El intruso - 18

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carrera. Después se hizo el silencio. Sonaban los golpes del acero y el
_¡haup! ¡haup!_ de los acompañantes con una regularidad mecánica,
interrumpidos algunas veces por el _¡brrr!_ de los barrenadores, que al
respirar jadeantes, parecían escupir su cólera sobre la piedra enemiga.
Aresti sintió deseos de reír, viendo cómo se doblaban aquellos monigotes
humanos que seguían con sus cuerpos el esfuerzo de los contendientes,
fatigándose en un trabajo inútil, para transmitirles su energía.
Transcurrieron algunos minutos. El _Chiquito_ trabajaba más aprisa que
su rival. Subía y bajaba la palanca con tanta rapidez que apenas se la
veía. Su cuerpo era una mancha indecisa y borrosa por el continuo
movimiento; sus acompañantes no podían seguirle. Detúvose un instante y
cambió de sitio, continuando su trabajo. Los mineros adivinaron que
pasaba á la segunda perforación, dando por terminado el primer agujero.
¡Y su contrincante aún estaba en el mismo sitio!...
--¡Olé, _Chiquito_!--gritaron agitando sus manos cargadas de
pedrería.--_¡Haup!... ¡haup!_
Y en discordante coro juntaban sus voces á las de los dos vizcaínos que
servían de auxiliares á su barrenador.
La lucha se desarrollaba con la lenta y aplastante monotonía de todos
los espectáculos de fuerza. Aresti, interesado por el final del combate,
entretenía el aburrimiento de la espera comparando á los dos
contendientes. Eran el arranque impetuoso y la destreza inteligente del
nervio, luchando con la calma tenaz y la serena fuerza del músculo. El
hombre-caballo frente al hombre-buey. El _Chiquito de Ciérvana_,
vehemente en su trabajo, dejaba atrás al enemigo con sólo el primer
arranque: el otro seguía su marcha sin darse cuenta de lo que le
rodeaba, sin apresuramientos ni desmayos, como si no escuchase á los que
mugían junto á su oído _¡haup! ¡haup!_ Él era quien reglamentaba los
movimientos de sus padrinos, sin apresurarse ni dejarse arrastrar por
ellos como lo hacía su contrincante.
En cambio, el _Chiquito_ deteníase algunas veces, lanzaba en torno una
mirada satisfecha, se escupía en las manos, y agarrando de nuevo el
perforador continuaba el trabajo. Su burdo contendiente aún no se había
detenido una sola vez: golpeaba la piedra, con la cabeza baja, mostrando
la pasividad resignada del buey que abre un surco sin fin.
Pasó una hora sin que ningún incidente alterase la marcha de la lucha.
El guipuzcoano abría sus perforaciones, pasando de una á otra sin
levantar la vista. El _Chiquito_ le llevaba aún un agujero de ventaja
como al principio del combate. Los mineros de Bilbao continuaban en su
alegría insultante. ¡Aún admitían apuestas! Ofrecían un duro por cada
peseta que quisieran arriesgar en favor de aquel cuitado. Y no ocultaban
su asombro cuando veían aceptadas sus proposiciones por las gentes del
país. ¡Qué zonzos! ¡Y cómo iban á perder el dinero!...
La segunda hora de la lucha se desarrolló en silencio. La gente parecía
anonadada por la monotonía del espectáculo. La espera interminable
embotaba los sentidos, dificultando toda emoción. Por esto no hubo
gritos de triunfo ni exclamaciones de protesta, cuando comenzó á
iniciarse la ventaja del barrenador lento é incansable, sobre el
_Chiquito_ que hacía temblar la piedra bajo el rayo de su palanca.
Aresti presentía este suceso desde mucho antes. El _Chiquito_ se detenía
á descansar jadeante: ya no lanzaba ojeadas en derredor con expresión de
triunfo, sino con la opacidad de la angustia. Habíanse sucedido al lado
de él varias parejas de padrinos, fatigados de seguirle en el
relampagueo de su trabajo; pero los que ahora le acompañaban tenían que
gritar _¡haup, haup, haup!_ con más lentitud, esforzándose en vano por
animarle y enardecerle, tirando de él con la palabra como si fuese una
bestia cansada y vacilante que se encabritase bajo el látigo, sin poder
salir de su paso.
El médico sentía angustia examinando á los dos contendientes, con la
cara pálida, sudorosos, las piernas inmóviles y como petrificadas, el
busto en incesante vaivén, los brazos hinchados por el esfuerzo; y
recordaba á otros que habían caído en aquellas apuestas brutales,
muertos como por un rayo, heridos en el corazón por el exceso de
actividad.
Los mineros miraban al barrenador rústico, y después cambiaban entre sí
ojeadas de asombro. ¡Pero, aquel animal, no descansaba nunca! Palidecían
como si de golpe se alterase su digestión, poniéndose de pie dentro de
su estómago, todas las buenas cosas traídas de Bilbao y rociadas con
_Cordón Rouge_. Presentían la posibilidad de la derrota: parecían olerla
en el silencio que pesaba sobre la plaza, en la misma gravedad de sus
enemigos.
Algunos más enérgicos se revolvían contra la posibilidad del fracaso.
¡Venir de tan lejos, para que se burlasen de ellos unos pobretones!...
Renacía su avaricia de antiguos miserables, que turbaba muchas veces
con detalles de ruindad sus alardes de ostentación. Habían apostado más
de ochenta mil duros, ¿é iban á dejarlos entre las uñas llenas de tierra
de aquella gente? ¡Cristo! ¡Cómo se reirían de los mineros!...
Los más furiosos saltaron la cuerda, y haciendo retirarse á los
acompañantes del _Chiquito_, se colocaban á ambos lados quitándose las
chaquetas y las boinas. Se doblaban en incesante vaivén, á pesar de su
corpulencia; mugían _¡haup, haup!_ con toda la fuerza de sus pulmones,
como si con sus gritos pudieran hacer entrar más adentro la palanca del
barrenador.
El _Chiquito_ cobraba nuevas fuerzas al ver junto á él á sus
protectores, y partía en una carrera loca de furiosos golpes, espoleado
por nerviosa energía: pero el cansancio de los músculos tornaba á
imponerse, y el acero sonaba quejumbroso en la piedra, sin avanzar gran
cosa.
--¡Arrea, ladrón!--mugían sus ricos padrinos--¡Fuerza... porrones! ¡Me
caso con tu madre!...
Y de este modo iban intercalando en el continuo _¡haup, haup!_ toda
clase de interjecciones amenazantes, de monstruosos juramentos que
hacían encabritarse al barrenador como si recibiese un latigazo, para
caer de nuevo en el desaliento.
Faltaban pocos minutos para terminarla apuesta. El _Chiquito_ estaba en
la mitad de un agujero y aún le faltaba abrir otro. Su contendiente
había comenzado el último sin apresurarse y sin descansar, lanzando en
torno una mirada triste de buey fatigado que contempla el horizonte con
el deseo de que se oculte pronto el sol, para volver al establo.
Los mineros ansiaban una catástrofe, un temblor del suelo, algo que les
permitiese huir de allí, sin encontrarse con los ojos de aquellas
gentes. El silencio con que acogían su victoria molestábales más aún que
los gritos irónicos de algunos forasteros, que parodiaban la
fanfarronería de los bilbaínos, ofreciendo un duro por un real, en favor
del guipuzcoano.
Terminó la lucha sin la explosión de entusiasmo que esperaba Aresti. El
gentío se abalanzó sobre el vencedor que miraba en torno de él con ojos
de idiota y se dejaba arrastrar inerte y sin fuerzas hacia una taberna
próxima.
Buscó el doctor á sus compañeros y no vió á ninguno. Habían desaparecido
como evaporados por la derrota. Fuése en busca de ellos y encontró á
muchos en la puerta del casino subiendo á los coches, con el deseo de
huir de allí cuanto antes, como si el suelo les quemase las plantas. En
el desorden de la fuga parecían marchar á tientas, sin fijarse en él.
Dentro del casino encontró al _Chiquito_ tendido en una banqueta,
envuelto en una manta, sudoroso y pálido, con el aspecto de un niño
poseído de terror. Frente á él, aún lanzaban sus últimas maldiciones
algunos de las minas.
--¿Qué dice usted de esto, doctor?--preguntaron á Aresti con
desesperación.
Y el médico sonrió, levantando los hombros. Era de esperar: habían
civilizado demasiado á su ídolo: lo habían hecho conocer el champagne,
le habían arrancado de su barbarie primitiva y al encontrarse con otro
de su clase, recién salido de la cantera, forzosamente había de ser el
vencido.
Todos ellos sentían la necesidad de insultarlo antes de irse. De buena
gana hubieran golpeado aquel paquete inerte que sollozaba encogido en la
banqueta. Le echaban en cara el vino y los manjares con que le habían
atiborrado á todas horas.
--¿Oyes, ladrón, lo que dice el doctor? Tu afición al champagne.
Estarías borracho y por eso nos has hecho perder, cochino. Ochenta mil
duros, ¿te enteras, sinvergüenza? Más de ochenta mil duros hemos perdido
por tu culpa.... Por allá no vuelvas: te mataremos á patadas si apareces
en las minas.
Cada cual se alejaba, después de desahogar su cólera, con la
precipitación loca de la fuga, sin preocuparse de los compañeros, sin
acordarse de invitar al doctor, con el egoísmo de la derrota que borra
toda amistad.
El infeliz barrenador, al verse solo con Aresti rompió á llorar.
--¡Don Luis! ¡Don Luis!...
Y su voz tenía el mismo acento de súplica infantil que los lamentos de
los mineros cuando veían aproximarse el doctor á las camas del
hospital.
Todo lo había perdido en un instante. ¡Adiós comilonas y agasajos, el
trato con los ricos, todo lo que le hacía ser mirado con envidia por sus
antiguos compañeros cuando se dignaba subir á las canteras acompañando á
los contratistas! Era un héroe, un ídolo y volvía de pronto á ser un
trabajador.... Menos aún, pues no encontraría un puesto en las minas. Si
volvía allá serían capaces de matarlo: le aterraban como un
remordimiento las grandes cantidades que había hecho perder á los
señores.
--Me iré--gemía.--¡Cómo se burlarán ahora de mí!... Me embarcaré en el
primer barco que salga para América.
Un grupo de gente del pueblo le interrumpió. Venían para llevarse al
_Chiquito_: querían agasajarlo con la generosidad que da la victoria. No
debía entristecerse: ya habían visto todos que era un gran barrenador.
Otra vez ganaría él. Además, la cuestión había sido con aquellos señores
tan fanfarrones: él no era más que un _mandado_. Su contrincante le
esperaba en la taberna, para beber juntos como buenos camaradas.
Y se lo llevaron, rodeándolo respetuosamente, como un testimonio de su
gloria, con los mismos honores que una bandera cogida al enemigo.
Aresti volvió á la plaza. Comenzaba á obscurecer; la gente se había
esparcido por las calles inmediatas, agolpándose á las puertas de las
tabernas. Los _versolaris_, cada vez más ebrios, espoleados por el gran
suceso, improvisaban á rienda suelta, cantando el triunfo de los de la
tierra, con alusiones á los ricos de las minas, que provocaban el
regocijo de los aldeanos.
Iban alejándose en sus carreras las familias de los caseros. Los grupos
de campesinos bebían el último trago con los del pueblo, antes de
emprender la marcha, deseosos de relatar los incidentes de la famosa
lucha durante la velada en la casería.
En la plaza sonaban el pito y el tamboril con cadencias de baile. Se
había reunido toda la gente joven para celebrar la victoria con un
_aurresku_, la gran danza vasca que tenía algo de rito primitivo. Un
ágil bailarín que era el conductor del _aurresku_ lo iniciaba con el
paso solemne de la invitación. Echaba la boina en tierra, y después de
pedir la venia al alcalde que presidía el acto, se dirigía con una serie
de minuciosos trenzados y saltos de extraordinaria agilidad, á invitar
en el corro á la mujer que deseaba elegir como reina del baile. No había
ejemplo de que ninguna hembra vasca, por alta que fuese su posición
social, se negase á este honor. Aresti había visto á señoras de la
rancia nobleza admitiendo el _aurresku_ con campesinos y marineros. Era
una danza ceremoniosa y parca en los contactos; el hombre y la mujer
apenas si en las diversas figuras se tocaban las puntas de los dedos.
Ella no hacía más que completar el cuadro, mientras él, al son de las
interminables escalas del pito, parecía hablar con los pies, con la
mímica guerrera de los pueblos primitivos, con saltos prodigiosos y
alardes inauditos de agilidad gimnástica, que recordaban á Aresti las
danzas de ciertas tribus vistas por él en el Jardín de Aclimatación de
París.
El público elogiaba la soltura del bailador de Azpeitia. Un viejo casero
hablaba á sus amigos en vascuence á espaldas del doctor. Aquel
_aurresku_ no le llamaba la atención; él los había visto danzados por
reyes en los buenos tiempos de la guerra. Y recordaba cierto _aurresku_
bailado por don Carlos en Durango, en un convento de monjas, sin pecado
para nadie, por ser la danza vascongada la más honesta del mundo.
Aresti, al cerrar la noche, buscó refugio en un fondín que servía de
alojamiento á muchos que iban al santuario de Loyola. Él sentía también
el deseo de visitar en la mañana siguiente aquel convento, como una
curiosidad que le resarciría de su viaje. Después estaba seguro de
encontrar en el tren de Bilbao á muchos de sus compañeros que habrían
ido á pernoctar en Azcoitia, en Eibar y en otros pueblos, huyendo del
lugar de la derrota.
El doctor pasó la noche en un cuarto de paredes enjalbegadas cubiertas
de estampas de santos, y con un crucifijo sobre la cama. La hospedería
era como una antesala del convento.
A las seis de la mañana salió del pueblo, siguiendo el camino recto que
atravesaba con geométrica rigidez el valle de Loyola. Había caído
durante la noche una suave lluvia de verano, refrescando los campos y
limpiando de polvo los caminos. Las altas montañas estaban encaperuzadas
de niebla, dejando ver en sus pendientes, por entre los rasguños del
vapor, la nota blanca de los caseríos y las manchas cobrizas de los
robledales. Los rebaños se esparcían por las faldas marcándose sobre el
verde fondo, como enormes piedras blancas, las ovejas de gruesos
vellones. A lo lejos, sonaba el chirrido de invisibles carretas.
Aresti llegó al monasterio á las siete. Su aspecto monumental y
aparatoso, su fealdad solemne, contrastaban con la soledad y el silencio
de los campos. Los gorriones perseguíanse en la doble escalinata de la
iglesia, y revolando de ciprés en ciprés, iban á posarse sobre la
estatua de mármol de San Ignacio. A ambos lados de la avenida que da
acceso al monasterio, dos paseos cubiertos de plantas trepadoras, dos
túneles de hojarasca, ofrecían su fresca sombra de tonos verdosos.
El doctor contempló con cierta admiración el edificio enorme y
aplastante. No podía negársele carácter propio. Los jesuítas tenían un
arte suyo; el de la ostentación y la carencia de gusto. No había obra
arquitectónica de su propiedad que no la marcasen con su sello, como si
quisieran ser conocidos de lejos.
La fachada de la iglesia, que ocupaba el centro del monasterio, era toda
de piedra. Las columnas sostenían un frontón adornado con un escudo de
armas gigantesco. La balaustrada se coronaba con enormes pináculos
rematados por esferas. Detrás escalaba el espacio la cúpula del templo,
de un gris de globo hinchado, rematada igualmente por pináculos y bolas,
lo que la daba cierto aspecto de pagoda chinesca.
A ambos lados de la iglesia, extendíanse las dos alas del monasterio, de
rojo ladrillo, con triple fila de ventanas: dos cuerpos de edificación,
enormes, sin ningún signo religioso. El monasterio, desprovisto de la
cúpula, hubiese parecido un cuartel del siglo XVIII.
A un lado extendía su corriente el río Urola, pasando bajo un puente
metálico: al otro se alzaba una gran casa con soportales, de aspecto
lujoso, en la que estaba el hotel para los ricos que llegaban á hacer
ejercicios espirituales y no podían pernoctar en el monasterio.
Aresti entró en la iglesia: una rotonda de clara luz, cubierta de
mármoles de vivos colores.¡Ah, el templo risueño y bonito! Los altares
eran hermosos, como los platos montados de un banquete. Mármoles de
color de caramelo, de color de miel, de suave fresa, de un verde de
fruta escarchada, de una blancura tierna de merengue. Sentíase el deseo
de morder aquella piedra, pulida como un espejo, que daba á los ojos una
sensación de dulzura. Las imágenes eran sonrientes, charoladas y
bonitas, como si hubiesen salido de un escaparate de confitería. Los
segmentos de la cúpula estaban ocupados por grandes escudos de las
naciones donde la Orden ignaciana había adquirido más arraigo; las
_provincias_ de la Compañía, como ella las llamaba en su ensueño de
dominación universal.
El doctor abandonó la iglesia después de haber distraído con su
presencia á algunas señoras vestidas de negro, que rezaban arrodilladas
ante el altar mayor. Debían ser huéspedas del hotel, devotas de
distinción, venidas de muy lejos, para hacer los ejercicios en la casa
del santo.
En el atrio, un mendigo se le aproximó, con esa solicitud de todos los
parásitos que viven á la sombra de un monumento frecuentado por
viajeros. De una barraca, situada junto á la escalinata, en la que se
vendían fotografías y objetos piadosos, salieron corriendo dos chicuelas
para ofrecerse igualmente. ¿El señor deseaba ver la casa de San
Ignacio?...
Se indignó el mendigo ante esta concurrencia. ¡Largo de allí! ¿No tenían
bastante con lo que robaban, vendiendo retratos y rosarios?... Y él fué
quien guió al médico, por un ancho corredor que conducía á un patio
descubierto. Allí estaba la portería. Tiró de una cadena, sonó una
campana oculta, se abrió un ventanillio, y el mendigo, después de hablar
por él, se dispuso a retirarse, extendiendo la mano para recoger unas
cuantas piezas de cobre.
--Ahora mismo saldrá el hermano.
Pasó el doctor mucho tiempo en el patio, cuyas baldosas conservaban el
agua de la lluvia nocturna. Todo un lado lo ocupaba la fachada de la
antigua casa de San Ignacio. Al agrandarse el monasterio, había abarcado
en sus nuevas construcciones al viejo castillete de Loyola, dejándolo
dentro de su recinto, pegado á la nueva edificación.
La pequeña casa, que aún parecía más mezquina al ser tragada por el
monasterio, resultaba lo más hermoso de toda aquella balumba de
albañilería pretenciosa. Era un castillete de dos cuerpos, que revelaba
el período de transición del siglo XV: la diversidad de gustos
superpuestos de aquella España católica que aún tenía moros en su
territorio. El cuerpo inferior, el más grande y fuerte, era de grandes
bloques de pedernal labrado, con pocas ventanas, y éstas pequeñas y
profundas como saeteras: una verdadera muralla para vivir á cubierto de
sorpresas y asedios. El cuerpo superior era ligero, construido con
ladrillos rojos, marcándose sus dos pisos con dos fajas de dibujo árabe,
y en los cuatro ángulos cuatro torrecillas delgadas, cuatro minaretes,
que daban al remate el aspecto de una alegre corona. Abajo estaban la
sombría alarma, el perpetuo miedo á los bandos que desgarraban el país
vasco, los ventanucos para dar paso al arcabuz; arriba la elegancia,
copiada de los árabes; la alegría en la construcción, de un pueblo
artista; las ventanas graciosas como ajimeces moriscos, para soñar en
ellas á la caída de la tarde, después de haber leído un libro de
caballerías.
Aresti creyó encontrar en este edificio algo de la dualidad de carácter
del caballero Íñigo de Loyola en los tiempos de su juventud. Al
cristalizarse sus aspiraciones, al tomar su voluntad forma definitiva,
el alegre coronamiento, el castillete morisco se había convertido en
humo, se había derrumbado, quedando únicamente en pie la base pétrea,
sombría, con su tono lúgubre de cárcel y fortaleza al mismo tiempo.
Se abrió la portería y salió el hermano.
--¡Santos y buenos días!--dijo con voz melosa, inclinando la cabeza al
mismo tiempo que levantaba los ojos para apreciar de una rápida mirada
al visitante.
Era un joven que llamaba la atención por la delgadez del cuello que
hacía más enorme su cráneo, y por la forma de sus orejas abiertas como
abanicos, como si quisieran despegarse. Detrás de ellas la piel florecía
con un sinnúmero de costras y escoriaciones, unas secas ya, otras
rezumando, con una frescura que atraía á las moscas.
Era el hermano encargado de enseñar la casa del santo. Por debajo de las
sotanas asomaban unas zapatillas de paño, con las que andaba sin el
menor ruido: un calzado de espionaje que le permitía, como á los demás
servidores del monasterio, deslizarse por los claustros silenciosos sin
turbar el aislamiento de los Padres.
Atravesó el patio hablando á Aresti de las suelas de su calzado, que
eran de paño y se mojaban en los charcos de la lluvia. Una mortificación
más. ¡Todo sea por Dios!... Y entraron en el castillete, convertido
interiormente en capilla. Allí hacían las señoras sus ejercicios no
pudiendo entrar en el monasterio.
Subieron la escalera, adornada con imágenes en cada rellano, y entraron
en la antigua cámara, transformada en capilla. Lo primero que llamaba la
atención del visitante era la escasa elevación del techo. Podía tocarse
con la mano, parecía que iba á aplastar con la pesadez de su grueso
artesonado, todo cubierto de oro, con florones en sus profundos
encuadramientos.
El hermano explicaba con cierto orgullo el origen de los cuadros y las
telas que adornaban las paredes. Eran regalos de princesas y reinas:
testimonios de agradecimiento, de las altas conciencias sometidas á la
Compañía. En el fondo estaba el altar, y en su parte baja, detrás de un
vidrio, admiraban los devotos un verdadero interior de museo de figuras
de cera. San Ignacio tendido en una colchoneta leía un libro, vestido
con gregüescos y capotillo de vueltas de velludo como un galán del
teatro clásico. Una batería oculta de luces eléctricas iluminaba esta
exhibición de feria.
El hermano no podía ocultar su admiración cada vez que explicaba el
significado de esta parte del altar, no obstante los años que llevaba
enseñándola á los forasteros. Aquella figura de cera era de don Íñigo
de Loyola, cuando aún no pensaba en ser San Ignacio ni en fundar la
Orden. Le representaba herido, con la pierna atravesada de un arcabuzazo
en el sitio de Pamplona y leyendo la historia de la Virgen, que fué el
punto de partida de su conversión.
Con voz de _cicerone_ convencido, el hermano explicaba á Aresti la
historia del santo.
--Dios le llamó á su gracia cuando estaba convaleciente, y se olvidó de
todo, á pesar de que era un caballero muy galán y mundano Porque nuestro
santo padre San Ignacio era militar, ¿sabe usted?... militar.
Y esta palabra tomaba en boca del lego un tono de admiración y respeto.
El pobre hombre, canijo y encogido, adoraba la fuerza, la arrogancia,
los uniformes vistosos, y al recordar que el iniciador de la Orden había
sido soldado, sonreía con cierta malicia, como si pensase en los
devaneos y buenas fortunas de los hombres de guerra, de las cuales
alguna habría tocado al santo, cuando aún no pensaba en serlo. Le
llenaba de orgullo la nobleza y el carácter caballeresco de la juventud
del fundador, pensando en las otras Ordenes, que no tenían entre sus
iniciadores más que eremitas miserables, santos piojosos, salidos de las
últimas capas sociales.
Mientras hablaba el hermano, el doctor, mirando el monigote de cera,
tendido en la colchoneta, pensaba en el hombre sombrío, en el vasco de
carácter complicado, que llenó el mundo con su nombre, siendo cada
período de su vida una contradicción violenta. Primero, el soldado
presuntuoso y elegante, martirizando y amputando su cuerpo por parecer
bello, y perder la rudeza propia de su país. Después, al convencerse de
que en la vida mundana sus triunfos han terminado, el fanatismo de la
raza que surge con toda la fuerza de una voluntad poderosa.... Entonces
le trastorna la locura de la santidad: es humilde y fiero al mismo
tiempo, se convierte en matón de la Virgen, queriendo dar de puñaladas á
un morisco que blasfema de ella, y poco después se deja apedrear por los
chicuelos de Salamanca, que le toman por un demente, viendo sus piadosas
extravagancias, remedo de las de San Francisco de Asís. Pero la dulzura
poética del solitario de la Umbría, su santidad soñadora, no cabe en el
carácter positivo y práctico de un vasco. Ya que se dedica á Dios, ha de
ser con un objeto terrenal e inmediato. Bueno es ser santo, pero debe
servir para algo que se vea y se toque. Los instintos de hombre de pelea
renacen en él. Ve que la Iglesia combatida por la protesta luterana
necesita un fuerte auxilio, y lleva á la religión la disciplina del
campamento, fundando, no una Orden, sino una Compañía, organizando un
ejército negro que ofrece á los Papas, formando los soldados en el molde
de su férrea voluntad, sin afectos de familia, sin pensamiento propio,
con la rigidez de los autómatas, con esa insensibilidad que hace
invencible. El asceta se convierte en caudillo y en esta tercera parte
de su vida, el vagabundo apedreado por la chiquillería, toma aires de
vice-papa, se hace llamar general por los suyos, reside en Roma entre
los príncipes, interviniendo en las complicadas intrigas europeas, y
muere satisfecho de su poder y de haber salvado momentáneamente al
catolicismo conservándole los pueblos latinos.
Aresti admiraba á Íñigo de Loyola como un ejemplar acabado de su raza,
incapaz de ilusionarse por largo tiempo en cosas inmateriales, sacando
instintivamente el poder y la riqueza de la santidad ascética, por la
que habían pasado tantos otros con el cuerpo atormentado por la
penitencia, comidos de parásitos, sin otra fortuna que la soga ceñida á
los riñones.
Había sido un admirable comerciante de la religión: un talento práctico
surgido á tiempo para salvar la tienda de Roma amenazada de quiebra,
ordenando sus negocios, dándoles nuevo rumbo y fundando su Compañía,
aquel disciplinado cuerpo de comisionistas del catolicismo que viajaban
por toda la tierra, explotando las pasiones y las debilidades humanas,
para la mayor gloria de su Dios.
El hermano sacó al médico de su ensimismamiento, enseñándole la parte
superior del altar. En un relicario de oro estaba el corazón del santo.
Era lo único que allí conservaban del fundador. El cuerpo, como sabía
todo el mundo, estaba depositado en el _Jesu_ de Roma.
--Sí: lo conozco. Lo he visto--dijo Aresti.
Sin saber por qué, sintió la necesidad de deslumbrar con un embuste al
simple lego, el cual parecía convencido de que la humanidad entera se
interesaba por las cosas de la Orden, sin que ni un solo hombre ignorase
dónde estaba el cuerpo de San Ignacio.
--¡Ah! ¡El señor ha estado en Roma!--exclamó el hermano mirándolo con
cierta admiración, como si de repente creciese ante sus ojos.
--Sí--dijo Aresti sintiendo de nuevo la necesidad de mentir, para que le
admirase aquel pobre hombre.--Estuve cuando la última peregrinación.
El hermano modificó sus palabras y gestos. Ya no era Aresti para él uno
de tantos viajeros de los que llegaban atraídos por la curiosidad;
muchos de ellos, extranjeros herejes, procedentes de países que
despreciaban á la Compañía. Era uno de la familia, casi podía
considerarse como de la casa; y el hermano mostró empeño en enseñárselo
todo minuciosamente, desbordándose en palabras, con la locuacidad del
que pasa mucho tiempo condenado al silencio.
Se detuvo en una puertecita inmediata al altar, inclinándose para ceder
el paso á aquel señor tan simpático. Era una pequeña habitación, sin
otro adorno que un retablo.
--Aquí estaba enfermo nuestro santo fundador,--dijo con voz meliflua--y
aquí fué su conversión. Pidió á la familia un libro de caballerías para
entretenerse, pero como Dios tenía puestos sus ojos en él, hizo que
nadie encontrase libros de tal clase y eso que abundaban en la casa.
Entonces leyó una historia de la Virgen é inmediatamente sintióse tocado
por la gracia y decidió dedicarse á la vida santa, renunciando al mundo.
Después, el lego buscó en la pared, señalando una grieta que la cruzaba.
--Mire usted esto, caballero. Por fuera aún se ve mejor; llega hasta el
suelo partiendo las piedras del muro.... Esta grieta la hizo el diablo.
En el mismo momento que el santo decidió dedicarse á Dios, tembló el
suelo y se estremeció toda la casa, quedando esta abertura como
recuerdo. Era el demonio que acogía de este modo la resolución del
santo.
--Sería de rabia--dijo Aresti con gravedad imperturbable.
--De rabia y de miedo--contestó el hermano con modestia.--Tal vez el
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