pepita seguía, con una expresión de lástima en los ojos, el tocado
rápido de su madre, que se peinaba á ciegas sin el menor rasgo de
coquetería.
--Mamá, ponte la capota negra; es muy bonita y te sienta bien.
Doña Cristina movió la cabeza.
--No, hija, nada de sombreros. Eso pasó. Cada cosa á su edad. Ya soy
vieja y no está bien que quiera lucirme en unas reuniones que son para
bien de la religión.
--¿Pero si es una capota muy _seria_, muy _religiosa_?
--La mantilla, hija; lo tradicional, lo que llevaban las gentes buenas y
antiguas, antes de que llegasen tantas maldades del extranjero.
Y aquella mujer todavía hermosa, con el encanto sabroso de la madurez,
que ensanchaba sus formas, aterciopelándolas, parecía complacerse con
dolorosa coquetería en apreciar en el espejo, mientras se colocaba la
mantilla, las canas que cortaban el esplendor rubio de su cabellera, las
ojeras azuladas y dolorosas, su boca plegada por un gesto lloroso, como
si estuviera en perpetua oración.
Doña Cristina iba á salir.
--Mamá, ya sabes mi encargo--dijo Pepita.
--No lo olvido--contestó la madre con sonrisa bondadosa.--No debía
hacerlo, porque la mentira siempre es un pecado; pero, en fin, puede
mentirse cuando no es en perjuicio de tercero. Tiraré por tí del hilito,
para que las buenas madres no se enteren de tu pereza.
Pepita imitaba la estratagema inocente de muchas de sus compañeras
cuando no querían asistir á las reuniones de las Hijas de María. En el
salón del colegio había un gran cuadro con los nombres de las
congregantas y al lado de cada uno de ellos, un cordoncito azul con una
pequeña bola de marfil. Al entrar las señoras tiraban cada una de su
cordoncito para marcar la asistencia de este modo, y las amigas se
encargaban algunas veces de hacerlo por las ausentes, engañando á las
monjas, que, terminada la reunión, examinaban la lista con una
curiosidad meticulosa.
Pepita, pensando en el cuadro, veía el salón de reuniones de las Hijas
de María con su lujo monástico y el mapa de la Orden, que era el
principal adorno de la pared; un mapa de colores acaramelados, en el que
figuraban Europa y América, marcándose con pequeños corazones inflamados
las poblaciones donde el jusuitismo femenil tenía establecidos sus
colegios. El Atlántico, de un azul de confitería, había sido rebautizado
con un nuevo título: _Océano de Bondad_. Y nadie podía adivinar el
sentido de esta bondad, atribuida al Atlántico por la monja autora del
mapa.
Doña Cristina salió apresuradamente. Ante la escalinata del hotel, la
esperaba el automóvil, una máquina soberbia que había costado á Sánchez
Morueta cincuenta mil francos en París y de la que apenas hacía uso,
habituado como estaba al carruaje de sus primeros años de opulencia, el
cual, al mecerle sobre los relejes del camino, le hacía pensar en sus
negocios, como si el movimiento sacudiese sus ideas adormecidas. El
automóvil era para las señoras. Pepita apreciábalo en mucho porque era
un motivo de envidia para las amigas; doña Cristina consideraba como un
homenaje á la Fe, el llegar en él á las puertas de la iglesia de los
jesuítas. Era el _dernier cri_ de la devoción; daba á entender, según
ella, que el progreso no está reñido con el dogma.
Doña Cristina dió al _chauffeur_ la orden de llegar pronto á Bilbao y el
vehículo salió á toda velocidad por entre los tranvías y carruajes que
llevaban la gente á Las Arenas. La señora de Sánchez Morueta pensaba en
la importancia de la reunión. Iban á tratar la conveniencia de una nueva
romería á Begoña, tan ruidosa como la de la coronación de la Virgen, y
no sabían si hacerla en el mismo año ó dejarla para el siguiente.
Convenía organizar un alarde de fuerzas, reunir todo el país vascongado
amante de las tradiciones y que subiera entre banderas y cánticos al
monte Artagán, como protesta contra las gentes de las minas y las
fábricas, que se entregaban al monstruoso socialismo, y contra los
_maketos_ de la villa y sus hijos que ya se consideraban de la tierra,
gentes que hablaban de República y de anticlericalismo y llamaban en sus
mitins _fetiche_ y _nido de ratas_ á la milagrosa imagen de la patrona
de Vizcaya.
A la reunión de las señoras habían de asistir como directores é
inspiradores el Padre Paulí, un jesuíta batallador, que estaba de moda
en el púlpito y el confesonario, y Fermín Urquiola, que era su hombre de
acción, «mi brazo derecho», según decía aquel tribuno de la Compañía.
Doña Cristina admiraba á su sobrino viendo el afecto con que le trataban
los Padres, cómo le hacían partícipe de sus proyectos en bien de la
religiosidad del país. Era casi una pasión lo que sentía por Urquiola.
Cuando la visitaba, veía en él al representante de aquellos sacerdotes
tan queridos, que de este modo indirecto entraban en su hogar. Fermín
era una prolongación de la Compañía que llegaba hasta ella. Sentía una
amarga decepción de enamorada, al no poder pasar en la casa residencia
del salón de visitas. Quería saber cómo era Deusto por dentro, aquel
templo de la sabiduría envuelto en el misterio: y el sobrino, en sus
visitas al hotel, cada vez más frecuentes, la deleitaba hablándola
largas horas de los lugares que ella no podía ver por oponerse las
reglas de la Compañía á las visitas femeniles.
Entreteníala Urquiola con las minuciosidades de la vida de cada Padre,
enumerando sus méritos: uno había viajado por países salvajes; otro
sabía seis idiomas; el de más allá tocaba el violín como un ángel ¡y
todos tan modestos, durmiendo en celdas pobres de una pulcra curiosidad,
dejando por las noches en una bolsa, colgando de la puerta, las ropas y
los zapatos que limpiaban los fámulos, y vestiéndose al romper el día,
para emprender su santa obra!... Vivían con cierto desahogo, pero por
ninguna parte se veían las riquezas de que hablaban los impíos. ¡Y todos
humildes y amables, olvidados por completo de su brillante pasado, y eso
que los había entre ellos que habían sido grandes en el mundo! Por eso
los Padres de la Compañía tenían algo de príncipes arrepentidos, ocultos
bajo la sotana de la obediencia.
La Universidad de Deusto aún interesaba más á doña Cristina. ¡Cómo
lamentaba ella no poder entrar en aquel palacio, tantas veces admirado
al ir y volver á su casa; no poder correr por la montaña de su parque, y
ver de cerca el San José, que dominaba el paisaje, bajo su dosel de
luces eléctricas! La sabiduría de los buenos Padres se revelaba en todos
los detalles del establecimiento. Allí estudiaban los hijos de las
principales familias de España. La nobleza rancia y los ricos de sanos
principios, recluían á sus vástagos en la santa escuela. Allí no corrían
el peligro, como en las universidades laicas, de tropezar con profesores
revolucionarios, y la ciencia antigua y moderna se servía después de
bien pasada por el tamiz de Santo Tomás y otros grandes sabios de la
Iglesia, únicos depositarios de la verdad.
El edificio estaba dividido en cuatro cuerpos independientes, y los
alumnos en cuatro secciones que vivían aisladas, evitándose con este
acordonamiento muchos pecados y ciertas propagandas. Las secciones sólo
se contemplaban de lejos en contadas fiestas del año ó al verificarse
algún acto literario en el gran salón, que parecía un teatro con su
patio y sus galerías. En el techo pintado al fresco, veíanse las figuras
de San Ignacio y los Padres más famosos de la Compañía, todos entre
nubes, revoloteando camino del cielo.
Abajo, en el patio, estaban los invitados, los parientes masculinos de
los alumnos, y en las galerías los estudiantes de las cuatro estaciones
que, al verse frente á frente, se examinaban con curiosidad, como
vecinos de una misma casa, que sólo se tropiezan de tarde en tarde. Iban
los más puestos de _smoking_, muy elegantes, como hijos de buenas
familias que eran. Los mayores se rizaban el bigote y lucían las
sortijas. Da una galería á otra se miraban con gemelos, lo mismo que en
el teatro, enterándose unos de otros. «Aquel pequeñito, guapo, es de
Salamanca y muy rico... Ese moreno simpático es andaluz.» Y después de
mirarse largamente, se saludaban con la mano... ¡Angelitos!
Los actos literarios eran controversias entre los alumnos de _punta_,
ensayadas previamente por los maestros. El estudiante que había de hacer
las objeciones, oponiendo reparos á las santas doctrinas, era preparado
con anticipación. Llevaba aprendidas unas cuantas tonterías, que
representaban las ideas modernas y el otro alumno las rebatía y
pulverizaba en un periquete, triunfando de este modo la fe sobre la
impiedad de la falsa ciencia moderna.
Un año, Urquiola, siendo estudiante del último curso, se había cubierto
de gloria sustentando un tema propuesto por los maestros tras larga
deliberación. «¿Los Borbones, subiendo al cadalso en Francia, expiaron
los atentados de su familia contra la Compañía de Jesús?»... Urquiola
sostuvo la afirmación, demostrando que la guillotina había sido un medio
indirecto de Dios para castigar á los reyes que osaron expulsar de sus
dominios á los jesuítas. ¡Muerte é infierno para los que se atrevían á
perseguir á los verdaderos representantes de Jesús!... Su contradictor
mantuvo opiniones de dulzura y olvido, objeciones humildes y tímidas,
preparadas por los maestros. Pero con gran disgusto de todos, no
pudieron continuarse los ejercicios, pues no faltó quien indicase á los
Padres de Deusto que era peligroso pagar con tales juegos literarios la
bondad de los que les habían abierto de nuevo las puertas de España.
En las Pascuas de Navidad, el salón de actos se convertía en un teatro.
Hasta en esto admiraba doña Cristina el talento y la virtud de los
Padres. ¡Si todos los teatros fuesen como aquél, podrían asistir sin
miedo las madres cristianas! La música era de las zarzuelillas y
revistas en boga: pero en la letra está el pecado, y las palabras eran
de ciertos Padres aficionados á la versificación. La mujer estaba
excluida de todas las obras. Con el mismo ritmo con que las chulas
cantan «la falda de percal planchá», moviendo las caderas, un alumno
cantaba las dificultades del Derecho Natural con tanta gracia, que hasta
parecía sonreír el sombrío San Ignacio que volaba en el techo. _La
viejecita_ se titulaba _El viejecito_: todas las obras perdían su título
femenino, y si en ellas figuraban dos amantes, convertíanse en dos
primitos, compañeros de colegio, que, agarrados de la mano jurábanse
quererse mucho, estudiar y ser obedientes y humildes con sus maestros...
¡Serafines del cielo!
Doña Cristina conmovíase con el relato de estas fiestas. Bien se notaba
que su sobrino se había educado en aquella Universidad. Así era tan
caballero, tan cristiano, y dedicaba sus músculos de atleta á la buena
causa de Dios. No era como la juventud que llegaba de Madrid contaminada
por las malas ideas, con un libertinaje en las costumbres que corrompía
el país.
La esposa del millonario se sublevaba cuando oía hablar de las
calaveradas de Urquiola, queriendo negarlas y acabando por defenderlas
con repentina bondad. ¡Descarríos de la juventud y malos ejemplos de los
muchachos que no habían sido educados en Deusto! Pero su fondo era
bueno y aquello pasaría. Urquiola estaba reservado para altos destinos,
ahora que se mezclaba en las luchas políticas. Tenía buenos directores y
¡quién sabe si llegaría á ser diputado, repitiendo la palabra de Dios,
allá en Madrid, donde todos viven olvidados del cielo! Ella y su sobrino
se bastaban para volver á Bilbao al buen camino, siempre que no les
faltase el consejo de los sabios Padres.
Y la esposa de Sánchez Morueta, acariciando estos pensamientos, corría
en su automóvil hacia la villa, dejando tras las ruedas nubes de polvo.
Pepita, desde una ventana de su cuarto, siguió un momento la marcha del
vehículo y al verle desaparecer, esparció su mirada por el paisaje, con
la vaguedad melancólica de los que se sienten enamorados y perciben en
todo lo que les rodea una nueva vida.
Nunca le había parecido tan hermoso el paisaje como en aquella tarde de
verano. Estaba habituada á verlo desde su infancia, y, sin embargo,
ahora le encontraba algo nuevo, cual si acabase de descubrirlo.
Las gentes que pasaban al borde de la ría, por la carretera de Las
Arenas, le parecían más simpáticas que las de otros días. Eran familias
de Bilbao que bajaban del tranvía para ir á la orilla del mar. Un grupo
de obreros pasaba, camino del _chacolín_, por entre un bosquecillo de
pinos. Cantaban á gritos, excitados por la proximidad del mar, el
«_Boga, boga, marinero_» de Iparraguirre y el coro del bardo vascongado
sonaba de tal modo en el alma de la joven, que casi la hacía llorar. La
ría brillaba bajo la caricia del sol, temblando sus ondulaciones como
los fragmentos de un espejo. Más allá del puente de Vizcaya, cuya
plataforma iba y venía pendiente de su manojo de cables, transportando
carruajes elegantes, carretas de bueyes y pasajeros llegados en el tren
de Portugalete, extendíase el abra como un desgarrón del cielo, moviendo
sus aguas de un azul plomizo. El mar libre, chocaba en la línea del
horizonte contra la muralla del rompeolas, coronándola de una nube de
espuma que corría de un lado á otro como el humear de una locomotora
invisible.
Al volver Pepita la vista tierra adentro, contemplaba, avanzando sobre
la ría, un pedazo de Londres bañado por un sol meridional; todo aquel
pueblo de cobertizos fabriles é innumerables chimeneas sobre el que
pesaba el poderío de Sánchez Morueta y que esparcía en el espacio sus
torbellinos de humo sonrosado por la luz de la tarde.
Bilbao estaba invisible. El horizonte cerrábase en el fondo, con un
escalonamiento de montañas. La joven conocía los nombres de todas
aquellas cumbres. Las había visto durante muchos años todos los días, al
saltar de la cama, unas veces brumosas y delineando apenas su contorno
sobre el cielo, otras veces rojas, con las manchas de sombra de sus
barrancos y oquedades, destacándose sobre la inmensidad azul. Las más
próximas, que parecía iban á tocarse con la mano, eran Luchana y el
pico de Banderas. Después sobresalían sobre ellas, á una enorme
distancia, en pleno riñón de Vizcaya, los gigantes del país, el Mañaría
y el Gorbea, y entre los dos, como una giba inaccesible, cubierta de
nieve, la Peña de Amboto, misteriosa y legendaria, en la que se
desarrollaban los cuentos más tenebrosos de la imaginación vasca. Pepita
recordaba sus terrores de la niñez, cuando su _aña_, para imponerla
silencio, la amenazaba con llamar á la _Dama de Amboto_, especie de hada
maléfica, hija de un _Jaun_, de un caudillo legendario, que vivía como
encantada en lo alto del peñasco y únicamente salía de su cueva para
quemar las mieses, matar niños y perseguir á los pobres aldeanos con
toda clase de maleficios.
La joven permaneció mucho tiempo abstraída en la contemplación del
paisaje. De vez en cuando miraba hacia el puente colgante, como si
pretendiera reconocer á alguien de los que pasaban la ría. Creyó por un
momento ver algo blanco que se agitaba en la plataforma: tal vez un
pañuelo que le saludaba con cierta discreción como temeroso de atraerse
la curiosidad de la gente. Después ya no vió nada y creyendo en un
engaño del deseo siguió contemplando el paisaje, con mirada vaga,
sumiéndose poco á poco en una dulce somnolencia.
La joven despertó al sentir en su espalda la mano del _aña_.
--_Ése_ está ahí--dijo con tono misterioso.--Habrá que bajar al jardín.
A la melancolía sucedió en la joven la inquietud, el temor. Había venido
preparando desde mucho tiempo aquella entrevista con Fernando Sanabre, y
al llegar el momento temblaba como si fuese á realizar un delito. La
_aña_ reía ante los temores de la señorita, á la que trataba con la
misma familiaridad que cuando era niña. ¡Inocente! ¿Qué mal podía haber
en aquel encuentro de novios, en plena tarde, en un jardín y bajo la
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