El intruso - 06

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que asustaban al doctor. «Soy tu mujer y he de serte fiel, como manda la
Santa Madre Iglesia: pero te quiero poco, lo confieso.... ¡Ay, Luis!
¡Cómo te amaría si echases á rodar todos esos libros y fueses á la
Iglesia como van las personas decentes!».... Con gran frecuencia notaba
en su despacho la desaparición de revistas y libros, que tal vez
estarían en manos de cualquier confesor curioso que desde lejos espiaba
sus acciones.
Lo que le hacía perder la calma era la insolencia con que la suegra y la
cuñada le increpaban apenas osaba resistirse, apoyadas por el silencio
hostil de su mujer.
--¿Pero quién eres tú?--le dijeron un día.--Un pobretón que, aunque
ganas algo, casi estás mantenido por nosotras. Cuando matabas el hambre
en casa del gabarrero nosotras éramos más ricas que hoy. No sirves para
otra cosa que para tragarte libros impíos y repetir sandeces de
filósofos contra Dios y la religión. ¡Si al menos supieras ganar dinero
como tu primo Sánchez Morueta!...
Aresti no quiso sufrir más. ¿Qué hacía entre aquella gente? Por más
tiempo que transcurriera, por más que se mantuviese en resignada
sumisión nunca llegaría á fundirse con su nueva familia.
Entonces fué cuando pidió á su primo que le enviara de médico á las
minas, y, empaquetando los libros que constituían su única fortuna,
salió de aquella casa lo mismo que había entrado. ¡Ay, lo mismo no!
Había sacrificado su porvenir; había sufrido dos años de amargas
humillaciones; ya no podía dignamente unir su destino al de otra mujer
dentro de una sociedad gobernada por las leyes más que por los efectos.
Además, dejaba á sus espaldas á las tres señoras de Lizamendi, que, para
justificar la fuga del doctor, hablaban á todos de la grosería de su
carácter y de su perversidad moral, fruto de las doctrinas impías.
Después de esta fuga, la esposa de Sánchez Morueta, casi rompió toda
relación con el doctor. Hablaba indignada de él á su marido. ¡Dejar así
á la pobre Antonieta, que era un ángel, un modelo de virtud y devoción
como todas las mujeres de la familia!... Fué preciso que Sánchez
Morueta, con su grave autoridad que no admitía réplicas, manifestase su
propósito de seguir recibiendo á Aresti en su casa, para que la esposa
se contuviera ante el doctor. Pero terminó entre los dos la antigua
amistad. Aresti, aislado en las minas, evitaba el bajar á Bilbao,
sabiendo que su mujer visitaba con frecuencia la casa de su primo.
Cuando Sánchez Morueta abandonó la villa para habitar su hotel de Las
Arenas, Aresti fué á verle con más frecuencia. Le interesaba su sobrina
Pepita, que acababa de salir del colegio y casi era una mujer. Pero en
estas entrevistas tropezaba siempre con la frialdad, cortés en
apariencia, pero implacablemente hostil de la señora, que así como
avanzaba en edad, adquiría fama en Bilbao por sus entusiasmos
religiosos. La maternidad y los años, la hacían retirarse de la
ostentación elegante, abdicar de la supremacía que ejercía en las
tertulias, con sus trajes y sus joyas. Ahora la llamaban irónicamente
«la gran cristiana», y era la primera en todas las juntas de las
asociaciones religiosas y pías fundaciones, sembrando á manos llenas,
en cofradías y conventos, el dinero de Sánchez Morueta.
Aresti, al llegar á este punto de sus recuerdos, fijaba la mirada en su
primo, sentado junto á él en el carruaje. ¡Ay! Aquel tampoco era
dichoso. La suerte le esperaba todos los días á la puerta de su casa,
para acompañarlo por el mundo, pero no le seguía hasta el interior de su
hogar. No se veía obligado á romper como él con la familia, porque el
dinero le daba una superioridad irresistible, poniéndolo á cubierto de
humillaciones; porque con un puñado de su riqueza, esparcida sin
regatear, lograba entretener diariamente al enemigo, con el que estaba
obligado á hacer vida común. Pero se sentía solo: se notaba la amargura
del aislamiento en su gesto ensimismado y triste, en la alegría
momentánea que experimentaba al ver á su primo, el único que lograba
ablandar su carácter huraño, excitando sus confidencias.
El carruaje había dejado atrás la dársena de Axpe, llena de vapores que
esperaban turno para la carga; de buques sin flete que dormían en las
aguas muertas. Era el hospital de los barcos, según palabras de Iriondo.
En medio de aquel pueblo flotante, estaban los yates de los ricos de
Bilbao, blancos y ligeros como juguetes, con la cubierta entoldada para
resguardar los dorados y las maderas preciosas de las cámaras. El
millonario lanzó al pasar una mirada melancólica sobre su yate enorme y
gallardo, una mirada en la que vió Aresti la nostalgia de la vida del
mar, de los amplios horizontes, de la existencia libre, sin las miserias
y preocupaciones terrestres.
Se aproximaban á Las Arenas. El puente de Vizcaya cortaba el horizonte
con su red de cables movibles. En la ribera de enfrente, los altos
hornos de Sánchez Morueta elevaban sus torreones de fundición, sus
numerosas chimeneas coronadas por las nubes de humo multicolor. Bajo los
extensos cobertizos notábase el hormigueo de varios miles de obreros.
Llegaban arrollados por el viento los estrépitos de la industria, el
martilleo poderoso, los resoplidos de las máquinas, el mugido de los
convertidores del acero que lanzaban por encima de las techumbres su
chorro de chispas y escorias.
Aresti admiraba esta grandeza industrial. ¡Todo era obra de su primo!
--¡Qué hermoso!--exclamó dando con el codo al millonario y mostrándole
sus fundiciones.--¡Y pensar que de pequeño has correteado entre los
chicos de Olaveaga! Debes estar satisfecho de tu obra. ¿Hay alguien más
feliz que tú?...
Sánchez Morueta miró un instante á su primo, con inquietud, como si
temiera que se burlase. Después añadió con voz lenta:
--Sí, no estoy descontento de la suerte. Todos hemos prosperado, Luis. A
mí me rodea la felicidad: pero es por fuera: en todo lo que se ve....
Ahora, por dentro... por dentro cada uno sabe lo que lleva.


III

Fué una «comida íntima» la que dió Sánchez Morueta por ser sus días. No
estaban en el comedor otras señoras que la esposa del millonario y su
hija. Los convidados eran todos de la casa, empleados como el capitán
Iriondo, el secretario Goicochea y Fernando Sanabre, el ingeniero
director de los altos hornos, ó parientes de la familia como el doctor
Aresti y Fermín Urquiola.
Este Urquiola visitaba con frecuencia la casa, por ser sobrino lejano de
la señora, aunque Sánchez Morueta no mostraba por él gran simpatía. Era
un antiguo discípulo de Deusto, que, después de abandonar la
Universidad, seguía á las órdenes de los Padres de la Compañía lo mismo
que cuando estudiaba en sus aulas. La juventud de Bilbao, que se llamaba
á sí misma distinguida, admirábale por su fuerza muscular y el
entusiasmo con que sustentaba las sanas ideas de los buenos padres. Era
el organizador y el hombre de acción de todas las asociaciones piadosas.
Su ideal consistía en tener á los _liberalitos_ en un puño y no dejar
que las gentes de la Maketania se apoderasen del país. Pasaba en Bilbao
por ser uno de los jóvenes más elegantes, pero cuando llegaban luchas
electorales, se le veía con la boina sobre los ojos, empuñando un enorme
garrote, al frente de los aldeanos de los pueblecillos inmediatos. La
rizosa y poblada barba, la nariz aguileña y pesada y sus ojos negros de
bohemio, dábanle gran prestigio entre las gentes del campo, porque las
hacía recordar la cara adorada de su ídolo.
--¡Se le parece al señor!...--murmuraban.--Tiene toda la cara de don
Carlos.
Y á Urquiola, impulsivo y brutal, que hablaba de beber sangre por la más
leve ofensa, le satisfacía que los partidarios, por exceso de
entusiasmo, relacionasen su nacimiento con los veleidosos amoríos del
fugitivo rey de las montañas. Su familia, arruinada por la guerra,
apenas si le había dejado una renta exigua para vivir, y Urquiola se
ayudaba buscando la protección de las familias más linajudas de Bilbao,
que veían en él un acabado ejemplar de la juventud sana educada en
Deusto. Alborotaba en las luchas políticas, llevando á ellas la misma
violencia de su partido cuando se batía en los montes. Por las noches
mezclábase en los escándalos de ciertas casas del barrio de San
Francisco, donde ejercía alguna superioridad sobre las infelices
mercenarias de sus cuerpos, por el prestigio de su nombre y la leyenda
sobre su nacimiento que le convertía casi en un príncipe. Los amigos
tenían fe en su porvenir. Los padres de Deusto le protegían, sonriendo
benévolamente ante lo que llamaban sus calaveradas. Era exceso de vida:
ya le casarían ventajosamente y sería un modelo de caballeros cristinos.
Sánchez Morueta le veía en su casa con disgusto, pero no osaba
manifestarlo claramente por consideración á doña Cristina, que parecía
orgullosa de su sobrino.
--Este animal viene indudablemente por Pepita--decía Aresti, á quien
interesaba Urquiola como un ejemplar raro de egoísmo y brutalidad.
Y se fijaba en su sobrina, la cual, á pesar de las insinuaciones de la
madre, mostraba más inclinación por Sanabre, el ingeniero de los altos
hornos, que por aquel pariente cuya petulancia y descaro parecían
intimidarla. Gustaba la joven de saber por él todo cuanto pudiera
molestar á sus amigas. Urquiola la enteraba de todas las fiestas que
proyectaban los padres de la Compañía para entretener y conservar bajo
su dominio á una sociedad ociosa y opulenta; pero una vez agotados estos
temas, la joven se alejaba de él y permanecía silenciosa, como
abroquelada por la instintiva repulsión que parecía inspirarle el famoso
discípulo de Deusto.
Aresti veía en su sobrina la niña rica de las familias de su tierra;
educada primero por las monjas y dirigida después por el confesor hasta
en los hechos más pequeños de su existencia; con la voluntad adormecida,
y considerando como un pecado, el más leve intento de iniciativa
propia.
El doctor reconocía que no era gran cosa como mujer: la alegría de la
juventud en los ojos, los cabellos rubios de su madre, y una esbeltez de
muchacha sana en la que todos los encantos femeniles están aún
recogidos, como en capullo, sin la majestad exuberante de la forma
definitiva. A través de su belleza en agraz, adivinábase el esqueleto
fuerte y anguloso del padre. En sus manos largas, algo grandes para sus
brazos delicados, había mucho de Sánchez Morueta. Era la primera
evolución de la estirpe hacia el afinamiento de la ociosidad y el
bienestar, guardando aún los signos de su origen.
Iba cargada de joyas, con la suntuosidad de una aristocracia recién
creada que se consume en medio de su lujo, falta de fiestas para lucirlo
y siente el ansia de adornarse para pregonar su riqueza y herir la
envidia ajena. La hija de Sánchez Morueta era tan admirada como su
padre, cuando iba á Bilbao á oír misa en la iglesia de los jesuítas ó
asistía por las tardes á las conferencias de las Hijas de María. Los
jóvenes salidos de Deusto hablaban con fruición de ella y de los
millones del padre. «¡Qué magnífico bocado!» Y cada uno acariciaba la
posibilidad de que le tocase la lotería del matrimonio, en un país donde
casi nadie se casa por amor y las uniones entre ricos son negocios
vulgares convenidos por las familias con la ayuda y buen consejo de
algún padre jesuíta.
La comida deslizábase placenteramente. Todos sentían la dulzura del
bienestar, la satisfacción de la vida, en aquel comedor, al que daban,
el roble tallado y el cuero obscuro de las paredes, una impresión de
suntuosidad discreta y señorial. Las grandes piezas del servicio lucían
su brillo mate de plata vieja y sólida, trabajada á martillo. Por las
vidrieras de las ventanas pasaban y repasaban, mecidas por el viento,
las verdes copas de los árboles del jardín. La mesa era servida por
criadas jóvenes, de rizados y blancos delantales. Sus caras, sanas y
rojas como melocotones, daban una impresión de perfume primaveral
semejante al de las flores que adornaban la mesa.
Aresti estaba sentado al lado de su prima. Hacía mucho tiempo que no la
había visto tan amable. Ni la más leve alusión á las de Lizamendi; ni
una frase amarga para su impiedad. Sin duda, le agradecía la visita que
por la mañana había hecho á Begoña. El doctor, examinándola, encontraba
en ella algo de monacal, á pesar de que en honor al día se había
cubierto de joyas. Su traje era negro y elegante, pero había en él
cierto abandono que no pasaba inadvertido para el doctor, el cual
recordaba sus pretensiones elegantes de otros tiempos. Notaba en ella
los estragos de la edad, la gordura que borraba bajo el almohadillado de
la grasa su antigua belleza de rubia altiva y dura.
--Esta se entrega--pensaba Aresti.--Huele á incienso como las otras.
El médico atraía las miradas y las preguntas de todos los convidados.
Era un original que despertaba interés, viviendo como un solitario en la
montaña, en medio de la gente de las minas, de la que se hablaba con
cierto miedo en aquel interior elegante y rico. Miraban todos á Aresti
como si fuese un viajero de vuelta de una exploración por países
salvajes y misteriosos, donde la vida era ruda y peligrosa. Las minas se
presentaban ante muchos de ellos como un país lejano, que servía para
enriquecer á los potentados de la villa, pero al cual sólo se asomaban
alguna vez, regresando apresuradamente. Al recordar las canteras de
trabajo rudo y aquellas _chabolas_, donde dormían amontonados los
hombres, digiriendo con tragos de agua roja las cucharadas de alubias
con tocino, sentían la voluptuosidad del egoísmo. El comedor les parecía
más hermoso, y sonreían al desfile de manjares, á las _angulas_ del
país, enrolladas como lombrices en la tartera de plata, á los platos
extranjeros que nunca faltaban en la cocina de Sánchez Morueta y á la
fila de copas de diversas formas y colores que cada uno tenía delante, y
en las cuales iban cayendo los vinos más diversos, desde el _Tokay_ y el
_Chablis_ del principio de la comida, hasta el _Cordón Rouge_ y el
_Pomery_, que servirían al final.
Urquiola hablaba al doctor con el mismo aplomo que si estuviera en el
café ó en la sociedad de San Luis Gonzaga, rodeado de aquella juventud
piadosa y elegante que le tenía por capitán. Él no era enemigo del
pueblo; la Iglesia estaba siempre con los de abajo y el Santo Padre
escribía encíclica sobre encíclica en favor de los obreros. Pero el
pueblo era para él, la gente de los campos, los aldeanos respetuosos con
el cura y el señor, guardadores de las santas tradiciones. Que le diesen
á él las buenas gentes de las anteiglesias vascas, religiosas y de sanas
costumbres, sin más diversión que bailar el _aurrescu_ los domingos y la
_espata danza_ en las fiestas del patrón, ni otros vicios que empinar un
poco el codo en las romerías. Aquella gente vivía feliz en su estado,
sin soñar en _repartos_ ni en revoluciones; antes bien, dispuesta á dar
su sangre por Dios y las sanas costumbres. Que no le hablasen á él del
populacho de las minas; corrompido y sin fe; hombres de todas las
provincias, _maketos_ llegados en invasión, trayendo con ellos lo peor
de España, contaminando con sus vicios la pureza del país; siempre
descontentos y amenazando con huelgas, deseando el exterminio de los
ricos y comparando su miseria con el bienestar de los demás, como si
hasta en el cielo no existiesen categorías y clases.
Y ante la mirada acariciadora de su tía, que admiraba sus ardorosas
palabras, continuó el fuerte discípulo de Deusto:
--Los míos no saben leer; no saben nada de libertad, derechos y demás
zarandajas, y por esto son felices. Esa gentuza de las minas, que casi
todos los domingos tiene sus mitins, vive desesperada y ansía bajar un
día á Bilbao para robarnos, sin saber que la recibiremos á tiros.
Aresti volvióse hacia su primo, que comía silencioso, lanzando alguna
que otra mirada al sobrino de su mujer.
--¿Qué te parece, Pepe, cómo piensan estos jóvenes?
Y encarándose con Urquiola, le dijo con una timidez irónica, dando á
entender su deseo de rehuir discusiones con él.
--Pues esa pillería venida de... España; ese rebaño _maketo_ y pecador,
es el que trabaja y da prosperidad á Bilbao. Ellos destrozan su cuerpo
en las minas, ellos dan el mineral, y sin mineral ¿qué sería de esta
tierra? Los buenos, los del país, no hacemos más que vigilar su trabajo
y aprovecharnos del privilegio de haber nacido aquí antes que ellos
llegasen. Son como los negros que en otros tiempos eran llevados á
América para mantener á los blancos. Vienen empujados por la miseria, y
ya que no podemos agradecer su sacrifico con el látigo, les pagamos con
malas palabras.
Urquiola encabritábase ante las palabras desdeñosas del doctor.
Abominaba de aquella gente perdida, incapaz de regeneración: la prueba
era que no ahorraban, que no hacían el menor esfuerzo por salir de su
estado.
--¡El ahorro!--exclamó Aresti.--¡Ahorrar y enriquecerse, teniendo unos
cuantos reales de jornal, y viviendo rodeados de gentes de su misma
clase que les explotan en el alimento y en la casa!...
--Eso no--intervino Sánchez Morueta, con autoridad.--Ya sabes, Luis, que
no estoy conforme con tus ideas. El obrero español es víctima de la
imprevisión. En otros países es distinto: el trabajador se forma un
pequeño capital para la vejez...
--¡Bah! En otros países ocurre lo que aquí. Y lo que hace que el obrero
moderno sea rebelde y se entregue á la lucha de clase, es la convicción
de que, por más que ahorre sacrificando sus necesidades, no saldrá de su
miseria. Los progresos le han cerrado el camino. En los tiempos de
trabajo rudimentario, de industria doméstica, aún podía soñar con
hacerse patrono; podía con sus ahorros adquirir los útiles necesarios y
convertir su casa en un pequeño taller. Pero ahora, Pepe, por mucho que
ayune un obrero tuyo, amasando céntimo sobre céntimo, ¿llegará á ser
accionista de tus fundiciones? ¿podrá adquirir un pedazo de las minas,
con todo el material necesario para la explotación?
--Eso está bien--arguyó Urquiola con acento triunfante.--Este doctor
dice á veces cosas muy oportunas. Lo que demuestra que los antiguos
tiempos eran los buenos y que, para tranquilidad de todos, hay que
volver á la época en que no había progreso y los hombres vivían
tranquilos.
Sánchez Morueta miró al joven con unos ojos que alarmaron á doña
Cristina, haciéndola temer por su sobrino.
--Eso es una majadería--dijo con calmosa gravedad.--Eso sólo puede
decirse á la salida de Deusto. ¡Suprimir el progreso porque trae algunas
complicaciones!...
Y aquel hombre siempre silencioso, habló lentamente, pero con gran
energía. Era un admirador religioso del capital. Aresti conocía su
entusiasmo frío y firme por el dinero, que, puesto en movimiento por los
descubrimientos industriales, había revolucionado el mundo. El
millonario era á modo de un poeta del capital, y sacudiendo su
ensimismamiento, rompió en un himno á aquella fuerza casi sagrada,
puesta en manos de contadísimos iniciados. Cierto, que el trabajo, que
era un auxiliar indispensable, sufría crisis y miserias, ¿pero por esto
había que renegar del progreso, legítimo hijo del capitalismo
industrial? La gran revolución moderna era obra de la religión del
dinero, en la cual figuraba Sánchez Morueta como el más ferviente
devoto. Utilizando los descubrimientos de la ciencia, había multiplicado
los productos, y disminuido su valor, poniéndolos así al alcance de la
mayoría, y facilitando su bienestar. El trabajador del presente gozaba
de comodidades que no habían conocido los ricos de otros tiempos. El
capital al servicio de la industria había civilizado territorios
salvajes, había destruido fronteras históricas, estableciendo mercados
en todo el globo: él era quien surcaba las tierras vírgenes con los
rails de los ferrocarriles, quien removía los mares para tender los
cables telegráficos, quien ponía en comunicación los productos de uno y
otro hemisferio, venciendo los rigores de la naturaleza y evitando las
grandes hambres que habían hecho rugir á la humanidad en otros siglos.
Los poderes históricos se achicaban y humillaban ante el capital. Los
reyes de los pueblos, soberbios como semidioses sobre sus caballos de
guerra, cubiertos de plumas y bordados y llevando tras ellos grandes
ejércitos, tenían que mendigar en sus apuros á los capitalistas ocultos
en sus escritorios. Detrás de los imperios victoriosos estaban ocultos
los verdaderos amos, los que cambiaban la faz de la tierra, venciendo á
la naturaleza para arrancarla sus tesoros; la gran república de los
capitalistas, silenciosa, humilde en apariencia, y sin embargo, dueña de
la suerte del mundo. Y lo que más entusiasmaba á Sánchez Morueta, en
esta secta oculta de universal poderío, era que sólo á la capacidad le
estaba reservado entrar en ella. La jerarquía industrial no era como las
dominaciones sacerdotales ó guerreras del pasado, en las que se figuraba
sin otro derecho que el nacimiento. El hijo del capitalista, falto de
capacidad, era expulsado por los malos negocios, y un nuevo individuo,
aprovechando los residuos de su desgracia, venía á iniciarse en la
poderosa secta. ¿Dónde encontrar una institución tan grande y poderosa y
á la par tan _democrática_ y modesta? ¿Y había locos que pedían la
muerte ó la modificación de una fuerza que había transformado la
Tierra?...
Aresti protestó. Él reconocía las grandezas del régimen capitalista, las
ventajas sociales que había reportado á la humanidad con el auxilio del
trabajo. El capital encontraba remunerados con creces sus servicios.
Pero el trabajo ¿veía recompensados igualmente sus esfuerzos? ¿No se
encontraba hoy en el mismo estado de miseria que al iniciarse á
principios del siglo XIX la gran revolución industrial?
--Eso es un error, Luis--dijo el millonario.--El trabajo está mejor que
nunca. La prueba es que en todo el mundo baja considerablemente el
interés del capital, mientras sube con las huelgas y las reclamaciones
obreras el tipo de los jornales.
--¡Bah!--dijo el doctor con gesto de desprecio.--¡El aumento de unos
reales en el jornal! Remedios del momento; cataplasmas que de nada
sirven al enfermo, pues al poco tiempo se restablece el fatal
equilibrio, aumentándose el precio de los productos, y el trabajador,
con más dinero en la mano, se ve tan necesitado como antes. Son cambios
de postura, creyendo engañar con ellos á la enfermedad. Al trabajador de
nada le sirve la limosna de un aumento en el jornal: ya sabes que en
esto no nos entenderemos nunca. Lo que necesita es justicia, ocupar el
sitio que le corresponde, ser dueño de lo que produce.
Las palabras de los dos hombres resonaban en el silencio del comedor.
Todos callaban, no osando interrumpirles. Urquiola era el único que
sonreía con aire de suficiencia, como si poseyera el secreto de aquella
cuestión.
Doña Cristina, temiendo que la polémica acabase por turbar la placidez
de la comida, intervino, preguntando á Aresti por sus amigos de
Gallarta. Pepita apoyó á su madre. La gustaba conocer las
excentricidades de aquellos contratistas que no sabían en qué emplear su
riqueza. Reía con alegría de niña educada aristocráticamente, al
enterarse de las vulgares diversiones de aquellos ricos de la víspera,
que, no hacían más que seguirlas huellas de su padre.
Todos escuchaban al doctor, el cual, con suave ironía, describió los
banquetes pantagruélicos de las minas, con sus lluvias de _Cordón
Rouge_. Dentro de sus nuevos y elegantes chalets no eran menos
originales aquellos ricos, que aún guardaban la boina y los zapatones
del obrero. Bajaban á la villa con sus esposas, ganosos de hacer alardes
de riqueza para deslumbrar al vecino, y compraban lo más extravagante y
chillón, todo lo que en almacenes y tiendas no sabían á quién colocar;
muebles complicados y bizarros que se cubrían de polvo de mineral, sin
que sus dueños osasen acercarse á ellos, por miedo á deslucirlos. Cada
vez que el doctor, después de una visita, quería lavarse las manos,
quedaba asombrado ante las toallas con más colores que el iris, y las
pastillas de jabón en forma de tigre ó de lagarto que parecían
fabricadas para reyezuelos del África. Todos se extasiaban ante el
asombro del médico, aceptándolo como una admiración muda. Algunos, como
recuerdo de su pasado, guardaban bajo la cama un pellejo de vino, cual
si fuese un tesoro. Realizaban la ilusión acariciada tantas veces en su
época de pobreza. «Pruébelo, doctor: es de lo más selecto de la Rioja: á
tantos duros la arroba.» Otros se cubrían de brillantes las manos y el
pecho, pero cuidaban de ellos con meticulosidad supersticiosa, como si
fuesen animalillos delicados y frágiles que al menor roce se podían
desvanecer. No osaban rascarse porque, según ellos, el pelo rayaba y
deslucía las joyas.
Y en su vida monótona, de continuas ganancias y placeres vulgares, sin
otras diversiones que la caza, la mesa y las apuestas, encontraban un
nuevo toma para sus alardes de riqueza en la educación de los hijos. Los
enviaban al extranjero con la esperanza de que sobrepujasen á los
señores de la villa. Los padres los querían ingenieros, como los
ingleses que venían á explotar las minas: las madres los soñaban
elegantes, y de cuerpo delicado, como los señoritos que hacían la parada
en la acera del _boulevard_ del Arenal. Unos enviaban sus hijos á
Francia; otros á Suiza; el vecino de más allá, guiado por el deseo de
excitar la envidia del compañero, empaquetaba su descendiente para
Inglaterra: alguno llegaba hasta Alemania, y todos volvían de allá
revolucionando las minas con sus cuellos y corbatas, haciéndose admirar
por los trajes, y asombrando á sus madres con la costumbre del _tub_,
del baño diario, del duchazo á cada momento, lo que escandalizaba á unas
gentes que en su juventud dormían vestidas. Pero los instintos
hereditarios reaccionaban en todos aquellos retoños de la montaña:
resucitaba en ellos el gusto á la antigua vida y poco á poco abandonaban
los trajes exóticos, agarraban la escopeta y volvían, como sus padres, á
las comilonas, á la caza y hablar de ganancias de miles de duros,
acordándose de su educación extranjera como de un sueño.
La apuesta era la pasión más vehemente, el placer más vivo de los ricos
encerrados en la montaña. Las pruebas de bueyes y los desafíos de
barrenadores hacían que se cruzasen enormes cantidades. Era el culto á
la fuerza, la adoración á la brutalidad, con todos los encantos del
juego de azar. Tenían en las minas mozos hábiles en el manejo del
barreno que gozaban entre ellos el mismo prestigio que un gran torero ó
un pelotari famoso. En Gallarta había un jayán, vencedor en todas las
apuestas, que los contratistas llevaban á sus cenas, cuidándolo como si
fuese una mujer amada, tentándole los músculos para apreciar si su vigor
decrecía, engordándolo á todas horas con champagne y fiambres, con igual
mimo y cuidado que si fuese un gallo de pelea. Lanzaban retos á las
gentes de otros pueblos de Vizcaya y aun de Guipúzcoa, llevando en
triunfo á su barrenador favorito, para que luchase con los más fuertes
de otras comarcas. Ofreciendo los billetes á puñados, seguían durante
horas enteras el jadear de su ídolo, atacando con el hierro la piedra,
hasta que al quedar triunfante, lanzaban sus boinas al aire, gritando
victoria más por el orgullo de la clase que por las ganancias de la
apuesta.
Todo les servía para arriesgar el dinero que la fortuna les arrojaba á
manos llenas. Se valían para sus porfías lo mismo de la voracidad de los
perros de caza, que del vigor de los hombres. Algunas semanas antes
habíanse cruzado muchos miles de duros en una apuesta que aún hacía reír
al doctor. Tratábase de saber quién sería capaz de tragarse más sopas de
leche, si los galgos enjutos é insaciables de uno de los contratistas ó
los barrenadores de otro, muchachotes fornidos de Castilla, de estómago
sin fondo, que nunca creían llegado el momento de levantarse de la mesa.
Toda la gente desocupada del distrito acudió á presenciar el
espectáculo. Se depositaban á puñados los billetes de Banco, como si
fuesen retazos de papel sin ningún valor; unos por los perros, otros por
los hombres, mientras arriba, en las canteras, estallaban los barrenos y
el rebaño miserable de los peones se encorvaba, con el pico en alto,
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