El intruso - 19

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maligno tembló, adivinando que el santo iba á fundar nuestra Orden.
Pasaron á otra habitación en el extremo opuesto de la capilla. Cada vez
que el lego veíase ante el altar, caía de rodillas, causando la
admiración del médico, por el gesto con que rezaba su corta oración. El
cuerpo quedaba recto, con las manos cruzadas sobre el pecho, mientras el
cuello se prolongaba hacia adelante, como el pescuezo de una jirafa que
quisiera tocar el cielo.
--En esta habitación--dijo el lego--nació nuestro santo fundador. Aquí
tuvo también el hermano Garrido su revelación portentosa. Usted habrá
oído hablar de ella....
Pero viendo que el señor permanecía impasible, dijo con cierta
impaciencia:
--Pero usted sí que sabrá quién era el hermano Garrido.
--¡Oh! mucho--dijo Aresti, que oía por primera vez este nombre.
--Ya esperaba yo--continuó el lego--que un señor como usted conocería al
hermano Garrido. Los padres de Roma piensan canonizarlo apenas pase el
tiempo preciso.
Y hablaba con entusiasmo de este hermano, como si fuese una celebridad
universal, bastando citar su nombre para que todos repitiesen sus
glorias. En aquel mismo cuarto, estando en éxtasis el hermano Garrido,
se le había presentado la Virgen anunciándole con veintidós meses de
anticipación, el asalto de los conventos y la degollación de los
frailes, en los primeros años del reinado de Isabel II.
--Entonces--dijo Aresti--los padres de la Compañía, avisados con tiempo
no serían víctimas de las turbas.
--A algunos mataron en el Colegio Imperial de Madrid--contestó el
lego.--El hermano Garrido era modesto, y se calló la revelación, no
haciéndola pública hasta después que llegó aquí la noticia de los
asesinatos.... Era muy humilde el hermano Garrido. Por esto será algún
día un santo más de nuestra Orden.
Había terminado la visita á la casa de San Ignacio. De un momento á otro
llegarían las señoras para hacer sus ejercicios en la capilla. Pero el
hermano sentía cierta pena por separarse tan pronto de aquel señor
devoto que le escuchaba sin pestañear como si le admirase.
--¿Quiere usted ver el monasterio?--le preguntó.
Esta invitación no la hacía á todos los visitantes: pero con él era
distinto; él había ido á Roma en peregrinación y había visto el cuerpo
de San Ignacio. Pasaron del castillejo al monasterio por una galería
cubierta, en la que trabajaban varios obreros con pantalones y blusas
del mismo azul celeste que el manto de la Virgen. Eran hermanos jóvenes
que trabajaban de carpinteros y albañiles; mocetones de la montaña que
deseaban emanciparse del terruño, prestando sus brazos á la Compañía
para el trabajo reposado y lento de las casas de religión; libres ya de
la lucha por la vida, y teniendo de antemano asegurada la salvación
eterna, sólo con obedecer ciegamente á los superiores.
--¿Quiere usted subir á la biblioteca?--preguntó el hermano.--Tiene poco
que ver: todo en ella es antiguo.
--Lo antiguo era lo mejor--dijo Aresti con gravedad.
--Usted está en lo cierto. ¡Ay, si todo el mundo pensase tan sanamente
como usted! No como la gente de ahora que sólo lee novelas y libros
malos contra la religión.
La biblioteca estaba en el último piso; una gran sala, por cuyas
ventanas entraba á raudales la luz del sol, viéndose desde ellas los
montes inmediatos, verdes y limpios de niebla. Unos cuantos cuerpos de
la estantería contenían diversas ediciones de clásicos griegos y
latinos, encuadernados en pergamino. Otros guardaban los autores
teológicos, y el resto estaba ocupado por todos los libros escritos en
favor y defensa de la Compañía de Jesús. Aresti leía con curiosidad los
nombres de aquellos autores que le eran desconocidos y á los cuales
atribuía el hermano una fama universal. Realmente, era todo antiguo en
aquella biblioteca: olía á sepultura.
Descendieron á los claustros. El médico temía encontrarse con algún
Padre que le conociera por haber estado en Bilbao. Pero á aquella hora
los sacerdotes estaban en sus celdas, y por los claustros únicamente
pasaban algunos legos sin sotana, con aire apresurado, deslizándose sin
ruido sobre sus zapatillas silenciosas. En la antesala del refectorio
varios hermanos viejos limpiaban vasos y botellas en una fuente de
mármol obscuro, que arrojaba cuatro chorros de agua.
Aresti, solicitado por el lego, entró en una celda de las que servían de
alojamiento á los seglares durante los diez días que duraban los
ejercicios.
--Pobrecito--decía el hermano enseñándola,--pero decentito y limpio.
Aquí vienen toda clase de personas; banqueros, generales... hasta
ministros. Y viven tan ricamente y son felices en esta pobreza mientras
curiosean su alma.
El doctor examinaba el cuarto, de alto techo y desahogadas proporciones.
Junto á la ventana, una mesa con dos sillas de paja. La cama de hierro
se ocultaba tras un tabique bajo, con una cortinilla roja en la puerta.
Los claustros estaban adornados con antiguos retratos faltos de valor
artístico, pero de cierto interés histórico. Eran los Padres más famosos
de la Compañía por las aventuras y peligros de su existencia; los
propagandistas del jesuitismo que se habían esparcido por la tierra en
la primera expansión de la Orden recién fundada, ocultando su carácter y
sus fines, amoldándose á los gustos y costumbres de los países donde se
establecieron. Los había con grandes barbas, recios capotes, altas botas
y gorro de piel, relatando la leyenda al pie del retrato, sus viajes por
el Norte de las Rusias, sus arriesgadas expediciones en países de hielo.
Otros vestían la bota floreada de la aristocracia china: habían sido
mandarines, llegando á aconsejar á individuos de la dinastía Celeste. Y
además de estos arriesgados viajeros, felices en sus aventuras,
figuraban los mártires, los que habían perecido bajo las flechas de los
tártaros ó los sables de los japoneses. El Asia, con sus enormes
imperios catalépticos é insensibles, había tentado á aquellos
propagandistas de la autoridad y de la vida automática y sumisa.
Aresti vió todo el resto del monasterio: el refectorio, con su púlpito
para la lectura; la capilla, en la que hacían los hombres sus ejercicios
espirituales, colocando los Padres á la puerta una bandeja para que los
jóvenes depositasen en un papel cerrado sus peticiones á la Virgen; la
cocina, donde los hermanos guisanderos le explicaron los tres platos
sólidos que correspondían á los individuos en cada comida: el salón
acristalado, en el cual fumaban sacerdotes y seglares un cigarrillo
único, pues en el resto del monasterio, aunque el fumar no estaba
prohibido, era mal visto por los superiores.
--Queda la huerta. ¿Quiere usted verla?--dijo el hermano con el deseo de
prolongar algunos minutos más el trato con aquel señor que le escuchaba
con tanta atención.
Salieron á una huerta cerrada por un alto muro de piedra. En el fondo
había una pequeña granja con sus vacas y cerdos, de los que hablaba el
hermano con tierna admiración. Los pájaros turbaban el silencio
monástico de aquellos campos, revoloteando en torno de los árboles
frutales.
Un seglar iba con un libro en la mano por el mismo camino que seguían
ellos. Era la única persona que paseaba por la huerta.
Aresti lo vió de espaldas y aceleró el paso como sí le acometiese de
pronto una duda y quisiera salir de ella.
--Es un señor muy rico, ¡muy rico!--dijo el hermano, adivinando su
curiosidad.--Está haciendo los ejercicios seis días. Creo que es de
Bilbao y que le llaman...
Pero antes de que el lego dijera el nombre, el seglar se volvió oyendo
el ruido de los pasos.
--¡Pepe!...--gritó el doctor.
La sorpresa no le permitió decir más al reconocer á Sánchez Morueta.
--¡Luis!... ¡Primo!...--exclamó éste no menos sorprendido.
Pero, pasada la primera impresión, hizo un movimiento de molestia
semejante al del que duerme y se ve bruscamente despertado.
El hermano, á impulsos de su meliflua cortesía, siguió andando para
detenerse á alguna distancia de los dos hombres. Le inspiraba profundo
respeto aquel devoto al que trataban con gran deferencia todos los
Padres, permitiéndole fumar en su cuarto y bajar á la huerta á todas
horas, con otros privilegios no menos importantes que sólo se concedían
á muy contadas personas. El visitante que él acompañaba también adquiría
una importancia inmensa ante sus ojos, por tratarse tan afectuosamente
con el personaje.
Los dos hombres quedaron mirándose en silencio largo rato.
--¿Tú aquí?...
Y Aresti encerraba en esta exclamación toda la fuerza de su asombro.
Sánchez Morueta sonrió de un modo que su primo no había visto nunca en
él. Era una expresión de resignada modestia, de decaimiento de la
voluntad. Hablaba sencillamente, como si no hubiese ocurrido nada de
extraordinario desde la última vez que se habían visto.
Cristina y la niña le acompañaban en los ejercicios. Muchas familias de
lo mejor de Bilbao estaban en Loyola con el mismo fin: las señoras en el
hotel: los hombres en las celdas del monasterio. Ya llevaba allí seis
días y le faltaban cuatro.
--¿Y estás bien? ¿Te gusta esta vida?
--Sí--contestó el millonario con sencillez.--Me sienta perfectamente: no
tienes más que mirarme.
Sánchez Morueta parecía repuesto de su crisis. Nada quedaba en él del
enfermo que había visto Aresti en su última visita á Las Arenas. Su
mirada era tranquila, con una fijeza serena: el color sanguíneo de sus
primeros tiempos de luchador había vuelto á animar su rostro.
El médico le escuchaba con asombro enumerar las ocupaciones de su vida
en aquella casa: todas con arreglo á la distribución del tiempo marcada
por el director de sus ejercicios. Se levantaba á las cinco y media de
la mañana; á las seis bajaba á la capilla, leyendo durante media hora
aquel libro que le acompañaba siempre: después meditaba una hora, oía
misa y tomaba el desayuno, descansando hasta las diez ó paseando por la
tranquila huerta que los buenos padres ponían á su disposición. Meditaba
de nuevo hasta mediodía en su celda, recibiendo la visita de su
director, rezaba el Vía Crucis en los claustros, comía á la una
descansando de nuevo hasta las cuatro, y á esta hora bajaba á la capilla
para escuchar las pláticas con los otros compañeros de ejercicios. A las
siete era la estación al Santísimo Sacramento, después el Rosario, los
dolores y gozos de San José y el examen de conciencia de todo lo hecho
durante el día: á las nueve la cena y á las diez se acostaba.
Él, que en el mundo podía dar órdenes á miles de seres, gozaba la
extraña dulzura de ser mandado, de sentir sobre su voluntad otra que era
superior y la dominaba. La celda pobre y la comida vulgar en el
refectorio, le parecían de una voluptuosidad extraña después de tantos
años de bienestar fastuoso y refinado en su palacio de Las Arenas. Los
primeros días habían sido duros para él, pero ahora paladeaba la dulzura
de no ser nada, de verse guiado, anulando su voluntad,
empequeñeciéndose, pensando á todas horas en la muerte para convencerse
de la humana insignificancia.
El mundo al que había de volver le parecía lejano, muy lejano. Aquel
Bilbao, del que era rey, estaba sin duda en otro planeta con sus
agitaciones de lucro, con sus fiebres de egoísmo, de las que no llegaba
nada, absolutamente nada, á aquel tranquilo rincón.
--Estoy bien, Luis: mejor que nunca. La satisfacción que adivino en mi
mujer y mi hija, me llena de alegría. Tengo la certeza de que al salir
de aquí nos querremos más; que constituiremos una verdadera familia
cristiana, como dice....
Se detuvo como avergonzado de soltar ante Luis el nombre en que pensaba.
Pero se arrepintió de su duda como de un pecado, y añadió con energía,
queriendo imponer su convicción:
--Los jesuítas no son malos como yo creía torpemente. Debes salir de tu
error, Luis. Son unas excelentes personas: unos santos. ¡Ay, si tú los
tratases!
Después habló de Urquiola, que les había acompañado á los ejercicios,
pero había tenido que salir el día antes para Bilbao, llamado por el
Padre Paulí; de la tranquilidad de aquella vida, sin agitaciones
cerebrales, y sin ambición, que tanto contrastaba con su existencia de
Bilbao.
--Creo, Luis, que si no tuviese á mi mujer y mi hija, aquí me quedaría
para siempre. Esta es la verdadera vida. La de fuera ya sabes lo que es:
penas y maldiciones.
Aresti le escuchaba silencioso, mirándolo fijamente, sin pestañear, como
en presencia de un enfermo; de «un caso interesante».
--¿Y qué es eso que llevas ahí?--dijo de pronto, agarrando el libro que
su primo conservaba cerrado en una mano.
Le bastó una ojeada para conocer el pequeño volumen encuadernado en
pasta, con una impresión gruesa y vulgar de libro devoto. Era los
_Ejercicios espirituales de San Ignacio_, explicados por el Padre
Claret, el famoso arzobispo de Trajanópolis, que tanto había influido
sobre los últimos años del reinado de Isabel II.
Aresti conocía el libro. Muchas veces lo había encontrado sobre su mesa
cuando vivía con su mujer. Recordaba su estilo de piadosa belicosidad,
hablando de las dos banderas: «la una de Cristo Señor Nuestro, sumo
capitán; la otra de Lucifer, mortal enemigo de nuestra naturaleza
humana.» San Ignacio y el Padre Claret llegaban á la elocuencia más
conmovedora al describir el infierno. El fuego de aquel lugar de
maldición era tan intenso, «que una sola centella reducía á polvo una
piedra de molino; si caía sobre un globo de bronce lo derretía al punto,
como si fuese de cera, y si en un lago reducido á hielo, lo hacía hervir
en un instante.» Los condenados sentían este fuego en el cerebro, los
dientes, lengua, garganta, hígado, pulmón, entrañas, vientre, corazón,
venas, nervios, huesos, médula de éstos, sangre y hasta en las potencias
del alma», y después de la horripilante enumeración, San Ignacio
preguntaba al alma del pecador con quién deseaba irse, si con Dios ó con
el Demonio. ¡Ah, mísero Luzbel; ridículo pazguato que ofrecía con torpe
malicia las cortas felicidades de la tierra á cambio de una eternidad de
tan horrible fuego! La respuesta no era dudosa. Con Dios se iban las
almas después de los santos ejercicios.
Sánchez Morueta hablaba de éstos. Los primeros días estaban dedicados á
meditar sobre el pecado mortal, la muerte y el infierno. Después se
meditaba con ayuda de aquel libro sobre la gloria eterna y la
misericordia de Dios.
--¿Pero tú crees en todas esas cosas del infierno y la gloria, tan
vulgares, tan groseras como las pinta ese libro?
La firme mirada de Aresti turbó á su primo.
--Como creer... no puedo afirmarlo rotundamente. Me asaltan dudas, y me
callo por no molestar á mi director. Pero todo esto me causa cierto
bienestar. Lo absurdo me entretiene, me deleita, me vuelve á la
tranquilidad de la niñez. Creo algunas veces que aun me mecen
susurrándome cuentos al oído.
El médico sonreía, y Sánchez Morueta se apresuró á añadir:
--Pero me siento más feliz, más tranquilo que antes. Además, en estas
meditaciones hay algo que me impresiona profundamente y que ni tú ni
nadie podéis negar: la Muerte. Nos hacemos viejos, Luis, y ella llega y
no valen para ablandarla riquezas ni ruegos. Desde que nada ansío, y no
encuentro ante mí nada que conquistar, la tengo mucho miedo.
Y el terror á lo desconocido, á la muerte inevitable, á la eterna
sombra, se manifestaba en el rostro del millonario con un gesto
desesperado.
Aresti recordaba la página de la Muerte en el libro de San Ignacio, una
página de brutal realismo, que hacía temblar á los hombres y llorar de
horror á las mujeres. «Mirad lo que pasa en aquel cuerpo: antes hermoso
é idolatrado, ya muerto: ya está sepultado, ya cayó.... Luego, se le
acercan los moscones, escarabajos, sapos y sabandijas, y se saborean y
complacen en el mal olor que despide y en la podre que empieza á manar;
también se acercan los ratones, taladran sus vestidos ó mortaja; se
enredan entre el cabello, entran en la boca y empiezan á comer la
lengua, salen luego y registran todo el cuerpo entre carne y vestido.
Mientras tanto, la putrefacción se va aumentando: ya se ve pulular una
grande muchedumbre de gusanos que van comiendo la carne del vientre, de
la cara y de todo el cuerpo: ya se concluyó la comida: ya los gusanos
mueren de hambre, dejando allí unos huesos negruzcos y descarnados, que
con el tiempo se calcinarán y convertirán en polvo. Acuérdate, hombre,
que eres polvo y en polvo te has de volver, en cuanto al cuerpo, pues
eres hombre de humo ó tierra.»
--¡Lee esto! ¡lee esto!--decía el millonario abriendo el libro por
aquella misma página que tenía señalada, como si fuese su obsesión.--¡La
Muerte!--murmuraba luego.--Se habla de ella muchas veces, pero sin
pensar en lo que realmente es, sin pararse á mirarla de cerca.... ¡Qué
horrible! Luchar toda la vida para dar gusto á la carne, para preparar
el pasto del gusano....
Después, en voz baja, dijo al doctor:
--Debe existir algo después de la muerte. No sé ciertamente si será lo
que aquí dicen ó lo que digan en otra parte. ¿Pero qué pierdo yo con
creer á ojos cerrados? Por lo pronto, gano la tranquilidad de la casa, y
bueno es, por si hay algo más allá, ir preparado á todo, sin miedo á
engaños.
Aresti sonrió con lástima, ante aquel espíritu comercial, que examinaba
la vida futura con el mismo egoísmo que si apreciase las probabilidades
de un negocio.
Ahora sí que le decía adiós para siempre. Su primo estaba bien agarrado,
por el egoísmo y el miedo á la muerte, las dos flaquezas de los felices.
--Debías quedarte aquí, Luis: venir alguna vez. Los Padres son gente
simpática. ¿Qué perderías con ello? Aunque no creyeses en todo, podías
callarte y ser feliz. ¿Qué sacas de tanto estudio? ¿Estás seguro de que
todo lo que tú crees es verdad? ¿Y si después de morir te encontrases
con la inmensa equivocación de que hay algo?...
El doctor le estrechó la mano con frialdad, convencido de que se
separaban para siempre, de que en adelante se mirarían con extrañeza,
como si fuesen otros hombres.
Y Aresti salió de la huerta, precedido por el hermano, que ahora
callaba y parecía tener prisa en sacarle del monasterio, como si hubiese
escuchado de lejos parte de la conversación.
Antes de salir, aún se volvió para ver á su primo, que le seguía con los
ojos y parecía decirle:
--¡La Muerte, Luis!... ¡Piensa en la Muerte!


X

A las diez de la mañana llegó el doctor Aresti á Bilbao un domingo del
mes de Septiembre.
El tren de Portugalete iba repleto de obreros, procedentes de las minas
y las riberas de la ría. Todos mostraban prisa por llegar á la plaza de
Toros. Se celebraba en ella un gran mitin de protesta contra los
patronos, por no querer aceptar las proposiciones de los mineros, los
cuales venían amenazando con una huelga hacía dos meses. La reunión
popular era el _ultimátum_ que lanzaban los trabajadores.
Los primeros trenes de la mañana habían trasladado á Bilbao mayores
cargamentos humanos, viendo su llegada con cierta alarma las gentes de
la villa.
No todos iban al mitin. Descendían también de los vagones aldeanos con
gruesos garrotes, escoltando á los curas de su anteiglesia. Estos grupos
rurales llegaban para la gran romería que subiría por la tarde al
santuario de Begoña.
El mitin de los trabajadores y la fiesta organizada por los jesuítas y
los bizkaitarras, se encontraban en el mismo día. Un ambiente belicoso,
que excitaba los nervios, haciendo más duras las palabras y más
insolentes las miradas, parecía pesar sobre la villa.
En el camino había apreciado Aresti el estado de los espíritus. El vagón
estaba ocupado por obreros y por campesinos de los que iban á la
romería. Unos y otros se miraban hostilmente, y los aldeanos acariciaban
nerviosamente sus _cachabas_, oyendo las burlas de la gente de las
fábricas.
Callaban porque en aquella vía, invadida por la moderna industria, eran
menos las gentes del campo. ¡Ay, si aquello hubiese sido en la línea de
Durango, por donde descendían los rebaños de la fe para la fiesta de la
tarde, en masas cerradas, con sus curas y estandartes á la cabeza!...
Al bajar del tren el doctor Aresti, oyó que alguien le llamaba.
Era el capitán Iriondo, vestido con el traje viejo de sus expediciones
de caza. Llevaba la escopeta pendiente del hombro, y el perro, junto á
él, husmeaba sus manos.
--¿Buscas la bronca, eh?...--dijo al médico.--Tú vienes porque te gustan
estas cosas, y yo me voy por no verlas.
Se marchaba á cazar _chimbos_ á cualquier parte: le interesaba huir de
Bilbao, no ver lo que seguramente ocurriría.
--El aire huele á pólvora, querido _Planeta_: van á llover palos. Al
venir á la estación me recordaba esta Bilbao tan nueva y tan bonita, la
que conocí durante el sitio. Los socialistas, los republicanos, todos
los que creen que esto marcha mal, se están reuniendo en la plaza de
Toros entre banderas y vivas. Los otros se citan para la tarde en las
iglesias y se enseñan los revólvers en los rincones de las sacristías.
El Padre Paulí predica, hace tiempo, que hay que morir por la fe: el
zascandil de Urquiola anda arengando á la juventud salida de Deusto,
para que mate en nombre de Dios. La pobre villa parece un huevo entre
dos piedras, y yo me voy, Luis, me voy, y admiro el gusto que tienes en
ver estas cosas.
Aresti le escuchaba con interés. Había hecho el viaje atraído por la
posibilidad de un choque. Deseaba ver cómo los obreros de la montaña, y
los industrialillos de la villa se atrevían por primera vez con el
jesuitismo. Ya era hora de que Bilbao se levantase contra aquel enemigo
que se deslizaba en sus entrañas, después que lo había derrotado por dos
veces ante sus improvisadas trincheras, cuando se cubría con la boina
blanca.
--En esto llevas razón, Luis--dijo el capitán enardeciéndose.--Si me
voy, es porque no puedo aguantar lo que se ve en esas calles. No pensaba
al levantarme en salir al campo, pero de repente he cogido la escopeta
para huir. ¡Porra! ¿De qué nos ha servido tanto comer pan de habas y
carne de caballo á los que disparábamos el fusil en las trincheras, si
aquellos á quienes hicimos huir se nos han metido en casa y parecen los
amos? ¡Cómo está hoy Bilbao, chiquillo! No se puede dar un paso sin
tropezar con un cura. Los que hace años bombardearon la villa y hoy
darían cualquier cosa por verla entre llamas, se pasean por ella, como
señores. Han bajado en manadas para ver á la Virgen, con el revólver en
el bolsillo, y miran á todos con insolencia, como deseando que llegue
pronto el momento de matar perros liberales.
El capitán mostraba prisa en irse. De quedarse en la villa tal vez se
mezclase en la lucha. Tenía miedo á su entusiasmo: podía sin darse
cuenta liarse á golpes con aquel carlismo vergonzante que tanto le
irritaba.
--Yo no soy más que un empleado, Luis: un dependiente de Sánchez
Morueta. ¡Y figúrate lo que haría doña Cristina si me viese mezclado en
el jaleo; lo que diría el mismo Pepe, que tan cambiado está!... Bastante
hago con defenderme y quedar á un lado, pues por su gusto iría esta
tarde camino de Begoña.
El recuerdo del millonario y su familia, hizo que el médico y el marino
hablasen de la gran transformación de Sánchez Morueta. Muy poco había
sabido de él Aresti, después de su encuentro en el monasterio de Loyola.
--Es otro hombre--dijo Iriondo con tristeza.--Aquella casa ya no es la
misma.
Y evitaba dar más detalles, con la prudencia del subordinado fiel que
teme ser indiscreto. Pero su franqueza de viejo marino se sobrepuso.
--¡Qué porra! Tú eres de la familia y debes saberlo todo. Además, eres
mi amigo y quieres á Pepe. ¡Ay, _planeta_! Aquello ya no es casa, es un
convento, y cualquier día, el que fué nuestro grande hombre acabará por
traernos el Padre Paulí al escritorio, para que dirija á los empleados.
No se separa de él un instante.
Y describía con rudeza la nueva vida del millonario. Todos le dominaban;
todos estaban sobre él: la esposa, la hija, hasta aquel niño
inaguantable de Urquiola, que le decía con la mayor insolencia: «Tío, no
haga usted eso», «tío haga usted lo otro.» Por el momento, Sánchez
Morueta sólo era el tío: pero no acabaría el año sin que el abogadillo
le llamase papá. Se casaba con Pepita y todos parecían satisfechos de
tal matrimonio: la niña, la madre y el Padre Paulí. El millonario
callaba, como si estando contentos los demás no necesitasen consultar
sus deseos. Urquiola iba ya por el escritorio y daba órdenes
imperativamente á los empleados. Hasta con el capitán se atrevía; con el
viejo amigo de Pepe, á quien siempre hablaba éste con fraternal
atención. ¡Porra! ¡A la vejez, después de una vida de noble é
independiente trabajo, ser criado de aquel cachorro de Deusto!... Antes
se retiraría, abandonando á Pepe, el cual, bien mirado, ya no era el
Pepe que él conoció.
--Cómo nos lo han cambiado, Luis. ¿Querrás creer que un día en el
escritorio, al volver de Loyola, me contó con el mayor entusiasmo que
había hecho una confesión general, un recuento de todos los pecados de
su existencia y me afirmaba que después de esto se sentía con mayor
salud, como si fuese otro mundo? No he presenciado caída como esta. La
mujer lo tiene tonto, y en esto la ayuda el tunantuelo de Urquiola. ¿No
sabes la última hazaña de ese pillín?... No la sabrás: todo Bilbao habla
de ella, pero á las minas no llegan estas cosas.
Y relató á Aresti un suceso digno de la sección de tribunales de un
periódico. Urquiola había dado un abortivo á aquella infeliz que vivía
en los barrios altos y era su amante, sufriendo en silencio una
esclavitud de miseria y de golpes, enamorada sin duda, de la fachenda
del atleta y de su petulancia nobiliaria. Al protegido del Padre Paulí
le aterraba la idea de tener un hijo, ahora que su matrimonio estaba
concertado con la primera fortuna de Bilbao, y á viva fuerza había
provocado el aborto. La enfermedad de la esclava y las murmuraciones de
la vecindad, habían hecho intervenir en el asunto al juzgado. ¡Un
escándalo, pero nada más! En aquella población todo se doblegaba á la
influencia de los Padres y al respeto que inspiran los ricos.
--Y Pepe--continuó el capitán,--sin enterarse de nada; y si algo sabe,
como si no lo supiera. Basta que doña Cristina afirme que todo es
mentira para que él lo crea: basta que el Padre Paulí le diga que
Urquiola será un grande hombre para que él escuche impasible sus
necedades y bravatas de cabecilla. ¡Ay, Luis! ¡Qué dominación tan rápida
y absoluta la de esa gente!...
Iriondo describía su influencia extendiéndose á todo lo que estaba bajo
la dirección de Sánchez Morueta, á las fábricas, las fundiciones y hasta
los barcos. Sin respeto á su cargo de inspector de navegación de la
casa, le hacían despedir á marinos viejos que llevaban muchos años al
servicio de Sánchez Morueta, y admitir á otros jóvenes que, apenas
tomaban posesión de su camarote, pegaban frente á la litera una imagen
del Corazón de Jesús. Él no osaba protestar ante el gesto autoritario
del amo, y el miedo á los que, ocultos tras él, regulaban sus palabras y
acciones.
La semana anterior le habían dado orden de despedir á todos los obreros
que, trabajando en la descarga de los buques, profiriesen blasfemias ó
se mostrasen interesados en la propaganda de doctrinas impías. ¡Cristo!
¡Él, á sus años, convertido en un hermano de la Doctrina Cristiana;
obligándole aquellos señores á que enseñase catecismo y buenas palabras
á los cargadores del Nervión!...
--Pues, ¿y en los altos hornos?--exclamó después el capitán,--Allí va á
haber cualquier día una huelga, seguida de la degollina de todos los
beatos que toman las oficinas como terreno de conquista. Desde que se
fué Sanabre, aquel chico tan simpático, la fundición es un infierno.
Pepe tendrá cualquier día una sublevación ruidosa, y á los huelguistas
no les faltará motivo. El trabajo y la honradez es lo de menos para los
que dirigen la casa. Los trabajadores que no son religiosos van á la
calle, y los talleres se llenan poco á poco de hipócritas, que trabajan
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