El intruso - 01

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VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
EL INTRUSO
--NOVELA--
22.000
F. Sempere y C.ª, Editores
CALLE DEL PINTOR SOROLLA, 30 Y 32
VALENCIA
1904


I

Comenzaba á clarear el día cuando despertó el doctor Aresti, sintiéndose
empujado en un hombro. Lo primero que vió fué el rostro de manzana seca,
verdoso y arrugado de Kataliñ, su ama de llaves, y los dos cuernos del
pañuelo que llevaba la vieja arrollado á las sienes.
--Don Luis... despierte. Muerto hay en el camino de Ortuella. El jues
que vaya.
Comenzó á vestirse el doctor, después de largos desperezos y una rebusca
lenta de sus ropas, entre los libros y revistas que, desbordándose de
los estantes de la inmediata habitación, se extendían por su dormitorio
de hombre solo.
Dos médicos tenía á sus órdenes en el hospital de Gallarta, pero aquel
día estaban ausentes: el uno en Bilbao con licencia; el otro en Galdames
desde la noche anterior, para curar á varios mineros heridos por una
explosión de dinamita.
Kataliñ le ayudó á ponerse el recio gabán, y abrió la puerta de la calle
mientras el doctor se calaba la boina y requería su _cachaba_, grueso
cayado con contera de lanza, que le acompañaba siempre en sus visitas á
las minas.
--Oye, Kataliñ--dijo al trasponer la puerta.--¿Sabes quién es el muerto?
--_El Maestrico_ disen. El que enseñaba por la noche el abesedario á los
pinches y era novio de esa que llaman _La Charanga_. ¡Cómo está
Gallarta, Señor Dios! Ya se conoce, pues: la iglesia siempre vasía.
--Lo de siempre--murmuró el médico.--El crimen pasional. A estos
bárbaros no les basta con vivir rabiando y se matan por la mujer.
Aresti andaba ya, calle abajo, cuando la vieja le llamó desde la puerta.
--Don Luis, vuelva pronto. No olvide que hoy es San José y que le
esperan en Bilbao. No haga á su primo una de las suyas.
Aresti notó la entonación de respeto con que hablaba la vieja de aquel
primo que le había invitado á comer por ser sus días. En todo el
distrito minero nadie hablaba de él sin subrayar el nombre con una
admiración casi religiosa. Hasta los que vociferaban contra su riqueza y
poderío, le temían como á una fuerza omnipotente.
El doctor, al salir de Gallarta, se abrochó el gabán, estremeciéndose de
frío. El cielo plomizo y brumoso se confundía con las crestas de los
montes, como si fuese un toldo gris que hubiera descendido hasta
descansar en ellas. Soplaba el viento furioso de las estribaciones del
Triano, que arranca las boinas de las cabezas. Aresti se afirmó los
lentes y siguió adelante todavía soñoliento, con esa pasividad resignada
del médico que vive esclavo del dolor ajeno. Las rudas suelas de sus
zapatos de monte se pegaban al barro; la _cachaba_ iba marcando con su
lanza un agujero á cada paso.
La noche anterior había cenado Aresti con unos cuantos contratistas de
las minas, lo más distinguido de Gallarta; antiguos jornaleros que iban
camino de ser millonarios y, no pudiendo coexistir con sus antiguos
camaradas de trabajo, ni tratarse con los burgueses de Bilbao, se
pegaban al médico acosándolo con toda clase de agasajos. Despertaba en
ellos cierto orgullo que el doctor Aresti, que había estudiado en el
extranjero y del que hablaban en la villa con respeto, quisiera vivir
entre ellos, en la sociedad primitiva y casi bárbara del distrito
minero. Esto les halagaba como si fuese una declaración de superioridad
en pro de los mineros de las Encartaciones sobre los _chimbos_ de
Bilbao. Además, respetaban al doctor con cierta adoración supersticiosa
porque era primo hermano de Sánchez Morueta y éste no ocultaba su gran
cariño al médico...
¡Sánchez Morueta! ¡Cómo quién dice nada! Hacía muchos años que no había
estado en las minas. Aun en el mismo Bilbao, transcurrían los meses sin
que viesen su barba cana y su cuerpo musculoso de gigante los más
íntimos del famoso personaje. Pero ya se podía preguntar por él, lo
mismo al gobernador de Bilbao que al último pinche de Gallarta: nadie se
mostraba insensible ante su nombre. Desde lo alto del Triano se veían
minas y más minas, ferrocarriles con rosarios de vagonetas, planos
inclinados, tranvías aéreos, rebaños de hombres atacando las canteras:
de él, todo de él. Y de él también, los altos hornos que ardían día y
noche junto al Nervión, fabricando el acero, y gran parte de los vapores
atracados á los muelles de la ría cargando mineral ó descargando hulla,
y muchos más que paseaban la bandera de la matrícula de Bilbao por todos
los mares, y la mayor parte de los nuevos palacios del ensanche y un
sinnúmero de fábricas de explosivos, de alambres, de hojadelata, que
funcionaban en apartados rincones de Vizcaya. Era como Dios: no se
dejaba ver, pero se sentía su presencia en todas partes. Podía hacer á
un hombre rico de la noche á la mañana con sólo desearlo. Hasta los
señores de Madrid que gobernaban el país le buscaban y mimaban para que
prestase ayuda al Estado en sus apuros y empréstitos. ¡Y el doctor
Aresti, amado por Sánchez Morueta con un afecto doble de padre y de
hermano, se empeñaba en vivir fuera de su protección, más allá de la
lluvia de oro que parecía caer de su mirada y que hacía que los hombres
se agolpasen en torno de él, con la furia brutal de la codicia,
obligándolo á aislarse, á permanecer invisible, para no perecer bajo el
formidable empujón de los adoradores!... La única merced que el médico
había solicitado de su poderoso pariente, era el establecimiento en la
cuenca minera de un hospital para los trabajadores que antes perecían
faltos de auxilio en los accidentes de las canteras. Y con toda su fama
de práctico de los hospitales de París, con la popularidad que le habían
dado en la villa sus arriesgadas operaciones, fué á aislarse en las
minas, cuando aún no tenía treinta años, viviendo en una casita de
Gallarta con sus libros y su vieja criada Catalina.
Los contratistas, los capataces, los _químicos_, toda la gente que
formaba la clase sedentaria de las minas, admiraba á Aresti, poniendo en
su adoración algo del asombro que despierta en el vulgo el desprecio á
las riquezas materiales.
--Le gusta vivir con nosotros--decían con orgullo.--Mejor prefiere una
merienda con gente de boina que un banquete en el palacio que Sánchez
Morueta tiene en Las Arenas... ¡Ser primo de Don José y pasarse meses
sin verlo!... ¡Pero qué famoso es el doctor!
El mísero rebaño de los mineros, albergado en los barracones y cantinas,
tenía una fe ciega en su ciencia, le miraba como á un brujo capaz de los
mayores prodigios para remendar los desperfectos del andamiaje humano.
Pasaban por los caminos de la montaña un sinnúmero de lisiados, que, al
conservar la vida después de horribles catástrofes, proclamaban la
maestría del cirujano.
--¡Que venga Don Luis!--gemía el minero herido por la explosión de un
barreno, ó el pinche casi enterrado por un desprendimiento de la
cantera.
Y al ver con la mirada vidriosa de la agonía los lentes del doctor, sus
ojos irónicos bajo unas cejas mefistofélicas y la barba en punta llena
de canas precoces, los infelices sentíanse animados por repentina
confianza; no percibían la llegada de la muerte, esperando hasta el
último momento el milagro que había de salvarles.
Los otros médicos del distrito eran recibidos por los enfermos con
triste resignación. ¡Don Luis: sólo el doctor Aresti! Y las señoras de
Gallarta, las esposas de los contratistas, antiguas aldeanas que se
aburrían en sus flamantes chalets construidos en las afueras del pueblo,
sentían enfermedades nunca sospechadas en tiempos anteriores, sólo por
el gusto de hablar con el doctor, que á más de su ciencia llevaba con él
algo de la grandeza de Sánchez Morueta y de las altas clases de Bilbao
hasta las cuales soñaban con llegar algún día. Los maridos no
necesitaban menos de la presencia de Aresti. Le consultaban en los
asuntos de familia, y, apenas terminado su trabajo en las minas, le
buscaban por las noches, organizando en su honor cenas pantagruélicas.
Le llevaban con ellos á las pruebas de bueyes y las apuestas de
barrenadores, fiestas brutales que organizaban en todos los pueblos de
la provincia, cruzando apuestas de muchos miles de duros.
La noche anterior, Aresti se había acostado tarde. Ya que había de comer
en Bilbao invitado por _Don José_ (que así era conocido por antonomasia
el poderoso Sánchez Morueta), los ricos de Gallarta, que llevaban igual
nombre, no querían dejar de obsequiar al doctor. Y hasta más de media
noche duró la cena en el fondín principal del pueblo: un banquete de
platos populares y substanciosos, tales como los soñaban aquellos ricos
improvisados en su época de hambre: conejos de monte, gallinas en toda
clase de guisos, bacalao bajo todas las formas, un interminable desfile
de viandas vulgares rociadas desde la primera á la última con champagne
de las mejores marcas. El champagne era para aquellas gentes el
distintivo de la riqueza; lo único que habían podido copiar de las
clases elevadas. Lo querían del más caro para que constase bien su
opulencia y lo gastaban á cajas, abriendo á golpes las botellas, riendo
como niños cuando el líquido se derramaba por el suelo, mojándose unos á
otros con la espuma, bebiéndolo en tanques y llenando á veces las
palanganas para lavarse la cara con el precioso vino, despilfarro que á
los postres nunca dejaba de producir hilaridad.
Aresti sonreía recordando la fiesta de la noche anterior, las
extravagancias infantiles de aquellos rústicos, enriquecidos rápidamente
é imposibilitados de ostentar mejor sus ganancias en la vida aislada y
laboriosa que llevaban en el monte.
Sin detenerse en su marcha, el doctor contempló largo rato una colina
roja que se alzaba á un lado del camino. Aquella tumefacción del paisaje
era obra del hombre. La montaña se había formado espuerta sobre
espuerta. A su sombra habían nacido Gallarta y la riqueza del distrito.
Era la escoria de la mina de San Miguel de Begoña, la explotación más
famosa de las Encartaciones: toda de mineral _campanil_ y del más rico.
Allí habían comenzado su fortuna Sánchez Morueta y otros potentados de
Bilbao. Sólo quedaba como recuerdo la montaña de escoria. El dinero
estaba en la villa, y en las entrañas de la tierra los siervos anónimos
que habían dejado parte de su existencia en el arranque del mineral.
Aresti vió un grupo de gente á un lado del camino. Pasaban corriendo
junto á él chiquillos y mujeres. A veces se detenían para llamar á los
que estaban en los desmontes inmediatos.
--¡Ené! ¡Han matado al _Maestrico_! ¡Vamos á verlo!
Y seguían corriendo hacia el gentío, en el cual se destacaban los negros
uniformes y las boinas con chapa de una pareja de miñones. Algunos
muchachuelos, pinches de las minas, llegaban atraídos por el suceso,
llevando en cada mano un cartucho de dinamita para los barrenos.
Familiarizados con el explosivo, metíanse entre los grupos empujando
para abrirse paso y ver al muerto.
En medio del camino estaban inmóviles varias carretas con sus bueyes de
raza vasca, pequeños, de patas finas, con una piel de carnero entre los
cuernos adornando el yugo.
Al llegar el doctor se abrió el compacto grupo, dejando ver un hombre
tendido en la cuneta, con las ropas en desorden. El barro y la sangre
formaban una máscara sobre su rostro. Aresti no tuvo más que inclinarse
para convencerse de que estaba muerto desde muchas horas antes.
El juez municipal, un contratista de los que habían cenado con Aresti,
le habló del suceso, lamentando el madrugón que le había proporcionado.
El pobre _Maestrico_ debía haber muerto casi instantáneamente. Tenía un
golpe en el corazón, una de aquellas puñaladas que sólo se veían en las
minas donde vive tanta gente salida del presidio. Además, le habían
herido en la cara, en las manos, en todo el cuerpo. Debían ser dos los
que le acometieron, cerrada ya la noche, cuando volvía de Bilbao. Para
el juez, el suceso no ofrecía dudas. De allí iría á prender á los
culpables sin miedo á equivocarse.
Recordaba á Aresti, en pocas palabras, la historia del muerto; un
andaluz, de carácter triste y pocas palabras que había rodado por el
mundo buscándose la vida en América en cien oficios, y trabajando en
todas las minas de España. Por las noches, cuando volvía del trabajo,
daba lecciones á los pinches. Vivía á pupilo en casa de los padres de
_la Charanga_, una moza guapetona y descarada que llevaba revuelta á la
chavalería de Gallarta, prefiriendo entre todos al hijo de un licenciado
de presidio, un rebelde que iba de una á otra cantera despedido siempre
por su insolencia, y que, en los bailes del domingo, llamaba la atención
por su faja de guapo arrollada desde el pecho hasta las ingles, con un
arsenal de armas oculto. El _Maestrico_ se había enamorado de _la
Charanga_ con la pasión reconcentrada y silenciosa de un hombre de
cuarenta años. Los padres le querían, alabando sus costumbres sobrias,
su actividad para ganarse la vida; y la muchacha, en su diferencia de
bestia alegre, decía que sí á todo, continuando sus relaciones con el
matoncillo. Iban á casarse en aquella misma semana. El _Maestrico_ había
marchado el día anterior á Bilbao para comprar algunos regalos á la
novia y, al regreso, el amante y su padre le habían esperado en el
camino.
Aresti oyó unos gemidos á su espalda. Entre el gentío, un minero viejo
se llevaba las manos á los ojos.
--Antón... pobre _Maestrico_. ¡Matar á un hombre así! ¡Tan bueno!...
¡tan trabajador!
Era el padre de _la Charanga_, que lloraba ante el cadáver de su pupilo.
El médico se fijó en el abultado abdomen del muerto, é hizo que un miñón
desliase la faja negra. Aparecieron dos botinas de mujer con la suela
blanca y el charol deslumbrante; el calzado con que sueñan las muchachas
de las minas como una elegancia suprema. El pobre _Maestrico_ había ido
á la villa para comprar este regalo á su novia.
Se abrió el grupo con cierto rumor de curiosidad, como á la llegada de
un personaje esperado. Era _la Charanga_, con las manos en las fuertes
caderas, los ojazos insolentes y hermosos bajo el pelo alborotado,
mostrando al sonreír sus dientes agudos de loba impúdica.
--¿Pero es verdad que han matao á _ese_?...
Y fijaba su mirada en el médico, con la misma expresión de lúbrica
generosidad con que muchas veces le había invitado á seguirla cuando le
encontraba en el campo. Después contempló el cadáver fríamente, sin
emoción, y al tropezar su mirada con las botas de charol rompió á reír.
--¡Rediós! ¡Pus ya podía yo anoche esperar mis botas!...
Fué todo lo que se le ocurrió ante el cadáver del que iba á ser su
marido. Y rompiendo á codazos por entre los hombres que se conmovían al
contacto de sus caderas, salió del grupo, alejándose con soberbia
indiferencia, pensando tal vez en el otro que por amor á ella iba á ir á
presidio.
--¡La bestia!--dijo el médico al juez, siguiéndola con la mirada.--La
hermosa bestia de los tiempos primitivos, satisfecha de que los machos
se maten por poseerla... Esto sólo se ve aquí.
Y Aresti sonreía con la satisfacción del naturalista que contempla en
su gabinete un animal extraordinario.
Llegaban de Gallarta nuevos grupos atraídos por la noticia del
asesinato. El juez mostraba prisa por ir con la pareja de miñones en
busca de los criminales. Unos amigos del muerto cogieron el cadáver,
llevándolo hasta una carreta para conducirlo al pueblo. El doctor
emprendió el regreso y, cerca ya de Gallarta, notó que un muchacho de
unos catorce años, un pinche de los que trabajaban en las minas, le
seguía, marchando tan pronto á su lado como delante, siempre volviendo
la cara hacia él, mirándole con unos ojos desmesuradamente abiertos,
suplicantes y vidriosos como si fuesen á saltarles las lágrimas.
--¿Qué se ofrece caballero?--dijo Aresti con su voz alegre que parecía
esparcir la confianza entre los desgraciados.
--Señor dotor--gimió el muchacho.--Mi padre... mi pobre padre.
Y como si no pudiera contener la pena tanto tiempo comprimida, se
ahogaron las palabras en su garganta y rompió á llorar.
Aresti se fijó en él. No era del país: debía ser _maketo_, de los que
llegaban en cuadrillas de Castilla ó de León, empujados por el hambre,
atraídos por los jornales de las minas. Un pantalón azul, con piezas
superpuestas en las posaderas y las rodillas, oscilaba sobre sus
zapatones claveteados, de punta levantada. La faja negra oprimía una
camisa de franela roja, apenas cubierta por un chaleco suelto, y la
maraña de pelos ensortijados, sucios de barro, se escapaba por debajo de
una boina vieja. Olía á juventud descuidada, á ropas mantenidas sobre la
carne meses enteros. Aresti conocía este perfume de las minas; el hedor
de los cuerpos vigorosos que trabajan, sudan y duermen siempre con la
misma envoltura.
--Tu padre... ya te entiendo--dijo bondadosamente.--¿Y qué le ocurre á
tu padre? Vamos á ver.
El pinche se explicó trabajosamente. Su padre estaba arriba, en Labarga,
en una casa de peones, muy enfermo; se moría. Al amanecer había querido
levantarse para ir al trabajo como los demás compañeros, pero le ardía
la piel, deliraba. El día antes había llovido y se mojó en la cantera.
Él, que era su hijo, se había quedado para cuidarle. ¿Pero cómo,
señor?... Estaba muy malo, mucho. ¡Para que él se hubiera decidido á
perder el jornal del día!...
Y el muchacho repitió lo de la pérdida del jornal varias veces, dándole
con su acento una importancia extraordinaria, como la mejor demostración
de la gravedad del enfermo.
Aresti creyó consolarle, prometiendo que enviaría al médico que estaba
en Galdames, tan pronto como volviera. Pero el muchacho rompió á llorar
de nuevo.
--Señor dotor... Usted, sólo usted... Se lo pido por lo que quiera más
en el mundo... He bajado de Labarga para eso. Usted sabe más que todos
juntos. La gente dice que usted hace milagros...
Y apoderándose de una mano del doctor, se la besó repetidas veces sin
saber qué decir, como si estas muestras de veneración fuesen todo su
lenguaje y con él quisiera convencer al médico.
--Basta, muchacho--dijo Aresti riendo.--No sigas. Iré á Labarga para que
no me beses más con tu cara sucia... Buena se va á poner Kataliñ cuando
sepa que subo al monte.
El muchacho, tranquilizado por la promesa del doctor, habló con menos
dificultad contestando á sus preguntas. Eran de tierra de Zamora y
habían venido á las minas su padre y él con seis paisanos más. Hacía
tres años que realizaban este viaje á la entrada del invierno. Ellos
tenían allá su poquito de tierra. Cultivaban hierba y centeno; las
mujeres se encargaban de los campos durante el frío y los hombres
emprendían la peregrinación á Bilbao en busca de los jornales fabulosos,
de once reales ó tres pesetas, de los que se hablaba con asombro en el
país. Al venir el verano, regresaban al pueblo para recoger la cosecha y
plantar la del año próximo. En las minas se trabajaba mucho, la vida era
dura, morían algunos; pero se podía volver á casa con buenos ahorros.
--Yo, señor dotor, gano siete reales: mi padre once ú doce. Damos un
real por la cama y nos comemos cinco cada uno, porque aquí todo va por
las nubes. Hay otros gastos de zapatos y calcetines, porque el mineral
destroza mucho. Además, casi todas las semanas llueve en esta tierra y
no se trabaja... Total, que no bebiendo vino y comiendo poco, volvemos á
casa á los diez meses con cuarenta ó cincuenta duros.
--Pues vais á ser ricos cualquier día--dijo Aresti.
--¡Quia! ¡no señor!--contestó el muchacho cándidamente.--Ricos nunca lo
seremos. ¡Aun si ese dinero fuese para nosotros!...
--¿Es que lo regalais?...
--Se lo llevan los mandones. Con él pagamos la contribución.
Aresti caminó un buen rato en silencio, admirando una vez más la
sencillez, la humildad de aquella gente, dura para el trabajo, habituada
á las privaciones, sin la más leve vegetación de ideas de protesta en su
cerebro estéril. Abandonaban casa y familia para hacer una vida de
campamento, encorvados ante la piedra roja, arañándola de sol á sol con
un desgaste de fuerzas que no era suplido por la alimentación,
acelerando día por día la ruina de su organismo; y este sacrificio
obscuro y penoso, era para sostener un derecho de propiedad ridículo
sobre cuatro terrones infecundos, para mantener con gotas de sangre y
pedazos de vida la pompa exterior de que se rodea el Estado.
Al entrar en Gallarta, el médico pasó apresuradamente ante su casa,
temiendo que les viera Catalina y le apostrofase por su subida al
monte.
--Vivo, muchacho; vamos aprisa. Son las siete y aún he de tomar el tren
para Bilbao.
Pasaron apresuradamente por la calle principal de Gallarta, una cuesta
empinada y pedregosa con dos filas de casuchas que ondulaban ajustándose
á todas sus tortuosidades. Eran míseros edificios construidos con
mineral en la época que éste no era tan buscado; gruesos paredones
agujereados por ventanucos, con balcones volados que amenazaban caerse y
los pisos superiores de maderas carcomidas. Las techumbres, con grandes
aleros de tejas rojizas y sueltas, estaban mantenidas contra los embates
del viento por una orla de pedruscos. En los pisos bajos estaban los
establecimientos de Gallarta, tabernas en su mayor parte. Algunas
ventanas con vidrios empañados servían de escaparates, exhibiendo
zapatos ó quincalla oxidada y vieja, restos de saldos de la villa,
enviados á las minas donde todo se compra sin protesta malo y caro. A
causa del desnivel entre la empinada calle y las casas, unas tiendas
tenían varios peldaños ante su puerta, como si fuesen torres; otras eran
profundas como cuevas, con una escalera interior para bajar á ellas. Los
establecimientos de ropas ondeaban en su fachada trapos multicolores. La
calle, con sus tiendas estrechas y lóbregas y sus casas de poca altura,
hacía recordar la tortuosa vía de una población árabe. Algunas carretas
permanecían detenidas á las puertas de las tabernas, moviendo los
bueyes sus colas y bajando las testuces pacientemente, mientras adentro
gritaban los conductores ante los vasos de vino.
Aresti tenía buenas piernas, acostumbrado como estaba á aquel país
montuoso, y apoyándose en la _cachaba_ seguía sin dificultad al pinche
que casi corría por el camino, con dirección á Labarga, uno de los
barrios extremos de Gallarta, situado en plena explotación minera. Así
como ascendían por el áspero camino, era más fuerte el viento y se
ensanchaba el paisaje. Agrandábanse los montes y se velaban los valles
bajo la bruma de la mañana. Por la parte del mar, el Serantes, que
guarda la desembocadura de la ría de Bilbao, recortaba sobre el cielo
plomizo su mole coronada por un castillete abandonado. A sus pies
extendía el mar su ancha faja obscura, cortada á trechos por otros
montes más bajos, metiéndose en triángulos, tierra adentro, en forma de
ensenadas y rías.
Hacía algún tiempo que el doctor no había subido á pie la cuesta de
Labarga y encontraba cierta novedad al espectáculo. Sin dejar de andar,
iba examinando el paisaje. Una aldea que blanqueaba entre los campos al
pie de Serantes, era San Pedro Abanto; más allá, al lado de una ría,
alzábase la montaña de Somorrostro. Dos nombres famosos que conocía toda
España después de la guerra civil. Como una resurrección de aquella
lucha recordada por el doctor, sonaron varias cornetas en las alturas
inmediatas al camino, tembló la tierra con sorda trepidación y
estallaron varias detonaciones entre nubes de polvo rojo y piedras por
el aire. Eran los barrenos de las minas, que se disparaban á una hora
fija, por la mañana y por la tarde, avisando los vigilantes con sus
cornetas para que se alejase la gente. Más allá de las minas inmediatas
sonaron nuevas detonaciones, y luego otras más lejanas, estremeciéndose
toda la cuenca minera con un incesante cañoneo como si tronasen baterías
ocultas en todos los repliegues y cúspides de los montes.
Aresti, excitado por este estruendo, recordaba la famosa batalla de las
Encartaciones, cuando el ejército liberal intentaba levantar el sitio de
Bilbao por segunda vez. La ferocidad de los hombres, la triste gloria de
la guerra y la destrucción, habían popularizado los nombres de dos
humildes aldeas de Vizcaya. Él no había presenciado los combates; pero
como si los hubiera visto, después de escuchar su relato tantas veces á
los viejos del país y á muchos de los contratistas que eran entonces
aldeanos hambrientos y, por inconsciencia juvenil, por no enfadar al
cura de su anteiglesia, habían tomado las armas en defensa del Señor y
los Fueros. En una casita blanca, que se alzaba entre los robledales del
llano, habían matado de un certero cañonazo á los dos mejores generales
del carlismo. Después, el médico miraba el monte de Somorrostro con sus
ásperas pendientes, aislado, lúgubre como una pirámide. Aún se
encontraban osamentas al cavar en las faldas. Allí había sido la gran
carnicería: los batallones del gobierno, la infantería de marina, con la
bravura del toro que embiste bajando la cabeza sin medir el peligro,
pugnaban por subir á lo más alto para vencer al enemigo, y éste los
fusilaba impunemente desde sus atrincheramientos preparados con fría
anticipación, y pareciéndole poco mortífero el fusil, apelaba á
procedimientos de la guerra primitiva y salvaje. Soltaban desde las
alturas ejes de hierro con ruedas, arrancados de las vagonetas de las
minas, y estos carros de la muerte descendían saltando de peñasco en
peñasco, con una velocidad vertiginosa que aumentaba á cada choque, á
cada aspereza del terreno. Resucitaba la antigua lucha entre los
celtíberos bárbaros y las disciplinadas legiones de Roma. Las ruedas
locas rompían las masas de pantalones rojos ó azules que en vano
intentaban avanzar; aplastaban los hombres bajo su férreo volteo, hacían
crujir los huesos, deshilachaban los músculos, y, manchadas de sangre,
seguían rodando hasta encallarse en el llano, ahitas de destrucción.
--¡Imbéciles! ¡imbéciles--repetía mentalmente el doctor.
Y pensaba con tristeza en los miles de hombres muertos en aquellos
montes y en otros de más allá; en todos los que dormían eternamente en
las entrañas de la tierra vasca, por un pleito de familia, por una
simple cuestión de personas, hábilmente explotada en nombre del
sentimiento religioso y de la repulsión que siente el vascongado por
toda autoridad que le exija obediencia desde el otro lado del Ebro.
Contrastando con estos recuerdos de una época de violencias, rodeaban al
doctor, conforme avanzaba en su camino, la actividad del trabajo, el
movimiento de la diaria batalla del hombre con los tesoros de la tierra.
Los tranvías aéreos para la conducción del mineral apoyaban sus cables
sobre los robustos postes y deslizándose por ellos, pasaba el rosario de
tanques cargados de pedruscos rojos, salvando hondonadas y despeñaderos,
descendiendo de meseta en meseta, siempre hacia el llano, buscando los
descargaderos de Ortuella, la vía férrea del Triano, que es el
respiradero de las minas.
En el fondo de las grandes cortaduras de las canteras, corrían sobre los
rieles lijeramente tendidos, las vagonetas de mineral, tiradas unas por
caballos, empujadas otras por hombres. Veíanse grandes plataformas de
madera, planos inclinados por los cuales resbalaban los vehículos
amarrados á una cadena sin fin. La vía automática de una compañía
extranjera deslizaba en un espacio de varias leguas sus vagonetas, que
parecían seres animados. Los vehículos rodaban en dos filas, en opuestas
direcciones, cabeceando lentamente como bueyes sumisos, siguiendo su
camino en línea recta, encontrando un puente sobre cada abismo y
atravesando las alturas por túneles pendientes que los devoraban.
El paisaje aparecía trastornado por la mano del hombre. El minero
violaba á la Naturaleza, volcándola, desordenando sus ropajes. Todo
había cambiado de lugar. Las cumbres habían sido echadas abajo por la
piqueta y el barreno: las hondonadas, rellenas de escoria roja, estaban
convertidas en mesetas. Las faldas de los montes aparecían desgarradas:
lo que en otros tiempos era suave declive, asustaba ahora con el
pavoroso corte del despeñadero. Habíase cambiado el curso de las aguas;
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