Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (2 de 5) - 09

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Gamonal, a donde se había adelantado la 1.ª división de Belveder
mandada por Don José María de Alós. Los franceses, como no tenían
consigo infantería, retrocedieron para aguardarla a Ruvena, con lo que
alentados los nuestros resolvieron empeñar una acción. Lasalle rehecho
forzó a los que le seguían a replegarse otra vez a Gamonal, a cuyo
punto había ya acudido lo demás del ejército español. La derecha de
este ocupaba un bosque del lado del río Arlanzón, y la izquierda las
tapias de una huerta o jardín, cubriendo el frente algunos cuerpos
con dieciséis piezas de artillería. Las tropas más bisoñas se pusieron
detrás de las mejor enregimentadas, como lo eran un batallón de
guardias españolas, algunas compañías de valonas, el 2.º de Mallorca y
granaderos provinciales.
Fue pues aproximándose el ejército enemigo: y extendiéndose por
nuestra derecha el general Lasalle se colocó en un llano situado entre
el bosque y el río, al paso que la infantería veterana del general
Mouton intrépidamente acometió dicho bosque guarnecido por la derecha
española, la cual creyéndose envuelta por Lasalle comenzó en breve a
cejar, no obstante el vivo fuego que desde el frente hacían nuestros
cañones. La caballería guiada por Don Juan Henestrosa, hombre valiente,
pero más devoto que entendido militar, trató de dar una carga a la
enemiga. Henestrosa que en realidad mandaba también en jefe, invocando
a los santos del cielo y con tanta bravura como imprudencia, arremetió
contra los jinetes franceses, quienes fácilmente le repelieron y
desbarataron. Entonces fueron del todo deshechos los del bosque: y la
izquierda, aunque no atacada de cerca, comenzó a huir y desbandarse. La
pelea duró poco, y vencidos y vencedores entraron mezclados en Burgos.
El mariscal Bessières tirando por la orilla del río con la caballería
pesada, acuchilló a los soldados fugitivos y cogió varios cañones,
habiéndose perdido catorce y además otros que quedaron en el parque. La
pérdida de los españoles fue considerable, aunque mayor la dispersión
y el desorden; teniendo que arrepentirse, y dolorosamente, el general
Belveder de haberse empeñado con ligereza en acción tan desventajosa.
Entregaron los vencedores al pillaje la ciudad de Burgos apoderándose
de 2000 sacas de lana fina pertenecientes a ricos ganaderos. Llegó el
mismo día el conde de Belveder a Lerma con muchos dispersos, en donde
se encontró con la 3.ª división de Extremadura, ausente de la batalla.
Perseguido por los enemigos pasó a Aranda de Duero, y no seguro todavía
allí, prosiguió hasta Segovia, en cuya ciudad fue relevado del mando
por la junta central que nombró para sucederle a Don José de Heredia.
[Marginal: Resuelve Soult contra Blake.]
El mariscal Soult con la natural presteza de su nación, enviando del
lado de Lerma una columna que persiguiese a los españoles y otra camino
de Palencia y Valladolid, salió en persona el mismo 10 hacia Reinosa
con intento de interceptar a Blake en su retirada. Inútilmente había
este confiado en dar en aquella villa descanso a sus tropas, pues
noticioso de que por Villarcayo se acercaba el mariscal Lefebvre, ya
había el 13 movido su artillería con dirección a León por Aguilar de
Campóo. Iban con ella enfermos y heridos huyendo de un peligro sin
pensar en el otro, no menos terrible, con que tropezaron. Caminaban
cuando se les anunció le aparición por su frente de tropas francesas:
la artillería precipitando su marcha y usando de adecuados medios
pudo salvarse, mas de los heridos los hubo que fueron víctima del
furor enemigo. En su número se contó al general Acevedo. Encontráronle
cazadores franceses del regimiento del coronel Tascher, y sin
miramiento a su estado, ni a su grado, ni a las sentidas súplicas de
su ayudante Don Rafael del Riego, traspasáronle a estocadas. Riego, el
mismo que fue después tan conocido y desgraciado, quedó en aquel lance
prisionero.
Blake acosado y temiendo no solo a los que le habían vencido en
Espinosa, sino también a los mariscales Lefebvre y Soult, que cada
uno por su lado venían sobre él, no pudiendo ya ir a León por tierra
de Castilla, salió de Reinosa en la noche del 13, y se enriscó por
montañas y abismos, enderezándose al valle de Cabuérniga. Llegó allí
a su colmo la necesidad y miseria. El ánimo de Blake andaba del todo
contristado y abatido, mayormente teniendo que entregar a nuevo jefe de
un día a otro y en tan mal estado las pobres reliquias de su ejército,
lo cual le era de gran pesadumbre. La central había nombrado general en
jefe del ejército de la izquierda al marqués de la Romana. Noticioso
Blake en Zornoza del sucesor, no por eso dejó de continuar el plan de
campaña comenzado. Una indisposición, según parece, detuvo a Romana
en el camino, no uniéndose al ejército sino en Renedo, cuando estaba
en completa derrota y dispersión. En tal aprieto pareciole ser más
conveniente dejar a Blake el cuidado de la marcha, ordenándole que se
recogiese por la Liébana a León, en cuya ciudad y ribera derecha del
Esla debía hacer alto y aguardarle.
[Marginal: Diversas direcciones de los mariscales franceses.]
De su lado los mariscales franceses, ahuyentado Blake, tomaron
diversos rumbos. El mariscal Lefebvre con el cuarto cuerpo, después
de descansar algunos días, se encaminó por Carrión de los Condes a
Valladolid. El primer cuerpo, del mando de Victor, juntose en Burgos
con Napoleón, marchando Soult con el segundo a Santander; de cuyo
puerto hecho dueño, y dejando para guarnecerle la división de Bonnet,
persiguió por la costa los dispersos y tropas asturianas que se
retiraban a su país natal. Tuvo en San Vicente de la Barquera un choque
con 4000 de ellos al mando de Don Nicolás de Llano Ponte: los deshizo
y dispersó; y yendo por la Liébana en busca de Blake franqueando
las angosturas de la Montaña y despejándola de soldados españoles,
desembocó rápidamente en las llanuras de tierra de Campos.
[Marginal: Entrada en Burgos de Napoleón.]
Napoleón al propio tiempo y después de la jornada de Gamonal, había
sentado su cuartel general en Burgos. Los vecinos habían huido de la
ciudad, y soledad y silencio no interrumpido sino por la algazara del
soldado vencedor, fue el recibimiento que ofreció al emperador de
los franceses la antigua capital de Castilla. Mas él poco cuidadoso
del modo de pensar de los habitantes, [Marginal: Su decreto de 12 de
noviembre.] revistadas las tropas y tomadas otras providencias, dio
el 12 de noviembre un decreto, en el que concedía en nombre suyo y
de su hermano _perdón general y plena y entera amnistía_ a todos los
españoles que en el espacio de un mes, después de su entrada en Madrid,
depusieran las armas y renunciasen a toda alianza y comunicación con
los ingleses, inclusos los generales y las juntas. Eran exceptuados
de aquel beneficio los duques del Infantado, de Híjar, de Medinaceli,
de Osuna, el marqués de Santa Cruz del Viso, los condes de Fernán
Núñez y de Altamira, el príncipe de Castelfranco, Don Pedro Cevallos
y el obispo de Santander, a quienes se declaraba enemigos de España y
Francia y traidores a ambas coronas; mandando que, aprehendidas sus
personas, fuesen entregados a una comisión militar, pasados por las
armas, y confiscados todos sus bienes, muebles y raíces que tuviesen
en España y reinos extranjeros. Si bien admira la proscripción de unos
individuos cuyo mayor número, si no todos, había pasado a Francia por
engaño o mal de su grado, y prestado allí un juramento que llevaba
visos de forzado, crece el asombro al ver en la lista al obispo
de Santander, que nunca había reconocido al gobierno intruso, ni
rendido obediencia a José ni a su dinastía. Es también de notar que
este decreto de Napoleón fue el primero de proscripción que se dio
entonces en España, no habiendo todavía las juntas de provincia ni la
central ofrecido semejante ejemplo; aunque estuvieran como autoridades
populares más expuestas a ser arrastradas por las pasiones que
dominaban. Siguieron después los gobiernos de España el camino abierto
por Napoleón: camino largo y que solo tiene término en el cansancio, en
las muchas víctimas, o en el recíproco temor de los partidos.
[Marginal: Ejército inglés.]
En Burgos dudó algún tiempo el emperador de los franceses si revolvería
contra Castaños, o si prosiguiendo por la anchurosa Castilla iría al
encuentro del ejército inglés, que presumía se adelantaba a Valladolid.
Mas luego supo que aquel no daba indicio de moverse de los contornos
de Salamanca. Había allí venido desde Lisboa al mando de Sir Juan
Moore, sucesor del general Dalrymple, llamado a Londres según vimos
a dar cuenta de su conducta por la convención de Cintra. El gobierno
inglés, aunque lentamente, había decidido que 30.000 infantes y 5000
caballos de su ejército obrarían en el norte de España; para lo cual se
desembarcarían de Inglaterra 10.000 hombres, sacándose los otros de los
que había en Portugal, en donde solo se dejaba una división. Conforme
a lo determinado, y en cumplimiento de orden que se le comunicó en
26 de octubre, salió de Lisboa el general Moore, y marchando con la
principal fuerza sobre Almeida y Ciudad Rodrigo, llegó a Salamanca el
13 de noviembre. La mayor parte de la artillería y caballería, con 3000
infantes a las órdenes de Sir Juan Hope, la envió por la izquierda de
Tajo a Badajoz a causa de la mayor comodidad de los caminos, debiendo
después pasar a unírsele a Castilla. De Inglaterra había arribado a
la Coruña el 13 de octubre Sir David Baird con los 10.000 hombres
indicados; mas aquella junta insistiendo en no querer su ayuda,
impidió que desembarcasen bajo el pretexto de que necesitaba la venia
de la central. Con tal ocurrencia, otros motivos que se alegaron y la
destrucción de una parte de los ejércitos españoles, no solo retardaron
los ingleses su marcha, sino que también apareció que tenían escasa
voluntad de internarse en Castilla.
Napoleón penetrando pues su pensamiento, hizo correr la tierra llana
por 8000 caballos, así para tener en respeto al inglés como para
aterrar a los habitantes, y resolvió destruir al ejército español del
centro antes de avanzar a Madrid.
[Marginal: Ejército del centro.]
No era dado a dicho ejército ni por su calidad ni por su fuerza
competir con las aguerridas y numerosas tropas del enemigo. Sus
filas solamente se habían reforzado con una parte de la 1.ª y 3.ª
división de Andalucía y algunos reclutas, empeorándose su situación
con interiores desavenencias. Porque censurado su jefe Don Francisco
Javier Castaños de lento y sobradamente circunspecto, los que no eran
parciales suyos, y aun los que anhelaban por mayor diligencia sin
atender a las dificultades, procuraron y consiguieron que se enviasen a
su lado personas que le moviesen y aguijasen. [Marginal: Don Francisco
Palafox enviado por la central.] Recayó la elección en Don Francisco
de Palafox, hermano del capitán general de Aragón e individuo de la
junta central, autorizado con poderes extensos, y a quien acompañaban
el marqués de Coupigny y el conde del Montijo. Siendo el Palafox hombre
estimable, pero de poco valer; Coupigny extranjero y mal avenido desde
Bailén con Castaños; y el del Montijo, más inclinado a meter cizaña
que a concertar ánimos, claro era que con los comisionados en vez de
alcanzarse el objeto deseado, solo se aumentarían tropiezos y embarazos.
[Marginal: Diversos planes.]
Todos juntos y en 5 de noviembre, agregándoseles otros generales y
Don José Palafox que vino de Zaragoza, celebraron consejo de guerra
en el que se acordó, no muy a gusto de Castaños, atacar al enemigo,
a pesar de lo desprovisto y no muy bien ordenado del ejército
español. Disputas y nuevos altercados dilataron la ejecución, hasta
que del todo se suspendió con las noticias infaustas que empezaron a
recibirse del lado de Blake. Proyectáronse otros planes sin resulta;
y agriados muchos contra Castaños, alcanzaron que la junta central
diese el mando de su ejército al marqués de la Romana, a quien antes
se había conferido el de la izquierda. Y en ello se ve cuán a ciegas y
atribulada andaba entonces la autoridad suprema, no pudiéndose llevar
a efecto su resolución por la lejanía en que estaba el marqués y la
priesa que se dio el enemigo a acometer y dispersar nuestros ejércitos.
En esto corrió el tiempo hasta el 19 de noviembre, en que por los
movimientos de los franceses sospechó el general Castaños ser peligrosa
y crítica su situación. No se engañaba. El mariscal Lannes, duque de
Montebello, a quien una caída de caballo había detenido en Vitoria, ya
restablecido se adelantaba, encargado por Napoleón de capitanear en
jefe las tropas de los generales Lagrange y Colbert del sexto cuerpo,
en unión con las del tercero del mando del mariscal Moncey, a las que
debía agregarse la división del general Maurice Mathieu recién llegada
de Francia, y componiendo en todo 30.000 hombres de infantería, 5000 de
caballería y 60 cañones. Se juntaron estas fuerzas desde el 20 al 22 en
Lodosa y sus cercanías. Con su movimiento había de darse la mano otro
del cuerpo de Ney, que constaba de más de 20.000 hombres, cuyo jefe,
destrozado que fue el ejército de Extremadura, avanzaba desde Aranda
de Duero y el Burgo de Osma a Soria, donde entró el 21. De esta manera
trataban los franceses, no solo de impedir al ejército del centro su
retirada hacia Madrid, sino también de sorprenderle por su flanco y
envolverle.
[Marginal: Repliégase Castaños.]
Don Francisco Javier Castaños conservó hasta el 19 su cuartel general
en Cintruénigo, y la posición de Calahorra que había tomado después de
las desgracias de Lerín y Logroño. Juzgó entonces prudente replegarse
y ocupar una línea desde Tarazona a Tudela, extendiéndose por las
márgenes del Quedes y apoyando su derecha en el Ebro. Sus fuerzas, si
se unían con las de Aragón, escasamente ascendían a 41.000 hombres,
entre ellos 3700 de caballería. De las últimas estaba la mayor parte
en Caparroso, y rehusaban incorporarse sin expresa orden del general
Palafox. Felizmente llegó este a Tudela el 22, y con anuencia suya se
aproximaron, celebrándose por la noche en dicha ciudad un consejo de
guerra. Los Palafoxes opinaron por defender a Aragón, sosteniendo que
de ello pendía la seguridad de España. Con mejor acuerdo discurría
Castaños en querer arrimarse a las provincias marítimas y meridionales,
de cuantiosos recursos; no cifrándose la defensa del reino en la de una
parte suya interior, y por tanto más difícil de ser socorrida. Nada
estaba resuelto, según acontece en tales consejos, cuando temprano en
la mañana hubo aviso de que se descubrían los enemigos del lado de
Alfaro.
[Marginal: Batalla de Tudela, 23 de noviembre.]
Apresuradamente tomáronse algunas disposiciones para recibirlos. Don
Juan O’Neille, que con los aragoneses acampaba desde la víspera al otro
lado de Tudela, empezó en la madrugada a pasar el puente, ignorándose
hasta ahora por qué dejó aquella operación para tan tarde. Aunque sus
batallones tenían obstruidas las calles de la ciudad, poco a poco las
evacuaron y se colocaron fuera ordenadamente. Estaba también allí la
quinta división regida por Don Pedro Roca y compuesta de valencianos
y murcianos. Se colocó esta en las inmediaciones y altura de Santa
Bárbara, situada enfrente de Tudela yendo a Alfaro. Por la misma parte
y siguiendo la orilla de Ebro se extendieron algunos aragoneses, pero
el mayor número de estos tiró a la izquierda y hacia el espacioso llano
de olivos que termina en el arranque de colinas que van a Cascante.
Ambas fuerzas reunidas constaban de 20.000 hombres. En el pueblo que
acabamos de nombrar estaba además la cuarta división de Andalucía con
su jefe La Peña, y en Tarazona la segunda del mando de Grimarest con la
parte que había de la primera y tercera. De suerte que la totalidad del
ejército se derramaba por el espacio de cuatro leguas que media entre
la última ciudad y la de Tudela.
Aquí se trabó la acción principal con la quinta división y los
aragoneses. Los que de estos habían ido por la orilla del río
repelieron al principio al enemigo, quien luego arremetió contra
los del llano, conceptuado centro del ejército español por formar
su izquierda las divisiones citadas de Cascante y Tarazona. Los
atacó el general Maurice Mathieu sostenido por la caballería de
Lefebvre-Desnouettes. Los enemigos subiendo abrigados del olivar a una
de las colinas en que el centro español se apoyaba, flanqueáronle,
pero acudiendo por orden de Castaños Don Juan O’Neille a desalojarlos,
y prolongando por detrás de la altura ocupada un batallón de
guardias españolas, se vieron los franceses obligados a retirarse
precipitadamente siguiendo los nuestros el alcance. Eran las tres de
la tarde y la suerte nos era favorable, a la sazón que el general
Morlot rechazando a los aragoneses de la derecha, avanzó orilla del
río hasta Tudela, con lo que la quinta división para no ser envuelta
abandonó la altura e inmediaciones de Santa Bárbara. También entonces
reparándose el general Maurice Mathieu y cargando de nuevo, comenzó a
flaquear nuestro centro, contra el que dando en aquella ocasión una
acometida la caballería de Lefebvre penetró por medio, le desordenó, y
aun acabó de desconcertar la derecha revolviendo contra ella. Castaños
a la misma hora pensó en dirigirse adonde estaba La Peña, pero envuelto
en el desorden y casi atropellado se recogió a Borja, punto en que se
encontraron varios generales, excepto Don José de Palafox que de mañana
se había ido a Zaragoza.
En tanto que se veía así atacada y deshecha la mitad del ejército
español, acometió a la división de La Peña junto a Cascante el general
Lagrange, trabose vivo choque, y tal que herido el último cejó su
caballería. Creíanse los españoles victoriosos, pero acudiendo gran
golpe de infantería rehiciéronse los jinetes enemigos, y fue a su vez
rechazado La Peña, y forzado a meterse en Cascante. Como espectadoras
se habían en Tarazona mantenido las otras fuerzas de Andalucía, y no
sabemos a qué achacar la morosidad y tardanza del general Grimarest,
quien a pesar de haber para ello recibido temprano orden de Castaños no
se aproximó a Cascante hasta de noche. Todas estas divisiones andaluzas
pudieron sin embargo retirarse ordenadamente hacia Borja conservando su
artillería. Excitó solamente algún desasosiego el volarse en una ermita
un repuesto de pólvora, recelándose que eran enemigos. Fue gran dicha
que no viniera de Soria según pudiera el mariscal Ney. Deteniéndose
este allí tres días para dar descanso a su gente o por otras causas,
dejó a los nuestros libre y franca la retirada.
Perdiéronse en Tudela los almacenes y la artillería del centro y
derecha del ejército, quedando 2000 prisioneros y muchos muertos.
Pudiera decirse que esta batalla se dividió en dos separadas acciones,
la de Tudela y la de Cascante, sin que los españoles se hubieran
concertado ni para la defensa, ni para el ataque. De lo que resulta
grave cargo a los caudillos que mandaban, como también de que no se
emplease una parte considerable de tropas, fuese culpa suya o de jefes
subalternos que no obedecieron. Igualmente quedó cortada, según veremos
después, una parte de la vanguardia que guiaba el conde de Cartaojal.
Cúmulo de desventuras que prueba sobrada imprevisión y abandono.
Después de la batalla las reliquias de los aragoneses, y casi todos
los valencianos y murcianos que de ella escaparon, se metieron en
Zaragoza, como igualmente los más de sus jefes. Castaños prosiguió
a Calatayud adonde llegó el 25 con el ejército de Andalucía. En
persecución suya entró el mismo día en Borja el general Maurice
Mathieu, y allí se le unió el 26 con su gente el mariscal Ney.
[Marginal: Retirada del ejército.] Hasta entonces no se había
encontrado en su retirada el ejército español con los franceses. En
Calatayud recibiendo aviso de la junta central de que Napoleón avanzaba
a Somosierra, y orden para que Castaños fuese al remedio, juntó este
los jefes de las divisiones y acordaron salir el 27 vía de Sigüenza,
debiendo hacer espaldas un cuerpo de 5000 hombres de infantería ligera,
caballería y artillería al mando del general Venegas. Luego vino este a
las manos con el enemigo. A dos leguas de Calatayud cerca de Bubierca
se apostó, según orden del general en jefe, para defender el paso y dar
tiempo a que se alejasen las divisiones. Con dobladas fuerzas asomó
el 29 el general Maurice Mathieu, trabándose desde la mañana hasta
las cuatro de la tarde un reñido y sangriento choque. Se pararon de
resultas en su marcha los franceses, y se logró que llegasen salvas
a Sigüenza nuestras divisiones. [Marginal: Su llegada a Sigüenza. La
Peña, general en jefe.] En esta ciudad, destinado el general Castaños
a desempeñar otras comisiones, se encargó interinamente del mando
del ejército del centro Don Manuel de la Peña. Y por ahora allí le
dejaremos para ocuparnos en referir otros acontecimientos de no menor
cuantía.
Derrotados o dispersos los ejércitos de la izquierda, Extremadura y
centro, creyó Napoleón poder sin riesgo avanzar a Madrid, mayormente
cuando los ingleses estaban lejos para estorbárselo, y no con
bastantes fuerzas para osar interponerse entre él y la frontera de
Francia. Urgíale entrar en la capital de España, así porque imaginaba
ahogar pronto con aquel suceso la insurrección, como también para
asombrar a Europa con el terrible y veloz progreso de sus armas.
Corto embarazo se ofrecía ya por delante al cumplimiento de su deseo.
La junta central después de la rota de Burgos había encargado a Don
Tomás de Morla y al marqués de Castelar atendiesen a la defensa
de Madrid, y de los pasos de Guadarrama, Fonfría, Navacerrada y
Somosierra. Como más expuesto se cuidó en especial del último punto,
enviando para guarnecerle a Don Benito San Juan con los cuerpos que
habían quedado en Madrid de la primera y tercera división de Andalucía
y con otros nuevos, a los que se agregaron reliquias del ejército de
Extremadura, en todo 12.000 hombres y algunos cañones. Endeble reparo
para contener en su marcha al emperador de los franceses.
Con todo a fin de asegurarla obró este precavidamente, tomando varias
y atentas disposiciones. Mandó a Moncey ir sobre Zaragoza, a Ney
continuar en perseguimiento de Castaños, a Soult tener en respeto al
ejército inglés, y a Lefebvre inundar por su derecha la Castilla,
extendiéndose hacia Valladolid, Olmedo y Segovia. Dejó consigo la
guardia imperial, la reserva y el primer cuerpo del mariscal Victor
para penetrar por Somosierra y caer sobre Madrid.
[Marginal: San Juan en Somosierra.]
Salió el 28 de Aranda de Duero, y el 29 sentó en Boceguillas su cuartel
general. Don Benito San Juan se preparaba a recibirle. En lo alto
del puerto había levantado aceleradamente algunas obras de campaña, y
colocado en Sepúlveda una vanguardia a las órdenes de Don Juan José
Sarden. Con ella se encontraron los franceses en la madrugada del 28,
acometiéndola 4000 infantes y 1000 caballos. En vano se esforzaron por
romperla y hacerse dueños de la posición que defendía. Al cabo de horas
de refriega se retiraron y dejaron el campo libre a los nuestros; mas
de poco sirvió. Temores y voces esparcidas por la malevolencia forzaron
a los jefes a replegarse a Segovia en la noche del 29, dejando a San
Juan desamparado y solo en Somosierra con el resto de las fuerzas.
[Marginal: Pasan los franceses el puerto.]
Siendo estas escasas no era aquel paso de tan difícil acceso como se
creía. Dominado el camino real hasta lo alto del puerto por montañas
laterales que le siguen en sus vueltas y sesgos, y enseñoreada la
misma cumbre por cimas más elevadas, era necesario o cubrir con tropas
ligeras los puntos más eminentes, o exponerse, según sucedió, a que el
enemigo flanquease la posición. Densa niebla encapotaba las fraguras al
nacer del 30, en cuya hora atacando a nuestro frente con seis cañones
y una numerosa columna el general Senarmont, desprendiéronse otras dos
también enemigas por derecha e izquierda para atacar nuestros costados.
Repeliose con denuedo por el frente la primera embestida a tiempo que
Napoleón llegó al pie de la sierra. Irritado este e impaciente con la
resistencia mandó entonces soltar a escape por la calzada y contra la
principal batería española los lanceros polacos y cazadores de la
guardia al mando del general Montbrun. Los primeros que acometieron
cubrieron el suelo con sus cadáveres, y en una de las cargas quedó
gravemente herido de tres balazos Mr. Felipe de Segur, estimable autor
de la historia de la campaña de Rusia. Insistiendo de nuevo en atacar
la caballería francesa, y a la sazón que sus columnas de derecha e
izquierda se habían a favor de la niebla encaramado por los lados,
empezaron los nuestros a flaquear abandonando al cabo sus cañones, de
que se apoderaron los jinetes enemigos. San Juan queriendo contener el
desorden de los suyos, recorrió el campo con tal valor y osadía, que
envuelto por lanceros polacos se abrió paso, llegando por trochas y
atajos y herido en la cabeza a Segovia, en cuya ciudad se unió a Don
José Heredia que juntaba dispersos.
[Marginal: Situación de la central.]
Con semejante desgracia Madrid quedaba descubierto, y el gobierno
supremo en sumo riesgo, si de Aranjuez no se transfería en breve a
paraje seguro. Ya al promediar noviembre y a propuesta de Don Gaspar
Melchor de Jovellanos se había pensado en ello, mas con tal lentitud
que fue menester que el 28 se dijese haber asomado hacia Villarejo
partidas enemigas para ocuparse seriamente en el asunto. El compromiso
de la junta era grande, y mayor por un incidente ocurrido en aquellos
días. Figurándose el enemigo que con la ruina y descalabros padecidos
podría entrarse en acomodamiento, había convidado por medio de los
ministros de José a las autoridades supremas a que se sometiesen y
evitasen mayores males con prolongar la resistencia. [Marginal:
Cartas de los ministros de José.] Al propósito escribieron aquellos
tres cartas concebidas en idéntico y literal sentido, una al conde
de Floridablanca, y las otras dos al decano del consejo real y al
corregidor de Madrid. La central sobremanera indignada decretó en 24
de noviembre que dichos escritos fuesen quemados por mano del verdugo,
declarando infidentes y desleales a sus autores, y encargando a la
sala de alcaldes la sustanciación y fallo de la causa. Con lo cual
se respondió a la propuesta, e igualmente al decreto de proscripción
de Napoleón, aunque no tan militar ni arbitrariamente. Mas semejante
resolución metiendo a la junta en nuevos comprometimientos, la impelía
a atender a su propia seguridad.
Las horas ya eran contadas. El 30 exploradores enemigos se habían
divisado en Móstoles, y el 1.º de diciembre muy de mañana súpose lo
acaecido en Somosierra. Con afán y temprano el mismo día congregó
el presidente a los individuos de la junta para que se enterasen de
los partes recibidos. Pensose inmediatamente en abandonar Aranjuez,
pero antes se encaminaron a la capital los recursos disponibles, se
acordaron otras providencias, y se resolvió elegir diferentes vocales
que fuesen a inflamar el espíritu de las provincias. Deliberose
en seguida acerca del paraje en que el gobierno debería fijar su
residencia. Variaron los pareceres, señalose al fin Badajoz. Para
mayor comodidad del viaje se dispuso que los individuos de la junta
se repartiesen en tandas, y para el fácil despacho de los negocios
urgentes se escogió una comisión activa compuesta de los señores
Floridablanca, Astorga, Valdés, Jovellanos, Contamina y Garay.
[Marginal: Abandona la central Aranjuez.] Unos en pos de otros salieron
todos de Aranjuez en la tarde y noche del 1.º al 2 de diciembre. Apenas
con escolta, en medio de tales angustias tuvieron la dicha de que los
pueblos no los molestaran, y de que los franceses no los alcanzasen y
cogiesen. Libres de particular contratiempo llegaron a Talavera de la
Reina en donde volveremos a encontrarlos.
[Marginal: Situación de Madrid.]
En tanto reinaba en Madrid la mayor agitación. Don Tomás de Morla y
el capitán general de Castilla la Nueva marqués de Castelar habían
discurrido calmarla, y aun por orden de la central promulgaron edictos
que pintaban con amortiguados colores las desgracias sucedidas. Sin
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