El intruso - 16

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fiestas: eran para él espectáculos curiosos, en los que estudiaba el
afán por lo extraordinario, por las protecciones ocultas que
experimentan la debilidad y la ignorancia. Él daba su verdadero valor á
la manifestación del próximo mes de Septiembre. Lo religioso era en ella
lo de menos. La gran masa inconsciente subiría al monte Artagán, con el
deseo egoísta de ganarse el agradecimiento de la Virgen: pero la
dirección la llevarían los que soñaban con la independencia vasca, y los
jesuítas, que insistían en sus alardes, temiendo la propaganda social de
las minas y el espíritu antirreligioso de los trabajadores de la villa.
Al oír mentar á los jesuítas, Urquiola dió un respingo en su asiento.
Ahora se sentía en terreno fuerte: era como si atacasen á su familia. Y
miró á las dos mujeres, como invitándolas á que presenciasen el gran
vapuleo que iba á dar al impío... ¿Qué tenía que decir de los jesuítas?
Eran unos sacerdotes sabios, prudentes y buenos, que se sacrificaban por
dirigir á las gentes hacia la virtud. Ellos, siguiendo al glorioso San
Ignacio, habían contenido la infernal propaganda de Lutero, atajando la
revolución religiosa, prestando á los pueblos latinos la gran merced de
evitarles este contagio. Eran el brazo derecho del Papa; los que
mantenían en toda su pureza el catolicismo. ¿Y sabios?... Él mismo
conocía en Deusto á un Padre que hablaba cinco idiomas...
Aresti le interrumpió:
--Yo conozco empleados de hoteles que poseen más lenguas y sin embargo,
el mundo ingrato no ensalza su sabiduría.
Urquiola, herido por este sarcasmo, hizo un movimiento como si fuese á
caer sobre el doctor, pero se repuso inmediatamente. Él estaba allí como
apóstol: quería aplastar al impío, de cuya ciencia hablaban con respeto
muchos tontos. Y continuó su apología del jesuitismo, hablando de su
fundación, como si fuese un punto de partida para la humanidad. Ya
conocía él todas las calumnias lanzadas contra la orden. ¡Mentiras de la
masonería, que temblaba de cólera y miedo ante los hijos de San Ignacio!
Se hablaba de la rapacidad de los jesuítas, de su codicia, de su afán
por atesorar dinero. Embustes de los impíos y de ciertas órdenes
religiosas, roídas por la envidia, que no reparaban que al herir á los
ignacianos socavaban el más fuerte cimiento del catolicismo. ¡A ver!
¿dónde estaban esos tesoros? ¿Quién los había visto?... Y aunque los
tuvieran, ¿qué? Como decía muy bien un Padre de la Compañía en uno de
sus libros, el mundo nada perdía con que fuesen ricos, pues dedicaban
su dinero á la instrucción levantando Colegios y Universidades. También
les echaban en cara el que sólo buscasen el trato con los ricos y los
poderosos, educando únicamente á los jóvenes de nacimiento distinguido.
¿Y qué se probaba con esto?... La igualdad es un mito de los impíos;
hasta en el cielo hay jerarquías y los Padres se dedicaban al cultivo de
los de arriba, de los que por su nacimiento ó su fortuna estaban
destinados á ser pastores de hombres, dejando la gran masa que ellos no
podían evangelizar, al cuidado de los sacerdotes del clero bajo.
Agarrándose al tronco estaban seguros de poseer las ramas: educando á
los privilegiados en el santo temor de Dios, mantenían el espíritu
religioso en las instituciones directoras, en los legisladores, los
magistrados, los militares, afirmando el porvenir más sólidamente que si
buscaban al populacho ignorante y tornadizo, siempre dispuesto á dejarse
engañar por absurdas propagandas...
¡Ah, el populacho! ¡Con qué asco hablaba Urquiola de la masa sin
voluntad que se dejaba arrastrar por falsos sabios, de pretendida
ciencia! Se indignaba pensando en la ceguera de aquel rebaño, que en los
conflictos de la miseria se revolvía contra los sacerdotes y
especialmente contra los jesuítas. Si surgía una huelga, apedreaban los
conventos de la Orden; si al ir en manifestación por la calle veían á un
cura, lo silbaban y lo perseguían; en sus mitins, cuando querían
insultar á uno de sus opresores, le llamaban jesuíta. ¿Qué daño podían
hacer los Padres á toda aquella gente que pedía aumento de jornal ó
menos horas de trabajo? No tenían minas ni fábricas, no eran dueños de
empresas industriales, no explotaban al trabajador, ¿por qué, pues, iban
contra ellos? ¿No era natural que dejasen en paz á los sacerdotes y se
lanzaran únicamente contra los ricos? ¿A qué mezclar la religión en las
cuestiones del trabajo?...
Y el abogado miraba á Aresti con superioridad, seguro de haberle
aplastado con estos argumentos aprendidos en Deusto, sin reparar en que,
por defender á sus maestros, atacaba á Sánchez Morueta.
El doctor sentíase irritado por el aire de triunfador que tomaba el
joven ante las dos mujeres, las cuales parecían admiradas de sus
palabras. Arrojó de su ánimo todo escrúpulo de prudencia, sintió el
deseo de escandalizar á su devota prima, de exponer sus ideas sin
consideración alguna, cerrándose para siempre las puertas de aquella
casa. ¡Le querían echar, pero él se iría antes!... Y habló con una
calma, con una suavidad en la voz, que contrastaba con la audacia de su
pensamiento.
A él no le extrañaba que el ejército de la miseria, en sus protestas y
rebeldías, se dirigiese contra los sacerdotes ignacianos, á pesar de que
éstos no tomaban parte directa en las empresas industriales. Eran los
directores y los educadores de los ricos. Ellos daban forma á la clase
superior; la moldeaban á su gusto. Los tiros de los desesperados, no
iban, pues, mal dirigidos. Parecían en el primer momento caprichosos y
locos, errando á la ventura, pero en realidad herían al verdadero
enemigo. Los desheredados, los infelices adivinaban con el instinto de
la desesperación dónde estaba la causa de sus males. La sociedad tenía
por base la moral cristiana, una moral que en tiempos remotos podía ser
oportuna, pero que había fracasado al contacto de la vida moderna.
El hombre de hoy debe ocuparse de hacer su trabajo sobre la tierra, de
modificar incesantemente el ambiente natural y social en que vive; y el
cristiano no da importancia á una sociedad por la que pasa
transitoriamente y cuyos intereses no deben preocuparle, pues su
verdadera vida está más allá de la muerte. Veinte siglos lleva de
experiencia la moral cristiana y ha dado de sí todo lo que tiene dentro.
Su fracaso es visible por todas partes. Desconoce la justicia en la
tierra, dejándola para el cielo; pasa indiferente ante el derecho de los
oprimidos, queriendo consolarlos con la esperanza de que en otra vida
que nadie ha visto, encontrarán satisfacción á sus dolores. Su única
fórmula clara es la de la fraternidad universal; «ama á tu prójimo como
á tí mismo», y sin embargo, transige con la guerra, bendice al fuerte,
declara que el hombre es por naturaleza malo y corrompido, que
únicamente se purifica cuando Dios le concede su gracia, y si no la
tiene, si vive fuera de la comunidad santa, es el hijo del pecado, el
ser diabólico al que hay que perseguir y exterminar.
Urquiola y doña Cristina se miraban escandalizados.
--¿Y la caridad?--gritó el abogado. ¿Y la sublime caridad de la moral
cristiana?
--¡La caridad!--contestó el médico sonriendo con sarcasmo.--Es el medio
de sostener la pobreza, de fomentarla, haciéndola eterna. Los
desgraciados la odian por instinto, al recibir sus limosnas: evitan el
buscarla mientras pueden, viendo en ella una institución degradante, que
perpetúa su esclavitud. Ese es otro de los grandes fracasos de la moral
cristiana.
Recordaba la maldición de Jesús á los ricos, su promesa de que les sería
más difícil entrar en los cielos «que un camello por el agujero de una
aguja». Y, sin embargo, todos los humanos, desoyendo á Jesús, reclamaban
el peligro de ser ricos: todos se exponían sin miedo alguno á las llamas
del infierno, por acaparar los bienes de la tierra. Los hombres, sin
excepción, deseaban ejercer la caridad, tomándolo todo para sí, y no
dando más que aquello que juzgaban innecesario ó que no podían guardar.
La caridad no influía para nada en el progreso de los humanos: antes
bien, era un obstáculo. No suprimía la esclavitud, no trocaba las formas
de la propiedad, y en cambio justificaba y santificaba la división de
los ricos y pobres. Los desdichados, en sus rebeliones, no se
equivocaban al odiar una religión que exige al miserable que se resigne
con su suerte y no reclama de los ricos más que una caridad de la que
ellos son los únicos jueces, pudiendo graduarla conforme á su egoísmo.
Los desesperados veían que, así como amenguaba la fe abajo, era arriba,
entre los ricos, donde la religión encontraba sus defensores, á pesar de
que su Dios los había maldecido.
Los privilegiados empleaban la religión como un escudo. «Nada de esperar
en la tierra la justicia para todos. Estaba en manos de Dios y había que
ir á la otra vida para encontrarla. Mientras tanto, el pueblo podía ser
feliz en su miseria con la esperanza del paraíso después de la muerte;
dulce ilusión, supremo consuelo, que los revolucionarios sin conciencia
le quieren arrebatar...»
Así se expresaban los que tenían interés en que continuase en la tierra
todo lo mismo, á la sombra protectora de las creencias. ¿Cómo no habían
de indignarse los infelices contra una religión que les cerraba el
camino de la justicia y el bienestar aquí abajo, para no darles más que
la quimérica esperanza de una justicia divina que los ricos pueden
sobornar con dádivas á los sacerdotes?
El cristianismo había engañado al pobre, manteniéndolo en su triste
estado con la esperanza del cielo y la amenaza del infierno. Era el
carcelero espiritual que sostenía durante veinte siglos el extremo de su
cadena. Ya que había llegado el instante de la revuelta ¡sus y á él!...
Era el enemigo secular; los demás habían crecido á su amparo... El odio
á toda religión era instintivo allí donde las masas obreras despertaban.
Dios era para los trabajadores el primero de los gendarmes, una especie
de funcionario invisible de la burguesía, al que retribuían los ricos
sus buenos servicios, levantándole viviendas, derramando el dinero á
manos llenas entre los que se llamaban sus representantes...
Doña Cristina abanicábase furiosamente las mejillas enrojecidas. ¿Qué
horrores iba soltando aquella voz suave é irónica que parecía
acariciarla con profundos arañazos?... Ahora se arrepentía de haber
provocado al impío y hacía señas á Urquiola para que no le contestase.
Deseaba que se hiciera un silencio penoso, que se fuera de allí empujado
por la sorda y desdeñosa hostilidad de todos. Pero el discípulo de
Deusto temía aparecer vencido á los ojos de Pepita, é interrumpía al
doctor con exclamaciones burlonas ó con gestos escandalizados. «Está
loco: este hombre está loco.» Aprovechando una pausa de Aresti, _colocó_
la objeción que tenía preparada. Criticar era fácil. Pero ya que el
doctor encontraba tan defectuosa la moral cristiana, debía decir cuál
era la suya.
Aresti sonrió, mirando con lástima al joven. Era posible que no lo
entendiese: aquellas cosas no las enseñaban en Deusto. Además, una moral
con todos sus preceptos, no se fabrica de la noche á la mañana como un
sermón de los padres de la Compañía. Bastante había hecho el
pensamiento moderno en menos de un siglo; y aún estaba en la primera
etapa de su marcha hacia el infinito. Pero aun así, su moral, una moral
para la tierra, sin sanciones celestes, encaminada al bienestar positivo
de los humanos, tenía forma.
--Yo--dijo Aresti con sencillez--adoro la Justicia Social como fin y
creo en la Ciencia como medio.
Urquiola rompió á reír con una carcajada insolente. ¡La ciencia! ¡La
moderna ciencia de los revolucionarios y los impíos! Ya sabía él lo que
era aquello. Y la definía con arreglo al libro de un Padre famoso de la
Compañía. «Cogiendo un catecismo del Padre Ripalda y escribiendo _no_
donde el catecismo dice _sí_ y _sí_ donde dice _no_, se tiene hecha y
derecha toda la pretendida ciencia moderna.» Urquiola se pavoneaba con
esta definición que convertía el catecismo en centro de todos los
pensamientos humanos, colocando al Padre Ripalda por encima de todos los
grandes hombres de la historia. Doña Cristina, creyendo que esta
definición tan clara era obra de su sobrino, admiraba su talento.
Pero el abogado no se fijó en esta admiración, enardecido por la
proximidad de su triunfo. Allí quería él al doctor, ¿Conque la ciencia
podía servir de medio é instrumento á la moral?... En Deusto, aunque
Aresti no lo creyera, también les enseñaban algo de la ciencia moderna.
Levantaban nada más que una punta del velo que ocultaba este cúmulo de
impiedades, para aplastarlas con el santo peso de las buenas doctrinas.
Él conocía un poquito de la ciencia moderna, para apreciar su grosero
materialismo, incompatible con todo ideal, é instrumento de toda
desmoralización.
El hombre era una bestia para aquella ciencia. El instinto reemplazaba
al alma: nada del Dios omnipotente que había formado el mundo: nada de
existencia espiritual después de perecer la materia. Esta vida sólo
tenía por escenario la tierra. Luego de la muerte un poco de
podredumbre: polvo: nada. Como no existía otra vida, no existían
castigos y todos podían hacer lo que mejor placiera á sus instintos, sin
miedo á la cólera de Dios. ¡La bestia libre y sin sanción alguna! Ya que
no había que temer á los castigos, ¿para qué renunciar á la satisfacción
de los apetitos? ¿Por qué imponerse privaciones respetando á los
semejantes?... ¡A burlarse de nuestros antecesores, unos tontos que
contenían sus pasiones por la esperanza del cielo ó el miedo al
infierno! Los fuertes deben aplastar á los débiles: los débiles deben
apelar á la astucia y la maldad para salvarse de los fuertes. A nadie
hemos pedido venir al mundo, y nadie nos exigirá cuentas cuando volvamos
á confundirnos con la tierra. El vicio es lo mismo que la virtud: el
crimen y la bondad valen igual: vivamos y gocemos todo lo que nos sea
posible, sin escrúpulo alguno, ya que nadie nos ha de pedir cuentas.
--¿Es esta su moral, doctor--preguntaba irónicamente el abogado.--¿No es
esto lo que se desprende de la ciencia moderna?...
Las dos mujeres mostraban su admiración por Urquiola con miradas de
lástima al médico. Hasta Sánchez Morueta, que permanecía con la cabeza
baja, como molestado por una polémica cuya intención adivinaba, levantó
los ojos fijándolos con cierta extrañeza en el abogado. Aquel muchacho
no se expresaba mal. Ya no le creía tan necio, y pensaba si su mujer
tendría razón al elogiar sus cualidades.
Aresti acogió la sarcástica descripción de aquella sociedad sin Dios,
con rostro impasible. Si la religión era un freno para los apetitos y
las violencias ¿por qué la criminalidad era más frecuente en los pueblos
atrasados y devotos que en aquellos otros de mayor cultura? ¿Cómo era
que los mayores crímenes de la historia habían coincidido con los
períodos en que el entusiasmo religioso era más ardiente?
El médico hablaba en nombre de la ciencia, para la cual la falta de
moralidad y el crimen sólo son resultados de la incultura ó de una
regresión parcial del cerebro. Además, ¿de dónde sacaba Urquiola que
porque no existiese una sanción divina para la moral, porque el hombre
no sintiera el temor á los castigos eternos, se había de entregar á la
violencia atropellando á sus semejantes? El hombre de mentalidad
desarrollada, sabía que aunque condenado por la naturaleza á
desaparecer, no por esto desaparecería la humanidad de la que forma
parte. Sólo el ser inculto y brutal, con el egoísmo de la ignorancia
podía incurrir en tales crímenes. Sólo podían pensar así los pobres de
inteligencia que forman la principal masa de todas las religiones; los
que no ven en el mundo nada más allá de su propia individualidad
egoísta; los que sólo aman la virtud como un pasaporte para entrar en la
vida eterna, y sí hacen algún bien es con la idea de que giran una letra
sobre el porvenir para que se la paguen con un puesto en el cielo.
Quedaban aún muchos seres de una mentalidad limitada, semejante á la de
los hombres primitivos, que sólo se preocupaban de sus personas ó,
cuando más, de sus familias. Cada uno de ellos concibe la vida como si
su individualidad fuese el centro del universo, no interesándole más que
lo que ve y lo que toca. Esos, en su egoísmo, tienen tal concepto de la
importancia de su persona, que necesitan que ésta se perpetúe después de
la muerte, admitiendo como indispensables los cielos y los castigos
inventados por las religiones.
El hombre emancipado por la ciencia, se preocupa de la suerte de la
humanidad tanto ó más que de la de su individuo. Sabe que es un
componente de una familia infinita, siente la solidaridad que le liga á
su especie, está seguro de que su pensamiento vivirá aún después de
haberse corrompido su cerebro y no se satisface con la saciedad de sus
sentidos. Tiene la inteligencia más desarrollada que los órganos
animales, y sus mayores placeres residen en ella. Por lo mismo que no
duda de que su organismo material ha de morir para siempre, siente la
necesidad de dejar rastro de su paso por el mundo con una buena acción.
En vez de querer inmortalizarse como los devotos en un bienestar celeste
(deseo egoísta que ningún beneficio proporciona á los demás), desea
sobre vivirse en la especie, que es eterna, procurando á ésta la parte
de bienestar ó felicidad á que puede contribuir con el trabajo de su
vida. ¿Qué moral más generosa?... El ensueño individual y egoísta de un
cielo falso é inútil, lo sustituye el hombre moderno con el ideal
colectivo, que está de acuerdo con su razón y le procura las más altas
satisfacciones morales.
--Hacer el bien á los semejantes--continuó Aresti--sin esperanza de
recompensa ni miedo al castigo, como lo hacemos los impíos modernos, los
hombres del _materialismo_, es ser más idealista que el devoto que
compra su parte de paraíso con oraciones que no remedian ningún mal de
la tierra.
El doctor se exaltaba, elevando su voz, al comparar la moral de las
religiones y aquella moral de los pensamientos elevados y nobles que se
desarrollaba al tranquilo amparo de la ciencia. ¡Cómo poner al mismo
nivel al egoísta crédulo que con unos cuantos sacrificios y
mortificaciones cree comprarse una eternidad de alegría en el cielo, y
al hombre moderno, que hace el bien sin creer en futuras recompensas, ni
en el agradecimiento de divinos fantasmas, únicamente por la alegría de
socorrer al semejante, por la solidaridad que debe existir entre todos
los que tripulan el barco errante de la Tierra!... Así habían procedido
siempre los grandes mártires y los genios. Era la moral de los héroes de
la humanidad: en otros siglos se había mostrado aislada, pero ahora iba
generalizándose, conforme agonizaban los dogmas, como una afirmación de
la conciencia colectiva.
Doña Cristina y su hija miraban con extrañeza al doctor sin hacer el
menor esfuerzo por comprender sus palabras. Estaba loco: todo aquello
eran _filosofías alemanas_, monsergas confusas que habían inventado los
impíos para ocultar su maldad, cuando tan claro y sencillo era creer en
Dios y seguir lo que la Iglesia enseña. ¡Ay, si estuviera presente el
Padre Paulí, que tan soberanas palizas soltaba desde el púlpito á los
_filósofos_!...
Urquiola ocultó con una sonrisa de superioridad desdeñosa la turbación y
desconcierto de su pensamiento ante las palabras del doctor. De aquello
no le habían hablado en Deusto ni una palabra, y colérico por lo que
consideraba una derrota, deseoso de salir del paso como en sus trabajos
electorales, con arrogancias de valiente, lamentaba la presencia de
Sánchez Morueta. De no estar el millonario, hubiera hecho la cuestión
personal y en nombre de la inmortalidad del alma y de la moral
cristiana, hubiese atizado unos cuantos puñetazos al impío, luciendo
ante las señoras sus energías de apóstol.
Aresti, arrastrado por el entusiasmo, no podía callarse. El sofisma
religioso, tolerando en la tierra la injusticia sin más consuelo que la
esperanza en un mundo mejor, era demasiado grosero para las
inteligencias modernas. La moral no consistía, como la proclamaba el
cristianismo, en achicarse, en recogerse en sí mismo, en amputar los
naturales instintos, en hacerse pequeño para pasar por el camino
estrecho de la gloria celeste, sino en aceptar la vida tal como es, en
amarla en toda su plenitud. La vida espiritual no era el egoísmo de un
individuo, sino la comunión con las aspiraciones colectivas de la
humanidad. El hombre moderno no debía perder el tiempo preguntándose
sobre el origen del mal ó si la naturaleza está corrompida por el
pecado: las dos grandes preocupaciones de la moral cristiana. Bastábale
saber que la naturaleza, buena ó mala, se modifica ó transforma por el
trabajo. Poco importaba el origen del mal: lo interesante era combatirlo
y vencerlo, sin optimismos ni pesimismos, llevando como único guía el
esfuerzo continuo hacia el mejoramiento.
El hombre estaba condenado á hacerlo todo por sí mismo, sin la esperanza
de fantásticas protecciones. El trabajo es su ley. El oficio de ser
hombre era glorioso y duro. Sólo podía contar con un apoyo: la Ciencia.
El progreso de los conocimientos positivos, la industria y la evolución
incesante de las sociedades, modificaban la concepción de la vida y de
sus fines. El hombre moderno, valiéndose de la crítica, tenía una idea
justa de los límites de sus conocimientos. Ni soberbias, ni desmayos de
humildad. No pretendía conocer lo absoluto ni el origen de las cosas.
¿Pero es que las religiones las conocían tampoco? ¿Eran racionales las
explicaciones de los que creían en una Providencia amparadora de la
injusticia, y en un plan de creación ideado por unos hebreos nómadas é
ignorantes?
En cambio, el hombre conocía mejor, gracias á la ciencia, el mundo que
le rodeaba. Si no sabía la causa primera de muchos fenómenos, había
descubierto y utilizado las relaciones que los ligan, y en vez de ser
siervo de la naturaleza, como en los tiempos de barbarie religiosa, la
tenía á sus órdenes, haciéndola trabajar para su comodidad y sustento.
Ante él se abatían obstáculos que parecían eternos: la mecánica
aprovechaba las fuerzas naturales; modificábase la faz de la Tierra:
suprimíase el espacio al acortar las distancias, y el planeta parecía
empequeñecerse, haciéndose cada vez más confortable, como una habitación
dentro de la cual la humanidad encontraba satisfechas todas sus
necesidades.
El hombre ya no quería fundar su moral sobre lo desconocido, sobre Dios,
el fantasma bondadoso ó terrible de la infancia de la humanidad. Tampoco
podía tolerar la moral cristiana, basada en la resignación y en la
abstención. Esta moral no era más que un arte de mutilar la vida bajo el
pretexto de guardar sus formas más altas, ó sea las espirituales.
--Hay que aceptar la vida tal como es, y vivirla toda entera--decía el
médico con entusiasmo.--Nuestra moral es simple y valiente: se resigna á
la compañía de los hombres, sabiendo que no existen los ángeles, y los
acepta tales como son. No pasa la vida orando y contemplando lo perfecto
y lo eterno, sino que arrostra el encuentro de lo malo y de lo feo y
hasta los busca ya que existen, para combatirlo; y triunfar de ellos. No
mira al cielo, pues sabe que no lo hay: examina la tierra que es la
realidad, y en vez de tener las manos siempre juntas en el rezo, que
salva el alma, empuña los rudos instrumentos de trabajo, labora, lucha,
suda en su eterna batalla con el sueño por transformarlo y embellecerlo,
pensando que las fatigas del presente serán buenas obras para la
humanidad del porvenir. Nuestra moral tiene callos en las manos. No son,
como las de la monja, blancas, suaves, con palidez de nácar, cruzadas
sobre el pecho, mientras, los ojos en alto buscan á Dios.
Sánchez Morueta contemplaba con admiración á su primo. ¡Ah; su Luis!
¡Que hombre!... Su pensamiento tímido y fluctuante sentíase arrastrado
por las palabras del médico. Le entusiasmaba aquella apología de la
actividad universal. Él era un sacerdote privilegiado y feliz del
trabajo. Explotaba su estado embrionario, y aunque los fieles clamaban
contra él, queriendo arrojarlo de la iglesia obrara, le satisfacía que
la ensalzasen.
La esposa apretaba los labios, palideciendo ante el desconcierto de su
sobrino, el cual no podía asir muchas de las ideas del doctor. Con su
instinto agresivo de mujer devota intervino en la conversación,
queriendo auxiliar á Urquiola.
--No entiendo esa moral--dijo á Aresti con voz ruda.--Nada me importa:
esa queda para... sabios como tú. Nosotros, los brutos, nos contentamos
con el Catecismo. Pero ya que tanto te ocupas de hacer feliz á la
humanidad, ¿por qué no te acuerdas de la pobre de tu mujer?...
Y hablaba con sorda cólera de la de Lizamendi, que muchas veces lloraba
al visitarla, recordando el pasado. Se veía en una situación difícil, ni
soltera, ni viuda; eludiendo hablar de su estado, ocultándolo casi, para
que nadie pudiese creer que era ella la culpable de la separación. Y
doña Cristina se indignaba al decir esto. ¡Qué había de ser ella! Tan
buena, la pobrecita; tan religiosa; una alma pura de ángel...
--A eso conduce vuestra moral--añadió con dureza.--A hacer infeliz á una
pobre criatura, buena como una santa.
Aresti calló. Parecía atolondrado por la injusticia del ataque. ¡Él,
convertido en verdugo de un ángel! ¡Y aquel ángel era su mujer, y
Cristina le echaba en cara su crimen después de haber visto la aspereza
humillante con que le trataban las de Lizamendi!... Prefirió acoger en
silencio el ataque, sin más protesta que un encogimiento de hombros.
Pero la de Sánchez Morueta no quería verle así. Una voz lanzada, sentía
un deseo nervioso de insultarlo, de dar pretexto para un rompimiento
ruidoso y que no volviese.
--Ya que no crees en nada de la religión--dijo tras una larga pausa, con
una sonrisa dulce que daba miedo,--tampoco creerás en Jesús... ¿Qué es
para tí nuestro divino redentor?
¡Con qué alegría habló Aresti, lentamente, con voz suave é incisiva,
como si quisiera que cada palabra suya fuese una bofetada sobre aquellos
ojos azules que le miraban con desprecio!...
--¿Jesús?... Fué un gran poeta de la poesía moral. Yo amo su recuerdo
con la ternura de la compasión, viendo la inutilidad y el sarcasmo de su
sacrificio. Sus sucesores han trastornado sus doctrinas, explicándolas y
practicándolas al revés. Su asesinato fué una conspiración de las
autoridades constituidas, gobernantes, ricos y sacerdotes, los mismos
que hoy son sus devotos y explotan su recuerdo.
Doña Cristina púsose de pie con nervioso impulso. Había escuchado las
explicaciones sobre la moral, para ella confusas, guardando cierta
calma, á pesar de que adivinaba ataques al cielo y á Dios. Pero esto de
ahora iba contra Jesús; y la indignaba, más aún que si hubiesen negado
su existencia, aquello de llamarle poeta. ¡El hijo de Dios un poeta!
Para una millonaria era este el más refinado de los insultos.
--¿Has oído, Pepe?--gritó mirando á su esposo.--¿Y tú consientes estas
atrocidades en tu casa?
Los ojos tímidos de Sánchez Morueta iban de su mujer á su primo, como
asustado en su interna somnolencia por el inesperado choque.
--Me voy--siguió gritando doña Cristina al ver la indecisión de su
esposo.--No quiero escuchar más á este hombre.
Y dirigiéndose á Pepita, añadió:
--Niña, vámonos. Bastantes atrocidades has oído. Dale gracias á tu
padre, que te permite aprender en casa cosas tan horribles.
Las dos mujeres salieron del despacho. Urquiola se levantó, dudando un
momento entre seguirlas ó acometer al doctor. Aquel era el momento de
presentarse como un paladín de la fe, de hacer la cuestión personal en
nombre de Jesús y que se tragara el médico á puñetazos aquello de
«poeta», que no le indignaba á él menos que á doña Cristina. Pero le
inspiraba gran respeto la presencia del millonario, temía disgustar _al
tío_ y acabó por marcharse en busca de las señoras.
Quedaron largo rato Aresti y Sánchez Morueta, con la cabeza baja, como
anonadados por el incidente. El doctor fué el primero en romper el
silencio.
--Pepe, adiós--dijo con voz triste, abandonando su asiento, y tendiendo
una mano á su primo.--Yo no te pregunto como tu mujer «¿y tú consientes
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