El intruso - 15

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Recordaba el entusiasmo con que había hablado á Aresti del pequeñín:
renacían en su memoria las palabras al describir su belleza delicada:
«un verdadero hijo del amor, tan hermoso que en nada se me parece.»
--No te burles, Luis, es una crueldad. Tú lo adivinaste, sin duda,
cuando te hablé de él. También esta ilusión ha desaparecido. No queda
nada... nada. Esa mujer no deja el menor rastro de su paso por mi vida.
Se lo ha llevado todo... todo.
Y recordaba, cómo por segunda vez sintió el instinto homicida al ver la
sonrisa burlona con que acogió ella el recuerdo del pequeñuelo. ¡Ah, la
cruel! ¡Con qué sencillez le había arrebatado la última ilusión,
diciéndole que no era hijo suyo, comparando su belleza delicada con la
de aquel tunante que llenaba su pensamiento! ¡Qué tirón tan doloroso en
su alma!... Esta vez, Judith, á pesar de su insolencia, había sentido
miedo ante el gesto desesperado de _su viejo_. Pero ¡ay! aquella mujer
de carácter doble é inexplicable era invencible. De sus crueldades,
hacía un mérito. Manteniendo en el millonario la ilusión de la
paternidad, podía seguir explotándolo. Así se lo había aconsejado su
amante. Pero ella era una buena muchacha y no quería mentir cuando
llegaba la hora de las explicaciones. Aun pretendía que su antiguo
protector le agradeciese la cruel confesión. No: el niño no era su hijo.
Y lo repetía satisfecha, como si de este modo afirmase más sus derechos
sobre el hombre amado, colocando el pequeñuelo como un compromiso eterno
entre ella y el _amante de corazón_.
Sánchez Morueta salió de aquella casa con el alma rendida por los
crueles descubrimientos. ¡Ni amor, ni hijo! Sólo la convicción del
fracaso; la tristeza de haber creído en una dicha que él mismo se
forjaba engañándose, y un profundo desgarrón en su dignidad, el arañazo
del ridículo en que había vivido durante varios años, que él creía los
mejores de su existencia.
Vagó todo el día por Biarritz como un sonámbulo. Por la noche, el deseo
amoroso fué más fuerte que su voluntad, y sin darse cuenta de á dónde se
dirigía, se vió de pronto llamando á la puerta de Judith.
Fué en vano. Ella temía, sin duda, la repetición de otra noche como la
anterior: sentía miedo, y tal vez cansancio de luchar con la pegajosidad
de un amor desesperado. Nadie le respondió. Judith había huido con su
amante y el pequeñuelo. Adiós, para siempre. La ilusión de varios años
desaparecería sin dejar rastro.
--Más vale así--dijo el doctor.
--Sí: mejor es que haya huido.
Sánchez Morueta se avergonzaba al pensar en su cobardía de la segunda
noche. Se tenía miedo á sí mismo. Adivinaba que, viendo de nuevo á
Judith, hubiese pasado por todo, se habría sometido á una situación
envilecedora, á cambio de conservar algo de la antigua ilusión, una
sombra de felicidad á la que agarrarse.
Se hizo un largo silencio. El millonario, después de terminado el
relato, se hundió en el sillón, anonadado, sin fuerzas, como si al echar
fuera de sí el peso doloroso de los recuerdos, cayese sobre él, de un
golpe, el cansancio de la noche anterior pasada en vela, el
desfallecimiento del hambre.
--Y ahora, ¿qué piensas hacer?--preguntó Aresti.
--¿Y tú me lo preguntas?--dijo con desaliento el millonario.--¡Qué sé
yo! No puedo pensar. Dímelo tú, que sabes más de la vida. Desde anoche
que no tengo otro deseo que verte: me faltaba el tiempo para llegar aquí
y llamarte. Tú eres lo único que me resta...
Y miraba al doctor con ojos suplicantes, mientras éste se encogía de
hombros, dudando de la eficacia de sus remedios para salvar á su primo.
--Me siento mal, Luis--dijo quejumbrosamente Sánchez Morueta.--Yo me
conozco. Este disgusto no quedará aquí: sentiré sus consecuencias más
adelante... ¿Qué voy á hacer? ¿Qué me aconsejas? ¡Por tu vida, dímelo!
Y suplicaba con acento desesperado, tendiendo sus manos, como un ciego
que no osase moverse é implorase un guía.
--¿Qué quieres que te aconseje?--dijo el médico.--Lo que yo te puedo
decir, te lo diría cualquiera. ¿Piensas buscar á esa mujer?...
El millonario hizo un gesto negativo. No, ¿para qué? Aquello había
terminado. No podía olvidarla; eso nunca: le dolía la decepción, pero el
mismo odio con que pensaba en ella, era un signo de que no tan
fácilmente iba á librarse de su recuerdo. Sufría en silencio, intentando
curarse: sería un hombre y, en los momentos de desaliento, el recuerdo
del ridículo en que había vivido bastaría para darle fuerza. Pero, ¡ay!
¡cómo le aterraba la soledad de aquella existencia que aún le quedaba
por delante! ¡Qué miedo le causaba la monotonía de una vida sin
ilusiones!
--Vaya, Pepe: no hay que ser niño--dijo el doctor con autoridad.--Ni
estás solo, ni te hallas tan falto de afectos. ¿No deseas mi consejo?
Pues ahí lo tienes. Vuelve los ojos á tu casa: procura unirte á tu
familia. Invéntate una felicidad para tu uso, como esa que te forjaste
al lado de una desconocida. Imagínate que tu mujer te adora, y aunque no
sea cierto, esa mentira resultará menos dolorosa que la otra, pues no
conocerás la infidelidad, ni los celos.
El millonario movió tristemente la cabeza. ¡La familia! ¡Su mujer!
También esta retirada era imposible por culpa de aquella mala hembra.
Entre él y Cristina se habían agrandado las distancias; no podía esperar
una reconciliación. Él, en su enardecimiento amoroso, no había negado
los hechos la tarde en que su esposa le sorprendió en su despacho. Y con
la falta de escrúpulos del dolor, relataba á Aresti su escena con
Cristina, la frialdad con que había acogido sus caricias, y después, la
explicación tempestuosa entre los dos: ella echándole en cara su
infidelidad: él aceptándola con altivez, como una consecuencia de la
separación moral en que vivían.
El doctor le escuchaba pensativo.
--¿Cristina fué en busca tuya?--preguntó con cierto asombro.--Pues
vuelve á ella y la encontrarás. No te asustes por lo ocurrido entre
vosotros. O te buscó porque en ella ha despertado un repentino afecto
por tí (y permite que te diga que esto es extraordinario) ó porque
alguien se lo ha mandado. De un modo ú otro, vuelve: ella te aceptará.
Sánchez Morueta le miraba con incertidumbre.
--Vuelve, hombre--continuó el doctor:--es la única solución que puedo
ofrecerte. Ya sé que esto no es gran cosa para tí, con esa necesidad de
amor que sientes cerca de la vejez; pero siempre será un remedio para
llenar ese vacío de tu vida que tanto te asusta. Si yo estuviera dentro
de tu piel encontraría otros medios para emplear mi actividad,
fabricándome ilusiones. ¡Ah, si yo tuviese tus riquezas y tu poder!...
El millonario adivinaba el pensamiento de su primo, acogiéndolo con un
gesto desdeñoso. ¡Dedicar su vida á los de abajo: ser una especie de
santo laico que empleara su fortuna, no en limosnas infecundas, sino en
emancipar moralmente á los parias del trabajo, proporcionándoles el pan
de la instrucción! ¡Fundar grandes escuelas, universidades, etc., como
aquellos ricachones de que hablaba el médico!... ¡Bah! ¿Y qué placer
podía proporcionarle esto?... Su egoísmo profundo de hombre de presa,
sin otros ideales que la vanidad y el goce de su persona, se reía del
doctor. En el mundo sólo tenía importancia lo que se relacionase con él.
¡A ver cómo no reventaban todas las gentes por cuya triste situación se
preocupaba su primo! Si él era infeliz con toda su fortuna, ¿por qué
habían de ser dichosas semejantes garrapatas?...
Otra vez volvió á hacerse un largo silencio entre los dos. Terminaba la
tarde; á lo lejos sonaba la sirena de un vapor. El buque en marcha hizo
acordarse á Aresti del ingeniero que esperaba afuera, en las oficinas,
más de una hora.
--Pepe... ese muchacho. Te advierto, para que no te coja de sorpresa,
que viene á despedirse de tí. Se marcha de Bilbao. Hemos venido hablando
de esto todo el camino. Ha tardado algunos días á decidirse, pero ahora
esperaba con impaciencia tu regreso, para manifestártelo.
--¡Se va!... ¿Y por qué?...
--¡Qué sé yo! Cosas de muchachos. Creerá que ya no puede vivir aquí. Tal
vez sufra como tú el mal de amores. En él no resulta extraño: es cosa
de la juventud.
Sánchez Morueta no preguntó más. Adivinaba en la sonrisa del doctor algo
que no quería conocer. Al mismo tiempo le causaba alegría la posibilidad
de que el joven sufriera como él. Era un consuelo egoísta y feroz ver
que á todos llegaba la desgracia, sin reparar en años ni en
gallardías... Por esto accedió al ruego de su primo, haciendo llamar al
ingeniero. ¡A ver, que pasase aquel compañero de desgracia!...
Fernando no quiso sentarse; tenía prisa por volver á los altos hornos
después del tiempo perdido; deseaba cumplir sus deberes hasta el último
momento.
Venía para manifestar su deseo de marcharse, de abandonar el puesto tan
pronto como el jefe le designase un sucesor. Y hablaba con la vista
baja, como si temiese que el millonario pudiera leerle su secreto en los
ojos.
Sánchez Morueta se deleitaba apreciando el trastorno de aquella cara
juvenil. ¡Oh! A este también le había mordido la mala bestia; llevaba la
señal en su palidez, en la tristeza de sus ojos.
De pronto, sintió por él la fraternidad dolorosa de los penados, unidos
eternamente por la misma cadena.
--¡Te vas, hijo mío!... ¿Es algún disgusto allá en la fundición?...
¿Acaso quieres ganar más?... Si es por dinero, habla.
El ingeniero contestó con gestos negativos. Ni disgusto ni ambición de
dinero. Era que se había cansado de vivir allí; sentía la nostalgia de
ver países nuevos: le arrastraba la movilidad de carácter de los de su
tierra. Iría á Asturias ó á Cataluña; tal vez se embarcase para América;
aún no se había buscado un nuevo puesto, pero acariciaba la ilusión de
llevar con él á su madre á un clima que fuese mejor. Por esto sólo se
marchaba.
El millonario, ante la sonrisa de Aresti y la indecisión de las palabras
del joven, se convenció de que éste mentía.
Sanabre siguió hablando. No olvidaba la bondad con que le había
distinguido su jefe: sentía alejarse de su lado, pero estaba resuelto á
la separación y tardaría en irse lo que tardase en encargarse de los
altos hornos otro ingeniero. Mientras tanto, allí estaría á sus órdenes.
--¡Te vas, hijo mío!--exclamó el millonario con repentino
enternecimiento.--Ya sabes que te he querido casi como un hijo. Allí
donde estés, si necesitas algo de mí, habla; si quieres volver, vuelve.
No nos despidamos ahora. Iré á verte: vendrás á...
El ingeniero, levantando la cabeza con repentina vivacidad, le
interrumpió. Cuando quisiera algo de él, mientras estuviese en la
fundición, podía darle sus órdenes por teléfono. Ya se verían, si
Sánchez Morueta visitaba los altos hornos; y si su principal no iba por
allá, pasaría él por el escritorio antes de marcharse. Sánchez Morueta
nada dijo ante un deseo tan claro de evitar toda visita al palacio de
Las Arenas.
--Adiós, hijo mío... Hasta la vista.
Y estrechó con efusión la mano del joven.
Al quedar solos Morueta y su primo, el millonario, trastornado por
tantas emociones, se dejó caer en el sillón.
--Todos se van, Luis. Ese muchacho era otro de mis afectos. Se hace el
vacío alrededor de mí... Y ahora, al volver á mi hogar, la frialdad de
la casa de huéspedes, la ausencia del cariño.
--No, Pepe--dijo al doctor.--Tengo la certeza de que ahora encontrarás
allí lo que en otro tiempo deseaste. Tu mujer de seguro que te espera.
--¿Y tú? ¿Me abandonarás también tú?...
--Yo nunca--dijo Aresti.--Pero de poco puedo servirte. Soy un hombre, y
lo que tú necesitas, no está á mi alcance el dártelo. La alegría de tu
vida sólo puedes encontrarla en tu casa... Ahora... lo que yo no sé aún
es á qué precio vas á pagarla.


VIII

El grande hombre estaba enfermo. Había transcurrido cerca de un mes sin
que Aresti fuese á verle, pues no quería despertar con su presencia los
recuerdos del millonario.
De vez en cuando, llegaban á él vagas noticias del estado de Sánchez
Morueta por los contratistas de las minas. Don José no iba al
escritorio; don José estaba enfermo en su palacio de Las Arenas. No era
caso de gravedad: inapetencia, cansancio. Quería abarcar demasiado y los
negocios minaban su salud.
--Es la crisis que él temía--pensó el médico.--Pero cuando no me llama
sus razones tendrá... Debe haber cambiado mucho aquella casa.
Y seguía en Gallarta, con el propósito de no visitar á su primo hasta
que éste le llamase.
Un día, en Bilbao, se encontró en el Arenal con el capitán Iriondo. El
marino se extrañaba de que Aresti no hubiese visitado á su primo.
--No es que yo crea que va á morir--dijo el capitán--pero muchacho, anda
muy malucho. No sé qué mala mosca le ha picado de algún tiempo á esta
parte. No come, está tristón, pasa el día sentado, dejándose cuidar por
su mujer y su hija como si fuese un niño. En fin, que no es ni sombra de
lo que fué. Y eso que aquella casa ha cambiado mucho. Doña Cristina
parece otra; nunca la he visto tan alegre.
Y describía á la esposa de su amigo hermoseada por una nueva juventud,
yendo por la casa con aire altivo, como si hasta entonces no se hubiera
considerado con verdadera autoridad para dirigirla; vistiendo con tanta
elegancia como su hija; olvidada ya de aquellos trajes obscuros que la
daban el aspecto de una beata.
Cuidaba y mimaba á su marido con gran cariño y él la seguía en sus idas
y venidas por las habitaciones, con unos ojazos que revelaban la ternura
del agradecimiento.
En fin, querido _planeta_--continuó el capitán--que parecen unos novios.
No sé qué diablos habrán andado en esto, pero los dos son otros,
completamente.
Aresti sonreía.
--¿Entonces--preguntó--la casa de mi primo será un nido de amor?
--Hombre, yo te diré--repuso el capitán con cierta vacilación.--Me gusta
que estén así, tan amartelados, pero no me place todo lo que allí veo.
Por ejemplo, tienes á todas horas metido en el hotel al fantasmón de
Urquiola, que se pavonea por los salones como si ya fuese el amo. Doña
Cristina no hace nada sin consultárselo. Además, ¿te acuerdas de
Nicanora, el _aña_? Pues la han enviado á su pueblo con todo lo
necesario para comprarse unos terruños y un par de vacas. Me han dicho
que la echó doña Cristina, después de una escena algo fuerte... Pepita
parece embobada ante Urquiola. Tal vez no le tenga gran voluntad, pero
la mamá los aproxima, y ya verás como esto acaba en boda. Ese cachorro
de Deusto tal vez sea mi jefe. ¡Cristo! ¡Y para esto me expuse á que me
rompieran la cabeza cuando al sitio!...
--Y Pepe ¿qué dice?...
--Pepe no tiene voluntad. Habla menos que nunca, y á todo lo que ordena
su mujer contesta que sí con la cabeza. Por dentro tal vez pensará otras
cosas, pero no se atreve á contradecir á su Cristina, á darla un
disgusto, metiendo en cintura á ese atrevidillo... Yo creo que debías ir
á verle.
--¿Yo?... No me ha llamado. Además, no me tienta ese cuadro de familia:
allí no hago yo falta.
--Sí, hombre, debes ir. Pepe desea verte: siempre que voy me pregunta
por tí. No te llama... ¿qué sé yo por qué? Tal vez por no contrariar á
su mujer. Puede que algunas veces haya tenido el llamamiento en la punta
de la lengua y no se atreva... Ya sabes que el _Capi_ es muy franco.
Allí no te quieren: te tienen miedo. Hasta creo que el oficioso Urquiola
ha metido en la casa á un médico de su cuerda. Pero el pobre Pepe piensa
en tí. Ve á verlo y le darás un alegrón. ¡Valiente cosa te importa la
mala cara que pueda hacerte tu parienta!...
Aresti pareció encabritarse oyendo esto. ¿Conque tenían á su primo en
una especie de secuestro manso, para que no le viera, y llamaban á otro
médico como si él hubiese muerto?... Pues allá se iba al instante.
Sentía curiosidad por ver de cerca la nueva dicha del millonario. Al
mismo tiempo le regocijaba pensar en el mal gesto que pondrían aquellas
gentes ante su presencia inesperada. ¡Caería en Las Arenas como una
bomba. ¡Je, je, je! Y riendo se despidió del capitán, para subir en el
tranvía.
Cuando á media tarde entró en el hotel de Sánchez Morueta, encontró en
un salón á su prima y su sobrina con el imprescindible Urquiola.
Antes de entrar, mientras le anunciaba una doncella, oyó un rumor de
voces, hablando con apresuramiento, y después un ruido de pasos y de
faldas en fuga.
--¡No quiero verle!--gritó una voz sofocada que el médico creyó
reconocer.
Al entrar en la habitación notó algo que denunciaba aquella fuga
misteriosa. El gesto con que le recibió su prima, le dió á entender lo
inoportuno de su llegada.
El doctor pensó que las que habían huido para evitarse su presencia eran
las de Lizamendi. Aquella voz que protestaba era, sin duda, la de su
mujer.
La entrevista fué glacial, sin que la esposa del millonario hiciese el
menor esfuerzo por disimular la antipatía que le inspiraba el médico.
Sus ojos azules le miraban con fijeza desdeñosa. ¿A qué se presentaba
allí? ¿Quién le había llamado? Doña Cristina se sentía ahora dueña
absoluta del suelo que pisaba. Ella á un lado con los suyos, y el médico
á otro. Era un extraño odioso: la sangre de nada valía cuando las almas
se separaban para siempre.
Pero el doctor despreció esta hostilidad. Hablaba como si no se diera
cuenta de la sonrisilla insolente del abogado de Deusto; del gesto
asombrado y medroso con que le contemplaba su sobrina como si fuese un
aparecido.
Aresti quiso ver á Morueta, y doña Cristina miró con inquietud á una
puerta inmediata, como temiendo que el doctor llegase á pasarla.
--No sé si podrás verle--dijo con los labios apretados.--Está delicado:
no gusta de recibir visitas.
--¡Bah! Los médicos entramos donde hay enfermos...
Y sin esperar el permiso de la señora, púsose de pie y se dirigió á la
puerta que comunicaba el salón con el despacho del millonario.
Al levantarse el tapiz, Sánchez Morueta dió un grito de alegría,
reconociendo á su primo.
--¡Luis! ¡Luisito!...
Y le tendió las manos sin abandonar el sillón. Aresti le abrazó.
Realmente, el grande hombre no gozaba de buena salud. Había adelgazado
mucho, su barba era casi blanca, los ojos los tenía hundidos, y en su
rostro enjuto se marcaban los pómulos con agudas aristas, pareciendo la
nariz más grande y pesada.
Estaba leyendo un pequeño libro, y pasado el primer momento de expansión
se apresuró á ocultarlo en uno de sus bolsillos, como si temiese que
Aresti leyera la cubierta del volumen.
Doña Cristina siguió al médico, quedando de pie cerca de los dos
hombres, con ceño imponente, vigilando sus expansiones fraternales.
Aresti se hacía explicar todos los síntomas de la enfermedad. Conocía
aquello: no era más que un trastorno moral que se reflejaba en el
organismo. Calma y dulzura era lo que necesitaba.
--¡Un trastorno moral! Eso es--dijo la señora con voz áspera.--Siempre
que hablases con tanta verdad. Pepe vivía demasiado... agitado. Por
fortuna, está en buenas manos y curará. La calma y la dulzura ya sabe él
cómo se adquieren.
Y á continuación, para cortar la entrevista, recordó á su marido la
conveniencia de hablar poco, de no cansarse, de estar solo.
--¡Pero, si es Luis!--dijo el gigantón sin atreverse á mirar á su
esposa.--¡Si con este tengo el mayor gusto en hablar! ¡Si deseaba mucho
que viniese!... Ya ves, es el último que queda de mi familia. Somos como
hermanos.
Y su acento humilde parecía excusarse de este cariño, pedir perdón á la
esposa por un afecto superior á su voluntad. Se notaba en él la
abdicación del marido que vuelve hacia su mujer con el peso de una falta
y teme á cada momento que le recuerde su pasado.
Apareció Pepita en la puerta haciendo señas misteriosas á su madre y
ésta la siguió fuera del despacho. Indudablemente, se marchaban las de
Lizamendi, aprovechando la ausencia de Aresti y querían despedirse de
las señoras.
Al quedar solos los dos hombres, el medicó se aproximo á su primo. Les
dejarían solos muy poco tiempo y deseaba enterarse de la verdadera
situación del millonario. ¿Cómo vivía en su casa? ¿Era feliz?...
Sánchez Morueta sólo supo hablar de su mujer.
--Es un ángel... un verdadero ángel. Debías ver cómo me cuida, de qué
cariño me rodea. Conserva su geniecillo dominador; pero no es más que
deseo de aislarme, de tenerme siempre cerca de sus faldas. Soy otro
hombre, Luis. Esta tranquilidad no tiene precio. Estoy como el que
descansa después de una marcha forzada; no me atrevo á moverme.
Pero, á pesar de su dicha, mostraba gran timidez, como si adivinase la
fragilidad de aquella paz que le envolvía, y temiese romperla con el más
leve movimiento.
--¿Y _aquello_?--preguntó misteriosamente el doctor.--¿Se olvidó ya por
completo?...
El hombrón palideció como si despertase junto á un peligro é hizo un
movimiento con sus manazas pretendiendo apartar en el espacio las
palabras de su primo. No debía recordarle _aquello_: le causaba
vergüenza y repugnancia.
Ya no pudieron hablar más. Entró doña Cristina, pero esta vez seguida de
su hija y Urquiola. Después de despedir á las amigas, se trasladaban al
despacho para sentarse en torno de Sánchez Morueta, interponiéndose
entre él y el doctor, como si quisieran evitar todo contacto entre ambos
primos.
Debía ser esta irrupción obra de doña Cristina, dispuesta á hacer
comprender rudamente al médico su deseo de cerrarle para siempre las
puertas de la casa. Aresti veía los ojos de los tres, fijos en él, como
si le dijeran: «¿Qué haces aquí? Vete: tú no eres de los nuestros.»
El millonario acogía con una sonrisa la solicitud con que se aproximaban
á él, y le rodeaban como si temieran que escapase. Miraba á su primo con
satisfacción. ¡Cómo le querían! ¿eh? ¡Cómo sentían la necesidad de no
dejarlo solo, resarciéndole de la antigua frialdad! ¡Oh, la familia!...
Hasta á Urquiola alcanzaba su gratitud. No podía permanecer indiferente
con aquel muchachón que le llamaba tío á boca llena, extendiendo á él su
lejano parentesco con la señora. Además le protegía en sus deseos de
enfermo. Cuando doña Cristina, atendiendo las indicaciones del médico,
le ocultaba los cigarros, Urquiola buscábalos, y, echando á broma la
prohibición, obsequiaba al tío.
Aresti sonreía ante la solicitud de acólito respetuoso con que mimaba á
Sánchez Morueta, adivinando sus antojos de enfermo; la rapidez con que
le ofrecía una cerilla, apenas se apagaba entre sus débiles dedos el
cigarro con que le había alegrado poco antes.
Doña Cristina miraba al joven, que parecía indeciso, no sabiendo cómo
iniciar la realización de algo que había prometido. Al fijarse Urquiola
en el libro que asomaba á un bolsillo del millonario, habló del mérito
de la obra.
--¿Le gusta á usted, tío? ¿Verdad que es muy _profunda_? Pues el segundo
tomo todavía es mejor.
Y antes de que el tío pudiera contestar, Urquiola se dirigió á Aresti,
como si sólo por él hubiese hablado del libro. Era una de las obras más
notables que se habían publicado en el siglo: las «_Respuestas á las
objeciones más comunes contra la religión_» del Padre Segundo Franco, un
jesuíta italiano, de inmenso talento. En este libro se echaban por
tierra todas las mentiras de los enemigos del catolicismo; su falsa
ciencia, que no es más que soberbia, sus embustes contra la Inquisición
y contra todos los grandes hechos de la Fe, que se presentan como
crímenes. Al que lo leía no le quedaba otro remedio que convertirse.
Todo lo de la Iglesia quedaba justificado claramente en sus páginas,
con esa fuerza de razonamiento que sólo poseen los Padres de la
Compañía. El que aún estaba en el error era porque no conocía el libro.
--Usted debía leerlo, doctor--dijo con impertinencia el abogado de
Deusto.
Aresti conocía la obra. Recordaba haber hojeado, cuando vivía en casa de
las de Lizamendi, aquel solemne monumento de la estolidez, en el que se
probaban los mayores absurdos con argumentos al alcance de cualquier
vieja devota. El importuno consejo de Urquiola le irritó:
--Joven--dijo con gravedad desdeñosa,--hace muchos años que leo lo que
mejor me parece, sin necesidad de consejero.
Sánchez Morueta bajaba la cabeza para no encontrar la mirada de su
primo, como si le avergonzase el descubrimiento del libro.
Pasaron en silencio un largo rato. Doña Cristina y su sobrino seguían
mirándose. Parecían dispuestos á hostilizar al doctor, á exasperarle,
buscando un rompimiento para que no volviese más a la casa. La señora
animaba al joven con sus ojos para que entablase una discusión con el
médico.
Urquiola habló de la gran peregrinación á la Virgen de Begoña, que
preparaban todas las personas decentes de Bilbao para el mes de
Septiembre. Mucho había costado de organizar, pero sería una fiesta tan
hermosa como la de la Coronación; un alarde de la Vizcaya religiosa y
honrada que quería ser libre y volver á sus antiguos tiempos de
grandeza.
Aresti se había impuesto la prudencia, adivinando las intenciones de sus
enemigos; pero sentía agitarse su carácter batallador y rebelde ante el
abogado, cuyas palabras le irritaban.
--¿Y qué tiempos fueron esos?--preguntó irónicamente.
Urquiola, dichoso por poder mostrar ante Pepita y su madre aquella
oratoria ruidosa que tantos éxitos le había valido en los ejercicios
literarios de Deusto, acometió impetuosamente. ¡Parecía imposible que un
vizcaíno hiciese tal pregunta! ¿Qué tiempos habían de ser? Los del
Señorío; cuando Vizcaya era independiente y estaba gobernada por los
_Jaunes_ prudentes y valerosos; cuando la mala peste del _maketismo_ no
había aún invadido la santa tierra del árbol de Guernica; cuando los
vascos en Padura, en Gordexola y en Otxandino hacían morder el polvo á
los españoles, del mismo modo que siglos después, en nuestra época, sus
descendientes habían derrotado á los _guiris_ y los _ches_ de pantalones
rojos que enviaba España para acabar con los últimos restos de sus
libertades.
Aresti sonrió con desprecio. ¡Ya habían salido Padura y las otras dos
batallas contra los castellanos! Dichoso país aquel, tan falto de
historia que tenía que inventarla, dando la importancia de glorias
nacionales á tres miserables combates de horda, allá en los tiempos de
Mari-Castaña; tres contiendas á peñazos, golpes de cachiporra y de
hacha, un poco mayores nada más que cualquier riña de romería.
--No: Vizcaya no tiene apenas historia--continuó el doctor,--y por esto
posee la energía de los pueblos jóvenes. Su grandeza empieza ahora; sólo
que los enemigos de lo moderno no lo ven. Su gloria es reciente y está
en la ría, en el puerto, en las ruinas y las fábricas, en los buques que
pasean por todos los mares la bandera de su matrícula, en el esfuerzo
colosal de dos generaciones que han trastornado la naturaleza para
explotarla. Los vizcaínos que en otros tiempos iban en sus barquitos á
la pesca de la ballena, valen más, para mí, que todos esos héroes
cabelludos y zafios que en Padura gritaban _¡sabelian, sabelian sarrtu!_
avisándose que debían herir con sus chuzos á los españoles en el
vientre. Este es un país que no ha dado en los tiempos pasados más que
obispos y marinos. Ahora despuntan los únicos hombres notables que puede
producir esta raza con sus especiales condiciones. ¿Ve usted ahí á mi
primo que no sueña con la gloria histórica, ni se preocupa de lo que
pensarán de él en el porvenir? Pues es el verdadero héroe, el paladín
moderno. Ha hecho él más por la gloria de Vizcaya con sus empresas
industriales, que todos aquellos _Jaunes_, sucios, barbudos y llenos de
costras.
Urquiola calló, desconcertado ante este elogio á su querido tío,
temiendo que el millonario tomase la menor respuesta como un atentado á
la gloria de su nombre. Pero doña Cristina vino en su auxilio para que
la discusión no quedase ahogada.
--No te esfuerces, Fermín. Al doctor le importan poco las santas
tradiciones de Vizcaya. Lo que á él le molesta es ver á todo un pueblo
rendir homenaje á nuestra santa Patrona, en la que él no cree.
Aresti se encogió de hombros. No le molestaba ninguna de aquellas
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