El intruso - 03

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á sustituir sin esfuerzo alguno á todo el que abandonaba su puesto
protestando contra el abuso. Mientras no cesase la inmigración,
cortándose la corriente continua de hombres, mientras no se estancara la
población obrera de las Encartaciones, era difícil que el trabajo
conquistase todos sus derechos.
Aresti, con el deseo de no sufrir nuevos retrasos, redobló el paso al
entrar en Labarga, caminando con la cabeza baja para no oír los
llamamientos de las mujeres. Un hombre se le puso delante.
--Don Luis, un momento...
Era el _Barbas_, que había abandonado su inmovilidad de fakir para
detener al doctor.
--¿Qué hay, compañero?
--Usted, que es bueno, quiero que se entere, ya que sube por aquí, de lo
que hacen esos ladrones.
Y le mostraba con gesto trágico su casucha. Como Aresti no parecía
comprenderse, el _Barbas_ le mostró la parte superior de su barraca
falta de techumbre.
--Me han quitado la planchas, don Luis. Quieren que me vaya. Los ricos
de Gallarta, todas esas gentes que he conocido pobres como yo, me odian
y me tienen miedo. El amo de la barraca no sabe cómo echarme. Hace una
semana me han quitado la techumbre, la lluvia cae en mi casa como en la
calle, pero el _Barbas_ firme en su puesto con la compañera. La pobre
vieja llora y quiere irse, pero soy capaz de darla una paliza si se
menea de ahí. Me han de tener á la vista siempre. Hay para rato si
piensan librarse de mí... Ahora, don Luis, han discurrido algo mejor.
Quieren quitarme el suelo así como me han robado el techo. Piensan
excavar la roca hasta que la casa se quede en el aire, sobre sus
estacas, para ver si así me voy... ¡Pues no me iré! El _Barbas_, en su
sitio, para que todos le oigan, para echarles en cara sus robos. Ni
trabajo, ni me voy... Espero, ¿sabe usted?, espero que llegue la gorda;
espero el día en que toda la montaña baje al llano y yo pueda quitarles
el techo y el piso á todos los _chalets_ que se han hecho esos
pintureros, esos piojos resucitados que la echan de señores á costa de
los pobres.
Y el _Barbas_ acompañó un buen trecho al doctor, mugiendo sus
maldiciones y amenazas contra los contratistas que eran sus enemigos más
inmediatos y contra los ricos de Bilbao siempre invisibles, divinidades
maléficas que hacían sentir la fuerza de su poder en la montaña, sin
mostrarse más que por la mediación de administradores y capataces, si
explotaban la mina directamente, ó de contratistas si creían más
ventajoso para ellos ajustar el arranque del mineral.
Cerca ya de Gallarta, al quedar solo el doctor, vió venir hacia él un
hombre montado en una burra blanca, tan grande y tan fuerte que casi
parecía una mulilla. Por la cabalgadura conoció Aresti desde muy lejos á
don Facundo, el cura párroco de Gallarta. Hacía diez años que había sido
trasladado al distrito minero desde un pueblecillo de Álava, y afirmaba
que la mejor tierra del mundo era la de las Encartaciones. «Paz, mucha
paz; para todos hay vida en el mundo.» Y en santa paz vivía, siendo gran
amigo de Aresti, y tomando á broma las doctrinas revolucionarias que el
doctor, por aburrimiento, exponía á los ricos de Gallarta después de sus
famosas cenas. Cierta vez que el médico, cansado de la monotonía de su
existencia, se divirtió en propagar el budhismo entre los rudos
contratistas y hasta intentó algunas ceremonias del culto indostánico, á
estilo de las que había presenciado en el museo Guimet de París, el cura
no manifestó indignación, «Bah; cosas de don Luis; chifladuras de los
sabios: ya se cansará.» Para él, la religión verdadera no decrecía ni
experimentaba quebranto alguno mientras se celebrasen bautizos,
casamientos, y, sobre todo, entierros, muchos entierros.
A misa sólo iban algunas viejas del pueblo: la iglesia estaba siempre
vacía, pero el país era muy religioso y la prueba estaba en que él no
tenía libre un momento, y continuamente veían todos trotar su burra
blanca por los caminos y atajos de la montaña. Aquel curato valía más
que algunos obispados. La gente pobre que no se acordaba de la casa de
Dios, encontraba en su miseria el dinero necesario para que el pariente
marchase á la fosa escoltado por la burra de don Facundo y mecido en su
ataúd por el vozarrón del cura. Había días en que acompañaba cinco
entierros en los lugares más lejanos de la parroquia; asunto de leguas.
Pero él no se asustaba de nada mientras contase con su cabalgadura
infatigable, y montado en ella acudía á todas partes. Delante, marchaba
el ataúd en hombros de los mineros, escoltado por mujeres que daban
alaridos y se mesaban el pelo con desesperación de gitanas, y detrás don
Facundo, montado en su burra, con sobrepelliz y bonete, seguido á pie
por el sacristán, al que llamaba su «corneta de órdenes», siempre
cantando, pues los parientes ponían reparos á la hora de pagar si
cantaba poco, repitiendo automáticamente los versículos del oficio de
difuntos, al mismo tiempo que se daba el compás esgrimiendo sobre su
cabeza la vara de fresno con que arreaba á la cabalgadura.
Un alto en la marcha era lo único que le hacía perder la calma.
--Aprisa, hijos míos--decía á los conductores del cadáver--que hoy aún
me quedan tres. Tengo trabajo en Galdames y en la Arboleda.
Muchas veces llegaba la obscuridad antes de que terminase su tarea de
acompañar muertos por veredas y desmontes. Aresti recordaba una noche de
luna clarísima, al retirarse á casa después de una cena con los
contratistas, en las afueras de Gallarta. Oyó un canto lúgubre que
rasgaba como un lamento la calma de la noche, y vió pasar á un hombre,
vacilante sobre sus piernas, que parecía ebrio, llevando á cuestas á
otro, envuelto en una sábana, con un brazo colgante que le golpeaba á
cada paso. Después, una especie de centauro agrandado por el misterio de
la noche, que movía algo negro como una espada, sin cesar de mugir:
Qui dormiunt in terræ pulvere, evigilabunt...
--Buenas noches, don Luis--dijo el cura al reconocer al doctor.--Con
este van hoy ocho. Es un pobrecito que ha muerto de la viruela y lo he
dejado para lo último... ¡Después dirá usted que la Iglesia no trabaja!
Y en el silencio de la noche, volvió á reanudar su lúgubre cantinela, á
la luz de la luna, camino del cementerio.
Lo único que le indignaba era que le hablasen de la extensión de la
parroquia y lo difícil de servirla un hombre solo. ¡No, carape!: él
tenía fuerzas para servir á Dios hasta que reventase; sobre todo,
tratándose de entierros. Cada vez que recelaba alguna modificación
parroquial tomaba el camino de Vitoria para ver á los señores del
obispado después de dar un tiento doloroso á los ahorros y cuando al fin
habían acabado por colocar á sus órdenes á dos vicarios, dedicó á éstos
á las _faenas menudas_ del templo, reservándose él los entierros.
Las asombrosas fortunas creadas en las minas habían tentado su codicia.
Él también tenía sus contratas; también pactaba arranque de mineral con
los señores de Bilbao é iba sobre la burra de los entierros á echar un
vistazo al trabajo de los peones. Pero á pesar de que sus negocios
marchaban bien y á la hora del champagne, en las cenas de los
contratistas, le hacía confesar el médico que llevaba reunidos más de
cuarenta mil duros, recordaba los pasados tiempos, aquella primera época
de las minas, cuando él y don Luis eran recién llegados y cada cual
vivía á su gusto sin obispos ni autoridades de ninguna clase. Aborrecía
los tranvías aéreos, los planos inclinados, todos los recientes medios
de conducción. Los buenos tiempos eran cuando el mineral iba arrastrado
por bueyes hasta la ría, y había guardas en los caminos para ordenar el
paso de las carretas que alegraban la montaña con sus chirridos. Sólo en
Gallarta existían más de mil. Se exportaba menos mineral, pero se pagaba
más caro y el dinero se repartía entre más gente. Entonces fué cuando el
cura inauguró su iglesia y al buscar un santo patrón eligió á San
Antonio. Aún reía el doctor recordando la candidez con que explicaba el
cura esta preferencia.
--No puede ser otro. San Antonio es el patrón de las bestias y aquí en
Gallarta hay tanto buey....
Al reconocer don Facundo al médico, refrenó el paso de su cabalgadura.
--A la mina, ¿eh?--preguntó Aresti.
--Sí señor: acabo de largar mi misita y ahora un rato á ver lo que hacen
aquellos, hasta la hora de comer. Hay que cuidarse de lo divino y lo
humano. Hay que trabajar, don Luis.
--¿Pero hoy no es día de fiesta?...
--¡Ah, grandísimo zumbón! Ya adivino lo que quiere decirme con su
sonrisa. Sí, día de fiesta es, según nuestra Madre la Iglesia, y deben
guardarla los que son ricos. Pero mire usted, cómo los pobres trabajan
en todas las canteras. Yo no voy á privar de un jornal á mis peones,
después de tantos días de lluvia, en los que no han podido hacer nada.
Además, tengo mis contratos con el dueño de la mina... Vaya, adiós: le
dejo para que se burle de mí á sus anchas.
Iba ya á arrear la burra, cuando se detuvo para hacer una pregunta.
--¿Dicen que han matado al _Maestrico_?... Vaya un caso. Era un buen
muchacho, serio y ahorrador. Este es el mundo... ¡A la tarde entierro!
¡Arre burra!
Y se alejó con alegre cantoneo, gozoso por la seguridad de que había
caído trabajo.
Cuando el doctor fué á entrar en su casa todavía se vió detenido por un
hombre que le esperaba sentado junto á la puerta. La vieja Catalina le
llamaba furiosa desde adentro.
--¡Qué está frío el desayuno!... ¡Qué no cogerá usted el tren! Ya le he
dicho á ese condenao que su primo le espera y no está usted para
canciones...
Pero Aresti no la hizo caso y se dejó abordar por aquel hombre,
diciéndose mentalmente: «¡Qué magnífico animal!» Tembló por su mano,
cuando se la agarró el gigantón con una de sus garras de dedos callosos
y gruesos. Bajo la blusa se delataba á cada movimiento una musculatura
de atleta desarrollada por el trabajo. Su cara abobada y enorme, hacía
recordar á Aresti la de los gigantones de las fiestas de Bilbao, que
había admirado en su niñez.
--Vengo á lo del otro día--dijo con alguna torpeza, pero mirando al
médico en los ojos como dispuesto á pelear, si era preciso defendiendo
sus pretensiones.
--¿A lo del otro día?... Pues hijo, no me acuerdo. ¡Me buscan tantos!...
Pero de pronto, el doctor pareció recordar, y una sonrisa maliciosa
animó su rostro.
--¡Ah, sí! Ya me acuerdo: vienes á lo del practicante. Tú eres el marido
de esa... Bien ¿y qué?
--Quiero que usted arregle eso, don Luis--continuó el gigantón con
energía;--ó lo arregla usted que es tan bueno ó doy el gran escándalo.
Ya le dije cómo los pillé en mi casa el domingo pasado: tengo testigos.
Los llevaré al juzgado, y si él no se pone en razón y hace lo que le
corresponde, irá á un presidio y ella á la galera.
--Sí, hombre, sí--dijo Aresti.--Recuerdo tu asunto. Me gusta verte más
tranquilo que el otro día. ¿Pero qué voy a hacer yo?
--Arreglarlo, señor dotor: que ese sinvergüenza sufra castigo. ¿Va á ser
él de mejor pasta que otros? Al juzgado iré con él.
--Pero pides demasiado, hijo mío. Ya recuerdo lo que exijes. Veinte
duros: ¡pero si el pobre enfermero es un muchacho que apenas gana eso en
el hospital!... ¡Si es más pobre que tú!...
--Bueno--dijo el gigantón con aspecto indeciso, rascándose la cabeza por
debajo de la boina.--Pus que sean quince... ó que sean doce, ya que
usted se empeña. Pero de ahí no bajo nada. No me conformo con menos de
doce ó daré el escándalo. En usted confío, dotor. Ya le quisiera yo ver
con una perra como la mía: sabría lo que es bueno. ¿Qué he de hacer? ¿Ir
á presidio y que se mueran de hambre mis pequeños? ¡Que paguen, que
paguen, ya que quieren hacer el guapo!
Y se alejó, después de recomendar varias veces al médico, con tono
suplicante, que no olvidase su asunto.
Aresti, mientras despachaba el desayuno y vestía sus ropas de fiesta,
colocadas sobre la cama por Catalina, pensaba en la extraña psicología
de una gran parte de las gentes de las minas.
De jóvenes se mataban por la mujer soltera; bailaban con el cuchillo
oculto en la faja, dispuestos á disputarse la hembra á puñaladas.
Asesinaban al rival como al infeliz _Maestrico_; y después, de casados,
satisfecho el primer ímpetu de su apetito exacerbado por la escasez de
mujeres, se entregaban al trabajo que gastaba su voluntad y sus fuerzas;
olvidaban el amor hasta despreciarlo, para no pensar más que en el
dinero, como si los envenenase el viento de fortunas rápidas y
milagrosos encumbramientos que parecía soplar sobre las minas. Se
exterminaban por una cuestión de jornales ó de comestibles, y al
encontrarse frente á frente con el adulterio, torcían el gesto como ante
una contrariedad vulgar y hasta algunos procuraban extraer de su
desgracia cierto provecho.


II

Más de seis meses iban transcurridos, sin que el doctor Aresti bajara á
Bilbao. Por esto, al pasar del tren de Ortuella al de Portugalete, en la
estación de El Desierto, experimentó ante el magnífico panorama de la
ría la misma impresión de asombro de los aldeanos que sólo abandonaban
sus caseríos ó la anteiglesia de su vecindad, cuando un asunto
importante los llamaba á la villa.
El tren dejó atrás los torreones gemelos de los altos hornos de
fundición--«los castillos feudales de Sánchez Morueta» según decía el
doctor, que pregonaban la gloria industrial de su poderoso primo,--y
después de atravesar un túnel, avanzó por la ribera cruzando los
descargaderos de mineral. Eran estos á modo de baluartes que, arrancando
de la montaña, llegaban hasta la ría, elevados algunos metros sobre el
nivel de los campos. Los de las compañías extranjeras eran verdes, con
los taludes cubiertos de musgo como los glacis de los fuertes modernos,
y las pequeñas locomotoras pasaban sobre ellos ligeras y brillantes como
juguetes. Los de las explotaciones del país eran de un rojo antipático,
de escombros de mineral, desmoronándose con las lluvias sus pendientes,
revelando el espíritu de sus dueños, incapaces de realzar con el más
leve adorno los instrumentos de explotación. En la ría, junto á las
grúas que funcionaban incesantemente, dormían los vapores, con el casco
invisible tras la riba, mostrando por encima de ella las chimeneas y los
mástiles. Subían de sus entrañas los grandes tanques de hierro cargados
de hulla inglesa y, deslizándose por los rails aéreos, iban á volcar el
negro mineral en las enormes montañas de las fábricas. Corrían por las
vías de los descargaderos las vagonetas repletas de hierro y al llegar
al punto más avanzado inclinábanse como si quisieran arrojarse al agua,
soltando en los vientres de los buques su rojo contenido. Las dos
riberas de la ría estaban en continua función, vomitando y absorviendo;
entregando el mineral de sus montañas y apoderándose del carbón
extranjero. Banderas de todas las nacionalidades ondeaban en las popas
de los buques; los nombres más exóticos é impronunciables lucían en sus
costados, y entre las chimeneas apagadas y negruzcas, erguían los
veleros las esbeltas cruces de sus arboladuras, en el espacio azul.
Por un lado del tren, se abarcaba el vertiginoso movimiento de la ría
con sus barcos y fábricas: por la ventanilla opuesta, admirábase la paz
de los campos, el trabajo cachazudo y tranquilo de los aldeanos,
removiendo la tierra arcillosa. Las mujeres, con la falda atrás y las
piernas desnudas, sudaban dobladas sobre el surco. Las vacas movían el
baboso hocico, sin ninguna inquietud, al ver el tren y volvían de nuevo
á rumiar con la cabeza baja sobre el verde del prado. Grupos de mujeres
lavaban sus guiñapos casi tendidas al borde de arroyos de líquido rojo,
como si fuese sangre. Era el eterno color del agua en los alrededores de
Bilbao: los lavados del mineral enrojecían hasta la corriente del
Nervión. La industria, al enriquecer al país, corrompía las aguas puras
y cristalinas de la época pastoril. El doctor recordaba la miseria de
los peones de las minas, que les hacía huir de las fuentes de la
montaña, porque sus aguas abren el apetito y facilitan la digestión.
Preferían el líquido rojo é impuro de los lavaderos porque, ensuciando
su estómago, hacía menos frecuente el hambre.
Avanzaba él tren hacia Bilbao, deteniéndose en las estaciones de la
orilla izquierda, Luchana, Zorroza y Olaveaga, pueblos que prolongaban
su caserío hasta la ribera opuesta. Por el centro de la ría pasaban
pequeños remolcadores tirando de un rosario de gabarras, balandros de
cabotaje de las matrículas de la costa, navegando lentamente por miedo á
las revueltas; vapores que rompían las aguas con imperceptible
movimiento hasta pegarse al descargadero. Y flotando por encima del
bosque de chimeneas de ladrillo y de hierro, el eterno dosel de la
moderna Bilbao, los velos en que se envuelve como si quisiera ocultar
púdicamente su grandeza, los humos multicolores de sus fábricas, negros,
de espesos vellones, como rebaños de la noche; blancos, ligeramente
dorados por la luz del sol; azules y tenues como la respiración de un
hogar campesino; amarillos rabiosos con un chisporroteo de escorias
minerales. La blanca vedija, signo de actividad, repetíase por todo el
paisaje, como una nota característica del panorama bilbaíno, avanzando
por las quebraduras de la montaña donde están las vías férreas del
mineral, resbalando por las dos orillas de la ría tras las chimeneas de
los trenes de Portugalete y Las Arenas, ondeando sobre el casco de los
remolcadores y de las máquinas giratorias de sus grúas.
Aresti admiraba toda esta actividad como si le sorprendiera por primera
vez.
--Bilbao es grande--se decía con cierto orgullo.--Hay que confesar que
esta gente ha hecho mucho, ¡Lástima que valga tan poco cuando la sacan
de sus negocios!...
Pasaban ante el tren los diques, con sus grandes vapores en seco, al
aire la roja panza, que una cuadrilla de obreros rascaba y pintaba de
nuevo. Quedaba atrás, confundiéndose con otras montañas, el famoso pico
de Banderas, con su castillete abandonado que recordaba la heroica Noche
Buena de Espartero, el combate de Luchana, milagro de la leyenda dorada
del liberalismo, que aún vivía en todas las memorias agrandado por las
fantásticas proporciones que da la tradición. Después aparecía entre los
montes de la ribera izquierda, con una insolencia monumental que
irritaba al doctor, la Universidad de Deusto, la obra del jesuitismo,
señor de la villa. Eran tres enormes cuerpos de edificio con frontones
triangulares, y á sus espaldas un parque grandioso, extendiendo su
arboleda montaña arriba, hasta la cumbre coronada por una granja
vaquería. En mitad del parque, sobre una eminencia del terreno, habían
levantado los jesuítas una imagen de San José, con un arco de focos
eléctricos. Mientras dormían los buenos padres, el semicírculo luminoso
recordaba á los pueblos de la ría y á la misma Bilbao que allí estaba la
orden poderosa y dominadora, pronta siempre á ponerse de pie, no
queriendo abdicar ni ocultarse ni aun en la obscuridad de la noche. El
doctor hallaba natural que fuese San José el escogido para esta
glorificación; el santo resignado y sin voluntad, con la pureza gris de
la impotencia, hermoso molde escogido por aquellos educadores para
formar la sociedad del porvenir.
Adivinábase la proximidad de la villa. A un lado surgían entre los
campos los altos edificios del ensanche, los grupos aislados de casas
que eran como las avanzadas de una población desbordada y en continuo
avance. Al otro se cubrían las orillas de la ría de almacenes, tinglados
y grúas, elevándose el carbón en montañas, sin dejar un espacio de
muelle libre. Las embarcaciones tocábanse unas á otras amarradas á las
enormes anillas de los malecones, en cuyas piedras una faja húmeda y
fangosa marcaba las subidas y descensos de las mareas. Veíase el
incesante ir y venir de las _cargueras_, míseras mujeres de ropas sucias
y cara negra, pasando y repasando como filas de hormigas por los
tablones que servían de puente entre los buques y el muelle. Unas
llevaban sobre la cabeza la cesta llena de carbón; otras descargaban los
fardos del bacalao, apilando en gigantescas masas el alimento del pobre
que había de ser consumido en el interior de la península.
Detúvose el tren después de atravesar un túnel, y el doctor, subiendo
una larga escalera, se vió en el sitio más céntrico de la villa, junto
al puente del Arenal, donde parecía condensarse todo el movimiento de la
población. En aquel pedazo de ribera, robando á las aguas parte de su
curso y hasta aprovechándose del subsuelo, la iniciativa industrial
había escalonado tres grandes estaciones de ferrocarril: la de
Portugalete, la de Santander y la de Madrid. A un lado estaba la Bilbao
nueva, el ensanche, el antiguo territorio de la República de Abando, con
sus calles rectas, de gran anchura y joven arbolado, sus casas de siete
pisos, y sus plazas de geométrica rigidez. Al otro lado del puente, la
Bilbao tradicional; la Bilbao de los _chimbos_, de los hijos del país
que habían conocido la llegada de gentes del interior, atraídas por la
prosperidad de las minas, y que formaban ahora más de la mitad del
vecindario. Allí estaban las famosas Siete Calles, núcleo de la antigua
villa, las iglesias viejas, el comercio rancio y las fortunas modestas y
morigeradas de los tiempos primitivos. En el ensanche, erguía sus torres
de un gótico ridículo la iglesia de los jesuítas, con su residencia
anexa; y en torno de ella se alineaban con rigidez geométrica, los
hoteles y caserones de los nuevos capitalistas, enriquecidos
fabulosamente por las minas de la noche á la mañana.
Aresti pasó el puente, siempre tembloroso bajo el paso de los tranvías y
las carretas, y entró en el Arenal. A un lado, el teatro Arriaga
reflejaba en las aguas del Nervión su arquitectura pretenciosa cargada
de cariátides y estatuas; al otro, extendía el paseo sus filas de
plátanos, por entre cuyas copas asomaban los mástiles y chimeneas de los
buques atracados á la orilla. Piaban los pájaros, saltando sobre la
arena de las avenidas, pero sus gritos perdíanse entre el bramido de las
locomotoras, el silbido de los tranvías y el mugido de algún vapor que
entraba lentamente ría arriba.
Aresti dió un vistazo á la acera llamada el _boulevard_, ocupada siempre
por los curiosos estacionados ante los cafés. Frente al Suizo, se
colocaban los bolsistas, accionando en grupos, lamentándose de la
decadencia de los negocios. Los pilluelos pregonaban á gritos los
diarios recién llegados de Madrid. Pasaban solas las mujeres por el
centro del arroyo, el devocionario en la mano, la mantilla caída sobre
los ojos y la falda agarrada y bien ceñida, de modo que al andar se
marcasen los tesoros dorsales, su esbeltez maciza de hembras fuertes y,
bien proporcionadas. Aresti fijábase en la separación del hombre y la
mujer que se notaba en las calles. Bilbao no cambiaba: cada sexo por su
sitio. El hombre á los negocios y la mujer sola á la iglesia ó á hacer
visitas, como única diversión. Pasó una pareja cogida del brazo.
--Serán forasteros--se dijo el doctor.--Tal vez algún empleado de los
que envía el gobierno. _Maketos_, como dicen mis paisanos.
Eran ya las once, y Aresti, pasando ante la iglesia de San Nicolás, fué
en busca de su primo. El poderoso Sánchez Morueta vivía en su hotel de
Las Arenas, evitándose así el molesto asedio que parásitos y protegidos
le hacían sufrir en Bilbao. Además, habituado á las costumbres inglesas,
gustaba de residir en el campo: pero las exigencias de sus múltiples
negocios le hacían venir casi todos los días al escritorio que tenía en
la villa, para firmar y dirigir. Llegaba por las mañanas, á todo correr
de sus briosos caballos y se arrojaba del coche, metiéndose en el
escritorio como si huyera. Aun así, tenía que separar muchas veces con
sus fuertes puños á los que le esperaban en la puerta, para proponerle
negocios disparatados ó pedirle dinero. Una vez en su despacho, era
difícil abordarle al través de los escribientes y criados que guardaban
la escalera. A la salida, Sánchez Morueta sólo osaba poner el pie en la
calle cuando tenía su carruaje cerca y podía escapar, ante la mirada
atónita de los solicitantes que esperaban horas y más horas. Los
despechados, la turba pedigüeña que en vano le asediaba y bloqueaba,
llamábanle «El solitario de Las Arenas», «El ogro de la Sendeja», que
era donde tenía su escritorio, y hasta afirmaban, faltando á la verdad,
que su carruaje sólo tenía un asiento, para evitarse de este modo toda
compañía. Transcurrían meses enteros sin que penetrasen en su despacho
otras personas que algún corredor de confianza ó los principales
empleados del escritorio, que recibían sus órdenes. Con los otros
capitalistas de la población--muchos de ellos compañeros de la juventud,
que habían marchado juntos con él en la primera etapa por el camino de
la fortuna--se comunicaba telefónicamente tuteándose, pero en estilo
conciso y seco, como si la riqueza hubiese secado los antiguos afectos.
Aresti siguió su marcha á lo largo del muelle, mirando los remolinos del
agua enrojecida por los residuos de las minas. Se detuvo un momento para
examinar dos barcos de cabotaje, dos _cachemerines_ de la costa, con los
títulos en vascuence pintados en la popa, y la cubierta obstruida por
extraños cargamentos, en los que se confundían los fardos de bacalao con
mesas y sillerías embaladas. Ofrecían igual aspecto que los carromatos
de los ordinarios de los pueblos, cargados de los más diversos objetos.
En uno de los buques, la tripulación se agrupaba á proa en torno del
hornillo donde hervía el caldero del rancho. Los barcos estaban tan
hundidos á causa de la marea baja, que el doctor, desde la riba, veía el
fondo de sus escotillas. Aquellos hombres, que pasaban por bajo de él,
tostados, enjutos, habituados á la lucha mortal con el mar cántabro, le
hacían recordar á su padre, entrevisto en los primeros años de su vida y
del que apenas quedaba en su memoria una sombra vaga.
El doctor, separándose del muelle, pasó á la acera de la Sendeja. El
escritorio de su primo estaba en un caserón antiguo y señorial, todo de
piedra obscura, con balcones de hierro retorcido y pomos dorados, y un
gran escudo de armas que ocupaba gran parte de la pared entre el primero
y segundo piso. Era propiedad de una vieja devota que, por legar toda su
fortuna á la Iglesia, se negaba á vender el edificio á Sánchez Morueta,
dándose la satisfacción de tener por inquilino á uno de los primeros
ricos de Bilbao.
Aresti no osó subir directamente al despacho de su primo, temiendo la
resistencia de algún portero nuevo, y las idas y venidas y consultas de
los empleados, antes de reconocerle y dejarle paso franco. Prefirió
entrar en el entresuelo donde estaba el despacho de los buques de la
casa, bajo la dirección de un antiguo amigo de la familia, el capitán
Matías Iriondo. Aquella oficina era lo único accesible del edificio,
donde se podía entrar á la buena de Dios, sin miedo á esperar ni á
porteros inflexibles.
--¿Está el _Capi_?...--preguntó Aresti á los escribientes que trabajaban
tras un atajadizo de cristales.
--¡Pasa, _Planeta_, pasa!--gritó alguien tras una puerta del fondo del
corredor.
Y Aresti entró, al mismo tiempo que el capitán, el _Capi_ como le
llamaba Aresti, abandonaba su escritorio avanzando hacia él con los
brazos abiertos.
--Te he conocido con sólo oírte, Luisillo--dijo Iriondo con su voz
bronca y discordante de hombre enronquecido por la continua humedad y
obligado á hacerse oír entre los mugidos del viento y de las olas.--¡Ay,
_Planeta_!... Te encuentro algo aviejado.
Y había que oír la expresión cariñosa que daba el marino al mote de
_Planeta_ aplicado al doctor. Para él, en su habla bilbaína, los hombres
se dividían en tres clases. Los que trabajaban seriamente en cosas de
utilidad y no tenían mote alguno. Los vagos y viciosos, que no sirven de
nada, á los que llamaba _arlotes_. Y luego venían los _planetas_, gente
simpática y buena, pero sin seriedad ni sentido práctico; los calaveras;
los que tienen talento, pero maldito en lo que lo emplean; los artistas
que hacen cosas muy bonitas que no sirven para nada; los que desprecian
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