El intruso - 21
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las aguas se mostraba la impiedad de la villa!...
Frente á un grupo peroraba un hombre de aspecto miserable, con
movimientos desordenados, como si fuese un loco. Aresti reconoció al
_Barbas_.
--Lo de hoy no vale nada--gritaba.--No me parece mal que les metan mano
á los que por tanto tiempo han tenido engañada á la gente, pero después
de esto hay que ajustar la cuenta á los que la roban. Hoy ha sido la
batalla de los santirulicos: mañana será la del pan. Ya bajarán del
monte los que han producido con su trabajo las riquezas de todos los
ladrones de aquí: ya reclamarán su parte. Y nada de peticiones ordenadas
ni de aumentos de jornal, ni de limosnas. ¡Fuera los cataplasmeros! A
cada cual lo que le corresponde, y al que se oponga, ¡dinamita... roño!
¡dinamita!
Aresti se alejó para que no le viese aquel energúmeno, que parecía
enardecido por la sangre de la reciente lucha.
Sus palabras evocaban en el pensamiento del médico las minas, con su
población miserable, roída por las necesidades materiales y la
desesperación de los que sienten sed de justicia. Desde aquellos
picachos rojos, transformados y revueltos por el pico del peón y el
trueno del barrenador, un nuevo peligro espiaba á la villa opulenta y
feliz. Después del choque provocado por el fanatismo dominador, vendría
la huelga de los infelices, la reclamación imperiosa de la miseria.
Un ejército enemigo se ocultaba tras aquellas montañas que cerraban el
horizonte: una horda hambrienta que algún día caería sobre la población
como en otros tiempos las gavillas del absolutismo. Bilbao estaba
amenazada de un tercer sitio; pero en el de ahora no se detendrían los
enemigos ante las defensas exteriores; se esparcirían por las calles y
bloquearían á la riqueza en sus magníficas viviendas. La guerra en
nombre del pasado se repetiría en defensa del porvenir; los nuevos
sitiadores llevarían la miseria como bandera, y como grito de combate el
derecho á la vida.
Aresti pensaba en la posibilidad de que desapareciese aquella riqueza
origen de tantos males. ¿Para qué servían los tesoros de las minas? Se
había embellecido exteriormente la población, tomando el aspecto de una
capital: la grandeza de la industria moderna tronaba en la ría por las
chimeneas de fábricas y buques; pero la vida era más triste que antes.
Con la riqueza habían llegado los hombres negros, que se hacían los amos
de todo, que se apoderaban de las conciencias, acabando por poner sus
manos en los bienes materiales.
Si la riqueza de la villa se agotara de pronto, aquellas aves de
tristeza levantarían el vuelo hacia otros países. El suelo sería más
pobre, pero renacería en él como planta de consuelo la alegría de la
vida.
La antigua Bilbao de los comerciantes y los marinos, que aún no conocía
el valor del hierro, era más feliz, con la paz de un trabajo lento y
ordenado y la llaneza fraternal de sus costumbres, que la villa moderna,
con sus improvisadas fortunas, sus ostentaciones locas y aquella riqueza
disparatada y rápida que apenas si dejaba en el país rastros
beneficiosos de su paso, perdiéndose en las obscuras tragaderas del
intruso negro, aparecido en la hora suprema de la fortuna para sentarse
al lado de los favoritos de la suerte, ofreciéndoles el cielo á cambio
de una participación en el botín.
El saqueo de la Naturaleza, la amputación de sus entrañas de hierro,
había servido únicamente para la felicidad de unos cuantos y para qué el
parásito sagrado que se ocultaba tras ellos fuese el verdadero amo de
todo. ¡Debía terminar aquel carnaval de la Fortuna, que sólo servía para
dar nuevas fuerzas al fanatismo religioso y para irritar á la miseria,
con el alarde de una concentración loca de la riqueza, que avivaba los
odios sociales!...
Las minas se empobrecían. Los optimistas las daban vida para veinte
años: los más crédulos llegaban hasta treinta. Pero después vendría el
agotamiento, la nada; la montaña pelada, con su esqueleto calcáreo al
descubierto, sin guardar el más leve harapo del manto que la había
cubierto durante siglos, más rico que el de muchos dominadores de la
tierra. Algunas minas quedaban abandonadas como los caballos moribundos,
á los que se olvida cuando ya no pueden dar utilidad. En otras, se
aprovechaba la escoria de las viejas explotaciones, para extraer el
hierro que habían respetado los métodos antiguos. En Gallarta se
derribaban casas enteras, construidas algunos años antes, para
aprovechar el mineral de su paredes. Se vivía de los residuos de la
época de prosperidad, como en las casas donde asoma la escasez y se
aprovechan para un nuevo yantar las sobras de la comida anterior. Tras
esto, era de esperar la completa carencia de mineral. Serían inútiles
todas las extratagemas de aprovechamiento; sólo encontrarían la tierra
pobre y estéril, sin la menor partícula de hierro, y entonces vendría el
¡sálvese quien pueda!, el momento terrible de la vuelta á la pobreza, la
fuga desordenada y arrolladora de la muchedumbre que engañaba su hambre
trabajando en la cantera, dejando entre sus pedruscos lo mejor de su
vida: el aislamiento de los poderosos, encerrándose en el arca de su
riqueza, para flotar sobre este Diluvio final.
La Fortuna habría pasado un momento por aquella tierra, como por otros
países, sin dejar más que ligeras huellas. Bilbao ofrecería el aspecto
de las ciudades históricas de Italia, que fueron grandes, llenando el
mundo con el poderío de su comercio, y hoy son melancólicos cementerios
de un pasado glorioso. Quedarían en pie los palacios del ensanche, la
ría prodigiosa con su puerto, que parece esperar las escuadras de todo
el mundo: pero los palacios estarían desiertos, el abra, con sus
contados barcos, tendría la triste grandeza de una jaula inmensa sin
pájaros, y las fundiciones, los altos hornos, los cargaderos, serían
ruinas, con sus chimeneas rotas, como esas columnas solitarias que hacen
aún más trágica la soledad de las metrópolis muertas.
Ebrios por el vino enloquecedor de la suerte, los dueños de tanta
riqueza, no habían querido crear industrias nuevas, que fuesen libres de
la servidumbre de la mina. Las luchas industriales con sus
complicaciones y riesgos, no les tentaban, acostumbrados á las fáciles y
seguras ganancias de un país donde sólo hay que arrancar los pedruscos
del suelo para enriquecerse. La vida de la villa, el movimiento de su
puerto, la existencia de sus fábricas, todo estaba sometido á la tierra
roja arrancada de la montaña. El hierro era la sangre de Bilbao, el aire
de sus pulmones, y al faltar de repente, caería la villa ostentosa con
repentina muerte, desaparecería, como el decorado de una comedia de
magia, aquella riqueza creada de la noche á la mañana, que era para la
masa infeliz una opulencia insultante.
Tal vez algún día los pasos de los raros transeuntes despertasen el
mismo eco fúnebre en las calles de la nueva Bilbao, que los del viajero
al vagar entre los muertos palacios de Pisa. Podía ser que el mar
enemigo cegase la ría con una barra de arena, y que sólo de tarde en
tarde remontase su corriente algún barco mercante.
Aresti acariciaba esta perspectiva desoladora. Su Bilbao volvería á ser
la villa comercial, la de las famosas ordenanzas, con una vida mediocre
y pacífica, sin enormes capitales, pero limpia la conciencia del
remordimiento cruel que pesaba sobre ella, cuando desfilaba por sus
calles el ejército de la miseria, los parias del trabajo en huelga, los
que llegaban á exhibir como una acusación muda sus harapos y su cara de
hambre ante los palacios de los ricos.
Y al ausentarse la Fortuna loca, marcharían tras sus pasos aquellos
hombres negros que la seguían como merodeadores, que sólo se mostraban
hablando del cielo allí donde se amontonaban los beneficios de la
tierra. No vacilarían en abandonar una tierra exhausta, olvidándola
como tenían olvidados á los países pobres, donde nunca se mostraban,
como si en ellos no existiesen hijos de su Dios.
Aresti, al pensar que la ruina de su país sería la señal para que los
invasores levantasen sus tiendas, deseaba que aquella llegase cuanto
antes: sonreía pensando en el agotamiento de las minas como en una
catástrofe providencial y salvadora.
Llevaba más de dos horas paseando por la orilla de la ría. Comenzaba el
agonizar de la tarde. A lo lejos, por la parte del mar, el sol
ocultábase tras la cumbre del Serantes. Un grupo de muchachos seguía la
lenta flotación del último santo, arrojándole piedras para que no se
detuviera en las revueltas de la corriente.
Después de las agitaciones de la tarde, la calma majestuosa del
crepúsculo de verano, parecía envolver suavemente el espíritu de Aresti,
elevando su pensamiento. Ya no se acordaba de su villa, de aquel pedazo
de tierra donde había de morir. Era un ataúd, en el que dormitaba,
rodeado de seres egoístas que se defendían del vecino ó intentaban
aplastarle, siempre en continua guerra, como si todos se creyesen
inmortales y temblaran por su sustento durante una vida sin límites.
Ahora pensaba en la humanidad; en el largo y doloroso camino que aún
tenía por delante; en la obscura selva por donde marchaba, encadenados
sus pies con los hierros del pasado, tendiendo las manos doloridas
hacia el ideal, hacia la justicia, que brillaba lejos, muy lejos, como
una estrella perdida en la noche.
El sol se había ya ocultado. Sobre las aguas ligeramente enrojecidas por
el resplandor sangriento del cielo, flotaba la imagen del último santo.
Aresti pensaba en el ocaso de los dioses, en el último crepúsculo de las
religiones. ¡Ay, si la noche que llegaba fuese eterna para los viejos
ídolos; si al salir de nuevo el sol viese la tierra limpia de todas las
leyendas creadas por la debilidad humana, balbuciente y temblorosa ante
el negro secreto de la muerte!
El doctor contemplaba la fuga del ídolo sobre las aguas, y, como atraído
por él, lo seguía á lo largo de la ribera.
Soñaba en el día glorioso de la humana redención: cuando desapareciesen
los dioses y diosecillos de afeminada sonrisa que hablan mantenido á los
hombres durante siglos en la esclavitud, cantándoles la canción de la
humildad y la repugnancia á la vida, arrullándolos en su eterna niñez,
con la apología de la resignación cobarde ante las injusticias
terrenales, como medio seguro de ganar el cielo...
No: aquellos ídolos habían engañado á la humanidad demasiado tiempo y
debían morir. Sus días aún serían largos, pero estaban contados. Los
hombres comenzaban á maldecirlos, tendiendo hacia ellos las manos
hostiles con la sublime rebeldía del sacrilegio. Eran los alcahuetes de
la injusticia. Bajarían de sus altares como habían descendido los dioses
del paganismo cuando les llegó su hora, siendo más hermosos que ellos.
Quedarían en los museos entre las divinidades del pasado, sin lograr
siquiera, en su fealdad, la admiración que inspira la armoniosa
desnudez: se confundirían con los fetiches grotescos de los pueblos
primitivos, y la humanidad, incapaz ya de envolver en formas groseras
sus aspiraciones y anhelos, adoraría en el infinito de su idealismo las
dos únicas divinidades de la nueva religión: la Ciencia y la Justicia
Social.
FIN
Playa de la Malvarrosa (Valencia).
Abril-Junio de 1904.
Frente á un grupo peroraba un hombre de aspecto miserable, con
movimientos desordenados, como si fuese un loco. Aresti reconoció al
_Barbas_.
--Lo de hoy no vale nada--gritaba.--No me parece mal que les metan mano
á los que por tanto tiempo han tenido engañada á la gente, pero después
de esto hay que ajustar la cuenta á los que la roban. Hoy ha sido la
batalla de los santirulicos: mañana será la del pan. Ya bajarán del
monte los que han producido con su trabajo las riquezas de todos los
ladrones de aquí: ya reclamarán su parte. Y nada de peticiones ordenadas
ni de aumentos de jornal, ni de limosnas. ¡Fuera los cataplasmeros! A
cada cual lo que le corresponde, y al que se oponga, ¡dinamita... roño!
¡dinamita!
Aresti se alejó para que no le viese aquel energúmeno, que parecía
enardecido por la sangre de la reciente lucha.
Sus palabras evocaban en el pensamiento del médico las minas, con su
población miserable, roída por las necesidades materiales y la
desesperación de los que sienten sed de justicia. Desde aquellos
picachos rojos, transformados y revueltos por el pico del peón y el
trueno del barrenador, un nuevo peligro espiaba á la villa opulenta y
feliz. Después del choque provocado por el fanatismo dominador, vendría
la huelga de los infelices, la reclamación imperiosa de la miseria.
Un ejército enemigo se ocultaba tras aquellas montañas que cerraban el
horizonte: una horda hambrienta que algún día caería sobre la población
como en otros tiempos las gavillas del absolutismo. Bilbao estaba
amenazada de un tercer sitio; pero en el de ahora no se detendrían los
enemigos ante las defensas exteriores; se esparcirían por las calles y
bloquearían á la riqueza en sus magníficas viviendas. La guerra en
nombre del pasado se repetiría en defensa del porvenir; los nuevos
sitiadores llevarían la miseria como bandera, y como grito de combate el
derecho á la vida.
Aresti pensaba en la posibilidad de que desapareciese aquella riqueza
origen de tantos males. ¿Para qué servían los tesoros de las minas? Se
había embellecido exteriormente la población, tomando el aspecto de una
capital: la grandeza de la industria moderna tronaba en la ría por las
chimeneas de fábricas y buques; pero la vida era más triste que antes.
Con la riqueza habían llegado los hombres negros, que se hacían los amos
de todo, que se apoderaban de las conciencias, acabando por poner sus
manos en los bienes materiales.
Si la riqueza de la villa se agotara de pronto, aquellas aves de
tristeza levantarían el vuelo hacia otros países. El suelo sería más
pobre, pero renacería en él como planta de consuelo la alegría de la
vida.
La antigua Bilbao de los comerciantes y los marinos, que aún no conocía
el valor del hierro, era más feliz, con la paz de un trabajo lento y
ordenado y la llaneza fraternal de sus costumbres, que la villa moderna,
con sus improvisadas fortunas, sus ostentaciones locas y aquella riqueza
disparatada y rápida que apenas si dejaba en el país rastros
beneficiosos de su paso, perdiéndose en las obscuras tragaderas del
intruso negro, aparecido en la hora suprema de la fortuna para sentarse
al lado de los favoritos de la suerte, ofreciéndoles el cielo á cambio
de una participación en el botín.
El saqueo de la Naturaleza, la amputación de sus entrañas de hierro,
había servido únicamente para la felicidad de unos cuantos y para qué el
parásito sagrado que se ocultaba tras ellos fuese el verdadero amo de
todo. ¡Debía terminar aquel carnaval de la Fortuna, que sólo servía para
dar nuevas fuerzas al fanatismo religioso y para irritar á la miseria,
con el alarde de una concentración loca de la riqueza, que avivaba los
odios sociales!...
Las minas se empobrecían. Los optimistas las daban vida para veinte
años: los más crédulos llegaban hasta treinta. Pero después vendría el
agotamiento, la nada; la montaña pelada, con su esqueleto calcáreo al
descubierto, sin guardar el más leve harapo del manto que la había
cubierto durante siglos, más rico que el de muchos dominadores de la
tierra. Algunas minas quedaban abandonadas como los caballos moribundos,
á los que se olvida cuando ya no pueden dar utilidad. En otras, se
aprovechaba la escoria de las viejas explotaciones, para extraer el
hierro que habían respetado los métodos antiguos. En Gallarta se
derribaban casas enteras, construidas algunos años antes, para
aprovechar el mineral de su paredes. Se vivía de los residuos de la
época de prosperidad, como en las casas donde asoma la escasez y se
aprovechan para un nuevo yantar las sobras de la comida anterior. Tras
esto, era de esperar la completa carencia de mineral. Serían inútiles
todas las extratagemas de aprovechamiento; sólo encontrarían la tierra
pobre y estéril, sin la menor partícula de hierro, y entonces vendría el
¡sálvese quien pueda!, el momento terrible de la vuelta á la pobreza, la
fuga desordenada y arrolladora de la muchedumbre que engañaba su hambre
trabajando en la cantera, dejando entre sus pedruscos lo mejor de su
vida: el aislamiento de los poderosos, encerrándose en el arca de su
riqueza, para flotar sobre este Diluvio final.
La Fortuna habría pasado un momento por aquella tierra, como por otros
países, sin dejar más que ligeras huellas. Bilbao ofrecería el aspecto
de las ciudades históricas de Italia, que fueron grandes, llenando el
mundo con el poderío de su comercio, y hoy son melancólicos cementerios
de un pasado glorioso. Quedarían en pie los palacios del ensanche, la
ría prodigiosa con su puerto, que parece esperar las escuadras de todo
el mundo: pero los palacios estarían desiertos, el abra, con sus
contados barcos, tendría la triste grandeza de una jaula inmensa sin
pájaros, y las fundiciones, los altos hornos, los cargaderos, serían
ruinas, con sus chimeneas rotas, como esas columnas solitarias que hacen
aún más trágica la soledad de las metrópolis muertas.
Ebrios por el vino enloquecedor de la suerte, los dueños de tanta
riqueza, no habían querido crear industrias nuevas, que fuesen libres de
la servidumbre de la mina. Las luchas industriales con sus
complicaciones y riesgos, no les tentaban, acostumbrados á las fáciles y
seguras ganancias de un país donde sólo hay que arrancar los pedruscos
del suelo para enriquecerse. La vida de la villa, el movimiento de su
puerto, la existencia de sus fábricas, todo estaba sometido á la tierra
roja arrancada de la montaña. El hierro era la sangre de Bilbao, el aire
de sus pulmones, y al faltar de repente, caería la villa ostentosa con
repentina muerte, desaparecería, como el decorado de una comedia de
magia, aquella riqueza creada de la noche á la mañana, que era para la
masa infeliz una opulencia insultante.
Tal vez algún día los pasos de los raros transeuntes despertasen el
mismo eco fúnebre en las calles de la nueva Bilbao, que los del viajero
al vagar entre los muertos palacios de Pisa. Podía ser que el mar
enemigo cegase la ría con una barra de arena, y que sólo de tarde en
tarde remontase su corriente algún barco mercante.
Aresti acariciaba esta perspectiva desoladora. Su Bilbao volvería á ser
la villa comercial, la de las famosas ordenanzas, con una vida mediocre
y pacífica, sin enormes capitales, pero limpia la conciencia del
remordimiento cruel que pesaba sobre ella, cuando desfilaba por sus
calles el ejército de la miseria, los parias del trabajo en huelga, los
que llegaban á exhibir como una acusación muda sus harapos y su cara de
hambre ante los palacios de los ricos.
Y al ausentarse la Fortuna loca, marcharían tras sus pasos aquellos
hombres negros que la seguían como merodeadores, que sólo se mostraban
hablando del cielo allí donde se amontonaban los beneficios de la
tierra. No vacilarían en abandonar una tierra exhausta, olvidándola
como tenían olvidados á los países pobres, donde nunca se mostraban,
como si en ellos no existiesen hijos de su Dios.
Aresti, al pensar que la ruina de su país sería la señal para que los
invasores levantasen sus tiendas, deseaba que aquella llegase cuanto
antes: sonreía pensando en el agotamiento de las minas como en una
catástrofe providencial y salvadora.
Llevaba más de dos horas paseando por la orilla de la ría. Comenzaba el
agonizar de la tarde. A lo lejos, por la parte del mar, el sol
ocultábase tras la cumbre del Serantes. Un grupo de muchachos seguía la
lenta flotación del último santo, arrojándole piedras para que no se
detuviera en las revueltas de la corriente.
Después de las agitaciones de la tarde, la calma majestuosa del
crepúsculo de verano, parecía envolver suavemente el espíritu de Aresti,
elevando su pensamiento. Ya no se acordaba de su villa, de aquel pedazo
de tierra donde había de morir. Era un ataúd, en el que dormitaba,
rodeado de seres egoístas que se defendían del vecino ó intentaban
aplastarle, siempre en continua guerra, como si todos se creyesen
inmortales y temblaran por su sustento durante una vida sin límites.
Ahora pensaba en la humanidad; en el largo y doloroso camino que aún
tenía por delante; en la obscura selva por donde marchaba, encadenados
sus pies con los hierros del pasado, tendiendo las manos doloridas
hacia el ideal, hacia la justicia, que brillaba lejos, muy lejos, como
una estrella perdida en la noche.
El sol se había ya ocultado. Sobre las aguas ligeramente enrojecidas por
el resplandor sangriento del cielo, flotaba la imagen del último santo.
Aresti pensaba en el ocaso de los dioses, en el último crepúsculo de las
religiones. ¡Ay, si la noche que llegaba fuese eterna para los viejos
ídolos; si al salir de nuevo el sol viese la tierra limpia de todas las
leyendas creadas por la debilidad humana, balbuciente y temblorosa ante
el negro secreto de la muerte!
El doctor contemplaba la fuga del ídolo sobre las aguas, y, como atraído
por él, lo seguía á lo largo de la ribera.
Soñaba en el día glorioso de la humana redención: cuando desapareciesen
los dioses y diosecillos de afeminada sonrisa que hablan mantenido á los
hombres durante siglos en la esclavitud, cantándoles la canción de la
humildad y la repugnancia á la vida, arrullándolos en su eterna niñez,
con la apología de la resignación cobarde ante las injusticias
terrenales, como medio seguro de ganar el cielo...
No: aquellos ídolos habían engañado á la humanidad demasiado tiempo y
debían morir. Sus días aún serían largos, pero estaban contados. Los
hombres comenzaban á maldecirlos, tendiendo hacia ellos las manos
hostiles con la sublime rebeldía del sacrilegio. Eran los alcahuetes de
la injusticia. Bajarían de sus altares como habían descendido los dioses
del paganismo cuando les llegó su hora, siendo más hermosos que ellos.
Quedarían en los museos entre las divinidades del pasado, sin lograr
siquiera, en su fealdad, la admiración que inspira la armoniosa
desnudez: se confundirían con los fetiches grotescos de los pueblos
primitivos, y la humanidad, incapaz ya de envolver en formas groseras
sus aspiraciones y anhelos, adoraría en el infinito de su idealismo las
dos únicas divinidades de la nueva religión: la Ciencia y la Justicia
Social.
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Playa de la Malvarrosa (Valencia).
Abril-Junio de 1904.
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