Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (2 de 5) - 13

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Sir Juan Moore proposición tan deshonrosa.
Puestos ya a bordo los objetos de más embarazo y las personas inútiles,
debía en la noche del 16 y a su abrigo embarcarse el ejército lidiador.
Con impaciencia aguardaba aquella hora el general inglés, cuando a las
dos de la tarde un movimiento general de la línea francesa estorbó el
proyectado embarco, empeñándose una acción reñida y porfiada.
[Marginal: Batalla de la Coruña.]
Disponiéndose a ella en la noche anterior había colocado el mariscal
Soult en la altura de Peñasquedo una batería de once cañones, en que
apoyaba su izquierda ocupada por la división del general Mermet,
guardando el centro y la derecha con las suyas respectivas los
generales Merle y Delaborde, y prolongándose la del último hasta el
pueblo de Palavea de Abajo. La caballería francesa se mostraba por la
izquierda de Peñasquedo hacia San Cristóbal y camino de Bergantiños: el
total de fuerza ascendía a unos 20.000 hombres.
Era la de los ingleses de unos 16.000 que estaban apostados en el monte
Mero, desde la ría del mismo nombre hasta el pueblo de Elviña. Por este
lado se extendían las tropas de Sir David Baird, y por el opuesto que
atraviesa el camino real de Betanzos las de Sir Juan Hope. Dos brigadas
de ambas divisiones se situaron detrás en los puntos más elevados y
extremos de su respectiva línea. La reserva mandada por Lord Paget
estaba a retaguardia del centro en Eirís, pueblecillo desde cuyo punto
se registra el valle que corría entre la derecha de los ingleses, y los
altos ocupados por la caballería francesa. Más inmediato a la Coruña
y por el camino de Bergantiños se había colocado con su división el
general Fraser, estando pronto a acudir adonde se le llamase.
Trabose la batalla a la hora indicada, atacando intrépidamente el
francés con intento de deshacer la derecha de los ingleses. Los cierros
de las heredades impedían a los soldados de ambos ejércitos avanzar a
medida de su deseo. Los franceses al principio desalojaron de Elviña
a las tropas ligeras de sus contrarios; mas yendo adelante fueron
detenidos y rechazados, si bien a costa de mucha sangre. La pelea se
encarnizó en toda la línea. Fue gravemente herido el general Baird y
Sir Juan Moore que con particular esmero vigilaba el punto de Elviña,
en donde el combate era más reñido que en las otras partes: recibió
en el hombro izquierdo una bala de cañón que le derribó por tierra.
Aunque mortalmente herido incorporose, y registrando con serenidad el
campo confortó su ánimo al ver que sus tropas iban ganando terreno.
Solo entonces permitió que se le recogiese a paraje más seguro. Vivió
todavía algunas horas, y su cuerpo fue enterrado en los muros de la
Coruña.
[Marginal: Embárcanse los ingleses.]
Los franceses no pudiendo romper la derecha de los ingleses trataron de
envolverla. Descubierto su intento avanzó Lord Paget con la reserva, y
obligando a retroceder a los dragones de La Houssaye, que habían echado
pie a tierra, contuvo a los demás, y aun se acercó a la altura en que
estaba situada la batería francesa de once cañones. Al mismo tiempo los
ingleses avanzaban por toda la línea, y a no haber sobrevenido la noche
quizá la situación del mariscal Soult hubiera llegado a ser crítica,
escaseando ya en su campo las municiones; mas los ingleses contentos
con lo obrado tornaron a su primeva posición, queriendo embarcarse bajo
el amparo de la oscuridad. Fue su pérdida de 800 hombres: asegúrase
haber sido mayor la de los franceses. El general Hope, en quien había
recaído el mando en jefe, creyó prudente no separarse de la resolución
tomada por Sir Juan Moore, y entrada la noche ordenó que todo su
ejército se embarcase, protegiendo la operación los generales Hill y
Beresford.
En la mañana siguiente viendo los franceses que estaba abandonado
el monte Mero, y que sus contrarios les dejaban la tierra libre
acogiéndose a su preferido elemento, se adelantaron, y desde la altura
de San Diego con cañones de grueso calibre, de que se habían apoderado
en la de las Angustias de Betanzos, empezaron a hacer fuego a los
barcos de la bahía. Algunos picaron los cables, y se quemaron otros que
con la precipitación habían varado. Los moradores de la Coruña no solo
ayudaron a los ingleses en su embarco con desinteresado celo, sino que
también les guardaron fidelidad no entregando inmediatamente la plaza.
Noble ejemplo, rara vez dado por los pueblos cuando se ven desamparados
de los mismos de quienes esperaban protección y ayuda.
Así terminó la retirada del general Moore, censurada de algunos de sus
propios compatriotas, y defendida y aun alabada de otros. Dejando a
ellos y a los militares el examen y crítica de esta campaña, pensamos
que sirvió de mucho para la gloria y buen nombre del general Moore
la casualidad de haber tenido que pelear antes de que sus tropas se
embarcasen, y también acabar sus días honrosamente en el campo de
batalla. Por lo demás si un ejército veterano y disciplinado como el
inglés, provisto de cuantiosos recursos, empezó antes de combatir
una retirada, en cuya marcha hubo tanto desorden, tanto estrago,
tantos escándalos, ¿quién podrá extrañar que en las de los españoles,
ejecutadas después de haber lidiado, y con soldados bisoños, escasos
de todo y en su propio país, hubiese dispersiones y desconciertos? No
decimos esto en menoscabo de la gloria británica; pero sí en reparación
de la nuestra, tan vilipendiada por ciertos escritores ingleses de los
mismos que se hallaron en tan funesta campaña.
[Marginal: Entrega de la Coruña.]
Difícil era que después de semejante suceso resistiese la Coruña largo
tiempo. El recinto de la plaza solo la ponía al abrigo de un rebate;
mas ni sus baterías, ni sus murallas estaban reparadas, ni eran de
suyo bastante fuertes. No haber mejorado a tiempo sus obras pendió en
parte del descuido que nos es natural, y también de la confianza que
con su llegada dieron los ingleses. Era gobernador Don Antonio Alcedo,
y el 19 capituló. Entró el 20 en la plaza el mariscal Soult, y puso
autoridades de su bando. Dispersose la junta del reino, y la audiencia,
el gobernador y los otros cuerpos militares, civiles y eclesiásticos
prestaron homenaje al nuevo rey José.
[Marginal: Del Ferrol.]
No tardó Soult en volver los ojos al Ferrol, y ya el 22 empezaron
a aproximarse a la plaza partidas avanzadas de su ejército. Aquel
arsenal, primero de la marina española, era inatacable del lado de
mar, de donde solo se puede entrar con un viento y por boca larga y
estrecha: no estaba por tierra tan bien fortalecido. Hallábase el
pueblo con ánimo levantado, sosteniéndole unos 300 soldados que habían
llegado el 20. Era comandante del departamento Don Francisco Melgarejo,
anciano e irresoluto, y comandante de tierra Don Joaquín Fidalgo. No
se había tomado medida alguna de defensa, ni tenido la precaución de
poner a salvo los buques de guerra allí fondeados. Dichos jefes y
la junta peculiar del pueblo desde luego se inclinaron a capitular;
mas no osando declararse tuvieron que responder con la negativa a la
reiterada intimación de los franceses. Al fin el 26 habiendo estos
descubierto algunas obras de batería, y apoderádose de los castillos
de Palma y San Martín, pudieron las autoridades prevalecer en su
opinión y capitularon, entrando el 27 de mañana en el Ferrol el general
Mermet. Fueron los términos de la rendición los mismos de la Coruña,
y por los que sometiéndose a reconocer a José, solo se añadieron
algunos artículos respecto de pagas, y de que no se obligase a nadie
a servir contra sus compatriotas. Don Pedro Obregón, preso desde el
levantamiento de mayo, fue nombrado comandante del departamento, en
cuya dársena, entre buenos y malos, había siete navíos, tres fragatas y
otros buques menores.
Que estas plazas se hubiesen rendido visto su mal estado y el desmayo
que causó el embarco de los ingleses, cosa natural era; pero no
que en una capitulación militar se estipulase el reconocimiento de
José, ejemplo no dado todavía por las otras partes del reino, ni por
la capital de la monarquía, de donde provino que las mencionadas
capitulaciones excitaron la indignación de la junta central, que
fulminó contra sus autores una declaración tal vez demasiadamente
severa.
[Marginal: Estado de Galicia.]
Aterrada Galicia con la pérdida de sus dos principales plazas, y
sobre todo con la retirada de los ingleses, apenas dio por algún
tiempo señales de vida. Hubo pocos pueblos que hiciesen demostración
de resistir, y los que lo intentaron fueron luego entrados por el
vencedor. A todas partes cundió el desaliento y la tristeza. [Marginal:
Paradero de Romana.] Solo en pie y en un rincón quedó Romana con
escasos soldados. Los franceses no le habían en un principio molestado;
pero posteriormente, yendo en su busca el general Marchand, trató de
atacarle en el punto de Bibey. Replegose a Orense el general español:
persiguiole el francés basta que continuando aquel hacia Portugal,
desistió el último de su intento, pasando poco después a Santiago, en
donde había entrado el 3 de febrero el mariscal Soult sin tropiezo y
camino de Tuy.
El marqués de la Romana luego que salió de Orense estableció su
cuartel general en Villaza, cerca de Monterrey, trasladándose después
a Oimbra. En los últimos días de enero celebró en el primer pueblo una
junta militar para determinar lo más conveniente, hallándose con pocas
fuerzas, sin recursos, y los ingleses ya embarcados. Opinaron unos por
ir a Ciudad Rodrigo, otros por encaminarse a Tuy; prevaleciendo el
dictamen que fue más acertado de no alejarse del país que pisaban, ni
de la frontera de Portugal.
[Marginal: Sucede a Soult el mariscal Ney.]
Mientras tanto tomó el mando de Galicia el mariscal Ney en lugar
de Soult, que moviéndose del lado de Tuy, según hemos indicado,
se preparaba a internarse en Portugal. Ocuparon fuerzas francesas
las principales ciudades de Galicia, y tranquila esta por entonces
puso también Ney su atención del lado de Asturias, cuyo territorio
afortunadamente había quedado libre en medio de tan general desdicha.
Más adelante hablaremos de lo que ocurrió en aquella provincia.
Ínstanos ahora volver la vista a Napoleón, a quien dejamos en Astorga.
[Marginal: Vuelta de Napoleón a Valladolid.]
Descansó allí dos días, hospedándose en casa del obispo a quien trató
sin miramiento. Y desasosegado con noticias que había recibido de
Austria, no creyendo ya necesario prolongar su estancia vista la
priesa con que los ingleses se retiraban, volvió atrás y se dirigió a
Valladolid, en cuya ciudad entró en la tarde del 6 de enero.
[Marginal: Áspero recibimiento que hace Napoleón a las autoridades.]
Alojose en el palacio real, y al instante mandó venir a su presencia al
ayuntamiento, a los prelados de los conventos, al cabildo eclesiástico
y a las demás autoridades. Quería imponer ejemplar castigo por las
muertes de algunos franceses asesinados, y sobre todo por la de dos,
cuyos cadáveres fueron descubiertos en un pozo del convento de San
Pablo de dominicos. Iba al frente de los llamados el ayuntamiento,
corporación de repente formada en ausencia de los antiguos regidores,
que los más habían huido después de la rota de Burgos. Procurando
dicho cuerpo mantener orden en la ciudad, había preservado de la
muerte a varios extraviados del ejército enemigo, y puéstolos con
resguardo en el monasterio de San Benito, motivo por el que antes
merecía atento trato del extranjero que amargas reconvenciones. Sin
embargo el emperador francés recibiole con rostro entenebrecido, y le
habló en tono áspero y descompuesto echándole en cara los asesinatos
cometidos. De los presentes se atemorizaron con sus amenazas aun los
más serenos, y el que servía de intérprete no acertando a expresarse
impacientó a Napoleón, que con enfado le mandó salir del aposento donde
estaba, llamando a otro que desempeñase mejor su oficio. No menos
alterado prosiguió en su discurso el altivo conquistador, usando de
palabras impropias de su dignidad, hasta que al cabo despidió a las
corporaciones españolas, repitiendo nuevas y terribles amenazas.
[Marginal: Angustias del ayuntamiento de Valladolid.]
Triste y pensativo volvía el ayuntamiento a su morada cuando algunos de
sus individuos, queriendo echar por un rodeo para evitar el encuentro
de tropas que obstruían el paso, un piquete francés de caballería que
de lejos los observaba intimoles que iban presos, y que así fuesen por
el camino más recto. Restituidos todos a las casas consistoriales,
entró a poco por aquellas puertas un emisario del emperador con
orden que este le había dado, teniendo el reloj en la mano, de que
si para las doce de la noche no se le pasaba la lista de los que
habían asesinado a los franceses, haría ahorcar de los balcones del
ayuntamiento a cinco de sus individuos. Sin intimidarse con el injusto
y bárbaro requerimiento, reportados y con esfuerzo respondieron los
regidores que antes perecerían siendo víctimas de su inocencia, que
indicar a tientas y sin conocimiento personas que no creyesen culpables.
A las nueve de la noche presentose también repitiendo a nombre del
emperador la anterior amenaza Don José de Hervás, el mismo que en el
abril de 1808 había acompañado a Madrid al general Savary, y quien como
español se hizo más fácilmente cargo de las razones que asistían al
ayuntamiento. Sin embargo manifestó a sus individuos que corrían grave
peligro, mostrándose Napoleón muy airado. No por eso dejaron aquellos
de permanecer firmes y resueltos a sufrir la pena que arbitrariamente
se les quisiera imponer. Sacoles luego del ahogo, y por fortuna para
ellos, un tal Chamochín, de oficio procurador del número, el cual
habiendo sido en tan tristes días nombrado corregidor interino, quiso
congraciarse con el invasor de su patria delatando como motor de
los asesinatos a un adobador de pieles llamado Domingo que vivía en
la plaza mayor. Por desgracia de este encontráronse en su casa ropa
y otras prendas de franceses, ya porque en realidad fuera culpado,
o ya más bien, según se creyó, por haber dichos efectos llegado
casualmente a sus manos. [Marginal: Suplicio de algunos españoles, y
perdón de uno de ellos.] Fue preso Domingo con dos de sus criados y
condenados los tres a la pena de horca. Ajusticiaron a los últimos
perdonando Napoleón al primero, más digno de muerte que los otros si
había delito. Llegó el perdón estando Domingo al pie del patíbulo: le
obtuvo a ruego de personas respetables, del mencionado Hervás, y sobre
todo movidos varios generales de las lágrimas y clamores de la esposa
del sentenciado, en extremo bella y de familia honrada de la ciudad.
También contribuyeron a ello los benedictinos, de quienes Napoleón
hacía gran caso, recordando la celebridad de los antiguos y doctos de
la congregación de San Mauro de Francia. No así de los dominicos, cuyo
convento de San Pablo suprimió en castigo de los franceses que en él se
habían encontrado muertos.
[Marginal: Temores de guerra con Austria. Prepárase Napoleón a volver a
Francia.]
Mas en tanto otros cuidados de mayor gravedad llamaban la atención
de Napoleón. En su camino a Astorga había recibido un correo con
aviso de que el Austria se armaba: novedad impensada y de tal entidad
que le impelía a volver prontamente a Francia. Así lo decidió en
su pensamiento; mas parose en Valladolid diez días, queriendo antes
asegurarse de que los ingleses proseguían en su retirada, y también
tomar acerca del gobierno de España una determinación definitiva.
Cierto de lo primero apresurose a concluir lo segundo. [Marginal:
Recibe en Valladolid a los diputados de Madrid.] Para ello hizo venir a
Valladolid los diputados del ayuntamiento de Madrid y de los tribunales
que le fueron presentados el 16 de enero. Traían consigo el expediente
de las firmas de los libros de asiento que se abrieron en la capital,
a fin de reconocer y jurar a José: condición que para restablecer a
este en el trono había puesto Napoleón, pareciéndole fuerte abracijo
lo que no era sino forzada ceremonia. Recibió el emperador francés con
particular agasajo a los diputados españoles, y les dijo que accediendo
a sus súplicas verificaría José dentro de pocos días su entrada en
Madrid.
[Marginal: Opinión e intentos de Napoleón sobre España.]
Dudaron entonces algunos que Napoleón se hubiera resuelto a reponer
a su hermano en el solio, si no se hubiese visto amenazado de guerra
con Austria. En prueba de ello alegaban el haber solo dejado a José
después de la toma de Madrid el título de su lugarteniente, y también
el haber en todo obrado por sí y procedido como conquistador. No deja
de fortalecer dicho juicio la conversación que el emperador tuvo en
Valladolid con el exarzobispo de Malinas Mr. de Pradt. Había este
acompañado desde Madrid a los diputados españoles; y Napoleón antes
de verlos, deseoso de saber lo que opinaban y lo que en la capital
ocurría, mandó a aquel prelado que fuese a hablarle. Por largo
espacio platicaron ambos sobre la situación de la Península, y entre
otras cosas dijo Napoleón:[*] [Marginal: (* Ap. n. 7-2.)] «no conocía
yo a España: es un país más hermoso de lo que pensaba, buen regalo
he hecho a mi hermano, pero los españoles harán con sus locuras que
su país vuelva a ser mío: en tal caso le dividiré en cinco grandes
virreinatos.» Continuó así discurriendo e insistió con particularidad
en lo útil que sería para Francia el agregar a su territorio el de
España. [Marginal: Parte para Francia.] Intento que sin duda estorbó
por entonces el nublado que amagaba del norte, temeroso del cual partió
para París el 17 de enero de noche y repentinamente, haciendo la
travesía de Valladolid a Burgos a caballo y con pasmosa celeridad.
[Marginal: José en el Pardo. Pasa una revista en Aranjuez.]
En el intervalo que medió desde principios de diciembre hasta últimos
de enero disgustado José con el título de lugarteniente se albergaba
en el Pardo, no queriendo ir a Madrid hasta que pudiese entrar como
rey. Sin embargo esperanzado en los primeros días del año de volver
a empuñar el cetro, pasó a Aranjuez y revistó allí el primer cuerpo
mandado por el mariscal Victor, y con el cual procedente de Toledo se
pensaba atacar al ejército del centro, cuyas reliquias rehechas algo en
Cuenca, se habían en parte aproximado al Tajo.
[Marginal: Movimiento del ejército español del centro. Planes de su
jefe el duque del Infantado.]
El inesperado movimiento de los españoles era hijo de falsas noticias
y del clamor de los pueblos que expuestos al pillaje y extorsiones
del enemigo, acusaban a nuestros generales de mantenerse espectadores
tranquilos de los males que los agobiaban. Para acudir al remedio y
acallar la voz pública había el duque del Infantado, jefe de aquel
ejército, imaginado un plan tras otro, notándose en el concebir de
ellos más bien loable deseo que atinada combinación.
Por fin decidiose ante todo dicho general a despejar la orilla
izquierda del Tajo de unos 1500 caballos enemigos que corrían la
tierra. Nombró para capitanear la empresa al mariscal de campo Don
Francisco Javier Venegas que mandaba la vanguardia compuesta de 4000
infantes y 800 caballos, y al brigadier Don Antonio Senra con otra
división de igual fuerza. Debía el primero posesionarse de Tarancón,
y al mismo tiempo enseñorearse el segundo de Aranjuez, en cuyos dos
puntos tenía el enemigo, antes de que viniese el mariscal Victor, lo
principal de sus destacamentos. Venegas no aprobó el plan, visto el mal
estado de sus tropas; mas trató de cumplir con lo que se le ordenaba.
Senra dejó de hacerlo pareciéndole imprudente ir hasta Aranjuez,
teniendo franceses por su flanco en Villanueva del Cardete: disculpa
que no admitió el general en jefe por haber ya contado con aquel dato
en la disposición del ataque.
[Marginal: Ataque de Tarancón.]
Venegas por su parte situado en Uclés determinó atacar en la noche del
24 al 25 de diciembre a los franceses de Tarancón. El número de estos
se reducía a 800 dragones. Distribuyó el general español su gente en
dos columnas una al mando de Don Pedro Agustín Girón debía amenazar por
su frente al enemigo, otra capitaneada por el mismo general en persona
y más numerosa había de interponerse en el camino que de Tarancón
va a Santa Cruz de la Zarza, con objeto de cortar a los franceses la
retirada, si querían huir del ataque de Girón, o encerrarlos entre dos
fuegos en caso de que resistiesen. La noche era cruda, sobreviniendo
tras de nieve y ventiscas espesa niebla: lo cual retardó la marcha de
Venegas, y fue causa del extravío de casi toda su caballería. Girón
aunque salió más tarde llegó sin tropiezo al punto que se le había
señalado, ya por ser mejor y más corto el camino, y ya por su cuidado y
particular vigilancia.
Espantados los dragones franceses con la proximidad de este general,
huían del lado de Santa Cruz, cuando se encontraron con algunas
partidas de carabineros reales que iban a la cabeza de la tropa
de Venegas y los atacaron furiosamente, obligándolos a abrigarse
de la infantería. Hubiera podido esta desconcertarse, cogiéndola
desprevenida, si afortunadamente un batallón de guardias españolas
y otro de tiradores de España puestos ya en columna no hubiesen
rechazado a los enemigos, desordenándolos completamente. Hizo gran
falta la caballería, cuya principal fuerza extraviada en el camino no
llegó hasta después: y entonces su jefe Don Rafael Zambrano desistió
de todo perseguimiento por juzgarlo ya inútil y estar sus caballos
muy cansados. La pérdida de los franceses entre muertos, heridos y
prisioneros fue de unos 100 hombres. Hubo después contestaciones entre
ciertos jefes, achacándose mutuamente la culpa de no haber salido con
la empresa. Nos inclinamos a creer que la inexperiencia de algunos
de ellos y lo bisoño de la tropa fueron en este caso como en otros
muchos la causa principal de haberse en parte malogrado la embestida,
sirviendo solo a despertar la atención de los franceses.
[Marginal: Avanza el mariscal Victor.]
Recelosos estos de que engrosadas con el tiempo las tropas del ejército
del centro y mejor disciplinadas, pudieran no solo repetir otras
tentativas como la de Tarancón, mas también en un rebate apoderarse
de Madrid, cuya guarnición por atender a otros cuidados a veces se
disminuía, pensaron seriamente en destruirlas y cortar el mal en su
raíz. Para ello juntaron en Aranjuez y revistaron, según hemos dicho,
las fuerzas que mandaba en Toledo el mariscal Victor, las cuales
ascendían a 14.000 infantes y 3000 caballos. Sospechando Venegas los
intentos del enemigo comunicó el 4 de enero sus temores al duque
del Infantado, opinando que sería prudente, o que todo el ejército
se aproximase a su línea, o que él con la vanguardia se replegase a
Cuenca. No pensó el duque que urgiese adoptar semejante medida, y ya
fuese enemistad contra Venegas, o ya natural descuido, no contestó
a su aviso, continuando en idear nuevos planes que tampoco tuvieron
ejecución.
[Marginal: Retírase Venegas a Uclés.]
Apurando las circunstancias y no recibiendo instrucción alguna del
general en jefe, juntó Venegas un consejo de guerra, en el que
unánimemente se acordó pasar a Uclés como posición más ventajosa, e
incorporarse allí con Senra, en donde aguardarían ambos las órdenes del
duque. Verificose la retirada en la noche del 11 de enero, y unidos
al amanecer del 12 los mencionados Venegas y Senra, contaron juntos
unos 8 a 9000 infantes y 1500 caballos. Trató desde luego el primero
de aprovecharse de las ventajas que le ofrecía la situación de Uclés,
villa sujeta a la orden de Santiago y para batallas de mal pronóstico
por la que en sus campos se perdió contra los moros en el reinado
de Alonso el VI. La derecha de la posición era fuerte, consistiendo
en varias alturas aisladas y divididas de otras por el riachuelo de
Bedijar. En el centro está el convento llamado Alcázar, y desde allí
por la izquierda corre un gran cerro de escabrosa subida del lado del
pueblo, pero que termina por el opuesto en pendiente más suave y de
fácil acceso. Venegas apostó en Tribaldos, pueblo cercano, algunas
tropas al mando de Don Veremundo Ramírez de Arellano, que en la tarde
y anochecer del 12 comenzaron ya a tirotearse con los franceses,
replegándose a Uclés en la mañana siguiente, acometidas por sus
superiores fuerzas.
[Marginal: Batalla de Uclés.]
Con aviso de que los enemigos se acercaban, el general Venegas, aunque
amalado y con los primeros síntomas de una fiebre pútrida, se situó
en el patio del convento de donde divisaba la posición y el llano que
se abre al pie de Uclés, yendo a Tribaldos. Distribuyó sus infantes
en las alturas de derecha e izquierda, y puso abajo en la llanura la
caballería. Solo había un obús y tres cañones que se colocaron, uno en
la izquierda, dos en el convento y otro en el llano con los jinetes.
El mariscal Victor había salido de Aranjuez con el número de tropas
indicado, y fue en busca de los españoles sin saber de fijo su
paradero. Para descubrirle tiró el general Villatte con su división
derecho a Uclés, y el mariscal Victor con la del general Ruffin la
vuelta de Alcázar. Fue Villatte quien primero se encontró con los
españoles, obligándolos a retirarse de Tribaldos, desde donde avanzó
al llano con dos cuerpos de caballería y dos cañones. Al ver aquel
movimiento creyó Venegas amagada su derecha, y por tanto atendió
con particularidad a su defensa. Mas los franceses, a las diez de
la mañana, tomando por el camino de Villarrubio, se acercaron con
fuerza considerable a las alturas de la izquierda, punto flaco de la
posición, cubierto con menos gente y al que su caballería pudo subir
a trote. Venegas, queriendo entonces sostener la tropa allí apostada
que comenzaba a ciar, envió gente de refresco y para capitanearla a
Don Antonio Senra. Ya era tarde: los enemigos avanzando rápidamente
arrollaron a los nuestros, e inútilmente desde el convento quiso
Venegas detenerlos. Contuso él mismo y ahuyentado con todo su estado
mayor, dificultosamente pudo salvarse, cayendo a su lado muerto el
bizarro oficial de artillería Don José Escalera. Deshecho nuestro
costado izquierdo empezó a desfilar el derecho; y la caballería, que
en su mayor parte permanecía en el llano, trató de retirarse por
una garganta que forman las alturas de aquel lado. Consiguiéronlo
felizmente los dragones de Castilla, Lusitania y Tejas, mas no así los
regimientos de la Reina, Príncipe y Borbón, cuyo mando había reasumido
el marqués de Albudeite. Estos, no pudiendo ya pasar impedidos por los
fuegos de los franceses, que dueños del convento coronaban las cimas,
volvieron grupa al llano y faldeando los cerros caminaron de priesa y
perseguidos la vía de Paredes. Desgraciadamente hacia el mismo lado
tropezando la infantería con la división de Ruffin, había casi toda
tenido que rendirse; de lo cual advertidos nuestros jinetes, en balde
quisieron salvarse, atajados con el cauce de un molino y acribillados
por el fuego de seis cañones enemigos que dirigía el general Senarmont.
No hubo ya entonces sino confusión y destrozo, y sucedió con la
caballería lo mismo que con los infantes: los más de sus individuos
perecieron o fueron hechos prisioneros: contose entre los primeros al
marqués de Albudeite. Tal fue el remate de la jornada de Uclés, una de
las más desastradas, y en la que, por decirlo así, se perdieron las
tropas que antes mandaban Venegas y Senra. Solo se salvaron dos o tres
cuerpos de caballería y también algunas otras reliquias que libertó la
serenidad y esfuerzo de Don Pedro Agustín Girón, uniéndose todos al
duque del Infantado que ya se hallaba en Carrascosa.
Justos cargos hubieran podido pesar sobre los jefes que empeñaron
semejante acción, o fueron causa de que se malograse. El general
Venegas y el del Infantado procuraron defenderse ante el público
acusándose mutuamente. Pensamos que en la conducta de ambos hubo
motivos bastantes de censura si ya no de responsabilidad. Aconsejaba
la prudencia al primero retirarse más allá de Uclés, e ir a unirse al
cuerpo principal del ejército, no faltándole para ello ni oportunidad
ni tiempo; y al segundo prescribíale su obligación dar las debidas
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