Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (2 de 5) - 02

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[Marginal: Castigo del comandante.]
El vecindario por su parte, irritado de la conducta del comandante
español, le obligó más adelante a que compareciese ante un consejo de
guerra, y por sentencia de este fue arcabuceado. La misma suerte cupo
durante el sitio al coronel Don Rafael Pesino, gobernador de las Cinco
Villas, y a otros de menos nombre, acusados de inteligencia con el
enemigo. Ejemplar castigo, tachado por algunos de precipitado, pero
que miraron otros como saludable freno contra los que flaqueasen por
tímidos o tramasen alguna alevosía.
[Marginal: Llegada de un refuerzo a los españoles.]
Empeñábase así la resistencia, y cobraban todos ánimo con los oficiales
y soldados que a menudo acudían en ayuda de la ciudad sitiada. Llenó
sobre todo de particular gozo la llegada a últimos de junio de 300
soldados del regimiento de Extremadura al mando del teniente coronel
Don Domingo Larripa, que vimos allá detenido en Tárrega, sin querer
cumplir las órdenes de Duhesme, y también la que por entonces ocurrió
de 100 voluntarios de Tarragona capitaneados por el teniente coronel
Don Francisco Marcó del Pont. Compensábase con eso algún tanto el haber
perdido las alturas de Torrero.
Mas dueños los franceses de semejante posición, determinaron molestar
la ciudad con balas, granadas y bombas. Para ello colocaron en
aquella eminencia una batería formidable de cañones de grueso calibre
y morteros. Levantaron otras en diversos puntos de la línea, con
especialidad en el paraje llamado de la Bernardona, enfrente de la
Aljafería. [Marginal: 30 de junio, principia el bombardeo.] Preparados
de este modo, al terminarse el 30 de junio y a las doce de la noche
rompieron el fuego, y dieron principio a un horroroso bombardeo. Los
primeros tiros salvaron la ciudad sin hacer daño: acortáronlos, y las
bombas penetrando por las bóvedas de la fábrica antigua de la iglesia
del Pilar y arruinando varias casas, empezaron a causar quebrantos y
destrozos.
Al amanecer los vecinos lejos de arredrarse a su vista, trabajaron a
competencia y con sumo afán para disminuir las lástimas y desgracias.
[Marginal: Nuevas obras de defensa de los sitiados.] Construyéronse
blindajes en calles y plazas, torciose el curso de Huerva y se le
metió en la ciudad para apagar con presteza cualquier incendio.
Franqueáronse los sótanos, empleando dentro en trabajos útiles y
que pedían resguardo a los que no eran llamados a guerrear. Para
observar el fogonazo y avisar la llegada de las bombas, pusiéronse
atalayas en la torre que denominaban nueva, si bien fabricada en
1504, la cual elevándose en la plaza de San Felipe sola y sin arrimo
pareció acomodada al caso, aunque ladeada a la manera de la famosa
de Pisa. No satisfechos los sitiados con estas obras y las antes
construidas, ideando otras, cortaron y zanjaron calles, atroneraron
casas y tapiales, apilaron sacos de tierra, trazaron y erigieron
nuevas baterías, las cubrieron con cañones arrumbados por viejos en la
Aljafería o con los que sucesivamente llegaban de Lérida y Jaca, y en
fin quemaron y talaron las huertas y olivares, los jardines y quintas
que encubrían los aproches del enemigo, perjudicando a la defensa. Sus
dueños no solamente condescendían en la destrucción con desprendimiento
magnánimo, sino que las más veces ayudaban con sus brazos al total
asolamiento. Y cuando lidiando en otro lado descubrían la llama que
devoraba el fruto de años de sudor y trabajo o el antiguo solar de sus
abuelos, ensoberbecíanse de cooperar así y con largueza a la libertad
de la patria. ¿De qué no eran capaces varones dotados de virtudes tan
esclarecidas?
[Marginal: Ataques del 1.º y 2 de julio.]
Al bombardeo siguiose en la mañana del 1.º de julio un ataque general
en todos los puntos. Empezaron a batir la Aljafería y Puerta del
Portillo, mandada por Don Francisco Marcó del Pont, los fuegos de la
Bernardona. La Puerta del Carmen encargada al cuidado de Don Domingo
Larripa fue casi al mismo tiempo embestida, y tampoco tardaron los
enemigos en molestar la de Sancho custodiada por el sargento mayor
Don Mariano Renovales. Con todo, siendo su mayor empeño apoderarse de
la del Portillo, hubo allí tal estrago que, muertos en una batería
exterior todos los que la defendían, nadie osaba ir a reemplazarlos,
[Marginal: Agustina Zaragoza.] lo cual dio ocasión a que se señalase
una mujer del pueblo llamada Agustina Zaragoza. Moza esta de 22 años
y agraciada de rostro, llevaba provisiones a los defensores cuando
acaeció el mencionado abandono. Notando aquella valerosa hembra el
aprieto y desánimo de los hombres, corrió al peligroso punto, y
arrancando la mecha aún encendida de un artillero que yacía por el
suelo, puso fuego a una pieza, e hizo voto de no desampararla durante
el sitio sino con la vida. Imprimiendo su arrojo nueva audacia en
los decaídos ánimos, se precipitaron todos a la batería, y renovose
tremendo fuego. Proeza muy semejante la de Agustina a la de María Pita
en el sitio que pusieron los ingleses a la Coruña en 1589, fue premiada
también de un modo parecido, y así como a aquella le concedió Felipe II
el grado y sueldo de alférez vivo, remuneró Palafox a esta con un grado
militar y una pensión vitalicia.
Continuaba vivísimo el fuego, y nuestra artillería muy certera
arredraba al enemigo, sin que hasta entonces hubiese oficial alguno de
aquella arma que la dirigiese. No eran todavía las doce del día cuando
entre el horroroso y mortífero estruendo del cañón se presentaron los
subtenientes de aquel distinguido cuerpo Don Jerónimo Piñeiro y Don
Francisco Rosete, que fugados de Barcelona corrían apresuradamente a
tomar parte en la defensa de Zaragoza. Sin descanso, después de largo
viaje y fatigoso tránsito, se pusieron el primero a dirigir los fuegos
de la entrada del Portillo, y el segundo los de la del Carmen. Con
la ayuda de oficiales inteligentes creció el brío en los nuestros, y
aumentose el estrago en los contrarios. La noche cortó el combate,
mas no el bombardeo, renovándose aquel al despuntar del alba con
igual furia que el día anterior. Las columnas enemigas con diversas
maniobras intentaron enseñorearse del Portillo, y abierta brecha en la
Aljafería se arrojaron a asaltar aquella fortaleza; pero fuese que no
hallasen escalas acomodadas, o fuese más bien la denodada valentía de
los sitiados, los franceses repelidos se desordenaron y dispersaron en
medio de los esfuerzos de jefes y oficiales. Otro tanto pasaba en el
Portillo y Carmen. El marqués de Lazán, durante el ataque, recorrió la
línea en los puntos más peligrosos, remunerando a unos y alentando a
otros con sus palabras.
Ya era entrada la tarde, desmayaban los enemigos, y los nuestros
familiarizándose más y más con los riesgos de la guerra, desconocidos
al mayor número, redoblaron sus esfuerzos alentados con un inesperado y
para ellos halagüeño acontecimiento. [Marginal: Entrada de Palafox el
2 en Zaragoza.] De boca en boca y con rapidez se difundió que Don José
de Palafox estaba de vuelta en la ciudad y que pronto gozarían todos de
su presencia. En efecto penetrando en Zaragoza a las cuatro de la tarde
de aquel día, que era el 2, apareciose de repente en donde se lidiaba,
y a su vista arrebatados de entusiasmo hicieron los nuestros tan firme
rostro a los franceses, que sin insistir estos en nueva acometida se
contentaron con proseguir el bombardeo.
[Marginal: Otros combates.]
Viendo sin embargo que para aproximarse a las puertas era menester
hacerse dueños de los conventos de San José y Capuchinos y otros puntos
extramuros, comenzaron por entonces a embestirlos. En el convento de
San José, asentado a la derecha del río Huerva, no había otro amparo
que el de las paredes en cuyo macizo se habían abierto troneras.
Asaltáronle 400 polacos, y repelidos con gran pérdida tuvieron que
aguardar refuerzo, y aun así no se posesionaron de aquel puesto sino al
cabo de horas de pelea. No fueron más afortunados en el de Capuchinos
cercano a la Puerta del Carmen. Lucharon los defensores cuerpo a cuerpo
en la iglesia, en los claustros, en las celdas, y no desampararon el
edificio hasta después de haberle puesto fuego.
[Marginal: Puente echado por los franceses en San Lamberto.]
También quisieron los franceses cercar la ciudad por la orilla
izquierda del Ebro, principalmente a causa de los socorros que la libre
comunicación proporcionaba. Para estorbarla pensaron en cruzar el río,
echando el 10 de julio un puente de balsas en San Lamberto. Salió
contra ellos el general Palafox con paisanos y una compañía de suizos
que acababa de llegar. Batallaron largo tiempo, y vino con refuerzo a
sostenerlos el intendente Calvo de Rozas, cuyo caballo fue derribado
de una granada. [Marginal: Estrago hecho por los mismos.] Los enemigos
no se atrevieron a pasar muy adelante, y aprovechando los nuestros el
precioso respiro que daban, levantaron en el Arrabal tres baterías, una
en los tejares, y las otras dos en el rastro de los clérigos y en San
Lázaro: de las que protegidos los labradores se escopetearon varias
veces con los franceses en el campo de las Ranillas y los ahuyentaron,
distinguiéndose con frecuencia en la lid el famoso tío Jorge.
[Marginal: Otras medidas de los sitiados.] Así que los sitiadores no
pudieron cerrar del todo las comunicaciones de Zaragoza, pero talaron
los campos, quemaron las mieses, y extendiéndose hacia el Gállego viose
desconsoladamente arder el puente de madera que da paso al camino
carretero de Cataluña, y destruirse e incendiarse las aceñas y molinos
harineros que abastecían la ciudad. Las angustias crecían, mas al par
de ellas también el ardimiento de los sitiados. Se acopió la harina
del vecindario para amasar solamente pan de munición que todos comían
con gusto, y para fabricar pólvora se establecieron molinos movidos
por caballos, y se cogió el azufre en donde quiera que lo había: se
lavó la tierra de las calles para tener salitre, y se hizo carbón con
la caña del cáñamo tan alto en aquel país. No poco cooperó al acierto
y dirección de estos trabajos, como de los demás que ocurrieron, el
sabio oficial de artillería Don Ignacio López, quien desde entonces
hasta el fin del sitio fue uno de los pilares en que estribó la defensa
zaragozana.
[Marginal: Apodérase el enemigo de Villafeliche.]
Eran estas precauciones tanto más necesarias, cuanto no solo los
franceses ceñían más y más la plaza, sino que también previeron los
sitiados que bien pronto intentarían destruir o tomar los molinos de
pólvora de Villafeliche a doce leguas de Zaragoza, que eran los que la
proveían. Así sucedió. El barón de Versages desde Calatayud asomándose
a las alturas inmediatas a aquel pueblo, impidió al principio que
lograsen su objeto. Mas revolviendo sobre él los enemigos con mayores
fuerzas tuvo que replegarse y dejar en sus manos tan importantes
fábricas.
[Marginal: Otros combates.]
En medio del tropel de desdichas que oprimían a los zaragozanos
permanecían constantes sin que nada los abatiese. En continuada vela
desbarataban las sorpresas que a cada paso tentaban sus contrarios. El
17 de julio dueños ya estos del convento de Capuchinos, sigilosamente
a las nueve de la noche procuraron ponerse bajo el tiro de cañón de
la Puerta del Carmen. Los nuestros lo notaron y en silencio también
aguardando el momento del asalto rompieron el fuego y derribaron
sin vida a los que se gloriaban ya de ser dueños del puesto. Con
mayor furia renovaron los sitiadores sus ataques allí y en las otras
puertas las noches siguientes: en todas infructuosamente, no habiendo
podido tampoco apoderarse del convento de Trinitarios descalzos sito
extramuros de la ciudad.
En lucha tan encarnizada los españoles a veces molestaban al enemigo
con sus salidas, y no menos quisieron que adelantarse hasta el monte
Torrero. Aparentando pues un ataque formal por el paseo antes deleitoso
que de la ciudad iba a aquel punto, dieron otros de sobresalto en
medio del día en el campamento francés. Todo lo atropellaron y no se
retiraron sino cubiertos de sangre y despojos. Por las márgenes del
Gállego midieron igualmente unos y otros sus armas en varias ocasiones,
y señaladamente en 29 de julio en que nuestros lanceros sacaron ventaja
a los suyos con mucha honra y prez, sobresaliendo en los reencuentros
el coronel Butrón, primer ayudante de Palafox.
Restaban aún nuevas y más recias ocasiones en que se emplease y
resplandeciese la bizarría y firmeza de los zaragozanos. Noche y
día trabajaban sus enemigos para construir un camino cubierto que
fuese desde el convento de San José por la orilla del Huerva hasta
las inmediaciones de la Bernardona, y a su abrigo colocar morteros y
cañones, no mediando ya entre sus baterías y las de los españoles sino
muy corta distancia.
[Marginal: Ataques del 3 y 4 de agosto.]
Aguardábase por momentos una general embestida, y en efecto en la
madrugada del 3 de agosto el enemigo rompió el fuego en toda la
línea, cayendo principalmente una lluvia de bombas y granadas en el
barrio de la ciudad situado entre las puertas de Santa Engracia y
el Carmen hasta la calle del Coso. El coronel de ingenieros francés
Lacoste, ayudante de Napoleón, que había llegado después de comenzado
el sitio, con razón juzgó no ser acertado el ataque antes emprendido
por el Portillo, y determinó que el actual se diese del lado de Santa
Engracia, como más directo y como punto no flanqueado por el castillo.
La principal batería de brecha estaba a 150 varas del convento, y
constaba de 6 piezas de a 16 y de 4 obuses. Habían además establecido
sobre todo el frente de ataque 7 baterías, de las que la más lejana
estaba del recinto 400 varas. A tal distancia y tan reconcentrado
fácil es imaginarse cuán terrible y destructor sería su fuego. Sea
de propósito o por acaso, notose que sus tiros con particularidad
se asestaban contra el hospital general en que había gran número de
heridos y enfermos, los niños expósitos y los dementes. Al caer las
bombas hasta los más postrados, desnudos y despavoridos saltaron de
sus camas y quisieron salvarse. Grande desolación fue aquella. Mas con
el celo y actividad de buenos patricios, muchos, en particular niños y
heridos, se trasladaron a paraje más resguardado. Prosiguió todo aquel
día el bombardeo, conmoviéndose unos edificios, desplomándose otros,
y causando todo junto tal estampido y estruendo que se difundía y
retumbaba a muchas leguas de Zaragoza.
Al alborear del 4 descubrieron los enemigos su formidable batería
en frente de Santa Engracia. No había enderredor del monasterio
foso alguno, coronando solo sus pisos varias piezas de artillería.
Empezaron a batirle en brecha, acometiendo al mismo tiempo la entrada
inmediata del mismo nombre, y distrayendo la atención con otros
ataques del lado del Carmen, Portillo y Aljafería. A las nueve de la
mañana estaban arrasadas casi todas nuestras baterías y practicables
las brechas. Palafox presentándose por todas partes, corría a donde
había mayor riesgo y sostenía la constancia de su gente. En lo recio
del combate propúsole Lefebvre-Desnouettes: «paz y capitulación.»
Respondiole Palafox: «guerra a cuchillo.» A su voz atropellábanse
paisanos y soldados a oponerse al enemigo, y abalanzándose a dicho
monasterio de Santa Engracia, célebre por sus antigüedades y por
ser fundación de los reyes católicos, se metían dentro sin que los
arredrara ni el desplomarse de los pisos ni la caída de las mismas
paredes que amagaba. A todo hacían rostro, nada los desviaba de su
temerario arrojo. Y no parecía sino que las sombras de los dos célebres
historiadores de Aragón, Jerónimo Blancas y Zurita, cuyas cenizas allí
reposaban, ahuyentadas del sepulcro al ruido de las armas y vagando
por los atrios y bóvedas, los estimulaban y aguijaban a la pelea,
representándoles vivamente los heroicos hechos de sus antepasados que
tan verídica y noblemente habían trasmitido a la posteridad. Tanto
tenía de sobrehumano el porfiado lidiar de los aragoneses.
Al cabo de horas, y cuando el terreno quedaba no sembrado sino
cubierto de cadáveres, y en torno suyo ruinas y destrozos, pudieron
los franceses avanzar y salir a la calle de Santa Engracia. Pisando ya
el recinto vanagloriábanse de ser dueños de Zaragoza, y formados y con
arrogancia se encaminaban al Coso.
Mas pesoles muy luego su sobrada confianza. Cogidos y como enredados
entre calles y casas estuvieron expuestos a un horroroso fuego que de
todos lados se les hacía a manera de granizada. Cortadas las bocacalles
y parapetados los defensores con sacas de algodón y lana, y detrás de
las paredes de las mismas casas, los abrasaron por decirlo así a quema
ropa por espacio de tres horas, sin que pudieran salir al Coso, a donde
desemboca la calle de Santa Engracia. Desesperanzaban ya los franceses
de conseguirlo, cuando volándose un repuesto de pólvora que cerca
tenían los españoles, con el daño y desorden que esta desgracia causó,
fueles permitido a los acometedores llegar al Coso, y posesionarse de
dos grandes edificios que hay en ambas esquinas, el del convento de San
Francisco a la izquierda, y el hospital general a la derecha. En este
fue espantoso el ataque, prendiose fuego, y los enfermos que quedaban
arrojándose por las ventanas caían sobre las bayonetas enemigas. Entre
tanto los locos encerrados en sus jaulas cantaban, lloraban o reían
según la manía de cada uno. Los soldados enemigos tan fuera de sí como
los mismos dementes, en el ardor del combate mataron a muchos y se
llevaron a otros al monte Torrero, de donde después los enviaron. Mucha
sangre había costado a los franceses aquel día, habiendo sido tan de
cerca ofendidos: contáronse entre el número de los muertos oficiales
superiores, y fue herido su mismo general en jefe Verdier.
[Marginal: Avanzan los franceses al Coso.]
Dueños de aquella parte sentaron los enemigos sus águilas victoriosas
en la cruz del Coso, templete con columnas en medio de la calle del
mismo nombre. Todo parecía así perdido y acabado. Calvo de Rozas y el
oficial Don Justo San Martín fueron los últimos que a las cuatro de la
tarde, después de haberse volado el mencionado repuesto, desampararon
la batería que enfilaba desde el Coso la avenida de Santa Engracia.
Pero el primero no decayendo de ánimo dirigiose por la calle de San Gil
al Arrabal para desde allí juntar dispersos, rehacer su gente, traer
los que custodiaban aquellos puntos entonces no atacados, y con su
ayuda prolongar hasta la noche la resistencia, aguardando de fuera y
antes de la madrugada, según veremos, auxilio y refuerzos.
Favoreció a su empresa lo ocurrido en el hospital general, y una
equivocación afortunada de los enemigos, quienes queriendo encaminarse
al puente que comunica con el Arrabal, en vez de tomar la calle de
San Gil que tomó Calvo y es la directa, desfilaron por el arco de
Cineja, callejuela torcida que va a la Torrenueva. Aprovechándose los
aragoneses del extravío, los arremetieron en aquella estrechura y los
acribillaron y despedazaron. Obligoles a hacer alto semejante choque,
y en el entretanto volviendo Calvo del Arrabal con 600 hombres de
refresco y otros muchos que se le agregaron, desembocaron juntos y
de repente en la calle del Coso en donde estaba la columna francesa.
Embistió con 50 hombres escogidos, y el primero el anciano capitán
Cerezo, que ya vimos en la Aljafería, yendo armado [para que todo fuera
extraordinario] de espada y rodela, y bien unido con los suyos se
arrojaron todos como leones sobre los contrarios, sorprendidos con el
súbito y furibundo ataque. Acometieron los demás por diversos puntos,
y disparando desde las casas trabucazos y todo linaje de mortíferos
instrumentos, acosados los franceses y aterrados, se dispersaron y
recogieron en los edificios de San Francisco y hospital general.
Anocheció al cesar la pelea, y vueltos los españoles del primer
sobresalto supieron por experiencia con cuanta ventaja resistirían al
enemigo dentro de las calles y casas. Sosteníales también la firme
esperanza de que con el alba aparecería delante de sus puertas un
numeroso socorro de tropas, que así se lo había prometido su idolatrado
caudillo Don José de Palafox.
[Marginal: Salida de Palafox de Zaragoza.]
Había partido este de Zaragoza con sus dos hermanos a las doce del
día del 4, después que los franceses dueños del monasterio de Santa
Engracia estaban como atascados en las calles que daban al Coso.
Presumíase con fundamento que no podrían en aquel día vencer los
obstáculos con que encontraban; mas al mismo tiempo careciendo de
municiones y menguando la gente, temíase que acabarían por superarlos
si no llegaban socorros de a fuera, y si además tropas de refresco no
llenaban los huecos y animaban con su presencia a los tan fatigados
si bien heroicos defensores. No estaban aquellas lejos de la ciudad,
pero dilatándose su entrada pensose que era necesario fuese Palafox en
persona a acelerar la marcha. No quiso este sin embargo alejarse antes
que le prometiesen los zaragozanos que se mantendrían firmes hasta su
vuelta. Hiciéronlo así, y teniendo fe en la palabra dada convino en ir
al encuentro de los socorros.
Correspondió a la esperanza el éxito de la empresa. A últimos de junio
había desde Cataluña penetrado en Aragón el 2.º batallón de voluntarios
con 1200 plazas al mando del coronel Don Luis Amat y Terán, 500 hombres
de guardias españolas al del coronel Don José Manso, y además dos
compañías de voluntarios de Lérida, cuya división se había situado en
Gelsa, diez leguas de Zaragoza. Cierto que con este auxilio y un convoy
que bajo su amparo podría meterse en la ciudad sitiada, era dado
prolongar la defensa hasta la llegada de otro cuerpo de 5000 hombres
procedente de Valencia que se adelantaba por el camino de Teruel. El
tiempo urgía; no sobraba la más exquisita diligencia, por lo que, y a
mayor abundamiento, despachose al mismo Calvo de Rozas para enterar
a Palafox de lo ocurrido después de su partida y servir de punzante
espuela al pronto envío de los socorros. Alcanzó el nuevo emisario al
general en Villafranca de Ebro, pasaron juntos a Osera, cuatro leguas
de Zaragoza, en donde a las nueve de la noche entraron las tropas
alojadas antes en Gelsa y Pina.
En dicho pueblo de Osera celebrose consejo de guerra, a que
asistieron los tres Palafoxes con su estado mayor, el brigadier Don
Francisco Osina, el coronel de artillería Don J. Navarro Sangrán
[estos dos procedentes de Valencia] y otros jefes. Informados por el
intendente Calvo del estado de Zaragoza, sin tardanza se determinó
que el marqués de Lazán con los 500 hombres de guardias españolas,
formando la vanguardia se metiese en la ciudad en la madrugada del
5, que con la demás tropa le siguiese Don José de Palafox, y que
su hermano Don Francisco quedase a la retaguardia con el convoy de
víveres y municiones custodiado también por Calvo de Rozas. Acordose
asimismo que para mantener con brío a los sitiados y consolarlos
en su angustiada posición, partiesen prontamente a Zaragoza como
anunciadores y pregoneros del socorro el teniente coronel Don Emeterio
Barredo y el tío Jorge, cuya persona rara vez se alejaba del lado de
Palafox, siendo capitán de su guardia. Partiéronse todos a desempeñar
sus respectivos encargos, y la oportuna llegada a la ciudad de los
mencionados emisarios, desbaratando los secretos manejos en que andaban
algunos malos ciudadanos, confortó al común de la gente y provocó el
más arrebatado entusiasmo.
[Marginal: Vuelve Lazán el 5 con socorros.]
A ser posible, hubiera crecido de punto con la entrada, pocas
horas después, del marqués de Lazán. Retardose la de su hermano y
la del convoy por un movimiento del general Lefebvre-Desnouettes,
quien mandaba en jefe en lugar del herido Verdier. Habíanle avisado
la llegada de Lazán y quería impedir la de los demás, juzgando
acertadamente que le sería más fácil destruirlos en campo abierto que
dentro de la ciudad. Palafox, desviándose a Villamayor, situado a
dos leguas y media, en una altura desde donde se descubre Zaragoza,
esquivó el combate y aguardó oportunidad de burlar la vigilancia del
enemigo. Para ejecutar su intento con apariencia fundada de buen
éxito, mandó que de Huesca se le uniese el coronel Don Felipe Perena
con 3000 hombres que allí había adiestrado, y después dejando a estos
en las alturas de Villamayor para encubrir su movimiento, [Marginal:
El 8, Palafox con otro nuevo.] y valiéndose también de otros ardides
engañó al enemigo, y de mañana y con el sol entró el día 8 por las
calles de Zaragoza. Déjase discurrir a qué punto se elevaría el júbilo
y contentamiento de sus moradores, y cuán difícil sería contener sus
ímpetus dentro de un término conveniente y templado.
Los franceses, si bien sucesivamente habían acrecentado el número de
su gente hasta rayar en el de 11.000 soldados, estaban descaecidos de
espíritu, visto que de nada servían en aquella lid las ventajas de
la disciplina, y que para ir adelante menester era conquistar cada
calle y cada casa, arrancándolas del poder de hombres tan resueltos y
constantes. Amilanáronse aún más con la llegada de los auxilios que en
la madrugada del 5 recibieron los sitiados, y con los que se divisaban
en las cercanías.
[Marginal: Continúan los choques y reencuentros.]
No por eso desistieron del propósito de enseñorearse de todos los
barrios de la ciudad, y destruyendo las tapias, formaron detrás líneas
fortificadas, y construyeron ramales que comunicasen con los que
estaban alojados dentro.
Desde el 5 hubo continuados tiroteos, peleábase noche y día en casas
y edificios, incendiáronse algunos y fueron otros teatro de reñidas
lides. En las más brilló con sus parroquianos el beneficiado Don
Santiago Sas, y el tío Jorge. También se distinguió en la Puerta de
Sancho otra mujer del pueblo llamada Casta Álvarez, y mucho por todas
partes Doña María Consolación de Azlor, condesa de Bureta. A ningún
vecino atemorizaba ya el bombardeo, y avezados a los mayores riesgos
bastábales la separación de una calle o de una casa para mirarse
como resguardados por un fuerte muro u ancho foso. Debieran haberse
eternizado muchos nombres que para siempre quedaron allí oscurecidos,
pues siendo tantos y habiéndose convertido los zaragozanos en denodados
guerreros, su misma muchedumbre ha perjudicado a que se perpetúe su
memoria.
[Marginal: Los franceses reciben el 6 orden de retirarse.]
Por entonces empezó a susurrarse la victoria de Bailén. Daban crédito
los sitiados a noticia para ellos tan plausible, y con desdén y
sonrisa la oían sus contrarios, cuando de oficio les fue a los últimos
confirmada el día 6 de agosto. Procurose ocultar al ejército, pero
por todas partes se traslucía, mayormente habiendo acompañado a la
noticia la orden de Madrid de que levantasen el sitio y se replegasen
a Navarra. Meditaban los jefes franceses el modo de llevarlo a efecto,
[Marginal: Contraorden poco después.] y hubieran bien pronto abandonado
una ciudad para sus huestes tan ominosa si no hubieran poco después
recibido contraorden del general Monthion desde Vitoria, a fin de que
antes de alejarse aguardasen nuevas instrucciones de Madrid del jefe de
estado mayor Belliard. Permanecieron pues en Zaragoza, y continuaron
todavía unos y otros en sus empeñados choques y reencuentros. Los
franceses con desmayo, los españoles con ánimo más levantado.
[Marginal: Resolución magnánima de los zaragozanos.]
Así fue que el 8 de agosto, luego que entró Palafox, congregose un
consejo de guerra, y se resolvió continuar defendiendo con la misma
tenacidad y valentía que hasta entonces todos los barrios de la ciudad,
y en caso que el enemigo consiguiese apoderarse de ellos, cruzar el
río, y en el Arrabal perecer juntos todos los que hubiesen sobrevivido.
Felizmente su constancia no tuvo que exponerse a tan recia prueba,
[Marginal: 13, orden definitiva dada a los franceses de retirarse.]
pues los franceses, sin haber pasado del Coso, recibieron el 13 la
orden definitiva de retirarse. Llegó para ellos muy oportunamente,
porque en el mismo día caminando a toda priesa, y conducida en carros
por los naturales del tránsito la división de Valencia al mando del
mariscal de campo Don Felipe Saint-March, [Marginal: Llegada a Zaragoza
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