El intruso - 02

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las antiguas fuentes admiradas por los ancianos escapábanse ahora con
rezumamiento fangoso por las angostas galerías que perforaban las
pendientes. Muchos montes despojados de la envoltura roja, que era su
carne, mostraban el armazón calcáreo, la triste osamenta. Los prados de
otras épocas, la tierra vegetal con sus maizales y robledales, todo
había desaparecido, como si soplara sobre aquellas montañas un viento de
fuego. Sólo quedaba el pedrusco férreo, el terrón rojo, la tierra
codiciada por el hombre, que parecía haber ardido con interna
combustión. A trechos quedaban algunos jirones de suelo verdeante.
Crecía la hierba allí donde se amontonaban las vagonetas volcadas, las
plataformas carcomidas, delatando una explotación abandonada. En estos
rincones pacían algunos rebaños de ovejas panzudas, de largas lanas,
dando con sus esquilas una nota de calma pastoril á aquel paisaje
desolado que parecía recién surgido de una catástrofe geológica.
El camino bordeaba la profunda zanja de una cantera. Era como uno de
esos cráteres apagados, en los que muestra el planeta la intensidad de
sus convulsiones. Parecía imposible que aquella profundidad fuese obra
del hombre en tan pocos años. Abajo, las cuadrillas de mineros, atacando
el muro de mineral con picos y palancas, semejaban bandas de insectos.
Los caballos parecían por su tamaño escapados de una caja de juguetes.
Aresti, ante este desgarrón de la corteza terrestre que mostraba al aire
sus entrañas, recordaba las formas y colores de las piezas anatómicas
reproducidas en sus libros de estudio. Las calizas blanqueaban como
huesos; las fajas de mena rojiza tenían el tono sanguinolento de los
músculos, y las manchas de tierra vegetal eran del mismo verde musgoso
de los intestinos.
A un extremo de la gigantesca excavación la montaña se había venido
abajo, formando una cascada inmóvil de ondas de tierra y enormes
pedruscos. El médico recordaba la catástrofe ocurrida cuatro años antes.
La cantera se había derrumbado, cogiendo en su caída á una cuadrilla de
obreros que trabajaba en su base. Unos habían perecido aplastados
instantáneamente: otros habían quedado enterrados en vida, en un
socavón, aislados del mundo por centenares de toneladas de mineral. La
gente acudía para pegar sus oídos con horror á los peñascos
desmoronados, creyendo escuchar los gritos implorando auxilio, los
gemidos de los infelices que perecían lentamente en la obscuridad de las
entrañas de la tierra. Pasaban las horas, pasaban los días. Centenares
de obreros trabajaron con un vigor extraordinario, pretendiendo revolver
la inmensa avalancha de mineral; pero tras una semana de trabajo, sólo
habían avanzado algunos metros y ya no se oía nada: de la tierra no
salía ningún lamento. Al remover los pedruscos se encontraron varios
cadáveres: hombres desfigurados, con las piernas rotas y el cráneo
aplastado; un pinche casi intacto, con la cara sonriente, conservando
aún en su mano un tanque de agua. Eran los que se hallaban fuera del
socavón en el instante del desprendimiento. Los otros que estaban en la
cueva se pudrían tras el gigantesco tapón de mineral que los había
aislado del mundo. De muchos de ellos ni los nombres se conocían. Habían
llegado á las minas poco antes y los capataces sólo anotaban sus apodos.
Tal vez en algún rincón de España los esperarían aún, creyendo que
cuanto más larga fuese la ausencia mayores serían los ahorros.
Las mujeres de Gallarta afirmaban que de noche salían gemidos del
derrumbamiento. Durante unos meses viéronse en el camino de Labarga
formas blancas, con luces en la cabeza, arrastrando cadenas. En las
casas temblaban los muchachos y las jóvenes, oyendo hablar de las pobres
almas en pena de la mina. Pero cierta mañana apareció tendido en el
camino uno de los primeros borrachos de Gallarta, con un brazo
fracturado y la cabeza rota, y ya no volvieron á salir fantasmas, ni
nadie sintió deseos de adornar la catástrofe con grotescas apariciones.
El recuerdo de los enterrados fué borrándose en la memoria de todos. Las
desgracias, en aquella explotación cruel que gastaba las vidas de muchos
miles de hombres, superponíanse unas á otras con frecuencia, ocultando y
desvaneciendo las anteriores. Un día, las vagonetas, al chocar unas con
otras, aplastaban á un obrero: otro día saltaban de los rieles al bajar
por el plano inclinado cayendo sobre un grupo encorvado ante el trabajo,
que no recelaba la muerte traidora que llegaba á sus espaldas: los
barrenos estallaban inesperadamente abatiendo los hombres como si fuesen
espigas; llovían pedruscos en mitad de la faena, matando
instantáneamente; y por si esto no era bastante, había que contar con
los navajazos á la salida de la taberna, con las riñas en la cantera,
con las disputas en los días de cobro, con la feroz acometividad de
aquella inmensa masa ignorante y enfurecida por la miseria, en la cual
vivían confundidos los que al salir de los penales de Santoña,
Valladolid ó Burgos no encontraban otro camino abierto que el de las
minas de Bilbao, en las que se necesitaban brazos, y á nadie se
preguntaba quién era y de dónde venía...
La Muerte rondaba en torno del mísero populacho, como un lobo alrededor
del rebaño, siempre vigilante, con las uñas afuera y los dientes agudos.
Zarpazo aquí, dentellada allá, la gran enemiga se mostraba infatigable.
Siempre había en el hospital más de una docena de camas ocupadas por
carne enferma que pedía entre gemidos el auxilio de don Luis. Era un
perpetuo estado de guerra ante la muerte; una batalla contra la ciega
fatalidad y la barbarie de los hombres, cuyos ecos se apagaban en la
misma montaña, llegando apenas á la opulenta Bilbao. El mineral marchaba
ría abajo sin que nadie pensase en lo que había costado su arranque del
suelo.
Aresti salió de su ensimismamiento al ver que entraba en la calle única
de Labarga, dos filas de míseras casuchas puestas sobre los peñascos que
bordeaban el camino. Los edificios de Gallarta parecían palacios,
comparados con las chozas de este barrio de mineros. Eran barracas,
conocidas en el país con el nombre de _chabolas_, con tabiques de madera
delgada y techumbre de planchas corroídas. Las puertas estaban en dos
piezas horizontales: la hoja inferior quedaba cerrada como una barrera,
y la superior, al abrirse, era la única ventana que daba á la casa luz y
aire. Las incesantes lluvias habían podrido aquellas habitaciones,
reblandeciendo la madera, deshilachando sus fibras como si toda ella
fuese á convertirse en gusanos. Fuera de las casas ondeaban sobre
cuerdas los guiñapos de color indefinible puestos á secar. Algunas
gallinas flacas y espeluznadas corrían por el camino. Los niños
permanecían sentados ante las puertas, graves é inmóviles, como si
fuesen de distinta raza que la revoltosa chiquillería de los pueblos del
llano.
Al ver al doctor, salían las mujeres á las puertas de sus tugurios,
sonriendo como en presencia de un acontecimiento inesperado, sintiendo
de pronto el miedo á enfermedades que tenían olvidadas.
--¡Chicas, es don Luis!--se gritaban unas á otras.--¡Señor doctor, aquí!
¡Míreme usted este chico!... ¡Entre á ver á mi madre!
Pero Aresti conocía de larga fecha estos recibimientos; el furor que
acometía á todos por estar enfermos apenas le veían, sin ocurrírseles
bajar al hospital más que en casos de extrema gravedad. Y seguía
adelante sonriendo á unas, contestando á otras alegremente, precedido
por el pinche zamorano que volvía la cara como si temiese verle
secuestrado por el grupo de comadres.
Un hombre de larga barba ensortijada y canosa, fumaba sentado ante una
casucha que era la peor del barrio. Tenía los ojos casi ocultos bajo las
cejas y un gesto de desdén contraía á cada momento su cara negruzca. Al
ver al médico no se llevó la mano á la boina ni abandonó su inmovilidad
de fakir, como si estuviera abstraído en la contemplación de la miseria
que le rodeaba.
--¡Salud, amigo _Barbas_!--dijo el médico alegremente, deteniéndose ante
él.--¿Qué hay compañero?
--Mucho y malo, don Luis.
--Y esa revolución ¿cuándo la hacemos?...
El _Barbas_ miró un instante á Aresti con ojos ceñudos, como si fuese á
insultarle: después escupió la nicotina de sus labios con un gesto
desdeñoso.
--Búrlese, don Luis. Usted está acostumbrado á oír quejarse de dolor lo
mismo al rico que al pobre, á ver que todos mueren igual; por eso toma á
risa las cosas de los hombres. Al fin no somos más que animales. Hace
usted bien. Ríase... pero el trueno gordo se acerca. Algún día
encontrarán su merecido todos los ladrones... ¡todos! incluso su primo
Sánchez Morueta.
--¡Compañero! ¿y yo?--dijo el doctor.--¿Qué vas á hacer de mí?
--Usted es un guasón que se ríe de la vida... pero entre burlas y veras
hace bien á los pobres y vive cerca de su miseria. Usted es casi de los
nuestros.
--Gracias, compañero _Barbas_.
Y dando á entender al solitario con un gesto que volvería para hablar
con él, subió los peldaños de una casucha en cuya puerta le esperaba
impaciente el pinche.
Era la _casa de peones_, el miserable albergue de las montañas mineras,
donde se amontonan los jornaleros. Aresti estaba habituado á visitar
aquellos tugurios que olían á rancho agrio, á humo y á «perro mojado».
En la entrada de la casa estaba el fogón con algo de loza vieja alineada
en dos estantes. Los tabiques de madera eran de un amarillo viscoso,
como si las tablas trasudasen de una pieza á otra la suciedad y la mugre
de los habitantes. Una vieja, delgada de rostro, y enorme de cuerpo por
los pañuelos que llevaba arrollados al busto y los innumerables
zagalejos de su faldamenta, vigilaba el hervor de un puchero, con las
manos cruzadas sobre el delantal de arpillera, mirándose con ojos bizcos
los cuernos del pañuelo rojo arrollado á la cabeza. Unos gatos flacos y
espeluznados rodaban en torno de la mujer, esperando que cayese algo de
la olla: unos animales lúgubres, de mirada feroz, tigres empequeñecidos
que parecían alimentarse con el hambre que sobraba á sus amos.
La vieja rompió en lamentaciones al conocer á don Luis. El pobre peón
estaba muy malito: ¡á ver si lo sacaba adelante!... Ella le había tomado
ley después de tenerlo varios años en su casa. Y al lamentarse, había
tal expresión de frío egoísmo en sus ojos, que el doctor la atajó
brutalmente:
--Sobre todo, lo que usted más siente, tía Gertrudis, es perder un real
diario si muere.
--¡Ay, don Luis, hijo! Semos probes y cada vez hay más casas de peones.
Mi probe viejo está casi baldao del reuma y gana menos que un pinche
escogiendo mineral en los lavaderos. ¡Y muchas gracias que lo aguantan,
y con el pupilaje de estos chicos de Zamora podemos ir tirando!... ¡Ay
Señor, después de trabajar toda la vida! El médico levantó una
cortinilla de percal rojo y desteñido que ocultaba un tugurio sin luz,
ocupado por la cama de los viejos. Levantó otra, y vió un cuartucho no
mucho más grande, obstruido completamente por un camastro enorme,
formado con tablas sin cepillar y varios banquillos. En él dormía toda
la banda de Zamora, siete hombres y el muchacho, en mutuo contacto, sin
separación alguna, sin más aire que el que entraba por la puerta y las
grietas de la techumbre. Varios jergones de hoja de maíz cubrían el
tablado: cuatro mantas cosidas unas á otras formaban la cubierta común
de los ocho, y junto á la pared yacían destripadas y mustias algunas
almohadas de percal rameado, brillantes por el roce mugriento de las
cabezas.
Aresti pensó con tristeza en las noches transcurridas en aquel tugurio.
Llegaban los peones fatigados por el trabajo de romper los bloques
arrancados por el barreno, de cargar los pedruscos en las vagonetas, de
arrastrarlas hasta el depósito de mena y volverlas á su primitivo sitio.
Después de una mala comida de alubias y patatas, con un poco de bacalao
ó tocino, dormían en aquel tabuco, sin quitarse más que las botas ó,
cuando más, el chaquetón, conservando las ropas impregnadas de sudor ó
mojadas por la lluvia. El aire, estancado bajo un techo que podía
tocarse con las manos, hacíase irrespirable á las pocas horas,
espesándose con el vaho de tantos cuerpos, impregnándose del olor de
suciedad. Los parásitos anidados en los pliegues del camastro, en las
junturas de la madera, en los agujeros del techo, salían de caza con la
excitación del calor, ensañándose al amparo de la obscuridad en los
cuerpos inánimes que duermen con el sueño embrutecedor de la fatiga. En
las noches tormentosas, cuando el viento pasa de parte á parte la
casucha por sus resquicios y grietas, amenazando derribarla, los cuerpos
vestidos y malolientes se buscan y se estrechan ansiando calor, y los
sudores se juntan, las respiraciones se confunden, la suciedad
fraterniza.
El médico consideraba que aquellos ocho hombres que dormían en común
eran amigos, eran compatriotas, ligados por el nacimiento y las
aventuras de su peregrinación anual: y su pensamiento iba hacia otras
casas de peones, tan míseras como aquella, donde los hombres acostados
en la misma cama no se habían visto nunca; donde el infeliz muchacho,
recién llegado de su tierra, dormía en contacto con un individuo, con
otro que también acababa de llegar á la mina, tal vez recién salido del
presidio ó fugitivo por algún crimen. Los cuerpos extraños se juntaban
bajo la misma pegajosa cubierta, la carne se rozaba con otra carne
sudorosa, tal vez enferma de peligrosas infecciones. Y esta
promiscuidad, bajo la misma manta, de viejos y jóvenes, de inocentes
jayanes recién venidos de su tierra y veteranos de la vida errante,
conocedores de todas las corrupciones, se efectuaba en medio de una
forzada abstinencia de la carne, en un país donde por las condiciones
del trabajo, los hombres son mucho más numerosos que las mujeres, y la
continua afluencia de presidiarios licenciados traía consigo todas las
criminales aberraciones de la virilidad aislada.
Aresti vió al enfermo en el fondo del camastro, junto á la pared,
respirando jadeante. Estaba acostumbrado á visitar los tabucos de los
mineros: nada le extrañaba, y con agilidad de muchacho saltó encima del
tablado, marchando de rodillas sobre los jergones. Encendió una cerilla
y entonces vió en el tabique de la cabecera que en otros tiempos había
sido blanco, un crucifijo y varias estampas de colores, representando
generales contemporáneos, con el ros calado y el pecho cubierto de
bandas y cruces, héroes de la guerra que se habían cubierto de gloria
entregando territorios al enemigo ó fusilando en masa á indígenas
indefensos.
El médico no pudo contener su risa.
--¿Por qué estarán aquí estos tíos?...
Las estampas habrían sido pegadas como adorno, sin fijarse en los
personajes; ó tal vez serían recuerdos de algún antiguo soldado, cándido
y entusiasta, que creería haber servido á las órdenes de caudillos
inmortales.
El enfermo tenía los ojos cerrados, y respiraba trabajosamente. Su piel
ardía. Estaba vestido, conservando las mismas ropas, mojadas por la
lluvia de la noche anterior.
--Una pulmonía de padre y señor mío--dijo el doctor arrojando la cerilla
y saliendo del camastro otra vez de rodillas.
Afuera, junto al fogón, escribió una receta en una hoja de su cartera,
encargando al pobre pinche, que después de la visita parecía más
tranquilo, que bajase por los medicamentos al hospital.
Cuando Aresti salió de la barraca, después de hacer varias
recomendaciones á la vieja, vió que le aguardaba en medio del camino un
contratista de los más amigos. Iba vestido de flamante pana; sobre el
chaleco brillábale una gruesa cadena de oro y calzaba altas polainas
fabricadas con la tela impermeable que servía de forro á las cajas de
dinamita.
--Hola, _Milord_--dijo el médico.--¿Qué, hoy no hay oficios divinos en
la capilla de Baracaldo?
--No, don Luis--dijo el contratista con cierta unción en sus
palabras.--Demasiado sabe usted que en nuestra religión este día no es
de fiesta.
--¿Y _Milady_, siempre tan hermosa y elegante?
--Vaya, no se burle usted; ya sabe que no somos más que unos pobres
patanes con un poquito de protección.
Después de esto, el llamado _Milord_ rogó al médico, que ya que estaba
en Labarga, se llegase á la cantina de _Tocino_, el capataz de su
confianza, que llevaba varios días inmóvil en la cama por el reuma.
Aresti se resistía alegando su viaje á Bilbao.
--Un momento nada más, don Luis: entrar y salir. Yo también tengo prisa
por llegarme á la mina. ¡El pobre _Tocino_ me hace tanta falta cuando no
está allí!...
El doctor se dejó conducir algunos minutos más allá de Labarga, hasta
una altura donde estaba establecida la tienda de _Tocino_. Por el camino
bromeaba con el contratista sobre su religión. El _Milord_ había sido
capataz de las minas de una compañía inglesa, logrando interesar al
ingeniero director en fuerza de excederse en la vigilancia del trabajo y
no dejar descanso á los peones de sol á sol. La protección del jefe lo
elevó á contratista, colocándole en el camino de la riqueza, y, no
sabiendo cómo mostrar su gratitud al inglés, había abrazado el
protestantismo. La despreocupación religiosa era general en las minas:
sólo se pensaba en el dinero y el trabajo. Era viudo, con una hija, y
para ligarse más íntimamente con sus protectores, la tuvo durante seis
años en un colegio de Inglaterra, volviendo de allá la muchacha con un
exterior púdico y unas costumbres de _confort_ que regocijaban á toda
Gallarta. Los domingos, _Milord_ y _Milady_ bajaban á Baracaldo,
vestidos con trajes que encargaban á Londres, para confundirse con las
familias de los ingenieros y los mecánicos ingleses empleados en las
minas ó en las fundiciones de la ría, que llenaban la única capilla
evangélica del país. Aresti, que había cogido cierto miedo á los
_flirts_ con _Milady_, hasta el punto de rehuir el encontrarla sola y
que conocía ciertas historias de jovenzuelos que saltaban su ventana
durante la noche, ensalzaba irónicamente al padre lo mucho que su
robusto retoño había ganado después de la cepilladura en el extranjero.
--¡La educación inglesa!--decía _Milord_ abriendo mucho la boca para
marcar su admiración.--¡Una gran cosa! Hay que ver lo que sabe la
chica... Es verdad que acostumbrada á tantas finuras, se aburre aquí
entre brutos. Pero, de mi para usted, don Luis, yo tengo mi plan, mi
ambición, y es casarla con algún señor de la compañía.
--Hará usted bien--dijo el médico con zumbona gravedad, recordando las
ligerezas de la niña al verse libre en las minas, después de las
pudibundeces del colegio.--Esos señores son aquí los únicos que pueden
cargar con ella.
Llegaron á la cantina de _Tocino_, una casa aislada, de mampostería, con
un gran mirador de madera. Desde aquella altura abarcaba la vista toda
la tierra de las Encartaciones y además el abra de Bilbao, la ría,
Portugalete. Los pueblos aglomerados en las orillas del Nervión,
parecían formar una sola urbe. En último término, entre montañas, se
adivinaba la villa heroica é industriosa: el humo de las fundiciones y
fábricas se confundía con el cielo plomizo. A la entrada de la ría, el
alto puente de Vizcaya marcábase como un arco triunfal de negro encaje.
La cantina ocupaba el piso bajo, amontonándose en ella los más diversos
objetos y comestibles, unos en estantes y tras sucios cristales, otros
pendientes del techo... Allí estaban almacenados todos los víveres, por
cuya conquista dejaban los hombres pedazos de su vida en el fondo de las
canteras. Aresti conocía aquella alimentación; alubias y patatas con un
poco de tocino. El arroz, sólo era buscado cuando la patata resultaba
cara. Además, colgaban del techo bacalao y trozos de tasajo americano
entre grandes manojos de cebollas y ajos.
El pan se amontonaba detrás del mostrador, al amparo de los dueños, como
si éstos temiesen los hurtos de los parroquianos ó una súbita acometida
de los hambrientos que pululaban afuera. Un tonel de sardinas doradas
por la ranciedad, esparcía acre hedor. De las viguetas del techo pendían
baterías de cocina, y en las estanterías se alineaban piezas de tela,
botes de conservas, ferretería, alpargatas, objetos de vidrio, pero todo
tan viejo, tan oxidado, tan mugriento, que, lo mismo comestibles que
objetos, parecían sacados de una excavación después de un entierro de
siglos.
Tras el mostrador estaba la mujer de _Tocino_ con su hijo, un
adolescente amarillucho, de movimientos felinos. Eran vascongados, pero
Aresti encontraba en sus ojos duros, en la melosidad con que robaban á
los parroquianos despreciándolos, y en su aspecto miserable, algo que le
hacía recordar á los judíos. La gente del contorno les odiaba. Al menor
intento de revuelta en las minas, cerraban la puerta, sirviendo el pan
por un ventanillo. A pesar de su insaciable codicia, tenían un aspecto
de miseria y sordidez más triste que el de la gente de fuera. El doctor
recordaba las declamaciones de muchos mitins obreros, á los que había
asistido por curiosidad; los apóstrofes á los explotadores de las
cantinas que engordan con los sudores del trabajador, que se redondean
chupándoles la sangre; y se decía con gravedad:
--No; pues á éstos les luce poco la tal alimentación.
A la entrada de la cantina existía una especie de jaula de madera con un
ventanillo. Dentro de ella estaba sentado ante un pupitre el dueño de la
tienda, envuelto en mantas, quejándose á cada momento, pero sin dejar de
repasar unos cuadernos viejos, cubiertos de rayas y caprichosos signos,
que le servían para su complicada contabilidad.
El _Milord_ manifestó su extrañeza viéndole allí. ¡Él, que le traía nada
menos que al doctor Aresti creyéndolo en peligro de muerte!... Mientras
el médico le examinaba con la indiferencia del que está habituado á
casos más graves, _Tocino_ prorrumpía en lamentaciones, haciéndole coro
su mujer. Estaba enfermo más de lo que creían: no podía moverse: los
dolores le mataban; pero los negocios eran ante todo y había que repasar
las cuentas, ya que estaba cerca el día de la paga.
--Vaya, _Tocino_--dijo Aresti;--lo que tienes es poca cosa,
desaparecerá con el cambio de tiempo. ¡Quejarse así un hombrachón que
parece un oso tras esa jaula! Es la buena vida que te das; lo mucho que
engordas con lo que robas.
--¡Pero qué cosas tiene este don Luis!--exclamó el _Milord_ mirando á la
tendera, que enseñaba sus dientes amarillos para sonreír lo mismo que el
protector de su marido.
--¡Robar!--mugió _Tocino_.--¡Robar! ¡Siempre está usted con lo mismo!
Tanto oye usted á los trabajadores, en su manía de mimarlos cuando se
los llevan al hospital, que acaba por creer todas sus mentiras. Aquí á
nadie se roba. Aquí lo único que se hace es defender lo que es de uno.
Y _Tocino_ se indignaba, olvidando los dolores. Él vendía sus artículos
al fiado ¿estamos?... se exponía á perderlos, ¿y qué cosa más natural
que no dormirse para cobrar lo que era suyo cuando llegaba el día del
pago en las minas?... Había que conocer á los obreros: cada uno de un
país; lo mejorcito de cada casa. Se pasaban todo el mes comiendo al
fiado, y el día de cobranza, si les era posible hacían lo que ellos
llaman _la curva_; cobraban y se iban á la taberna, rehuyendo el pasar
por la tienda de comestibles. A bien que esto no les valía con _Tocino_
y con otros que eran capataces al mismo tiempo que cantineros. Él les
pagaba allí mismo su trabajo y allí mismo les descontaba lo que llevaban
comido. Aun así había sus quiebras, pues los que sólo trabajaban una
semana, desaparecían después de haber tomado al fiado más de lo que
importaban sus jornales.
Aresti escuchaba al capataz, y aprovechando sus pausas seguía
recriminándolo.
--_Tocino_, tú eres un ladrón que vendes á los obreros los artículos
averiados que no quieren en Bilbao, y los haces pagar más caros que en
la villa.
--Esas son mentiras que sueltan los socialistas en sus metinges--gritó
el capataz enrojeciendo de indignación con el recuerdo de lo que decían
los obreros en sus reuniones.
--_Tocino_, tú abusas de la miseria. Los pobres peones no tienen
libertad para comprar el pan que comen. Al que no viene á tu tienda le
quitas el trabajo en la cantera.
--Los amigos son para ayudarse unos á otros. ¿Qué tiene de particular
que yo sólo dé trabajo á los que se surten de mi establecimiento?
--Tú robas al trabajador en lo que come y en lo que trabaja,
descontándole siempre algo del jornal. Tu amo y protector te ayuda á
mantener esta esclavitud, no pagando al obrero semanalmente, como se
hace en todas partes, sino por meses, para que así tenga que vivir á
crédito y se vea obligado á comer lo que queréis darle y al precio que
mejor os parece.
--Vaya; ahora me toca á mí--dijo riendo el _Milord_.--Pero este don Luis
es peor que los predicadores de blusa que vienen á echar soflamas en el
frontón de Gallarta. Suerte que no le da á usted por hablar en público.
--_Milord_: á todos vosotros no os parece bastante el enriqueceros
rápidamente con el hierro y aun arañáis algunos céntimos en el jornal y
el estómago del bracero. Las cantinas obligatorias son vuestras y de los
capataces. Vais á medias. De día explotáis los brazos y de noche los
estómagos. Hacéis mal, muy mal. Hasta ahora os salva la gran masa de
peones forasteros que vienen á rabiar y á ahorrar durante algunos meses,
pasando por todo, pues su deseo es irse. Pero cada vez se quedan más en
el país y ya veréis la que se arma cuando esta gente, viviendo siempre
aquí, acabe por conoceros.
El doctor cortó la conversación recordando su viaje á Bilbao, y salió de
la cantina después de hacer varias recomendaciones para la curación de
_Tocino_. La mujer y el hijo sonreían servilmente, pero con una
expresión hostil en la mirada, gravemente ofendidos por la franqueza del
doctor.
El contratista siguió adelante, hacia su mina, y Aresti descendió á
Labarga pensando en la miseria del rebaño humano esparcido por la
montaña. Varias veces había intentado rebelarse, y los resultados de su
protesta, de las huelgas ruidosas, terminadas, en más de una ocasión,
con sangre, no le habían hecho mejorar gran cosa. Únicamente el respeto
á la vida humana era mayor que en los primeros años de explotación.
Aresti recordaba su llegada á las minas, cuando se vivía en ellas casi
con las armas en la mano, como en Alaska ó en los primitivos _placeres_
de California. Ya no quedaban forajidos en las canteras que, con el
vergajo en la mano, apaleasen en nombre del amo á los trabajadores
rebeldes; ya no existía la tarifa de la carne humana, cotizándose las
desgracias «veinte duros por un brazo, cuarenta por las dos piernas». Se
asociaban los trabajadores establecidos en el país, creaban núcleos de
resistencia, inspiraban cierto temor á los explotadores, logrando con
esto que sus penalidades fuesen menos duras: pero aún faltaba la
cohesión entre ellos, á causa del vaivén de la población minera, de
aquel oleaje de hombres que se presentaba engrosado al comenzar el
invierno y el hambre en las míseras comarcas del interior y se retiraba
al llegar el buen tiempo con sus cosechas. Los gallegos huían á su
tierra así que se iniciaba una huelga y aparecía en las minas la guardia
civil. Habían venido á ganar dinero y evitaban los conflictos pasando
por toda clase de explotaciones y abusos. Los castellanos y leoneses
miraban con los brazos cruzados los esfuerzos de los compañeros
establecidos en el país, pensando con el duro egoísmo de la gente rural,
que en nada les importaba cambiar la suerte del trabajador, ya que ellos
al fin habían de volver á sus tierras. Los labriegos convertidos en
mineros eran el contrapeso inerte, incapaz de voluntad, que
imposibilitaba la ascensión de los que vivían en el país.
La cantera era el peor enemigo del obrero rebelde. En las minas de
galerías subterráneas, con sus peligros que exigen cierta maestría, el
personal no era fácil de sustituir; necesitaba cierto aprendizaje. Pero
en las pródigas Encartaciones el hierro forma montañas enteras: la
explotación es á cielo abierto; sólo se necesita hacer saltar la piedra,
recogerla y trasladarla, cavar, romper como en la tierra del campo, y el
bracero, empujado por el hambre, llegaba continuamente en grandes bandas
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