El intruso - 09

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yo tampoco la tengo en gran estima, y me lamento del estado en que han
puesto á nuestro país. Pero ¿á qué la violencia? Para acabar con ellos
no hay como la libertad. Mueren dentro de ella como los gérmenes que se
encuentran en un medio que no es el suyo. Perseguirlos y oprimirlos, es
tal vez darles más fuerza, demostrar que se les tiene miedo.... ¡Mucha
libertad, mucho progreso, y ya verás como las costumbres de la
civilización les empujan hasta el sitio que deben ocupar, sin que osen
salirse de él!
--¡Ahora me toca á mí reír!--exclamó el doctor.
Y reía mirando á su primo con ojos compasivos, mientras contestaba á sus
razonamientos.... ¡Querer luchar con aquellas gentes, en la amplitud de
la libertad, cuando llevaban como ventaja varios siglos de dominación,
la incultura del país, la servidumbre de la mujer encadenada á ellos por
el sentimentalismo de la ignorancia! ¡Cuando contaban con el apoyo del
rico, de tradicional estolidez, que, atormentado por el remordimiento,
compra con un trozo de su fortuna la seguridad de no ir al infierno!...
Mientras aquellos enemigos existieran, serían estériles todos los
esfuerzos para reanimar el país. Sólo ellos se aprovechaban de las
ventajas del progreso nacional. Eran los perros más fuertes y ágiles, y
se zampaban los mendrugos que la civilización arrojaba al paso, por
encima de nuestras bardas, mientras el pobre mastín español soñaba en
medio de su corral, flaco, enfermo y cubierto de parásitos.
Había que fijarse en el trabajo de los padres de la Compañía, que eran
los verdaderos representantes del catolicismo, el Estado Mayor del
ejército religioso, el único que tenía el secreto de sus marchas y
evoluciones y ocupaba las tiendas de distinción. ¿Se engrandecía
Barcelona siguiendo el movimiento fabril de Europa? Pues allí ellos.
Adquiría Jerez inmensa riqueza con la fama universal de sus vinos, y
sobre las techumbres de las bodegas alzábase dominadora la iglesia del
jesuíta. Descubría Bilbao sus minas y en seguida se presentaba el
ignaciano á pedir su parte, levantando la universidad y el templo; la
fábrica de autómatas y la tienda donde se vende la salvación eterna. No
había una mancha de prosperidad y riqueza en el mísero mapa de España,
que no la ocupasen ellos. En las pobres regiones del interior,
condenadas á hambre perpetua y á un cultivo africano, no conocían su
existencia. La España mísera quedaba para los curas montaraces y
famélicos, para los merodeadores despreciables del ejército de la Fe.
Ellos eran como los juncos, que delatan en la estepa la presencia oculta
del agua. Donde ellos apareciesen, no era posible la duda: existía la
riqueza.
La fábrica nueva, la mina descubierta, los campos recién roturados, la
codicia de arriba y la miseria explotada de abajo; todo se condensaba en
provecho suyo y venía lentamente á sus manos. Aresti se indignaba ante
la suerte de su país, tierra de maldición, tierra condenada, que había
de permanecer en la inmovilidad, mientras se transformaba el planeta, ó
si se abría á las caricias de la civilización era en provecho de los
dominadores acampados sobre ella.
Con el catolicismo no eran posibles los respetos. El que se mantenía
ante él en actitud puramente defensiva, con la esperanza de que la
Iglesia imitase su prudencia, estaba vencido de antemano. Los católicos
de buena fe eran temibles y peligrosos por el convencimiento de que
poseían la verdad absoluta. Dios se había tomado la molestia de
hablarles para transmitírsela, y sentían eternamente la necesidad de
imponerla á los hombres, aunque fuese por la fuerza, exterminando á los
espíritus rebeldes que se resistían á recibir el beneficio. Podía
vivirse en paz con todos los errores, siempre que fuesen fruto de la
razón, pues la razón no se considera infalible y está pronta á
rectificarse. ¿Pero cómo existir tranquilamente, en mutuo respeto, con
unos hombres que tomaban todos sus pensamientos como inspiraciones
indiscutibles de la divinidad? En ellos era instintiva la violencia; se
indignaban ferozmente viendo desoído á Dios, que habla por su boca. Sus
crímenes del pasado y sus pretensiones del momento, imponían el deber de
combatirlos. Podían respetarse sus creencias, pero vigilándolos como
locos peligrosos, teniéndolos en perpetuo estado de debilidad para que
no intentaran imponerse por la violencia.
--¡El respeto á la libertad!--continuó el doctor dirigiéndose á su
primo.--Oyéndote, me pareces igual á un filántropo loco, que en una
colección de fieras, se indignase ante la jaula de una pantera.
Y Aresti, en su exaltación, mimaba la escena, al mismo tiempo que la
describía de viva voz. El filántropo ideal compadecía á la bestia, ¿Con
qué derecho la tenían entre hierros? La fiera había nacido para ser
libre: tenía derecho á la vida de las selvas, sin obstáculo alguno, como
en su primera edad, «Goza de tu libertad, pobre pantera», decía
abriendo la jaula. Y el animal, al salir de un salto, mostraba su
agradecimiento al libertador haciendo uso de su fuerza, abatiéndole de
una zarpada, desgarrándole el pecho con los colmillos.
--Suelta á la pantera de nuestra historia--gritaba el médico;--déjala en
libertad, después que ha costado un siglo de esfuerzos colocar ante ella
unos barrotes por entre los cuales saca las patas siempre que puede, y
ya verás cómo corresponde á tu candidez de liberal á la antigua.
--¿Y qué quieres?--preguntó Sánchez Morueta.--¿Matarla? ¿Crees que eso
es posible, de un golpe?
--Así debía ser: lo nocivo, lo peligroso hay que suprimirlo.
Quedó en silencio Aresti largo rato, y luego añadió con convicción:
--Matar la fiera sería lo mejor. Pero de no ser así, hay que conservarla
entre hierros, acosarla, acabar con su fuerza, romperla las uñas,
arrancarla los dientes, y cuando la vejez y la debilidad hayan
convertido la pantera en un perro manso y débil, entonces, ¡puerta
abierta! ¡libertad completa! Y si los instintos del pasado renacen en
ella, bastará un puntapié para volverla al orden.


IV

El despacho de los ingenieros en los altos hornos de Sánchez Morueta,
ocupaba el segundo piso de un edificio de moderna construcción, con las
paredes exteriores ennegrecidas por el humo de las chimeneas que se
alzaban entre aquél y la ría.
Abajo, en las oficinas, estaban los hombres de la administración, con la
pluma tras la oreja, llevando las complicadas cuentas de las entradas de
mineral y de hulla, del acero elaborado, que se esparcía por toda España
en forma de rieles, lingotes y máquinas, y de los jornales de un
ejército de obreros ennegrecidos y tostados junto á los hornos. Arriba,
en lo más alto, estaban los _técnicos_, el cerebro que dirigía aquel
establecimiento industrial, grande y populoso como una ciudad.
Esta parte de la casa era la única que los trabajadores veían sin odio.
Los días de paga, muchos, al salir, miraban con ojos iracundos las
ventanas del primer piso, como si fuesen á asomar á ellas los
administradores que regateaban el precio de su faena, cercenándolo con
multas y descuentos por tardanzas ó descuidos en el trabajo. Si miraban
más arriba era con el respeto que á la gente sencilla inspira el
estudio.
Aquellos señores que pasaban el día inclinados ante los tableros de
dibujo, trazando modelos con una minuciosidad delicada ó alineando
números y letras para sus cálculos, eran mirados como seres superiores.
El rebaño obrero sentíase en contacto más íntimo con aquellos hombres
que se limitaban á dirigirles en su trabajo, que con los otros de la
administración que les entregaban el dinero.
Bajaban á ciertas horas del día á los talleres, para dar sus órdenes á
los contramaestres, y volvían á encerrarse en su estudio misterioso, sin
que los obreros oyeran de sus labios la menor repulsa. Su jefe era
Fernando Sanabre, el cual, mostrando una memoria prodigiosa, conocía á
todos los trabajadores, llamándolos por sus nombres. Cuando ellos veían
á don Fernando en los talleres, les parecía el trabajo menos pesado y
procuraban que su tarea fuese más rápida, como si el ingeniero hubiese
de percibir el producto de sus esfuerzos. Aquel joven parecía tener
alrededor de su persona el ambiente de simpatía y atracción de los
grandes caudillos, de los apóstoles que arrastran las masas. Había
nacido para pastor de hombres; inspiraba confianza y fe. Los que tenían
quejas que formular iban á él, aun sabiendo que su influencia no
alcanzaba á la administración, y después de escuchar sus consejos se
retiraban más tranquilos, como si hubieran conseguido algo.
La sencillez de su trato, la dulzura de sus palabras, aquella sonrisa
espontánea, reflejo de un carácter recto, transparente y sin dobleces,
cautivaban á unos hombres habituados á la voz imperiosa de los
contramaestres y á las respuestas altivas de los escribientes de la
dirección.
Vivía como un obrero en una casa del Desierto. Era pupilo de una vieja
cuyo marido había muerto trabajando en los altos hornos, y su hospedaje
servía para mantener á la viuda. En torno de él había fabricado el
afecto de los humildes una aureola de bondad.
Una gran parte de su sueldo la enviaba á su madre y sus hermanas, que
residían en la ciudad de Levante donde él había nacido. La pobre señora
había intentado vivir cerca de él, pero temía al clima de Bilbao. Muchos
obreros guardaban el recuerdo de una anciana con el pelo blanco peinado
en bandos, de anticuada distinción, que paseaba en los días serenos por
cerca de la ría, apoyada en sus dos hijas, quejándose de las lluvias
frecuentes de aquel país, de la atmósfera cargada de carbón y polvo de
hierro, pensando en el sol de Levante, en los campos siempre verdes, en
los naranjales caldeados por un viento ardoroso.
Los obreros, al hablar de don Fernando, ensalzaban el interés que
mostraba por ellos. Aquel señorito era de los suyos. Sin el menor
esfuerzo se llevaba la mano al bolsillo, para auxiliar á algún
trabajador que por enfermedades de la familia se veía en trance apurado.
El elogio que hacían de él era siempre el mismo: «No tiene nada suyo.»
Además, le querían, por verle siempre en guerra con los señores de la
administración, en defensa de la gente de los talleres. En las oficinas
trabajaban muchos amigos de Goicochea, que se aprovechaba, para
colocarlos, de su intimidad con el principal. Eran compañeros suyos de
las cofradías de Bilbao, piadosos señores que se preocupaban más de los
pensamientos de los obreros que de su trabajo, y valiéndose de ciertos
espionajes de taller, los tenían sometidos á continua vigilancia,
clasificándolos según sus creencias.
Un día el ingeniero había tenido un choque con la administración, al ver
despedido del trabajo, por fútiles pretextos, á un obrero antiguo. Todos
los compañeros recordaban que un mes antes su camarada había enterrado
civilmente, con gran escándalo de las devotas del pueblo, á un hijo
suyo, y acusaban á los _culebrones_ de la dirección de una ruin
venganza. Los más exaltados gritaban en son de amenaza. ¿Es que después
de matarse trabajando, iban á imponerles á cambio del jornal lo que
debían pensar? ¿Tendrían que ir con una vela en las procesiones, como
ciertos hipócritas que halagaban de este modo á los amos, para
procurarse trabajo? Sanabre tuvo una viva discusión en les oficinas y
acabó por presentarse á Sánchez Morueta. El millonario, abstraído en
sus negocios, ignoraba la vida interna de sus fábricas, y se indignó
contra aquellos empleados, que eran excelentes administradores, pero se
aprovechaban de las facultades que él les daba, para imponer sus
creencias. Él no quería á su sombra más que trabajo. El obrero volvió á
ocupar su sitio y toda la gente de los altos hornos agradeció al
ingeniero esta victoria.
Si Sánchez Morueta gozaba de algún afecto entre los miles de hombres que
le veían pasar como un fantasma por el edificio de la dirección, era un
reflejo del cariño que todos sentían por Sanabre. Aquella gente
adivinaba la simpatía que el amo profesaba al ingeniero. Mientras don
Fernando estuviese al lado del millonario, no había que temer que
entrase en los altos hornos el espíritu de purificación santurrona que
reinaba en otras fábricas. Él defendía los intereses de su principal,
procurando que el trabajo marchase bien; pero fuera de los talleres
todos quedaban en libertad. No ocurría lo que en las fábricas y las
minas de otros ricos de Bilbao, donde bastaba la lectura de ciertos
periódicos ó la asistencia á un mitin, para ser despedido con ridículos
pretextos. ¿Qué le pediría al amo aquel don Fernando tan bueno y
simpático que no se lo concediese?
Y así era: Sánchez Morueta sentía por Sanabre un afecto casi paternal.
Encontraba en él algo de aquel hijo, que en vano había esperado en los
primeros tiempos de su matrimonio. Hacía ocho años que se había
presentado una mañana en su escritorio con una carta de recomendación de
un amigo de Madrid. Acababa de terminar su carrera de ingeniero
industrial en Barcelona; era pobre y necesitaba vivir, mantener á su
madre y sus hermanas que subsistían de una mísera pensión del Estado. Su
padre había sido militar; todos los hombres de su familia eran hombres
de guerra: la espada pasaba de generación en generación, como
instrumento de trabajo, en aquella familia de levantinos. Pero á él no
le gustaba la profesión de soldado: se parecía á su madre. Y Sánchez
Morueta, examinando al muchacho, reconocía que efectivamente había en él
muy poco de aquella estirpe de guerreros. Era delicado, con las manos
finas, la piel lustrosa, de un moreno pálido, los ojos grandes y dulces,
tal vez en demasía para un hombre, y una dentadura igual y nítida, sin
esa agudeza saliente que revela el instinto de la presa. El bigote,
ensortijado con cierta arrogancia, era la única herencia física de sus
belicosos antecesores.
El millonario sintió simpatía por el joven desde el primer instante. Tal
vez era la fuerza del contraste entre su rudo cuerpo de luchador y la
delicadeza de aquel meridional que ocultaba sus energías, su viveza de
carácter, bajo un exterior suave de efebo bigotudo «Parece un tenor»--se
dijo el millonario al conocerle. Y desde entonces, encariñado con su
idea, no oía ópera alguna, sin encontrar en los ojos pintados de los
cantantes y en sus movimientos perezosos, algo que le recordaba á su
joven ingeniero.
Sanabre no tardó en apoderarse del afecto de su principal. Aquel hombre
de pocas palabras era comprendido inmediatamente por el joven. Muchas
veces, antes de hablar, salía al encuentro de su pensamiento, lo
adivinaba, cumpliendo las órdenes que el millonario aún no había
formulado. Además, el ingeniero tenía sus ideas propias, y las
comunicaba con una discreción tan suave, que el principal acababa por
creerlas suyas.
Cuando Sánchez Morueta le tomó bajo su protección acababa de fundar los
altos hornos. Sanabre entró en el despacho de los ingenieros como un
simple agregado, trabajando á las órdenes de un inglés, que había
construido los hornos y era un excelente director, hasta media tarde,
pues pasada esta hora, el _whisky_, bebido en abundancia durante el día,
le impulsaba á las mayores extravagancias. Cuando el inglés volvió á su
país, Sánchez Morueta miró con sonrisa paternal á su ingenierillo.
«Muchacho, ¿te atreverías tú con todo eso?... ¡Vaya si se atrevió! El
millonario reconocía que desde que Sanabre estaba al frente de los altos
hornos marchaba la explotación con más regularidad, siendo menos
frecuentes los conflictos entre la administración y el ejército obrero.
Era un excelente engrasador que, apenas notaba un entorpecimiento en la
complicada máquina, acudía á remediar la aspereza con su dulzura y sus
buenas palabras. A no ser por él, hubieran surgido varias veces en los
talleres la protesta y la huelga.
Los de la administración--por exceso de celo y por antipatía instintiva
hacia la masa jornalera, que vivía sin acordarse de la religión,
hablando á todas horas de sus derechos,--inventaban á cada paso nuevas
reglamentaciones para cercenar algunos céntimos de los jornales ó
aumentar el trabajo en unos cuantos minutos. Los protegidos de Goicochea
hablaban de la necesidad de «velar por los intereses de la casa», y al
mismo tiempo, de meter en un puño á aquella gentuza, cada vez más
exigente y respondona. Pero Sanabre estaba allí y servía de
intermediario y pacificador. ¿Qué le importaban á un potentado como
Sánchez Morueta algunas pesetas menos? Era indigno que por tan poca cosa
entrase en guerra con la miseria aquel hijo de la Fortuna.
El millonario aceptaba silenciosamente la opinión de su ingeniero, y
renacía la paz, mientras los _jesuitones de la Dirección_ (así los
designaban en los talleres), sonreían hipócritamente á Sanabre,
agradeciéndole las derrotas con felina amabilidad.
Muchos obreros habían notado cierta transformación en la persona y las
costumbres del ingeniero director. Vestía con más esmero, y los que
estaban habituados á verle en los talleres con boina y zapatos de suela
de cáñamo, sin preocuparse del polvo del carbón ni de las chispas del
acero, se inquietaban ahora cariñosamente por los trajes nuevos y los
sombreros flamantes adquiridos en Bilbao, que paseaba con su antiguo
descuido entre las fraguas chisporroteantes y las nubes negras de los
cargaderos. Sus cuellos altos, sus corbatas de vivos colores, llamaban
la atención de las mujeres que trabajaban en el carbón, pobres seres
enflaquecidos por el trabajo y la bebida, que siempre tenían algo que
pedir al ingeniero para remedio de su maternidad miserable.
--¡Chicas: nos lo han cambiado!--se decían;--ya no es don Fernando:
parece un señoritingo de los del Arenal. ¿Quién será la novia?...
Su instinto de mujeres adivinaba el amor tras la repentina
transformación.
Algunas noches le veían los obreros salir en un coche para Portugalete:
de allí pasaba por el puente colgante á Las Arenas. De alguna de estas
excursiones volvía con una flor en la solapa, conservándola varios días,
hasta que se secaba. Los trabajadores que tenían más confianza con él,
sonreían al sorprender las miradas involuntarias con que acariciaba este
adorno de la solapa, mientras pasaba revista á los talleres.
--¿Cuándo es la boda, don Fernando?--le preguntaban.
Y él contestaba con una sonrisa de enamorado, contento de la vida, como
si desease comunicar algo de su felicidad á cuantos le rodeaban. La
visión de un jardín, y de una mujer, marchaban ante él por los negros y
ruidosos talleres, embelleciéndolo todo como un rayo de sol.
Una tarde de verano, escribía Sanabre en su despacho, junto á una
ventana abierta que encuadraba un pedazo de la ría, con dos vapores, un
trozo de cielo azul cortado por varias chimeneas y el monte de la orilla
opuesta. Un ingeniero belga, joven de pelo rojo, mofletado como un niño,
y de bigote erizado, trabajaba cerca de él, y en la habitación inmediata
los delineantes dibujaban sobre los tableros, deteniéndose algunas veces
para pedir aclaraciones.
Sanabre parecía inquieto; miraba de vez en cuando á sus subordinados con
ojos de azoramiento, y al convencerse de que ninguno de ellos se fijaba
en él, volvía á escribir, no en los papeles de marca grande que usaba
para sus trabajos, sino en un pliego de cartas que el joven ingeniero
parecía acariciar con la pluma, trazando las letras con delicadeza de
artista.
Más de dos páginas había llenado, cuando alguien dió con el bastón
fuertes golpes en la puerta del despacho y una voz conmovió á todo el
personal, habituado á la calma casi monástica de aquella oficina.
--A ver, ¿dónde está ese ingenierete?...
Lo primero que vió Sanabre al levantar la cabeza fué el brillo de unos
lentes, y al reconocer al doctor Aresti, abandonó su sillón confuso é
indeciso, dudando entre salir al encuentro de aquél ú ocultar la carta.
Los empleados, que le conocían vagamente como pariente del principal,
volvieron á enfrascarse en su trabajo, mientras Sanabre, todavía
atolondrado por la inesperada visita, le ofrecía una silla junto á la
ventana.
El doctor explicaba su presencia allí. Había bajado de Gallarta, llamado
por la mujer de un antiguo contratista que ahora vivía en el Desierto.
Inconvenientes de la popularidad. Aquellas buenas señoras, aunque se
trasladasen á Bilbao ó fueran á vivir al otro extremo del mundo, no
querían otro médico que el doctor Aresti, obligándolo á ir de un lado á
otro como un comisionista de la salud. ¡Maldito carácter que no le
permitía negarse á nada! Y mientras venía la hora de coger el último
tren de las minas, se había dicho: «Vamos á echar un párrafo con el
ingenierito y de paso veré el gran feudo industrial de mi primo....»
Acariciando con amistosas palmadas á Sanabre, le decía con tono
malicioso:
--Desde el día del santo de Pepe que no te había visto. Cuántas cosas
han pasado desde entonces ¿eh?... Parece que todo va bien.
Aresti tuteaba al ingeniero, sin conseguir que éste le tratase con igual
confianza, pues el doctor le inspiraba cierto respeto, á pesar de su
carácter comunicativo. Los escudriñadores ojos de Aresti, habituados al
examen rápido de todo cuanto le rodeaba, iban rectos á aquella carta
que Sanabre pretendía ocultar.
--Eso no será ningún trabajo de ingeniería--dijo en voz baja y con
sonrisa burlona.--Me da en la nariz cierto tufillo de noviazgo.... ¡Vaya
un modo de velar por los intereses de mi primo, señor ingeniero! Y de
seguro que en esos cajones hay algo más que planos y estudios. Cartitas
de amor, con fina letra inglesa y alguna que otra falta de ortografía:
tal vez flores secas y amados cintajos. Muy bien, señor ingeniero. Eso
es _muy propio_ de la seriedad de una oficina como esta.
Y reía viendo la confusión de Fernando, el cual instintivamente volvía
la mirada hacia los cajones de un _secretaire_ inmediato, desconcertado
por la certeza con que el doctor lo adivinaba todo. Temió Sanabre que
sus subordinados oyeran alguna palabra del doctor: deseaba salir de allí
cuanto antes, y se puso de pie invitando á Aresti á seguirle. ¿De veras
que no había visto nunca los altos hornos? Pues aquella tarde era de las
mejores: había cuela de mineral. Y salió de la oficina seguido por el
doctor.
Abajo, en la inmensa llanura de las fundiciones, surcada por vías
férreas y cubierta de polvo de carbón, el médico detuvo á su guía, como
si le interesase más hablar con él, que contemplar la riqueza industrial
de su primo.
--Vamos á ver, Fernandito--dijo cogiéndolo por un botón de la
americana.--Ahora que estamos solos y no hay miedo de que nos oiga tu
gente: ¿cómo van esos amores?...
Sanabre se ruborizó, haciendo signos negativos con la cabeza; pero le
desconcertaba la mirada del doctor, fija en él con la tenacidad
insolente de los miopes.
--¡Pero ingeniero del demonio! No niegues. ¡Si lo sé todo!... Vaya por
descubierta, para que seas franco conmigo. La semana pasada me lo dijo
el _Capi_ cuando vino á cazar _chimbos_ á la montaña. Ya sabes que él es
hombre que calla y lo ve todo. Nada se le escapa de lo que ocurre en
casa de Pepe. Conque dime, ¿cuándo piensas ser mi sobrino?
Sanabre se entregó: con aquel hombre no valían disimulos. Además, el
doctor le había inspirado una gran confianza y sentía el anhelo de todo
enamorado por comunicar su felicidad. ¿A quién mejor que al bondadoso
Aresti, que además aparecía ante sus ojos engrandecido por su parentesco
con Pepita?... La reserva vergonzosa del ingeniero, se convirtió en una
verbosidad atropellada. Quería contar de un golpe toda la historia de
sus amores: se extrañaba de que Aresti no sintiera el mismo entusiasmo
que él y le escuchase con gesto irónico, que daba á su cara una
expresión de Mefistófeles bondadoso.
¡Ay, qué tarde aquélla, en la que Pepita, paseando por su jardín de Las
Arenas, y aprovechando una corta ausencia de su madre, le había
contestado afirmativamente! Era la única vez que Sanabre creía haber
estado ebrio: ebrio de sol, de azul celeste, de verde de los árboles, de
aquella luz opalina que derramaban sobre el suelo unos ojos bajos y como
avergonzados, al pronunciar el mágico monosílabo. Lo cierto era que al
anochecer salió del hotel de Las Arenas tambaleándose, y eso que durante
la comida no osó beber más que agua, por el respeto que le infundía
Sánchez Morueta. Junto al puente de Vizcaya había vaciado sus bolsillos,
derramando un puñado de pesetas entre la chiquillería que miraba con
cierto asombro á un señorito, con el sombrero echado atrás, andando á
grandes pasos, como un loco. En Portugalete, al tomar el tren, iba de un
lado á otro del vagón, con una nerviosidad que inspiraba cierta
inquietud á los viajeros, cantando entre dientes todos sus recuerdos
musicales que tenían algo de tierno y amoroso, todos los dúos en que el
tenor, con la mano sobre el pecho, jura eterna pasión á la tiple. ¡Qué
noche, doctor!... Después se había serenado; su felicidad adquirió
cierto sosiego, pero aun así, cada día le traía nuevas y profundas
emociones. Llegaba á Las Arenas y temblaba al entrar en casa de Sánchez
Morueta, como si éste fuese á presentarse iracundo é imponente,
señalándole con gesto mudo la puerta. Tenían que librarse de la
vigilancia de doña Cristina, para cambiar la carta que llevaba escrita
con la que le entregaba Pepita en un rincón del hotel, ó en una revuelta
del jardín: y gracias que contaban con el auxilio de Nicanora, la _aña_
de su novia, la ama seca que, después de criar á la niña, se había
quedado á su lado disputando su influencia, primero á la institutriz, y
ahora á las doncellas y demás servidumbre femenina de la casa.
Sanabre hablaba conmovido de la ansiedad con que aguardaba las cartas de
Pepita; cómo las leía y releía; cuántas veces en mitad de su visita á
los talleres, acometía su recuerdo la duda de una palabra, la sospecha
de que tal párrafo envolvía cierta frialdad, y volaba de nuevo á su
despacho, para deshacer el paquete amoroso, examinando atentamente la
letra amada, como un jeroglífico que ocultaba su felicidad. Él no había
creído nunca que pudiera amarse tan intensamente. Había conocido á
Pepita con la falda corta y el pelo suelto, cuando jugaba en el jardín,
bajo la mirada de acero de una inglesa huesuda, que al más leve descuido
gritaba como un loro arisco: «¡Miss!...» ¿Quién le hubiera dicho
entonces que se había de enamorar de aquella chiquilla? ¡Porque él
estaba loco por Pepita, realmente loco, querido doctor!
Y Aresti, sonreía con cierta compasión ante las cosas fútiles que
constituyen los grandes acontecimientos para los enamorados, ante las
inquietudes y tristezas en que les sumen una palabra, la falta de una
sonrisa, cualquier circunstancia que pasa inadvertida en la existencia
vulgar.
--Es esta tu primera novia, ¿verdad?--dijo Aresti.--Ya se conoce: todos
hemos pasado por eso. Es el sarampión de la juventud. Un signo de fuerza
y de vida. El que no lo sufre es que lleva el alma muerta. Sigue, hijo,
sigue.
La única tristeza de Sanabre era la consideración de la gran desigualdad
de fortuna entre él y su novia. ¿Qué diría su principal cuando se
enterase? Le creería un aventurero que intentaba apoderarse de su
inmensa riqueza. En aquella tierra donde se casaban las fortunas y era
para muchos la única carrera un buen matrimonio, ¿qué pensarían de un
ingeniero pobre que ponía los ojos nada menos que en la hija de Sánchez
Morueta?...
Fernando miraba al doctor como si quisiera adivinar su pensamiento. ¿No
creería él también que le guiaba el deseo de conquistar de un golpe la
riqueza? Esta duda le entristecía. Él amaba á Pepita... porque sí.
¿Quién sabe por qué se quiere?... Tal vez, porque en aquella vida de
Bilbao, huraña y de escaso trato social, en la que hombrea y mujeres
vivían separados, era Pepita la única joven con la que había tenido
algún trato, y el amor, que no piensa en diferencias sociales, ni conoce
otros obstáculos que los de la naturaleza, le había sorprendido,
inflamando sus treinta años, la edad de las grandes pasiones. ¡Ay! ¡Cómo
deseaba que ella fuese una pobre que al entregarse á él, le agradeciera
no sólo su amor sino su trabajo! ¡Qué! ¿no le creía el doctor?...
--Te creo, muchacho--dijo Aresti--Claro es que no te sabrá mal ser yerno
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