El intruso - 14

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frecuencia. Ya iremos hablando de lo que te conviene, pues tiempo
tenemos de sobra. Esa almita anda algo loca y hay que tener mucho
cuidado con ella. ¿Quedamos en que me enviarás esas cartas, para que
nunca puedas volver á leerlas, cayendo de nuevo en el pecado?
--Sí, Padre.
--¿Escribirás hoy mismo á ese señor dando por terminadas para siempre
las locuras?
--Sí, Padre.
--Muy bien: vamos á la absolución.
Y musitando sus latines, el Padre Paulí bendijo á la joven al través de
la rejilla: después sacó la mano por el frente del confesonario para que
se la besase. Mientras abría el ventanillo opuesto preparando una
sonrisa como saludo á la nueva penitenta, Pepita fué á arrodillarse al
lado de su madre.
Comulgaron tras una breve espera, después de rezar su penitencia y
salieron del templo, saludando con inclinaciones de cabeza á las amigas
que aún estaban arrodilladas ante los confesonarios.
El automóvil emprendió el regreso á Las Arenas siguiendo la ribera de la
ría que parecía irradiar fuego bajo el torrente ardoroso del sol.
Doña Cristina sonreía al paisaje, encontrándolo más hermoso que otros
días.
--¿Pero no has notado, Pepita, qué alegría da el recibir al Señor? Dí
que hemos empleado bien la mañana.
Al entrar en el hotel se entristeció el rostro de la señora, como si se
aproximase un peligro que quería olvidar.
Las dos mujeres se encerraron en sus habitaciones. Pepita pasó horas
enteras con la pluma en la mano, mordiendo la punta nerviosamente,
rompiendo pliegos sin que llegasen á satisfacerle las cartas que
escribía. Por fin entregó un sobre cerrado á la _aña_ Nicanora,
rogándola que aquella misma tarde fuese á los altos hornos para
entregarlo á don Fernando. Todas las preguntas de la curiosa campesina
fueron inútiles. La niña estaba de mal humor y no quería contestar.
Doña Cristina permaneció invisible hasta la hora de la comida. Llamó
varias veces á su doncella que iba de un lado á otro, llevando dobladas
sobre el brazo muchas piezas de ropa interior y varios vestidos. Toda la
servidumbre cambiaba signos de asombro, como si en la casa ocurriese
algo extraordinario. Doña Cristina revolvía su olvidado guardarropa.
Al bajar Pepita al comedor, enfurruñada y triste por su esfuerzo
epistolar, no pudo contener la admiración, viendo á su madre.
--¡Pero, mamá! ¡Qué guapa estás! ¡Qué elegante te has puesto!...
Guapa... sí que lo estaba; con sus cabellos de oro peinados por la
doncella, y una capa de menjurgos de tocador que refrescaban, con
llamativa juventud, su madurez de rubia carnosa. ¿Pero... elegante?...
Llevaba un traje de seda clara, con los colores algo apagados y
polvorientos; una pieza magnífica que había llegado á Bilbao desde un
taller de la _rue de la Paix_ cuatro años antes, cuando ella volvía ya
la espalda á las vanidades del mundo.
Había engordado mucho desde entonces: la seda del pecho, cruelmente
estirada, parecía próxima á estallar á impulso de los ocultos y
comprimidos globos; la falda, amplia en otros tiempos, se ajustaba como
un mallón sobre las caderas.
--Qué, ¿te parezco bien?--dijo la madre, pavoneándose como una niña ante
la admiración de su hija, que había conocido aquella moda y al verla
resucitar inesperadamente, sentía la extrañeza que causa una
resurrección histórica.
Al moverse doña Cristina sonaba el subversivo _fru fru_ de sus finas
ropas interiores y se esparcían en el ambiente los perfumes que se había
prodigado con cierta indiscreción.
Sánchez Morueta que leía un periódico sin notar la presencia de su
mujer, acabó por levantar la cabeza.
--¿Qué te parezco, Pepe?--dijo ella con una sonrisa que contrastaba con
el temblor de su voz.
El millonario deslizó una rápida ojeada sobre su incitante esplendor de
fruto maduro.
--No estás mal--y fijó de nuevo sus ojos en el periódico.
--Ahora voy á volver á la elegancia. Quiero gozar la vida antes de que
llegue la vejez. Nuestra hija va á tener en mí una rival. ¿Qué dices á
esto, Pepe?...
--Harás bien:--y siguió leyendo, sin saber lo que leía, con el
pensamiento lejos, muy lejos.
La comida fué triste. El millonario había llegado de su último viaje con
un gesto melancólico, que desaparecía de pronto, dando lugar á extrañas
nerviosidades.
Él, que pasaba siempre por el hotel como un sonámbulo, sin reparar en
los detalles de la vida doméstica ni dirigir la palabra á la
servidumbre, venía regañando desde el día anterior con todos los de la
casa, y bastaba una respuesta para que cerrase los puños como si fuese á
golpear á todos.
Pepita también estaba triste; pero le pesaba el silencio que reinaba en
el comedor y hacía preguntas á su padre sobre la vida de Biarritz,
queriendo que le describiera alguna _toilette_ de las muchas que habría
visto en aquella sociedad elegante.
Sánchez Morueta se esforzaba por contestar á gusto de su hija. Era la
única persona ante la cual se abatía su mal humor. Hablaba con la cabeza
baja, evitando mirar á su mujer, sentada enfrente. Varias veces sus ojos
se habían encontrado con los de Cristina, fijos en él con una expresión
desconocida. Esta caricia muda que tenía algo de súplica, le causaba
por su novedad cierta molestia.
Después de comer, el millonario se entró en su despacho.
Cristina dejó pasar mucho tiempo y cuando los arpegios del piano la
hicieron saber que Pepita estaba en el salón, se dirigió con paso
resuelto en busca de su marido.
Tembló al dar un golpe en la puerta para anunciar su presencia. Se
acordaba de los cuentos de la infancia; de aquellas niñas medrosas que
iban en busca del ogro.
Al entrar en el despacho vió el gesto de asombro de Sánchez Morueta, que
creía en la llamada de un criado: notó el movimiento instintivo de sus
manazas, para ocultar bajo los papeles varios plieguecillos de diversos
colores que releía con gesto hosco.
Aquellas cartas ella las conocía. Por una asociación de recuerdos,
volvió á su memoria el «_Mon gros loup cheri_», y sin saber por qué,
sintió una tentación infantil de reír ante el gigantón de aspecto
imponente; de arrojarse á su cuello, repitiendo, como Dios le diera á
entender, aquella frase de _cocotte_, que debía encerrar algún misterio
mágico para apoderarse de los hombres.
--¿Qué quieres? ¿qué ocurre?--preguntó el marido con extrañeza.
¿Querer?... Bien se lo decían aquellos ojos agrandados por el lápiz de
tocador, en los que el instinto femenil ponía el fuego que no lograba
dar la pasión: los pasos felinos, de gata enardecida, con que se
aproximaba entre el susurro acariciador de sus ropas interiores.
Al estar junto á él, no supo qué decir ni cómo empezar y apelando al
recurso de la acción, abarcó en sus brazos de blancas carnosidades, los
hombros del temido ogro.
--¡Pepe... Pepe!--murmuró con voz tenue, como un gemido dulce.
Y su boca se abrió paso entre las barbas patriarcales, con besos
ardorosos.
El grande hombre vaciló un momento, atolondrado por la onda de carne
femenil que caía sobre él, por el perfume incitante que le envolvía, por
los labios suaves que buscaban los suyos, enredando la barba en los
dientes de láctea blancura.
Pero fué la debilidad de un instante, que pasó como una ráfaga. Su mano
poderosa apartó á la mujer, y ésta se sintió perdida, ante aquellos ojos
fríos que parecían no verla, como si su atención, su pensamiento, su
alma, pasasen por encima de ella para ir lejos, muy lejos.
Después, la voz del marido sonó en el silencio de la habitación,
lacónica, triste y monótona:
--Es tarde, Cristina, es tarde.


VII

Estaba el señor Goicochea á media mañana, trabajando en su despacho
contiguo al de Sánchez Morueta, cuando se incorporó en el asiento con
sorpresa, viendo entrar á su principal.
Tres días antes había salido para Biarritz, manifestando á su secretario
que tardaría unas dos semanas en regresar, y se presentaba
inesperadamente, con una cara que daba miedo. ¿Qué negocio se le habría
torcido al grande hombre, hasta el punto de hacerle perder su solemne
gravedad?...
Su voz sonaba trémula y algo aflautada; una voz de ira; sus ademanes
aparecían descompuestos, y lo que más asustaba al secretario, era que
hablaba mucho, que había perdido su concisión característica y vacilaba
envolviendo en palabras y más palabras sus tardos pensamientos.
--A ver, Goicochea; que lleven á casa el equipaje que está abajo. Avise
usted por teléfono que luego iré.... No, diga usted que no voy, que no
me esperen á comer. Iré á la noche. ¿Pero, qué hace usted ahí parado,
mirándome como un bobo?... ¡Eh, alto! no se vaya usted tan pronto. A
ver, ¡que suba el _Capi_! Llame usted á don Matías. ¡En seguida;
listo!...
Goicochea salió del despacho temblando, al pensar en el día que le
esperaba. Conocía el carácter de su gigante: pocas rachas, pero buenas,
como él decía. Sólo muy de tarde en tarde, le había visto perder la
serenidad y enfurecerse; pero guardaba un vivo recuerdo de sus
arrebatos.
Cuando subió el capitán Iriondo, encontró á Sánchez Morueta paseando
casi á saltos por el despacho, como una bestia enjaulada, las manos
atrás y la cabeza baja. Tardó algún tiempo en ver á Iriondo, que no
pasaba de la puerta.
--Pepe, ¿qué tienes?--dijo el marino con el acento afectuoso de un
antiguo camarada.
--Nada: cosas mías, no te ocupes de mí.... Vas á llamar al teléfono de
las minas y que busquen á mi primo Luis, que le digan que venga en
seguida.
--Pero, hombre, no será tan pronto como quieres. Gallarta está lejos: él
tiene sus ocupaciones...
--¡He dicho que venga en seguida!--gritó el millonario.--Dile que le
necesito al momento; que estoy enfermo, que voy á morir... cualquier
cosa. ¡Que venga pronto!... Y Luis vendrá, porque me quiere de veras: es
mi único amigo.
--Está bien--gruñó el capitán.--Los demás somos unos perros.
Y encogiéndose de hombros salió del despacho. Sánchez Morueta siguió su
paseo á grandes zancadas, con la cabeza baja, como si fuese a embestir
contra los planos y modelos de buques colgados de las paredes.
De pronto se detuvo en la puerta de la habitación contigua, mirando con
ojos feroces al secretario, que se había escurrido hasta su mesa para
continuar el trabajo. El pobre hombre tembló al verse enfrente de su
irritado principal.
--Señor Goicochea: va usted a hacerme el... pinturero favor de largarse
inmediatamente. Necesito estar solo; váyase a tomar el sol, adonde le dé
la gana.... ¡al capacho! pero márchese en seguida.
Miraba al secretario de tal modo, que éste creyó que iba a recibir algún
golpe sí tardaba en obedecer. Y cogiendo el sombrero, salió
apresuradamente.
Las oficinas parecían desiertas. Todos los empleados se encorvaban ante
sus papeles, temblando al oír tras de los cortinajes aquella voz
furiosa, que matizaba sus órdenes con interjecciones y juramentos
verdaderamente extraños en tan grave personaje.
En el escritorio se hizo el mismo silencio de las casas donde existe un
enfermo. Sánchez Morueta, después de una hora de incesantes paseos, se
dejó caer en uno de los sillones ingleses, anchos y profundos, tocando
antes un botón eléctrico.
Entró un ordenanza con aire azorado.
--Tráeme un café.... pero bien fuerte.
Cuando llegó el café, Sánchez Morueta fumaba un cigarro enorme, uno de
los habanos que le enviaban de Cuba, elaborados directamente para él,
con su nombre y su retrato en la sortija, y cuya adquisición era motivo
de orgullo entre la gente menuda que laboraba en la Bolsa ó en los
negocios de minas.
Transcurrió otra hora, sin que el millonario diese señales de
existencia. El timbre sonó de nuevo en el silencio del escritorio y
corrió el criado al despacho.
--Trae otro café.
Sánchez Morueta fumaba el tercer cigarro, á juzgar por las dos colillas
arrojadas á sus pies, sobre el pavimento de madera encerada, tersa como
un espejo. Los balcones estaban cerrados, tal como los había encontrado
al llegar, y el ambiente se llenaba de humo, se hacía irrespirable, sin
que él se diese cuenta de ello.
Mucho después de medio día, cuando los empleados se deslizaron sin ruido
para ir á comer á sus casas, volvió á trotar el criado hacia el
despacho, atraído por el timbre.
--Dile al capitán que suba--dijo el millonario.
--Don Matías no está, señor--contestó el criado.
Por primera vez se le ocurrió á Sánchez Morueta mirar el gran reloj de
la chimenea. ¡Cómo había pasado el tiempo! Y más por la fuerza de la
costumbre que por necesidad, quiso comer, ya que á aquella hora todos
hacían lo mismo.
--Ve á donde el Suizo y trae la comida. Lo que te den... lo que á tí se
te ocurra. Sobre todo, un buen café: no lo olvides.
Cuando volvió el criado con una gran bandeja llena de platos y
coberteras brillantes, la atmósfera del despacho era más densa. El
millonario seguía fumando, inmóvil en su sillón, con la vista vaga y
como perdida en un punto lejano, muy lejano.
Apenas tocó los platos que el criado colocaba sobre una mesa. Bebió un
poco de vino, probó la fruta y se abalanzó por fin al café, como si éste
fuese su único alimento. Después hizo seña al criado para que se llevase
los platos casi intactos.
--Mira, hijo mío--dijo con dulzura inesperada.--Llévate todo eso;
cómetelo y que de salud te sirva.
Al quedarse solo encendió otro cigarro, adoptando en su sillón aquella
inmovilidad en la que parecía soñar con los ojos abiertos.
Sánchez Morueta no supo ciertamente si llegó á dormirse. Era un sopor
dulce que no le hacía perder de vista cuanto le rodeaba. Pero en esta
actitud, el tiempo transcurría para él inadvertido, y sentía el
bienestar del que en nada piensa.
Cuando, á la caída de la tarde, entró el doctor Aresti en el despacho,
el millonario se reanimó, volviendo de un golpe á la vida.
--¡Esto es un horno!--gritó el médico,--¡Aquí no se puede respirar; qué
humareda; parece un incendio!
Y se fué á los balcones, abriéndolos para que se disolviera la nube de
tabaco en que se envolvía su primo.
--¿Qué pasa?--dijo Aresti cuando pudo respirar con algún desahogo.--¿Qué
te ocurre, Pepe? ¿Estás enfermo? A ver esa cara...
Y después de examinar el rostro de su primo, hizo un gesto de asombro.
Efectivamente; algo malo le ocurría. Parecía aviejado de un golpe en más
de diez años: los pómulos salientes, los ojos hundidos, con una
expresión de tristeza y desaliento. Además revelaba una gran fatiga
física, como si no hubiese dormido en algunas noches.
--¡Vamos á ver; ¿qué tienes? Cuenta, hijo, cuenta.
Sánchez Morueta sintió el mismo dolor que si de pronto se abriesen en él
ocultas heridas. La presencia de su primo despertaba los pensamientos
dolorosos, adormecidos por la embrutecedora somnolencia.
--¡Ay, Luis!--suspiró el gigante con un acento casi infantil, cogiendo,
las manos de su primo.--Mi vida terminó. Han matado todas mis
ilusiones... ¡Se fueron!... ¡se fueron!
Y se abandonaba, como si quisiese caer sobre Aresti, abrumando la
pequeñez del doctor con su corpachón.
--¡Energía, Pepe! ¿Qué es esto, que te desplomas como una señorita
desvanecida? ¡Firmes, vive Cristo! Sólo te falta echarte á llorar como
los chiquillos. A ver: serenidad, y suelta todos tus pesares. Veamos
por qué crees terminada tu vida, cuando eres el hijo de la suerte.
El millonario fué á hablar, y Aresti le interrumpió de nuevo:
--Por lo que pueda convenirte, te advierto que Fernando, tu ingeniero,
aguarda ahí fuera. Lo he encontrado en la estación del Desierto, y al
saber que habías llegado vino conmigo. Quiere hablarte: dice que te
esperaba con impaciencia.
Sánchez Morueta hizo un gesto de desprecio. Que aguardase. Algún asunto
urgente de la fundición. ¿Qué le importaban á él los altos hornos, y las
minas y los barcos? Que se perdiese todo: que se lo llevase la mala
suerte. ¡Para lo que servía la riqueza!... Y revolvía sus ojos furiosos
por los planos y modelos del despacho, como si maldijera del poderío
industrial, haciéndolo responsable de su desgracia.
En aquel momento aborrecía al muchacho que esperaba en las oficinas. ¡La
juventud! ¡la insípida y antipática juventud! Aquel ingenierillo no
tenía otros medios de vida que los que él le diese: ni riqueza, ni
poder, y sin embargo, era posible que por sus pocos años, por su cara de
madamita con bigote, no le ocurriera lo que á él con todos sus millones.
¡Cristo! ¿Para qué servía, pues, el dinero?
Aresti se impacientaba.
--Bueno, hombre: deja en paz á ese chico, y si no quieres verle en
seguida, que aguarde. Pero cuéntame, Pepe ¿qué te pasa?
--¡Judith!...--gimió el millonario.--Ya sabes quién digo...
Y vacilaba antes de seguir hablando, como avergonzado de revelar su
tristeza.
--Sí, Judith--dijo Aresti animándolo para que hablase.--Aquella
francesa, ó judía, ó lo que sea, de la que me hablaste con entusiasmo...
la madre de aquel niño tan hermoso... el _hijo del amor_. Estoy
enterado. ¿Y qué ha hecho la tal Judith? ¿Alguna perrada? ¿La has
sorprendido con alguien? ¿Ha huido y no sabes dónde está? Habla, hombre:
cuenta sin miedo. Ya sabes que soy tu confesor y por mucho que me digas,
nada me cogerá de sorpresa.
Aresti hablaba con tranquilidad, como si desde mucho antes esperase lo
que su primo iba á contarle; seguro de que aquella novela de amor,
desarrollada en el ocaso de la madurez, había de tener un desenlace
triste.
Sánchez Morueta comenzó á hablar con lentitud, como si le doliese, con
profundo desgarrón, el remover sus recuerdos. Pero, pasado el primer
dolor, se animaba, se enardecía, embriagándose en la amargura de su
desgracia.
Había conocido por primera vez el tormento de los celos. Desde algunos
meses antes, se mostraba triste, con nerviosidades y arrebatos impropios
de su carácter. ¿No lo había notado Aresti?
De pronto tomaba el tren para presentarse por sorpresa en aquel hotelito
de Madrid, nido ilegal y misterioso de su felicidad.
Varias cartas anónimas le habían avisado las infidelidades de Judith.
Alguna buena alma que conocía su dicha y deseaba turbarla: tal vez una
antigua compañera de la _divette_, envidiosa de su bienestar. Y el
grande hombre de la industria, aquel pastor de millones que tenía miles
de brazos á sus órdenes y flotas en el mar como un príncipe de la
moderna realeza, había descendido durante algunos meses á una vida de
espionaje, de astucias miserables, para convencerse de la certeza de las
denuncias.
--¡Ay, el amor, Luis!--exclamaba.--¡Cuán pequeños nos hace! ¡Cómo nos
envilece cuando llega tarde, á una edad en que queremos, sin la certeza
de que nos quieran!... Ahora me avergüenzo, pensando en las cosas á que
he tenido que descender. ¡Y si no fuese más que esto!...
Al llegar el verano, Judith había ido, como de costumbre, á una casita
que el millonario le había comprado en Biarritz. Así la tenía más cerca
de Bilbao. Allí se había convencido de que no le engañaban los
misteriosos avisos.
Hablábanle éstos de cierto individuo de existencia cosmopolita, un
_monsieur Jules_, joven, hermoso y elegante, de problemática vida; un
aventurero que invernaba en la Costa Azul, sirviendo de _croupier_ en
los casinos de Niza, Menton y Monte Carlo, y en verano pasaba á las
estaciones elegantes de los Pirineos. Judith parecía conocerle mucho
tiempo. Era más joven que ella, y con el furor de una hembra que se da
cuenta de su próximo ocaso, se agarraba á aquel profesional de la
hermosura viril que, satisfecho de su persona, dejaba que las
aventureras de las estaciones de placer se disputasen el honor de
acapararlo, con toda clase de concesiones y sacrificios.
Sánchez Morueta, después de la lectura de los anónimos, recordaba haber
oído su nombre de labios de Judith en los momentos de abandono, hablando
de él como de un amigo antiguo. Sabía, además, que el aventurero había
pasado largas temporadas en Madrid ocupando su sitio, todavía caliente,
apenas emprendía el regreso á Bilbao. Ahora se daba cuenta de las
peticiones de Judith, cada vez mayores: de aquel afán de riquezas, de
«asegurar su posición», como ella decía, con una voracidad creciente,
como si la guiase un oculto consejero.
El millonario no lamentaba su generosidad. ¡Qué podía importarle este
chorreo de riqueza que no marcaba la más leve desnivelación en su
fortuna y le proporcionaba la dicha! Lo que le enfurecía haciéndole
abandonar su asiento con nervioso salto, era el recordar lo ridículo de
su situación. Él, Sánchez Morueta, un hombre en pleno vigor, y que á
tantos causaba miedo, ¡convertido en ese tipo grotesco del anciano
verde, engañado y _pagano_, eterno personaje de todos los cuentos y las
comedias parisienses! Él había sido _le vieux_ del que se ríe la pareja
joven, enamorada y feliz, mientras devora alegremente sus billetes de
Banco. ¡Dios de Dios! ¡Y por respeto al nombre que llevaba, por miedo á
la familia y á las malditas conveniencias sociales, había salido de la
triste aventura sin matar á ninguno de los dos!...
--¡Pero, hombre, siéntate!--decía el doctor asustado al verle ir y venir
por el despacho como un loco.--No golpees los muebles. Ya sé que de un
puñetazo eres capaz de romper esa mesa. No los has matado y has hecho
muy bien. ¿Acaso eres tú el primero, ni serás el último, de quien se
burle una pájara de esas? Sigue contando... sigue.
Tardó el millonario algún tiempo en recobrar su calma, y al reanudar el
relato pasó de un salto á la escena final de su novela amorosa, á la
última entrevista con Judith dos noches antes, en aquel hotelito de
Biarritz donde había pasado los mejores veranos de su vida.
Sánchez Morueta había llegado sin avisarla, sorprendiendo al _monsieur
Jules_ casi ocupando su sitio. Realmente la sorpresa no había sido
completa. No le había visto: sólo había adivinado su presencia en el
desorden de la habitación, en los detalles que revelaban una fuga
rápida, mientras la doncella de Judith le entretenía ante la puerta
cerrada.
Después, la escena había sido horrible entre él y su amante. ¡Ay, la
mala hembra! ¡Qué franqueza tan cruel la suya! ¡Qué deseo de acabar de
una vez, de plantearle descarnadamente lo anormal y repugnante de la
situación! Podía haber seguido engañándole; negar una vez más;
mantenerlo en la dulce ceguera que le adormecía, sin fuerzas para buscar
la verdad. «Vivimos de mentiras: sólo el engaño es dulce», decía ella en
las horas de abandono, cuando en brazos de Sánchez Morueta recordaba su
pasado de aventuras. Pero ahora ya no quería mentir; estaba enamorada de
su _Jules_, enamorada frenética, con celos de fiera al ver que se lo
disputaban otras más jóvenes; y para atraérselo para siempre,
legalizando su situación, no vacilaba en atropellar al amante rico, en
destrozarle el alma con su cínica franqueza.
¡Ay, cómo adoraba á aquel bergante, sólo porque era joven y guapo! ¡Con
qué insolencia había proclamado su pasión!... El millonario revolvíase
con furia al recordar la escena. Veía los ojos de ella, de una
provocación insolente, unos ojos de loba en celo y aún creía oír sus
desgarradoras palabras, en la jerga internacional que tanto le
regocijaba en los primeros tiempos de su amor.
--Sí, _mon vieux_. Lo estimo, lo amo. Con el amor no se _badina pas_. Si
tú me quieres, sea; pero no has de atormentarme con celos; has de ser
amigo del pobre _Jules_. Y si no, la puerta está abierta. Será lo mejor.
_Voilà._
La cínica proposición había hecho rugir al gigante, levantando sus
zarpas con furor homicida. Pero ella ¡la maldita! tenía la tenacidad
glacial, la audacia insolente de las malas hembras que nacen para ser
asesinadas. Le miraba insultante, con la boca apretada y un gesto de
desafío.
--Sí, pégame; eso es muy español. Mátame, como matan en tu tierra á las
mujeres, cuando no quieren amar. Anda, _don José_; ya estamos en el
final de _Carmen_. ¿Dónde guardas la navaja?...
Él había sentido desplomarse de un golpe todo su furor. Se dió cuenta de
su debilidad, de su insignificancia ante aquella hembra curtida en los
peligros de la existencia errante. Y lloró como un miserable, suplicó
vilmente para que no lo abandonase. Hasta creía recordar que se había
arrodillado, agarrándose á sus piernas, sintiendo la desesperación de
perder aquella carne adorada, cuyo tibio perfume parecía despedirse de
él al través de la batista que la cubría.
Sánchez Morueta, hablaba á su primo con la cabeza baja, como un
criminal, que, con voz sorda confiesa su crimen, y únicamente cerrando
los ojos adquiere la fuerza necesaria para seguir mostrando su
conciencia.
Había sido un miserable. Le repugnaba el recuerdo de su debilidad, las
lágrimas con que había mojado durante toda la noche el cuello insensible
de aquella mujer.
Ella se había apiadado del dolor del gigante, de la mueca desesperada
del pobre patriarca, y con la conmiseración maternal que siente toda
mujer por un hombre que llora, lo había tomado en sus brazos, apoyándole
la cabeza en uno de sus hombros desnudos, acariciándole las barbas
encanecidas.
La gratitud y la lástima la hacían ser bondadosa, con palabras de triste
consuelo. ¡Ah, _gros coco_! Había que tomar la vida tal como se
presenta; aceptar las cosas buenamente, sin empeñarse en pedir
imposibles. Cada uno se enamoraba á su hora. Él la quería, siendo casi
un viejo: ¿por qué se extrañaba de que ella, siendo joven, tuviese
también su momento de debilidad, enamorándose de aquel _Jules_ que
poseía para las mujeres un encanto malsano y dominador?
Se luchaba por la vida, por librarse de la pobreza, y cada cual
trabajaba á su modo, sin acordarse del corazón, para asegurar su
porvenir. Pero después, con el bienestar llegaba la dulce tontería del
amor. Esto había hecho él, pasando la juventud absorbido en la caza de
la riqueza, para enamorarse como un muchachuelo, en la época en que
otros no tienen ilusiones. Lo mismo le ocurría á ella al ver asegurado
su bienestar, y convencerse de que su juventud marchaba hacia el ocaso.
¿Por qué no había de conocer su verdadero amor con sus penas y alegrías
después de haberse rozado insensiblemente con tantos hombres?... ¡Ah
_mon vieux_! Había que tomar la vida con serenidad filosófica. A cada
cual su turno.
Después intentaba consolarle hablando del pasado. No debía desesperarse
el enorme _bebé_ que se adormecía llorando sobre su hombro. Podía
afirmar que había sido amado más que muchos otros. Primeramente, le
había querido con una simpatía pálida y pasiva, porque era bueno con
ella, porque la había sacado de su antigua vida de artista errante,
dándola la respetabilidad y el bienestar de una mundana que se retira.
Después le había admirado, con una admiración rayana en el amor, al
apreciar su poder para los negocios, su fuerza creadora que hacía nacer
nuevas industrias, el poder mágico, que esclavizaba el dinero, la
inteligencia que hacía danzar los millones, sin que ninguno se saliera
de línea. Ella adoraba á los fuertes, y le hubiera amado siempre, de no
presentarse el otro, con algo que no podía explicar. Tal vez era el
encanto de la corrupción y de la juventud, que la enardecía, haciéndola
cometer locuras; pero aun así confesaba que no podía compararse aquel
hombre con _su viejo_ tan bueno y tan generoso... ¿Por qué no había de
aceptar el obstáculo como lo hacían otros? Aún podían ser felices: los
tres vivirían en santa calma sabiendo respetarse. Ella no olvidaba que
poseía una fortuna, gracias á él: era buena muchacha y haría lo
necesario para que su protector no sufriese. Pero el millonario
contestaba con voz quejumbrosa, impotente ya para revolverse.--«Yo solo,
yo solo.» Judith se indignaba. _¡Grosse bête, va!_ Lo que él pedía era
imposible. Ella no podía separarse del que amaba, y tampoco quería
mentir: ella tenía corazón.
El doctor interrumpió á su primo, que se complacía con doloroso deleite
en detallar los recuerdos de aquella noche.
--¿Pero, y el niño? ¿Y el _hijo del amor_?--preguntó con cierta ironía.
Sánchez Morueta miró al médico con unos ojos que pedían piedad.
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