Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (2 de 5) - 06

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otras la junta de Granada, la cual apoyando la circular de Valencia,
se dirigió a su competidora la de Sevilla, y desentendiéndose de
desavenencias, señaló como acomodado asiento para la reunión la última
ciudad.
No por eso se apresuraba esta, ostentando siempre su altanera
supremacía. Pesábale en tanto grado descender de la cumbre a que
se había elevado, que hubo un tiempo en que prohibió la venta y
circulación de los papeles que convidaban a la apetecida concordia.
Apremiada en fin por la voz pública y estrechada por el dictamen de
algunos de sus individuos entendidos y honrados, publicó con fecha
de 3 de agosto un papel en el que examinando los diversos puntos que
en el día se ventilaban, proponía la formación de una junta central
compuesta de dos vocales de cada una de las de provincia. Anduvo
perezosa no obstante en acabar de escoger los suyos. Pero adhiriendo
las otras juntas a las oportunas razones de su circular, cuyo
contenido en sustancia se conformaba con la opinión que las más habían
mostrado antes de concertarse, y que era la más general y acreditada,
fueron todas sucesivamente escogiendo de su seno personas que las
representasen en una junta única y central.
[Marginal: Proceder del consejo.]
Por su parte el consejo todavía esperaba recuperar con sus amaños y
tenaz empeño el poder que para siempre querían arrebatarle de las
manos. Mas no por eso y para cautivar las voluntades de los hombres
ilustrados, mudó de rumbo, adoptando un sistema más nuevo y conforme
al interés público y al progreso de la nación. Asustándose a la menor
sombra de libertad, encadenó la imprenta con las mismas y aun más
trabas que antes; redujo a dos veces por semana la diaria publicación
de la Gaceta de Madrid; persiguió y aun llegó a formar causa a algunas
personas que tenían en su poder papeles de las juntas, mayormente de la
de Sevilla, y en fin resucitó en cuanto pudo su trillada, lenta y añeja
manera de gobernar. Persuadiose que todo le era lícito a trueque de
dar ciertos decretos de alistamiento y acopio de medios que mostrasen
su interés por la causa de la independencia que tan mal había antes
defendido. Y sobre todo cobró esperanza con la llegada a Madrid de
varios generales en quienes presumía poder con buen éxito emplear su
influjo.
[Marginal: Entrada en Madrid de Llamas y Castaños.]
Fue el primero que pisó el suelo de la capital con las tropas de
Valencia y Murcia Don Pedro González de Llamas que había sucedido a
Cervellón removido del mando. Atravesó la Puerta de Atocha con 8000
hombres a las seis de la mañana del día 13 de agosto. A pesar de hora
tan temprana inmenso fue el concurso que salió a recibirle y extremado
el entusiasmo. Pasó a frenesí al entrar el 23 por la misma puerta D.
Francisco Javier Castaños acompañado de la reserva de Andalucía. Sus
soldados adornados con los despojos del enemigo ofrecían en su variada
y extraña mezcla el mejor emblema de la victoria alcanzada. Pasaron
todos por debajo de un arco de sencilla y majestuosa arquitectura que
había erigido la villa de Madrid junto a sus casas consistoriales.
[Marginal: Proclamación de Fernando VII.] A estas entradas triunfales
siguiéronse otros festejos con la proclamación de Fernando VII, hecha
en esta ocasión por el legítimo alférez mayor de Madrid marqués
de Astorga. Mas no a todos contentaban tanto bullicio y fiestas,
pidiendo con sobrada razón que se pusiera mayor conato y celeridad en
perseguir al enemigo, y en aumentar y organizar cumplidamente la fuerza
armada. Daban particular peso a sus justas quejas y reclamaciones los
acontecimientos por entonces ocurridos en Vizcaya y Navarra.
[Marginal: Insurrección de Bilbao.]
Habíase en la primera provincia levantado Bilbao al anunciarse la
victoria de Bailén, y en 6 de agosto escogiendo su vecindario una
junta, acordó un alistamiento general, y nombró por comandante militar
al coronel Don Tomás de Salcedo. Sobremanera inquietó a los franceses
esta insurrección, ya por el ejemplo y ya también porque comprometida
su posición en las márgenes del Ebro, pudieran verse obligados a
estrecharse más contra la frontera. Creció su recelo a mayor grado con
asonadas y revueltas [Marginal: Movimiento en Guipúzcoa y Navarra.] que
hubo en Tolosa y pueblos de Guipúzcoa, y con las correrías que hacían y
gente que allegaban en Navarra Don Antonio Egoaguirre y Don Luis Gil.
Habían estos salido de Zaragoza en 27 de junio para alborotar aquel
reino. Después de algún tiempo Gil empezó a incomodar al enemigo por el
lado de Orbaiceta, se apoderó de muchas municiones de aquella fábrica,
y amenazó y sembró el espanto hasta el mismo pueblo francés de San
Juan de Pie de Puerto. Egoaguirre tampoco se descuidó en la comarca
de Lerín: formando un batallón con nombre de Voluntarios de Navarra
recorrió la tierra, y llamó tanto la atención que el general D’Agoult
envió una columna desde Pamplona para atajar sus daños y alejarle del
territorio de su mando.
José por su parte pensó en apagar prontamente la temible insurrección
de Bilbao. Para ello envió contra aquella población una división a
las órdenes del general Merlin. No era dado a sus vecinos sin tropa
disciplinada resistir a semejante acometimiento.[*] [Marginal: (*
Ap. n. 5-10.)] Apostáronse sin embargo con aquella idea a media
legua, y los franceses asomándose allí el 16 de agosto desbarataron y
dispersaron a los bilbaínos, pereciendo miserablemente y después de
haberse rendido prisionero el oficial de artillería Don Luis Power
distinguido entre los suyos. Los auxilios que de Asturias llevaba el
oficial inglés Roche llegaron tarde, y Merlin entró en Bilbao cuya
ciudad fue con rigor tratada. En su correspondencia blasonaba el
rey intruso de «haber apagado la insurrección con la sangre de 1200
hombres.» Singular jactancia y extraña en quien como José no era de
corazón duro ni desapiadado.
El contratiempo de Bilbao que en Madrid provocaba las reclamaciones de
muchos, difundiéndose por las provincias aumentó el clamor ya casi
universal contra generales y juntas, reparando que algunos de aquellos
se entregaban demasiadamente a divertimientos y regocijos, y que estas
con celos y rivalidades retardaban la instalación de la junta central.
Deseando el consejo aprovecharse de la irritación de los ánimos, y
valiéndose de los lazos que le unían con Don Gregorio de la Cuesta, su
antiguo gobernador, se concordó con este y discurrieron apoderarse del
mando supremo. [Marginal: Nuevos manejos del consejo.] Mas como Cuesta
carecía de la suficiente fuerza, fueles necesario tantear a Castaños,
entonces algo disgustado con la junta de Sevilla. Avistose pues con
el último Don Gregorio de la Cuesta, [Marginal: Propuesta de Cuesta a
Castaños.] y le propuso [según tenemos de la boca del mismo Castaños]
dividir en dos partes el gobierno de la nación, dejando la civil y
gubernativa al consejo, y reservando la militar al solo cuidado de
ellos dos en unión con el duque del Infantado. Era Castaños sobrado
advertido para admitir semejante proposición. Vislumbraba el motivo
porque se le buscaba, y conocía que separando su causa de la de las
juntas, quizá sería desobedecido del ejército, y aun de la división
misma que se alojaba en Madrid.
[Marginal: Consejo de guerra celebrado en Madrid.]
En tanto para acallar el rumor público se celebró en aquella capital
el 5 de septiembre un consejo de guerra. Asistieron a él los generales
Castaños, Llamas, Cuesta y La Peña, representando a Blake el duque del
Infantado y a Palafox otro oficial cuyo nombre ignoramos. Discutiéronse
largamente varios puntos, y Cuesta, llevado siempre de mira particular,
promovió el nombramiento de un comandante en jefe. No se arrimaron
los otros a su parecer, y tan solo arreglaron un plan de operaciones,
de que hablaremos más adelante. Cuesta aunque aparentó conformarse,
salió despechado de Madrid, y con ánimo más bien que de cooperar a la
realización de lo acordado de levantar obstáculos a la reunión de la
junta central: para lo cual y satisfacer al mismo tiempo su ira contra
la junta de León, [Marginal: Prende Cuesta a Valdés y Quintanilla.] de
la que, como hemos visto, estaba ofendido, arrestó a sus dos individuos
Don Antonio Valdés y vizconde de la Quintanilla, que iban de camino
para representar su voz en la central. Quiso tratarlos como rebeldes
a su autoridad, y los encerró en el alcázar de Segovia: tropelía que
excitó contra el general Cuesta la pública animadversión.
Vanos sin embargo salieron sus intentos, vanos otros enredos y
maquinaciones. Por todas partes prevaleció la opinión más sana, y
los diputados elegidos por las diversas juntas fueron poco a poco
acercándose a la capital. Llegó pues el suspirado momento de la reunión
de una autoridad central, [Marginal: Acaba el gobierno de las juntas
provinciales.] debiendo con ella cesar la particular supremacía de
cada provincia. Durante la cual no habiendo habido lugar ni ocasión
de hacer sustanciales reformas ni mudanzas en los diversos ramos de
la administración pública, tales como estaban dispuestos y arreglados
al disolverse, por decirlo así, la monarquía en mayo, tales o con
cortísima diferencia se los entregaron las juntas de provincia a la
central.
No disimulamos en el libro anterior ni en el curso de nuestro
narración los defectos de que dichas juntas adolecieron, las pasiones
que las agitaron. Por lo mismo justo es también que ahora tributemos
debidas alabanzas a su primera y grandiosa resolución, a su ardiente
celo, a su incontrastable fidelidad. Al acabar de su mando anublose por
largo tiempo la prosperidad de la patria; mas se dio principio a una
nueva, singular y porfiada lucha, en que sobre todo resplandeció la
firmeza y constancia de la nación española.


RESUMEN
DEL
LIBRO SEXTO.

_Instalación de la junta central en Aranjuez, 25 de septiembre. —
Número de individuos. — Su composición. — Floridablanca. — Jovellanos.
— Diversos partidos de la central. — Su instalación celebrada en las
provincias. — Contestación con el consejo. — Dictamen de Jovellanos.
— Forma interior de la central. — Don Manuel Quintana. — Primeras
providencias y decretos de la central. — Su manifiesto en 10 de
noviembre. — Distribución de los ejércitos. — Su marcha. — Marcha del
de Galicia. — Ocupa Bilbao. — Marcha del de Asturias. — Cuesta. — Su
conducta. — Le sucedieron Eguía y Pignatelli. — Marcha de Llamas.
— Detención de Castaños en Madrid. — Su salida. — Plan concertado
con Palafox. — Situación del ejército del centro y del de Aragón. —
Fuerza de los ejércitos españoles. — Situación de José y del ejército
francés. — Exposición de sus ministros. — Fuerza del ejército francés.
— Movimiento de los españoles. — Acción de Lerín, 26 de octubre. —
Retirada de los castellanos de Logroño. — Arreglo que en su ejército
hace el general Castaños. — Se sitúa en Cintruénigo y Calahorra.
— Napoleón. — Su mensaje al senado. — Leva de nuevas tropas. —
Conferencias de Erfurt. — Correspondencia con el gobierno inglés. — Fin
de la correspondencia. — Discurso de Napoleón al cuerpo legislativo. —
Fuerza y división del ejército francés. — Cruza Napoleón el Bidasoa.
— Acción de Zornoza, 31 de octubre. — De Valmaseda, 4 de noviembre. —
Reconocimiento hacia Güeñes en 7 de noviembre. — Batalla de Espinosa,
10 y 11 de noviembre. — Disposiciones de Napoleón. — Acción de Burgos,
10 de noviembre. — Revuelve Soult contra Blake. — Diversas direcciones
de los mariscales franceses. — Entrada en Burgos de Napoleón. — Su
decreto de 12 de noviembre. — Ejército inglés. — Ejército del centro.
— Don Francisco Palafox enviado por la central. — Diversos planes. —
Marcha Lannes contra dicho ejército. — Repliégase Castaños. — Batalla
de Tudela, 23 de noviembre. — Retirada del ejército. — Su llegada
a Sigüenza. — La Peña general en jefe. — San Juan en Somosierra. —
Pasan los franceses el puerto. — Situación de la central. — Cartas de
los ministros de José. — Abandona la central a Aranjuez. — Situación
de Madrid. — Muerte del marqués de Perales. — Napoleón delante de
Madrid. — Ataque de Madrid. — Conferencia de Morla con Napoleón. —
Capitulación. — Fáltase a la capitulación. — Decretos de Napoleón
en Chamartín. — Españoles llevados a Francia. — Visita Napoleón el
palacio real. — Su inquietud. — Contestación al corregidor de Madrid.
— Juramento exigido de los vecinos. — Van los mariscales franceses
en persecución de los españoles. — Total dispersión del ejército de
San Juan. — Muerte cruel de este general. — Ejército del centro:
sus marchas y retirada a Cuenca. — Rebelión del oficial Santiago.
— Nómbrase por general en jefe al duque del Infantado. — Conde de
Alacha. — Su retirada gloriosa. — La Mancha. — Toledo. — Muertes
violentas. — Villacañas. — Sierra Morena. — Juntas de los cuatro
reinos de Andalucía. — Campo Sagrado. — Marqués del Palacio. — Marchan
los franceses a Extremadura: estado de la provincia. — Excesos. —
General Galluzo. — Su retirada. — Continúa la central su viaje. — Sus
providencias. — Sucede Cuesta a Galluzo. — Llega a Sevilla la central
en 17 de diciembre. — Muerte de Floridablanca. — Situación penosa de la
central. — Sus esperanzas._


HISTORIA
DEL
LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
de España.
LIBRO SEXTO.

No resueltas las dudas que se habían suscitado sobre el lugar más
conveniente para la reunión de un gobierno central, tocábase ya al
deseado momento de su instalación, y aún subsistía la misma y penosa
incertidumbre. Los más se inclinaban al dictamen de la junta de Sevilla
que había al efecto señalado a Ciudad Real, o cualquier otro paraje
que no fuese la capital de la monarquía, sometida según pensaba al
pernicioso influjo del consejo y sus allegados. El haberse en Aranjuez
incorporado a los diputados de dicha junta los de otras varias, puso
término a las dificultades, obligando a los que permanecían en Madrid
vacilantes en su opinión, a conformarse con la de sus compañeros,
declarada por la celebración en aquel sitio de las primeras sesiones.
Antes de abrirse estas y juntos unos y otros tuvieron conferencias
preparatorias, en las que se examinaron y aprobaron los poderes, y se
resolvieron ciertos puntos de etiqueta o ceremonial.
[Marginal: Instalación de la junta central en Aranjuez, 25 de
septiembre. (* Ap. n. 6-1.)]
Por fin el 25 de septiembre en Aranjuez y en su real palacio instalose
solemnemente el nuevo gobierno, bajo la denominación de junta suprema
central gubernativa del reino.[*] Compuesta entonces de veinticuatro
individuos creció en breve su número, y se contaron hasta treinta y
cinco nombrados en su mayor parte por las juntas de provincia, erigidas
al alzarse la nación en mayo. [Marginal: Número de individuos.] De
cada una vinieron dos diputados. Otros tantos envió Toledo sin estar
en igual caso, y lo mismo Madrid y reino de Navarra. De Canarias solo
acudió uno a representar sus islas. Fue elegido presidente el conde de
Floridablanca diputado por Murcia, y secretario general Don Martín de
Garay que lo era por Extremadura.
[Marginal: Su composición.]
Los vocales pertenecían a honrosas y principales clases del estado,
contándose entre ellos eclesiásticos elevados en dignidad, cinco
grandes de España, varios títulos de Castilla, antiguos ministros y
otros empleados civiles y militares. Sin embargo casi todos antes de la
insurrección eran como repúblicos, desconocidos en el reino, fuera de
Don Antonio Valdés, del conde de Floridablanca y de Don Gaspar Melchor
de Jovellanos. El primero muchos años ministro de marina mereció, al
lado de leves defectos, justas alabanzas por lo mucho que en su tiempo
se mejoró y acrecentó la armada y sus dependencias. Los otros dos de
fama más esclarecida requieren de nuestra pluma particular mención, por
lo que haremos de sus personas un breve y fiel traslado.
[Marginal: Floridablanca.]
A los ochenta años cumplidos de su edad Don José Moñino, conde de
Floridablanca, aunque trabajado por la vejez y achaques, conservaba
despejada su razón y bastante fortaleza para sostener las máximas
que le habían guiado en su largo y señalado ministerio. De familia
humilde de Hellín en Murcia, por su aplicación y saber había ascendido
a los más eminentes puestos del estado. Fiscal del consejo real,
y en unión con su ilustre compañero el conde de Campomanes, había
defendido atinada y esforzadamente las regalías de la corona contra
los desmanes del clero y desmedidas pretensiones de la curia romana.
Por sus doctrinas y por haber cooperado a la expulsión de los
jesuitas se le honró con el cargo de embajador cerca de la _Santa
Sede_, en donde contribuyó a que se diese el breve de supresión de
la tan nombrada sociedad, y al arreglo de otros asuntos igualmente
importantes. Llamado en 1777 al ministerio de estado, y encargado a
veces del despacho de otras secretarías, fue desde entonces hasta la
muerte de Carlos III, ocurrida en 1788, árbitro, por decirlo así, de
la suerte de la monarquía. Con dificultad habrá ministro a un tiempo
más ensalzado ni más deprimido. Hombre de capacidad, entero, atento
al desempeño de su obligación, fomentó en lo interior casi todos los
ramos, construyó caminos, y erigió varios establecimientos de pública
utilidad. Fuera de España si bien empeñado en la guerra impolítica
y ruinosa de la independencia de los Estados Unidos, emprendida
según parece mal de su grado, mostró a la faz de Europa impensadas y
respetables fuerzas, y supo sostener entre las demás la dignidad de la
nación. Censurósele y con justa causa el haber introducido una policía
suspicaz y perturbadora, como también sobrada afición a persecuciones,
cohonestando con la razón de estado tropelías hijas las más veces del
deseo de satisfacer agravios personales. Quizá los obstáculos que la
ignorancia oponía a medidas saludables irritaban su ánimo poco sufrido:
ninguna de ellas fue más tachada que la junta llamada de estado, y por
la que los ministros debían de común acuerdo resolver las providencias
generales y otras determinadas materias. Atribuyósele a prurito de
querer entrometerse en todo y decidir con predominio. Sin embargo la
medida en sí y los motivos en que la fundó, no solo le justificaban
sino que también por ella sola se le podría haber calificado de
práctico y entendido estadista. Después del fallecimiento de Carlos
III continuó en su ministerio hasta el año de 1792. Arredrado entonces
con la revolución francesa, y agriado por escritos satíricos contra
su persona, propendió aún más a la arbitrariedad a que ya era tan
inclinado. Pero ni esto, ni el conocimiento que tenía de la corte y sus
manejos, le valieron para no ser prontamente abatido por Don Manuel
Godoy, aquel coloso de la privanza regia, cuyo engrandecimiento, aunque
disimulaba, veía Floridablanca con recelo y aversión. Desgraciado
en 1792, y encerrado en la ciudadela de Pamplona, consiguió al cabo
que se le dejase vivir tranquilo y retirado en la ciudad de Murcia.
Allí estaba en el mayo de la insurrección, y noblemente respondió
al llamamiento que se le hizo, siendo falsas las protestas que la
malignidad inventó en su nombre. Afecto en su ministerio a ensanchar
más y más los límites de la potestad real rompiendo cuantas barreras
quisieran oponérsele, había crecido con la edad el amor a semejantes
máximas, y quiso como individuo de la central que sirviesen de norte al
nuevo gobierno, sin reparar en las mudanzas ocasionadas por el tiempo,
y en las que reclamaban escabrosas circunstancias.
[Marginal: Jovellanos.]
Atento a ellas y formado en muy diversa escuela seguía en su conducta
la vereda opuesta Don Gaspar Melchor de Jovellanos, concordando sus
opiniones con las más modernas y acreditadas. Desde muy mozo había sido
nombrado magistrado de la audiencia de Sevilla: ascendiendo después
a alcalde de casa y corte y a consejero de órdenes, desempeñó estos
cargos y otros no menos importantes con integridad, celo y atinada
ilustración. Elevado en 1797 al ministerio de gracia y justicia, y
no pudiendo su inflexible honradez acomodarse a la corrompida corte
de María Luisa, recibió bien pronto su exoneración. Motivola con
particularidad el haber procurado alejar de todo favor e influjo a
Don Manuel Godoy, con quien no se avenía ningún plan bien concertado
de pública felicidad. Quiso al intento aprovecharse de una coyuntura
en que la reina se creía desairada y ofendida. Mas la ciega pasión de
esta, despertada de nuevo con el artificioso y reiterado obsequio de
su favorito, no solo preservó al último de fatal desgracia, sino que
causó la del ministro y sus amigos. Desterrado primero a Gijón, pueblo
de su naturaleza, confinado después en la cartuja de Mallorca, y al fin
atropelladamente y con crueldad encerrado en el castillo de Bellver
de la misma isla, sobrellevó tan horrorosa y atroz persecución con la
serenidad y firmeza del justo. Libertole de su larga cautividad el
levantamiento de Aranjuez, y ya hemos visto cuán dignamente al salir
de ella desechó las propuestas del gobierno intruso, por cuyo noble
porte y sublime y reconocido mérito le eligió Asturias para que fuese
en la central uno de sus dos representantes. Escritor sobresaliente y
sobre todo armonioso y elocuentísimo, dio a luz como literato y como
publicista obras selectas, siendo en España las que escribió en prosa
de las mejores si no las primeras de su tiempo. Protector ilustrado
de las ciencias y de las letras fomentó con esmero la educación de
la juventud, y echó en su instituto asturiano, de que fue fundador,
los cimientos de una buena y arreglada enseñanza. En su persona y
en el trato privado ofrecía la imagen que nos tenemos formada de la
pundonorosa dignidad y apostura de un español del siglo XVI, unida al
saber y exquisito gusto del nuestro. Achacábanle afición a la nobleza
y sus distinciones; pero sobre no ser extraño en un hombre de su edad
y nacido en aquella clase, justo es decir que no procedía de vano
orgullo ni de pueril apego al blasón de su casa, sino de la persuasión
en que estaba de ser útil y aun necesario en una monarquía moderada el
establecimiento de un poder intermedio entre el monarca y el pueblo.
Así estuvo siempre por la opinión de una representación nacional
dividida en dos cámaras. Suave de condición, pero demasiadamente
tenaz en sus propósitos, a duras penas se le desviaba de lo una
vez resuelto, al paso que de ánimo candoroso y recto solía ser
sorprendido y engañado, defecto propio del varón excelente que [como
decía Cicerón,[*] [Marginal: (* Ap. n. 6-2.)] su autor predilecto]
«dificilísimamente cae en sospecha de la perversidad de los otros.» Tal
fue Jovellanos, cuya nombradía resplandecerá y aun descollará entre las
de los hombres más célebres que han honrado a España.
[Marginal: Diversos partidos en la central.]
Fija de antemano la atención nacional en los dos respetables varones
de que acabamos de hablar, siguieron los individuos de la central el
impulso de la opinión, arrimándose los más a uno u a otro de dichos
dos vocales. Pero como estos entre sí disentían, dividiéronse los
pareceres, prevaleciendo en un principio y por lo general el de
Floridablanca. Con su muerte y las desgracias, no dejó más adelante
de triunfar a veces el de Jovellanos, ayudado de Don Martín de Garay,
cuyas luces naturales, fácil despacho y práctica de negocios le dieron
sumo poder e influjo en las deliberaciones de la junta.
Pero a uno y otro partido de los dos, si así pueden llamarse, en
que se dividió la central, faltábales actividad y presteza en las
resoluciones. Floridablanca anciano y doliente, Jovellanos entrado
también en años y con males, avezados ambos a la regularidad y pausa de
nuestro gobierno, no podían sobreponerse a la costumbre y a los hábitos
en que se habían criado y envejecido. Su autoridad llevaba en pos de
sí a los demás centrales, hombres en su mayoría de probidad, pero
escasos de sobresalientes o notables prendas. Dos o tres más arrojados
y atrevidos, entre los que principalmente sonaba Don Lorenzo Calvo de
Rozas, acreditado en el sitio de Zaragoza, querían en vano sacar a
la junta de su sosegado paso. No era dado a su corto número ni a su
anterior y casi desconocido nombre vencer los obstáculos que se oponían
a sus miras.
Así fue que en los primeros meses siguiendo la central en materias
políticas el dictamen de Floridablanca, y no asistiéndole ni a él ni a
Jovellanos para las militares y económicas el vigor y pronta diligencia
que la apretada situación de España exigía, con lástima se vio que
el nuevo gobierno obrando con lentitud y tibieza en la defensa de la
patria, y ocupándose en pormenores, recejaba en lo civil y gubernativo
a tiempos añejos y de aciaga recordación.
[Marginal: Su instalación celebrada en las provincias.]
Mas antes y al saberse en las provincias su instalación, fue celebrada
esta con general aplauso y desoídas las quejas en que prorrumpieron
algunas juntas, señaladamente las de Sevilla y Valencia: las cuales
pesarosas de ir a menos en su poder habían intentado convertir los
diputados de la central en meros agentes sometidos a su voluntad y
capricho, dándoles facultades coartadas. Pasose, pues, por encima de
las instrucciones que aquellas habían dado, arreglándose a lo que
prevenían los poderes de otras juntas, y según los que se creaba una
verdadera autoridad soberana e independiente y no un cuerpo subalterno
y encadenado. Y si en ello pudo haber algún desvío de legitimidad, el
bien y unión del reino reclamaban que se tomase aquel rumbo, si no se
quería que cada provincia prosiguiese gobernándose separadamente y a su
antojo.
[Marginal: Contestación con el consejo.]
Tampoco faltaron como era de temer desavenencias con el consejo
real. En 26 de septiembre le había dado cuenta la junta central de su
instalación, previniéndole que prestado que hubiesen sus individuos
el juramento debido, expidiese las cédulas, órdenes y provisiones
competentes para que obedeciesen y se sujetasen a la nueva autoridad
todas las de la monarquía. Por aquel paso, desaprobado de muchos,
persuadido tal vez el consejo de que la junta había menester su apoyo
para ser reconocida en el reino, cobró aliento, y después de dilatar
una contestación clara y formal, al cabo envió el 30 con el juramento
pedido una exposición de sus fiscales, en la que estos se oponían a que
se prestase dicho juramento, reclamando el uso y costumbres antiguas.
Aunque el consejo no había seguido el parecer fiscal, le remitió no
obstante a la junta acompañado de sus propias meditaciones, dirigidas
principalmente a que se adoptasen las tres siguientes medidas: 1.ª
Reducir el número de vocales de la central, por ser el actual contrario
a la Ley 3.ª, Partida 2.ª, título 15, en que hablándose de las
minoridades en los casos en que el rey difunto no hubiese nombrado
tutores, dice: «que los guardadores deben ser uno o tres o cinco, e non
más.» 2.ª La extinción de las juntas provinciales; y 3.ª La convocación
de cortes conforme al decreto dado por Fernando VII en Bayona.
Justas como a primera vista parecían estas peticiones, no solo no
eran por entonces hacederas, sino que procediendo de un cuerpo tan
desopinado como lo estaba el consejo, achacáronse a odio y despique
contra las autoridades populares nacidas de la insurrección. Sobre los
generales y conocidos motivos, otros particulares al caso contribuyeron
a dar mayor valor a semejante interpretación. Pues en cuanto al primer
punto el consejo que ahora juzgaba ser harto numerosa la junta central,
había en agosto provocado a los presidentes de las de provincia para
que [*] [Marginal: (* Ap. n. 6-3.)] «no siendo posible adoptar de
pronto en circunstancias tan extraordinarias los medios que designaban
las leyes y las costumbres nacionales... diputasen personas de su mayor
confianza, que reuniéndose a las nombradas por las juntas establecidas
en las demás provincias y al consejo, pudiesen conferenciar... de
manera que partiendo todas las providencias y disposiciones de este
centro común fuese tan expedito como conveniente el efecto.» Por lo
cual si se hubiera condescendido con la voluntad del consejo, lejos
de ser menos en número los individuos de la central, se hubiera
esta engrosado con todos los magistrados de aquel cuerpo. Además la
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