Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (2 de 5) - 10

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embargo no fue dado por más tiempo ocultarlas, acudiendo prófugos de
todos lados. Alterada a su vista la muchedumbre se agolpó a casa de
Castelar que disfrutaba de la confianza pública, y pidió el 30 de
noviembre con gran vocería que se la armase. Así lo prometió, y desde
entonces con mayor diligencia y ahinco se atendió a fortificar la
capital y distribuir a sus vecinos armas y municiones. Madrid no era
en verdad punto defendible, y las obras que se trazaron levantadas
atropelladamente, no fueron tampoco de grande ayuda. Redujéronse a
unos fosos delante de las puertas exteriores, en donde se construyeron
baterías a barbeta que artillaban cañones de corto calibre. Se
aspilleraron las tapias del recinto, abriéndose cortaduras o zanjas en
ciertas calles principales como la de Alcalá, carrera de San Jerónimo
y Atocha. También se desempedraron muchas de ellas, y acumulándose
las piedras en las casas, se parapetaron las ventanas con almohadas y
colchones. Todos corrían a trabajar, siendo el entusiasmo general y
extremado.
En 1.º de diciembre se confió el gobierno político y militar a una
junta que se instaló en la casa de Correos. A su cabeza estaba el
duque del Infantado como presidente del consejo real, y eran además
individuos el capitán general, el gobernador y corregidor, como también
varios ministros de los consejos y regidores de la villa. La defensa de
la plaza se encargó exclusiva y particularmente a Don Tomás de Morla,
que gozaba de concepto de oficial más inteligente que el gobernador Don
Fernando de la Vera y Pantoja. En Madrid no había sino 300 hombres de
guarnición y dos batallones con un escuadrón de nueva leva. Corrió la
voz aquel día de que el enemigo estaba a cinco leguas, y el vecindario
lejos de amilanarse se inflamó con ímpetu atropellado. Repartiéronse
8000 fusiles, chuzos y hasta armas viejas de la armería. Y para guardar
orden se citó a todos por la tarde al Prado, desde donde a cada uno
debía señalarse destino. Escasearon los cartuchos, y aun para muchos
faltaron. Pedíanlos los concurrentes con instancia, mas respondiendo
Morla que no los había, y dentro de algunos habiéndose encontrado
en vez de pólvora arena, creció la desconfianza, lanzáronse gritos
amenazadores, y todo pronosticaba estrepitosa conmoción.
[Marginal: Muerte del marqués de Perales.]
Había entendido como regidor el marqués de Perales en la formación
de los cartuchos, y contra él y su mayordomo se empezó a clamar
desaforadamente. Este marqués era antes el ídolo de la plebe madrileña;
presumía de imitarla en usos y traeres; con nadie sino con ella se
trataba, y aun casi siempre se le veía vestido a su manera con el traje
de majo. Pero acusado con razón o sin ella de haber visitado a Murat
y recibido de este obsequios y buen acogimiento, cambiose el favor
de los barrios en ojeriza. Juntose también para su desdicha la ira y
celos de una antigua manceba a quien por otra había dejado. Tenía el
marqués por costumbre escoger sus amigas entre las mujeres más hermosas
y desenfadadas del vulgo, y era la abandonada hija de un carnicero.
Para vengar esta lo que reputaba ultraje, no solo dio pábulo al cuento
de ser el marqués autor de los cartuchos de arena, sino que también
inventó haber él mismo pactado con los franceses la entrega de la
Puerta de Toledo. Sabido es que entre el bajo pueblo nada halla tanto
séquito como lo que es infundado y absurdo. Y en este caso con mayor
facilidad, saliendo de la boca de quien se creía depositaria de los
secretos del marqués. Vivía este en la calle de la Magdalena, inmediata
al barrio del Avapies [de todos el más desasosegado], y sus vecinos
se agolparon a la casa, la allanaron, cosieron al dueño a puñaladas,
y puesto sobre una estera le arrastraron por las calles. Tal fue el
desastrado fin del marqués de Perales, víctima inocente de la ceguedad
y furor popular, pero que ni era general, ni anciano, ni había nunca
sido mirado como hombre respetable según lo afirma cierto historiador
inglés, empeñado en desdorar y ennegrecer las cosas de España. La
conmoción no fue más allá: personas de influjo y otros cuidados la
sosegaron.
[Marginal: Napoleón delante de Madrid.]
En la mañana del 2 aparecieron sobre las alturas del norte de Madrid
las divisiones de dragones de los generales La Tour Maubourg y
La Houssaye: antes solo se habían columbrado partidas sueltas de
caballería. A las doce Napoleón mismo llegó a Chamartín y se alojó
en la casa de campo del duque del Infantado. Aniversario aquel día
de la batalla de Austerlitz y de su coronación, se lisonjeaba sería
también el de su entrada en Madrid. Con semejante esperanza no tardó en
presentarse en sus cercanías e intimar por medio del mariscal Bessières
la rendición a la plaza. Respondiose con desdén, y aun corrió peligro
de ser atropellado el oficial enviado al efecto. No había la infantería
francesa acabado de llegar, y Napoleón recorriendo los alrededores de
la villa meditaba el ataque para el siguiente día. En este no hubo
sino tiroteos de avanzadas y correrías de la caballería enemiga, que
detenía, despojaba y a veces mataba a los que inhábiles para la defensa
salían de Madrid. Con más dicha y por ser todavía en la madrugada
oscura y nebulosa, pudo alejarse el duque del Infantado comisionado por
la junta permanente para ir hacia Guadalajara en busca del ejército del
centro, al que se consideraba cercano. Por la noche el mariscal Victor
hizo levantar baterías contra ciertos puntos, principalmente contra
el Retiro: y a las doce de la misma el mariscal Berthier, príncipe
de Neuchâtel, mayor general del ejército imperial, repitió nueva
intimación, valiéndose de un oficial español prisionero, a la que se
tardó algunas horas en contestar.
[Marginal: Ataque de Madrid.]
Amaneció el 3 cubierto de niebla, la cual disipándose poco a poco,
aclaró el día a las nueve de la mañana, y apareció bellísimo y
despejado. Napoleón preparado el ataque, dirigió su especial conato a
apoderarse del Retiro, llamando al propio tiempo la atención por las
puertas del Conde-duque y Fuencarral, hasta la de Recoletos y Alcalá, y
colocándose él en persona cerca de la fuente Castellana. Mas barriendo
aquella cañada y cerros inmediatos una batería situada en lo alto de la
escuela de la veterinaria, cayeron algunos tiros junto al emperador,
que diciendo: _estamos muy cerca_, se alejó lo suficiente para librarse
del riesgo. Gobernaba dicha batería un oficial de nombre Vasallo, y
con tal acierto que contuvo a la columna enemiga que quería meterse
por la puerta de Recoletos para coger por la espalda la de Alcalá. Los
ataques de las otras puertas no fueron por lo general sino simulados,
o no hubo sino ligeras escaramuzas, señalándose en la de los Pozos una
cuadrilla de cazadores que se había apostado en las casas de Bringas
allí contiguas. También hubo entre la del Conde-duque y Fuencarral
vivo tiroteo, en los que fue herido en el pie de una bala el general
Maison. Mas el Retiro, cuya eminencia dominando a Madrid es llave de
la posición, fue el verdadero y principal punto atacado. Los franceses
ya en tiempo de Murat habían reconocido su importancia. Los generales
españoles, fuese descuido o fatal acaso, no se habían esmerado en
fortificarle.
Treinta piezas de artillería dirigidas por el general Senarmont
rompieron el fuego contra la tapia oriental. Sus defensores que no
eran sino paisanos, y un cuerpo recién levantado a expensas de Don
Francisco Mazarredo, resistieron con serenidad, hasta que los fuegos
enemigos abrieron un ancho boquerón por donde entraron sus tiradores y
la división del general Villatte. Entonces los nuestros decayendo de
ánimo fueron ahuyentados, y los franceses derramándose con celeridad
por el Prado, obligaron a los comandantes de las puertas de Recoletos,
Alcalá y Atocha a replegarse a las cortaduras de sus respectivas e
inmediatas calles. Pero como aquellas habían sido excavadas en la parte
más elevada, quedaron muchas casas y edificios a merced del soldado
extranjero que las robó y destrozó. Tocó tan mala suerte a la escuela
de mineralogía calle del Turco, en donde pereció una preciosísima
colección de minerales de España y América, reunida y arreglada al cabo
de años de trabajo y penosa tarea.
La pérdida del Retiro no causó en la población desaliento. En
todos los puntos se mantuvieron firmes, y sobre todo en la calle
de Alcalá en donde fue muerto el general francés Bruyère. Castelar
en tanto respondió a la segunda intimación pidiendo una suspensión
de armas durante el día 3 para consultar a las demás autoridades y
ver las disposiciones del pueblo, sin lo cual nada podía resolver
definitivamente. Eran las doce de la mañana cuando llegó esta
respuesta al cuartel general francés, e invadido ya el Retiro desistió
Napoleón de proseguir en el ataque, prefiriendo a sus contingencias el
medio más suave y seguro de una capitulación. Pero para conseguirla
mandó al de Neuchâtel que diese a Castelar una réplica amenazadora
diciendo: «Inmensa artillería está preparada contra la villa, minadores
se disponen para volar sus principales edificios... las columnas ocupan
la entrada de las avenidas... mas el emperador siempre generoso en el
curso de sus victorias, suspende el ataque hasta las dos. Se concederá
a la villa de Madrid protección y seguridad para los habitantes
pacíficos, para el culto y sus ministros, en fin olvido de lo pasado.
Enarbólese bandera blanca antes de las dos, y envíense comisionados
para tratar.»
La junta establecida en correos mandó cesar el fuego, y envió al
cuartel general francés a Don Tomás de Morla y a Don Bernardo Iriarte.
Abocáronse estos con el príncipe de Neuchâtel quien los presentó a
Napoleón: vista que atemorizó a Morla, hombre de corazón pusilánime,
aunque de fiera y africana figura. [Marginal: Conferencia de Morla
con Napoleón.] Napoleón le recibió ásperamente. Echole en cara su
proceder contra los prisioneros franceses de Bailén, sus contestaciones
con Dupont, hasta le recordó su conducta en la guerra de 1793 en el
Rosellón. Por último díjole: «vaya usted a Madrid, doy de tiempo para
que se me responda de aquí a las seis de la mañana. Y no vuelva usted
sino para decirme que el pueblo se ha sometido. De otro modo usted y
sus tropas serán pasados por las armas.»
Demudado volvió a Madrid el general Morla, y embarazosamente dio
cuenta a la junta de su comisión. Tuvo que prestarle ayuda su
compañero Iriarte, más sereno aunque anciano y no militar. [Marginal:
Capitulación.] Hubo disenso entre los vocales: prevaleció la opinión
de la entrega. El marqués de Castelar no queriendo ser testigo de
ella partió por la noche, con la poca tropa que había, camino de
Extremadura. También y antes el vizconde de Gante que mandaba la Puerta
de Segovia salió subrepticiamente del lado del Escorial en busca de San
Juan y Heredia.
A las seis de la mañana del 4 Don Tomás de Morla y el gobernador Don
Fernando de la Vera y Pantoja pasaron al cuartel general enemigo con
la minuta de la capitulación.[*] [Marginal: (* Ap. n. 6-8.)] Napoleón
la aprobó en todas sus partes con cortísima variación, si bien se
contenían en ella artículos que no hubieran debido entrar en un
convenio puramente militar.
El general Belliard después de las diez del mismo día entró en Madrid
y tomó sin obstáculo posesión de los puntos principales. Solo en el
nuevo cuartel de guardias de Corps se recogieron algunos con ánimo de
defenderse, y fue menester tiempo y la presencia del corregidor para
que se rindieran.
Silencioso quedó Madrid después de la entrega, y contra Morla se
abrigaba en el pecho de los habitantes odio reconcentrado. Tacháronle
de traidor, y confirmáronse en la idea con verle pasar al bando
enemigo. Solo hubo de su parte falta de valor y deshonroso proceder.
Murió años adelante ciego, lleno de pesares, aborrecido de todos.
Consiguiose con la defensa de Madrid si no detener al ejército francés,
por lo menos probar a Europa que a viva fuerza y no de grado se
admitía a Napoleón y a su hermano. Respecto de lo cual oportuna aunque
familiarmente decía Mr. de Pradt, capellán mayor del emperador, primero
obispo de Poitiers, y después arzobispo de Malinas, «que José había
sido echado de Madrid a puntapiés y recibido a cañonazos.»
[Marginal: Fáltase a la capitulación.]
El 6 se desarmó a los vecinos, y no se tardó en faltar a la
capitulación, esperanza de tantos hombres ciegos y sobradamente
confiados. Dieron la señal de su quebrantamiento los decretos que desde
Chamartín y a fuer de conquistador empezó el mismo día 4 a fulminar
Napoleón, quien arrojando todo embozo, y sin mentar a su hermano
mostrose como señor y dueño absoluto de España.
[Marginal: Decretos de Napoleón en Chamartín.]
Fue el primero contra el consejo de Castilla. Decíase en su contexto
que por haberse portado aquella corporación con _tanta debilidad como
superchería_, se destituían sus individuos considerándolos _cobardes
e indignos de ser los magistrados de una nación brava y generosa_.
Quedaban además detenidos en calidad de rehenes: por cuyo decreto
el artículo sexto de la capitulación con afán apuntado por los del
consejo, y según el cual debían conservarse «las leyes, costumbres y
tribunales en su actual constitución» se barrenaba y destruía.
Siguiéronse a este el de la abolición de la inquisición, el de la
reducción de conventos a una tercera parte, el de la extinción de los
derechos señoriales y exclusivos, y el de poner las aduanas en la
frontera de Francia. Varios de estos decretos, reclamados constantemente
por los españoles ilustrados, no dejaron de cautivar al partido del
gobierno intruso ciertos individuos enojados con los primeros pasos de
la central, dando a otros plausible pretexto para hacerse tornadizos.
Mas semejantes resoluciones de suyo benéficas aunque procedentes de
mano ilegítima, fueron acompañadas de otras crueles e igualmente
contrarias a lo capitulado. [Marginal: Españoles llevados a Francia.]
Se cogió y llevó a Francia a Don Arias Mon, decano del consejo, y a
otros magistrados. El príncipe de Castelfranco, el marqués de Santa
Cruz del Viso y el conde de Altamira o sea de Trastámara, comprendidos
en el decreto de proscripción de Burgos, fueron también presos y
conducidos a Francia, conmutándose la pena de muerte en la de perpetuo
encierro, sin embargo de que por los artículos primero, segundo y
tercero de la capitulación se aseguraba la libertad y seguridad de las
vidas y propiedades de los vecinos, militares y empleados de Madrid.
Igual suerte cupo en un principio al duque de Sotomayor de que le
libró especial favor. Estuvo para ser más rigurosa la del marqués de
San Simón, emigrado francés al servicio de España: fue juzgado por una
comisión militar, y condenado a muerte, habiendo defendido contra sus
compatriotas la Puerta de Fuencarral. Las lágrimas y encarecidos ruegos
de su desconsolada hija alcanzaron gracia, limitándose la pena de su
padre a la de confinación en Francia.
[Marginal: Visita Napoleón el palacio real.]
Napoleón permanecía en Chamartín, y solo una vez y muy de mañana
atravesó a Madrid y se encaminó a palacio. Aunque se le representó
suntuosa la morada real, según sabemos de una persona que le
acompañaba, por nada preguntó con tanto anhelo como por el retrato
de Felipe II: detúvose durante algunos minutos delante de uno de los
más notables, y no parecía sino que un cierto instinto le llevaba a
considerar la imagen de un monarca que si bien en muchas cosas se le
desemejaba, coincidía en gran manera con él en su amor a exclusiva,
dura e ilimitada dominación, así respecto de propios como de extraños.
[Marginal: Su inquietud.]
La inquietud de Napoleón crecía según que corrían días sin recoger el
pronto y abundante esquilmo que esperaba de la toma de Madrid. Sus
correos comenzaban a ser interceptados, y escasas y tardías eran las
noticias que recibía. Los ejércitos españoles si bien deshechos, no
estaban del todo aniquilados, y era de temer se convirtiesen en otros
tantos núcleos, en cuyo derredor se agrupasen oficiales y soldados,
al paso que los franceses teniendo que derramarse enflaquecían sus
fuerzas, y aun desaparecían sobre la haz espaciosa de España. En
las demás conquistas dueño Napoleón de la capital lo había sido
de la suerte de la nación invadida: en esta ni el gobierno ni los
particulares, ni el más pequeño pueblo de los que no ocupaba se
habían presentado libremente a prestarle homenaje. Impacientábale
tal proceder, sobre todo cuando nuevos cuidados podrían llamarle a
otras y lejanas partes. Mostró su enfado al corregidor de Madrid que
el 16 de diciembre fue a Chamartín a cumplimentarle y a pedirle la
vuelta de José según se había exigido del ayuntamiento: [Marginal:
Contestación al corregidor de Madrid.] díjole pues Napoleón que por
los derechos de conquista que le asistían podía gobernar a España
nombrando otros tantos virreyes cuantas eran sus provincias. Sin
embargo añadió que consentiría en ceder dichos derechos a José, cuando
todos los ciudadanos de la capital le hubieran dado pruebas de adhesión
y fidelidad por medio de un juramento «que saliese no solamente de la
boca sino del corazón, y que fuese sin restricción jesuítica.»
[Marginal: Juramento exigido de los vecinos.]
Sujetose el vecindario a la ceremonia que se pedía, y no por eso
trataba Napoleón de reponer a José en el trono, cosa que a la verdad
interesaba poco a los madrileños, molestados con la presencia de
cualquier gobierno que no fuera el nacional. El emperador había dejado
en Burgos a su hermano, quien sin su permiso vino y se le presentó en
Chamartín, donde fue tan mal recibido que se retiró a la Monclova y
luego al Pardo, no gozando de rey sino escasamente la apariencia.
[Marginal: Van los mariscales franceses en perseguimiento de los
españoles.]
Más que en su persona ocupábase Napoleón en averiguar el paradero
de los ingleses, y en disipar del todo las reliquias de las tropas
españolas. El 8 de diciembre llegó a Madrid el cuerpo de ejército del
duque de Danzig, y con diligencia despachó Napoleón hacia Tarancón al
mariscal Bessières, dirigiendo sobre Aranjuez y Toledo al mariscal
Victor y a los generales Milhaud y Lasalle.
[Marginal: Total dispersión del ejército de San Juan.]
Por este lado y la vuelta de Talavera se había retirado Don Benito
San Juan, quien después de haber recogido en Segovia dispersos, y en
unión con Don José Heredia, se había apostado en el Escorial antes
de la entrega de Madrid. Pensaban ir ambos generales al socorro de
la capital, y aun instados por el vizconde de Gante que con aquel
objeto según vimos había ido a su encuentro, se pusieron en marcha.
Acercábanse, cuando esparcida la voz de estar muy apretada la villa
y otras siniestras, empezó una dispersión horrorosa, abandonando los
artilleros y carreteros cañones y carruajes. Comenzó por donde estaba
San Juan, cundió a la vanguardia que mandaba Heredia, y ni uno ni otro
fueron parte a contenerla. Algunos restos llegaron en la madrugada
del 4 casi a tocar las puertas de Madrid, en donde noticiosos de la
capitulación, sueltos y a manera de bandidos, corrieron como los
primeros asolando los pueblos, y maltratando a los habitadores hasta
Talavera, punto de reunión que fue teatro de espantosa tragedia.
Habituados a la rapiña y al crimen las mal llamadas tropas, pesábales
volver a someterse al orden y disciplina militar. Su caudillo D. Benito
San Juan no era hombre para permitir más tiempo la holganza y los
excesos encubiertos bajo la capa del patriotismo, de lo cual temerosos
los alborotadores y cobardes, difundieron por Talavera que los jefes
los habían traidoramente vendido. Con lo que apandillándose una banda
de hombres y soldados desalmados, se metieron en la mañana del 7 en el
convento de Agustinos, y guiados por un furibundo fraile penetraron
en la celda en donde se albergaba el general San Juan. Empezó este
a arengarlos con serenidad, y aun a defenderse con el sable, no
bastando las razones para aplacarlos. [Marginal: Muerte cruel de este
general.] Desarmáronle y viéndose perdido, al querer arrojarse por una
ventana tres tiros le derribaron sin vida. Su cadáver despojado de los
vestidos, mutilado y arrastrado, le colgaron por último de un árbol
en medio de un paseo público, y así expuesto, no satisfechos todavía
le acribillaron a balazos. Faltan palabras para calificar debidamente
tamaña atrocidad, ejecutada por soldados contra su propio jefe, y
promovida y abanderizada por quien iba revestido del hábito religioso.
[Marginal: Ejército del centro. Sus marchas y retirada a Cuenca.]
No tan relajado aunque harto decaído estaba por el lado opuesto el
ejército del centro. El hambre, los combates, el cansancio, voces
de traición, la fuga, el mismo desamparo de los pueblos, uniéndose
a porfía y de tropel, habían causado grandes claros en las filas.
Cuando le dejamos en Sigüenza estaba reducido su número a 8000 hombres
casi desnudos. Mas sin embargo determinaron los jefes cumplir con
las órdenes del gobierno, e ir a reforzar a Somosierra. Emprendió la
infantería su ruta por Atienza y Jadraque, y la artillería y caballería
en busca de mejores caminos tomaron la vuelta de Guadalajara siguiendo
la izquierda del Henares. No tardaron los primeros en variar de rumbo,
y caminar por donde los segundos con el aviso de Castelar recibido en
la noche del 1.º al 2 de diciembre, de haber los enemigos forzado el
paso de Somosierra. Continuando pues todo el ejército a Guadalajara,
la 1.ª y 4.ª división entraron por sus calles en la noche del 2
junto con la artillería y caballería. Casi al propio tiempo llegó
a dicha ciudad el duque del Infantado; y el 3, avistándose con La
Peña y celebrando junta de generales, se acordó: 1.º Enviar parte de
la artillería a Cartagena, como se verificó; y 2.º dirigirse con el
ejército por los altos de Santorcaz, pueblecito a dos leguas de Alcalá
y a su oriente, y extenderse a Arganda para que desde aquel punto, si
ser pudiere, se metiese la vanguardia con un convoy de víveres por
la Puerta de Atocha. En la marcha tuvieron noticia los jefes de la
capitulación de Madrid, y obligados por tanto a alejarse, resolvieron
cruzar el Tajo por Aranjuez y guarecerse de los montes de Toledo. Plan
demasiadamente arriesgado y que por fortuna estorbó con sus movimientos
el enemigo sin gran menoscabo nuestro. Caminaron los españoles el 6
y descansaron en Villarejo de Salvanés. Allí les salió al encuentro
Don Pedro de Llamas, encargado por la central de custodiar con pocos
soldados el punto de Aranjuez, que acababa de abandonar forzado por
la superioridad de fuerzas francesas. Interceptado de este modo el
camino, se decidieron los nuestros a retroceder y pasar el Tajo por las
barcas de Villamanrique, Fuentidueña y Estremera, y abrigándose de las
sierras de Cuenca sentar sus reales en aquella ciudad, paraje acomodado
para repararse de tantas fatigas y penalidades. Así y por entonces
se libraron las reliquias del ejército del centro de ser del todo
aniquiladas en Aranjuez por el mariscal Victor, y en Guadalajara por la
numerosísima caballería de Bessières, y el cuerpo de Ney que entró el
6 viniendo de Aragón. No hubo sino alguno que otro reencuentro, y haber
sido acuchillados en Nuevo Baztán los cansados y zagueros.
[Marginal: Rebelión del oficial Santiago.]
A los males enumerados y al encarnizado seguimiento del enemigo
agregáronse en su marcha al ejército del centro discordias y
conspiraciones. El 7 de diciembre estando en Belinchón el cuartel
general, se mandó ir a la villa de Yebra a la 1.ª y 4.ª división
que regía entonces el conde de Villariezo. A mitad del camino y en
Mondéjar, Don José Santiago, teniente coronel de artillería, el mismo
que en mayo fue de Sevilla para levantar a Granada, se presentó al
general de las divisiones diciéndole, que estas en vez de proseguir
a Cuenca, querían retroceder a Madrid para pelear con los franceses,
y que a él le habían escogido por caudillo; pero que suspendía
admitir el encargo hasta ver si el general, aprobando la resolución,
se hacía digno de continuar capitaneándolos. Rehusó Villariezo la
inesperada oferta, y reprendiendo al Santiago, encomendole contener
el mal espíritu de la tropa: singular conspirador y singular jefe.
La artillería, como era de temer, en vez de apaciguarse se apostó en
el camino de Yebra, y forzó a la otra tropa que iba a continuar su
marcha a volver atrás. Intentó Villariezo arengar a los sublevados
que aparentaron escucharle, mas quiso que de nuevo prosiguiesen su
ruta; y gritando unos «_a Madrid_» y otros «_a Despeñaperros_», tuvo
que desistir de su empeño y despachar al coronel de Pavía, príncipe
de Anglona, para que informase de lo ocurrido al general en jefe, el
cual creyó prudente separar la infantería y alejarla de la caballería
y artillería. Los peones dirigiéndose a Illana debían cruzar el vado y
barcas de Maquilón; los jinetes y cañones con solos dos regimientos de
infantería, Órdenes y Lorca, las de Estremera: mandando a los primeros
el mismo Villariezo y a los segundos Don Andrés de Mendoza. Ciertas
precauciones y la repentina mudanza en la marcha suspendieron algún
tiempo el alboroto; mas el día 8 al querer salir de Tarancón encrespose
de nuevo, y sin rebozo se puso Santiago a la cabeza.
Pareciéndole al Mendoza que el carácter y respetos del conde de
Miranda, comandante de carabineros reales, que allí se hallaba, eran
más acomodados para atajar el mal que los que a su persona asistían,
propuso al conde, y este aceptó, sustituirle en el mando. Llamado don
José Santiago por el nuevo jefe, retúvole este junto a su persona;
y hubo vagar para que adoptadas prontas y vigorosas providencias se
continuase, aunque con trabajo, la marcha a Cuenca. El Santiago fue
conducido a dicha ciudad, y arcabuceado después en 12 de enero con un
sargento y cabo de su cuerpo.
[Marginal: Nómbrase por general en jefe al duque del Infantado.]
Mas el mal había echado tan profundas raíces y andaban las voluntades
tan mal avenidas, que para arrancar aquellas y aunar estas, juzgó
conveniente Don Manuel de la Peña celebrar un consejo de guerra
en Alcázar de Huete, y desistiéndose del mando proponer en su
lugar por general en jefe al duque del Infantado. Admitiose la
propuesta, consintió el duque, y aprobolo después la central, con
que se legitimaron unos actos que solo disculpaba lo arduo de las
circunstancias.
La mayor parte del ejército entró en Cuenca en 10 de diciembre. Mas
remisa estuvo, y llegó en desorden la 2.ª división al mando del general
Grimarest, que fue atacada en Santa Cruz de la Zarza en la noche del
8, y ahuyentada por el general Montbrun. Y el terror y la indisciplina
fueron tales, que casi sin resistencia corrió dicha división
precipitadamente y a la primera embestida camino de Cuenca.
En esta ciudad reunido el ejército del centro y abrigado de la fragosa
tierra que se extendía a su espalda, terminó su retirada de 86 leguas,
emprendida desde las faldas del Moncayo, memorable sin duda, aunque
costosa; pues al cabo, en medio de tantos tropiezos, reencuentros,
marchas y contramarchas, escaseces y sublevaciones, salvose la
artillería y bastante fuerza para con su apoyo formar un nuevo
ejército, que combatiendo al enemigo o trabajándole le distrajese de
otros puntos y contribuyese al bueno y final éxito de la causa común.
[Marginal: Conde de Alacha. Su retirada gloriosa.]
Descansaban pues y se reponían algún tanto aquellos soldados, cuando
con asombro vieron el 16 entrar por Cuenca una corta división
que se contaba por perdida. Recordará el lector como después del
acontecimiento de Logroño incorporada la gente de Castilla en el
ejército de Andalucía, se formó una vanguardia de 4000 hombres al mando
del conde de Cartaojal, destinada a maniobrar en la sierra de Cameros.
El 22 de noviembre, según orden de Castaños, se había retirado dicho
jefe por el lado de Ágreda a Borja, y después de una leve refriega
con partidas enemigas prosiguiendo a Calatayud, se había allí unido
al grueso del ejército, de cuya suerte participó en toda la retirada.
Mas de este cuerpo de Cartaojal quedó el 21 en Nalda separado y como
cortado un trozo a las órdenes del conde de Alacha.
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