Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (2 de 5) - 01

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HISTORIA
DEL
Levantamiento, Guerra y Revolución
de España.


HISTORIA
DEL
Levantamiento, Guerra y Revolución
DE ESPAÑA
POR
EL CONDE DE TORENO.
TOMO II.
Madrid:
IMPRENTA DE DON TOMÁS JORDÁN,
1835.


... quis nescit, primam esse historiæ legem, ne quid falsi dicere
audeat? deinde ne quid veri non audeat? ne qua suspicio gratiæ sit in
scribendo? ne qua simultatis?
CICER., _De Oratore, lib. 2, c. 15._


RESUMEN
DEL
LIBRO QUINTO.

_Primer sitio y defensa de Zaragoza. — Asiento de la ciudad. — Estado
apurado de la misma. — Salida de Palafox, 15 de junio. — Primera
embestida de los franceses contra Zaragoza y su derrota, 15 de junio.
— Don Lorenzo Calvo de Rozas. — Preparativos de defensa en Zaragoza.
— Don Antonio Sangenís. — Intimación de Lefebvre-Desnouettes. — El
general Palafox en Épila. — Acción de Épila. — Piensa Palafox en volver
a Zaragoza. — Entrada allí de Lazán el 24 de junio. — Juramento de los
zaragozanos. — Amenaza villana de un polaco a Calvo. — Conferencia y
proposiciones de los generales franceses. — Los franceses reforzados.
Verdier general en jefe. — Vuélase un almacén de pólvora. — Ataque
contra el monte Torrero. — Castigo del comandante. — Llegada de un
refuerzo a los españoles. — 30 de junio, principia el bombardeo. —
Nuevas obras de defensa de los sitiados. — Ataques del 1.º y 2 de
julio. — Agustina Zaragoza. — Entrada de Palafox el 2 en Zaragoza. —
Otros combates. — Puente echado por los franceses en San Lamberto.
— Estrago hecho por los mismos. — Otras medidas de los sitiados. —
Apodérase el enemigo de Villafeliche. — Otros combates. — Ataques del
3 y 4 de agosto. — Avanzan los franceses al Coso. — Salida de Palafox
de Zaragoza. — Vuelve Lazán el 15 con socorros. — El 8 Palafox. —
Continúan los choques y reencuentros. — Los franceses reciben el 6
orden de retirarse. — Contraorden poco después. — Resolución magnánima
de los zaragozanos. — 13, orden definitiva dada a los franceses de
retirarse. — Llegada a Zaragoza de una división de Valencia. — Aléjanse
los franceses de Zaragoza el 14. — Fin del sitio. — Alegría de los
aragoneses, estado de la ciudad. — Cataluña. — Bloqueo de Figueras por
los somatenes. — Socorre la plaza el general Reille. — Don Juan Clarós.
— Vuelve Duhesme a Gerona. — Junta de Lérida. — Tropas de Menorca
mandadas por el marqués del Palacio. — El conde de Caldagués va en
socorro de Gerona. — Atacan los franceses a Gerona el 13 de agosto.
— Son derrotados el 16. — Levantan el sitio. — Portugal. — Estado
de aquel reino y de su insurrección. — Évora. — Expedición inglesa
enviada a Portugal. — Sir Arthur Wellesley. — Sale la expedición de
Cork. — Desembarco en Mondego. — Estado de Junot y sus disposiciones.
— Acción de Roliça. — Socorros llegados al ejército inglés. — Batalla
de Vimeiro 21 de agosto. — Armisticio entre ambos ejércitos. — Convenio
del almirante ruso con el inglés. — Convención de Cintra. — Españoles
de Portugal. — Restablecen los ingleses la regencia de Portugal. —
Elvas sitiada por los españoles. — Almeida por los portugueses. —
Desaprobación general de la convención de Cintra en Inglaterra. —
Declaración de S. M. B. de 4 de julio. — Peticiones y reclamaciones que
se hacen a los diputados españoles. — Dumourier. — Conde d’Artois. —
Luis XVIII. — Príncipe de Castelcicala. — Tropa española en Dinamarca.
— Marqués de la Romana. — Lobo. — Fábregues. — Se disponen a embarcarse
las tropas del norte. — Kindelán. — Kindelán y Guerrero. — Juramento
de los españoles en Langeland. — Dan la vela para España. — Trátase de
reunir una junta central. — Situación de Madrid. — Consejo de Castilla.
— Sus manejos. — Opinión sobre aquel cuerpo. — Estado de las juntas
provinciales. — Llegada a Gibraltar del príncipe Leopoldo de Sicilia.
— Correspondencia entre las juntas. — Proceder del consejo. — Entrada
en Madrid de Llamas y Castaños. — Proclamación de Fernando VII. —
Insurrección de Bilbao. — Movimientos en Guipúzcoa y Navarra. — Nuevos
manejos del consejo. — Propuesta de Cuesta a Castaños. — Consejo de
guerra celebrado en Madrid. — Prende Cuesta a Valdés y Quintanilla. —
Acaba el gobierno de las juntas provinciales._


HISTORIA
DEL
LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
de España.
LIBRO QUINTO.

[Marginal: (* Ap. n. 5-1.) Primer sitio y defensa de Zaragoza.]
Sin muro y sin torreones, según nos ha transmitido Floro,[*] defendiose
largos años la inmortal Numancia contra el poder de Roma. También
desguarnecida y desmurada resistió al de Francia con tenaz porfía,
si no por tanto tiempo, la ilustre Zaragoza. En esta como en aquella
mancillaron su fama ilustres capitanes: y los impetuosos y concertados
ataques del enemigo tuvieron que estrellarse en los acerados pechos
de sus invictos moradores. Por dos veces en menos de un año cercaron
los franceses a Zaragoza; una malogradamente, otra con pérdidas e
inauditos reveses. Cuanto fue de realce y nombre para Aragón la heroica
defensa de su capital, fue de abatimiento y desdoro para sus sitiadores
aguerridos y diestros no haberse enseñoreado de ella pronto y de la
primera embestida.
[Marginal: Asiento de la ciudad.]
Baña a Zaragoza, asentada a la derecha margen, el caudaloso Ebro.
Cíñela al mediodía y del lado opuesto Huerva, acanalado y pobre, que
más abajo rinde a aquel sus aguas, y casi en frente a donde desde el
Pirineo viene también a fenecer el Gállego. Por la misma parte y a un
cuarto de legua de la ciudad se eleva el monte Torrero, cuya altura
atraviesa la acequia imperial, que así llaman al canal de Aragón por
traer su origen del tiempo del emperador Carlos V. Antes del sitio
hermoseaban a Zaragoza en sus contornos feraces campiñas, viñedos y
olivares con amenas y deleitables quintas, a que dan en la tierra el
nombre de torres. A izquierda del Ebro está el Arrabal que comunica con
la ciudad por medio de un puente de piedra, habiéndose destruido otro
de madera en una riada que hubo en 1802. Pasaba la población de 55.000
almas: menguó con las muertes y destrozos. No era Zaragoza ciudad
fortificada; diciendo Colmenar,[*] [Marginal: (* Ap. n. 5-2.)] a manera
de profecía, cosa ha de un siglo, «que estaba sin defensa, pero que
reparaba esta falta el valor de sus habitantes.» Cercábala solamente
una pared de diez a doce pies de alto y de tres de espesor, en parte
de tapia y en otras de mampostería, interpolada a veces y formada por
algunos edificios y conventos, y en la que se cuentan ocho puertas que
dan salida al campo. No lejos de una de ellas, que es la del Portillo,
y extramuros se distingue la Aljafería, antigua morada de los reyes de
Aragón, rodeada de un foso y muralla, cuyos cuatro ángulos guarnecen
otros tantos bastiones. Las calles en general son angostas, excepto la
del Coso muy espaciosa y larga, casi en el centro de la ciudad, y que
se extiende desde la puerta llamada del Sol hasta la plaza del Mercado.
Las casas de ladrillo y por la mayor parte de dos o tres pisos. La
adornan edificios y conventos bien construidos y de piedra de sillería.
La piedad admira dos suntuosas catedrales, la de nuestra Señora del
Pilar y la de la Seo, en las que alterna por años para su asistencia
el cabildo. El último templo antiquísimo, el primero muy venerado de
los naturales por la imagen que en su santuario se adora. Como no es de
nuestra incumbencia hacer una descripción especial de Zaragoza, no nos
detendremos ni en sus antigüedades ni grandeza, reservando para después
hablar de aquellos lugares, que a causa de la resistencia que en ellos
se opuso adquirieron desconocido renombre; porque allí las casas y
edificios fueron otras tantas fortalezas.
Si ningunas eran en Zaragoza las obras de fortificación, tampoco
abundaban otros medios de defensa. Vimos cuán escasos andaban al
levantarse en mayo. El corto tiempo transcurrido no había dejado
aumentarlos notablemente, y antes bien se habían minorado con los
descalabros padecidos en Tudela y Mallén. [Marginal: Estado apurado
de Zaragoza.] En semejante estado déjase discurrir la consternación
de Zaragoza al esparcirse la nueva, en la noche del 14 de junio, de
haber sido aquel día derrotado Don José de Palafox en las cercanías
de Alagón, según dijimos en el anterior libro. Desapercibidos sus
habitantes tan solamente hallaron consuelo con la presencia de su
amado caudillo, que no tardó en regresar a la ciudad. Mas el enemigo
no dio descanso ni vagar. Siguieron de cerca a Palafox, y tras él
vinieron proposiciones del general Lefebvre-Desnouettes a fin de que se
rindiese, con un pliego enderezado al propio objeto y firmado por los
emisarios españoles Castelfranco, Villela y Pereira que acompañaban al
ejército francés, y de quienes ya hicimos mención.
Fue la respuesta del general Palafox ir al encuentro de los invasores;
y con las pocas tropas que le quedaban, algunos paisanos y piezas de
campaña se colocó fuera no lejos de la ciudad al amanecer del 15.
[Marginal: Salida de Palafox, 15 de junio.] Estaba a su lado el marqués
de Lazán y muchos oficiales, mandando la artillería el capitán Don
Ignacio López. Pronto asomaron los franceses y trataron de acometer
a los nuestros con su acostumbrado denuedo. Pero Palafox viendo cuán
superior era el número de sus contrarios, determinó retirarse, y
ordenadamente pasó a Longares, pueblo seis leguas distante, desde donde
continuó al puerto del Frasno cercano a Calatayud: queriendo engrosar
su corta división con la que reunía y organizaba en dicha ciudad el
barón de Versages.
Semejante movimiento si bien acertado en tanto que no se consideraba
a Zaragoza con medios para defenderse, dejaba a esta ciudad del todo
desamparada y a merced del enemigo. Así se lo imaginó fundadamente
el general francés Lefebvre-Desnouettes, y con sus 5 a 6000 infantes
y 800 caballos a las nueve de la mañana del mismo 15 presentose con
ufanía delante de las puertas. Habían crecido dentro las angustias: no
eran arriba de 300 los militares que quedaban entre miñones y otros
soldados: los cañones pocos y mal colocados como por gente a quien
no guiaban oficiales de artillería, pues de los dos únicos con quien
se contaba en un principio, Don Juan Cónsul y Don Ignacio López, el
último acompañaba a Palafox y el primero, por orden suya, hallábase
de comisión en Huesca. El paisanaje andaba sin concierto y por todas
partes reinaba la indisciplina y confusión. Parecía por tanto que
ningún obstáculo detendría a los enemigos, cuando el tiroteo de algunos
paisanos y soldados desbandados los obligó a hacer parada y proceder
precavidamente. De tan casual e impensado acontecimiento nació la
memorable defensa de Zaragoza.
[Marginal: Primera embestida de los franceses contra Zaragoza y su
derrota, 15 de junio.]
La perplejidad y tardanza del general francés alentó a los que
habían empezado a hacer fuego, y dio a otros alas para ayudarlos
y favorecerlos. Pero como aún no había ni baterías ni resguardo
importante, consiguieron algunos jinetes enemigos penetrar hasta dentro
de las calles. Acometidos por algunos voluntarios y miñones de Aragón
al mando del coronel Don Antonio de Torres, y acosados por todas partes
por hombres, mujeres y niños, fueron los más de ellos despedazados
cerca de nuestra Señora del Portillo, templo pegado a la puerta del
mismo nombre.
Enfurecidos los habitantes y con mayor confianza en sus fuerzas después
de la adquirida si bien fácil ventaja, acudieron sin distinción de
clase ni de sexo a donde amagaba el peligro, y llevando a brazo los
cañones antes situados en el mercado, plaza del Pilar y otros parajes
desacomodados, los trasladaron a las avenidas por donde el enemigo
intentaba penetrar, y de repente hicieron contra sus huestes horrorosas
descargas. Creyó entonces necesario el general francés emprender un
ataque formal contra las puertas del Carmen y Portillo. Puso su mayor
conato en apoderarse de la última, sin advertir que situada a la
derecha la Aljafería eran flanqueadas sus tropas por los fuegos de
aquel castillo, cuyas fortificaciones aunque endebles, le resguardaban
de un rebate. Así sucedió que los que le guarnecían, capitaneados por
un oficial retirado de nombre Don Mariano Cerezo, militar tan bravo
como patriota, escarmentaron la audacia de los que confiadamente se
acercaban a sus muros. Dejáronles aproximarse y a quema ropa los
ametrallaron. En sumo grado contribuyó a que fuera más certera la
artillería en sus tiros un oficial sobrino del general Guillelmi,
quien encerrado allí con su tío desde el principio de la insurrección,
olvidándose del agravio recibido, solo pensó en no dar quiebra a su
honra, y cumplió debidamente con lo que la patria exigía de su persona.
Igualmente fueron los franceses repelidos en la Puerta del Carmen,
sosteniendo por los lados el tremendo fuego que de frente se les
hacía, escopeteros esparcidos entre las tapias, alameda y olivares,
cuya buena puntería causó en las filas enemigas notable matanza.
Nadie rehusaba ir a la lid: las mujeres corrían a porfía a estimular
a sus esposos y a sus hijos, y atropellando por medio del inminente
riesgo los socorrían con víveres y municiones. Los franceses aturdidos
al ver tanto furor y ardimiento titubeaban y crecía con su vacilar
el entusiasmo y valentía de los defensores. De nuevo no obstante y
reiteradas veces embistieron la entrada del Portillo, desviándose de la
Aljafería, y procurando cubrirse detrás de los olivares y arboledas.
Menester fue para poner término a la sangrienta y reñida pelea que
sobreviniese la noche. Bajo su amparo se retiraron los franceses a
media legua de la ciudad, y recogieron sus heridos, dejando el suelo
sembrado de más de 500 cadáveres. La pérdida de los españoles fue mucho
más reducida, abrigados de tapias y edificios. Y de aquella señalada
victoria, que algunos llamaron de las Eras, resultó el glorioso empeño
de los zaragozanos de no entrar en pacto alguno con el enemigo y
resistir hasta el último aliento.
Fuera de sí aquellos vecinos con la victoria alcanzada, ignoraban
todavía el paradero del general Palafox. Grande fue su tristeza al
saber su ausencia, y no teniendo fe en las autoridades antiguas ni
en los demás jefes, los diputados y alcaldes de barrio a nombre del
vecindario se presentaron [Marginal: Don Lorenzo Calvo de Rozas.] luego
que cesó el combate al corregidor e intendente Don Lorenzo Calvo de
Rozas, que, hechura de Palafox, merecía su confianza. Instáronle para
que hiciera sus veces, y condescendió con sus ruegos en tanto que
aquel no volviera. Unía Calvo en su persona las calidades que el caso
requería. Declarado abiertamente en favor de la causa pública, habíase
fugado de Madrid en donde estaba avecindado. Hombre de carácter firme y
sereno, encerraba en su pecho, con apariencias de tibio, el entusiasmo
y presteza de un alma impetuosa y ardiente. Autorizado como ahora se
veía por la voz popular y punzado por el peligro que a todos amenazaba,
empleó con diligencia cuantos medios le sugería el deseo de proteger
contra la invasión extraña la ciudad que se ponía en sus manos.
[Marginal: Preparativos de defensa en Zaragoza.]
Prontamente llamó al teniente de rey D. Vicente Bustamante para que
expidiese y firmase a los de su jurisdicción las convenientes órdenes.
Mandó iluminar las calles con objeto de evitar cualquier sorpresa o
excesos; empezáronse a preparar sacos de tierra para formar baterías en
las puertas de Sancho, el Portillo, Carmen y Santa Engracia; abriéronse
zanjas o cortaduras en sus avenidas; dispusiéronse a artillarlas,
y se levantó en toda la tapia que circuía a la ciudad una banqueta
para desde allí molestar al enemigo con la fusilería. Prevínose a los
vecinos en estado de llevar armas, que se apostasen en los diversos
puntos debiendo alternar noche y día; ocupáronse los niños y mujeres
en tareas propias de su edad y sexo, y se encargó a los religiosos
hacer cartuchos de cañón y fusil, cumpliéndose con tan buen deseo y
ahinco aquellas disposiciones, que a las diez de la noche se había ya
convertido Zaragoza en un taller universal, en el que todos se afanaban
por desempeñar debidamente lo que a cada uno se había encomendado.
Con más lentitud se procedió en la construcción de baterías por falta
de ingeniero que dirigiese la obra. [Marginal: Don Antonio Sangenís.]
Solo había uno, que era Don Antonio Sangenís, y este había sido el 15
llevado a la cárcel por los paisanos que le conceptuaban sospechoso,
habiendo notado que reconocía las puertas y la ronda de la ciudad.
Ignorose su suerte en medio de la confusión, pelea y agitación de aquel
día y noche, y solo se le puso en libertad por orden de Calvo de Rozas
en la mañana del 16. Sin tardanza trazó Sangenís atinadamente varias
obras de fortificación, esmerándose en el buen desempeño, y ayudado en
lugar de otros ingenieros por los hermanos Tabuenca, arquitectos de la
ciudad. Pintan estos pormenores, y por eso no son de más, la situación
de los zaragozanos, y lo apurados y escasos que estaban de recursos y
de hombres inteligentes en los ramos entonces más necesarios.
[Marginal: Intimación de Lefebvre Desnouettes.]
Los franceses, atónitos con lo ocurrido el 15, juzgaron imprudente
empeñarse en nuevos ataques antes de recibir de Pamplona
mayores fuerzas, con artillería de sitio, morteros y municiones
correspondientes. Mientras que llegaba el socorro, queriendo Lefebvre
probar la vía de la negociación, intimó el 17 que, a no venir a
partido, pasaría a cuchillo a los habitantes cuando entrase en la
ciudad. Contestósele dignamente,[*] [Marginal: (* Ap. n. 5-3.)] y se
prosiguió con mayor empeño en prepararse a la defensa.
[Marginal: El general Palafox en Épila.]
El general Palafox en tanto, vista la decisión que habían tomado los
zaragozanos de resistir a todo trance al enemigo, trató de hostigarle y
llamar a otra parte su atención. Unido al barón de Versages contaba con
una división de 6000 hombres y cuatro piezas de artillería. El 21 de
junio pasó en Almunia reseña de su tropa, y el 23 marchó sobre Épila.
En aquella villa hubo jefes que notando el poco concierto de su tropa,
por lo común allegadiza, opinaron ser conveniente retirarse a Valencia,
y no empeorar con una derrota la suerte de Zaragoza. Palafox, asistido
de admirable presencia de ánimo, congregó su gente, y delante de las
filas, exhortando a todos a cumplir con el duro pero honroso deber que
la patria les imponía, añadió que eran dueños de alejarse libremente
aquellos a quienes no animase la conveniente fortaleza para seguir
por el estrecho y penoso sendero de la virtud y de la gloria, o que
tachasen de temeraria su empresa. Respondiose a su voz con universales
clamores de aprobación, y ninguno osó desamparar sus banderas. De
tamaña importancia es en los casos arduos la entera y determinada
voluntad de un caudillo.
[Marginal: Acción de Épila.]
Seguro de sus soldados, hizo propósito Palafox de avanzar la mañana
siguiente a la Muela, tres leguas de Zaragoza, queriendo coger a los
franceses entre su fuerza y aquella ciudad. Pero barruntando estos su
movimiento, se le anticiparon y acometieron a su ejército en Épila a
las nueve de la noche, hora desusada y en la que dieron de sobresalto
e impensadamente sobre los nuestros por haber sorprendido y hecho
prisionera una avanzada, y también por el descuido con que todavía
andaban nuestras inexpertas tropas. Trabose la refriega, que fue
empeñada y reñida. Como los españoles se vieron sobrecogidos, no hubo
orden premeditado de batalla, y los cuerpos se colocaron según pudo
cada uno en medio de la oscuridad. La artillería, dirigida por el muy
inteligente oficial Don Ignacio López, se señaló en aquella jornada, y
algunos regimientos se mantuvieron firmes hasta por la mañana, que, sin
precipitación, tomaron la vuelta de Calatayud. En su número se contaba
el de Fernando VII, que aunque nuevo, sostuvo el fuego por espacio
de seis horas, como si se compusiera de soldados veteranos. También
hombres sueltos de guardias españolas defendieron largo rato una
batería de las más importantes. Disputaron pues unos y otros el terreno
a punto que los franceses no los incomodaron en la retirada.
[Marginal: Piensa Palafox en volver a Zaragoza.]
Palafox convencido no obstante de que no era dado con tropas bisoñas
combatir ventajosamente en campo raso, y de que sería más útil su
ayuda dentro de Zaragoza, determinó superando obstáculos meterse con
los suyos en aquella ciudad, por lo que después de haberse rehecho,
y dejando en Calatayud un depósito al mando del barón de Versages,
dividió su corta tropa en dos pequeños trozos: encargó el uno a su
hermano Don Francisco, y acaudillando en persona el otro volvió el 2 de
julio a pisar el suelo zaragozano.
[Marginal: Entrada allí el 24 de junio de Lazán.]
Ya había allí acudido desde el 24 de junio su otro hermano el marqués
de Lazán, que era el gobernador, con varios oficiales, a instancias
y por aviso del intendente Calvo de Rozas. Deseaba este un arrimo
para robustecer aún más sus acertadas providencias, acordar otras,
comprometer en la defensa a las personas de distinción que no lo
estuviesen todavía, imponer respeto a la muchedumbre congregando una
reunión escogida y numerosa, y afirmarla en su resolución por medio
de un público y solemne juramento. Para ello convocó el 25 de junio
una junta general de las principales corporaciones e individuos de
todas clases, presidida por el de Lazán. En su seno expuso brevemente
Calvo de Rozas el estado en que la ciudad se hallaba, y cuáles eran
sus recursos, y excitó a los concurrentes a coadyuvar con sus luces
y patriótico celo al sostenimiento de la causa común. [Marginal:
Juramento de los zaragozanos.] Conformes todos aprobaron lo antes
obrado, se confirmaron en su propósito de vencer o morir, y resolvieron
que el 26 los vecinos, soldados, oficiales y paisanos armados
prestarían en calles y plazas, en baterías y puertas un público y
majestuoso juramento. Amaneció aquel día y a una hora señalada de la
tarde se pobló el aire de un grito asombroso y unánime, «de que los
defensores de Zaragoza juntos y separados derramarían hasta la última
gota de su sangre por su religión, su rey y sus hogares.»
Movió a curiosidad entre los enemigos la impensada agitación que causó
tan nueva solemnidad, y con ansia de informarse de lo que pasaba,
aproximose a la línea española un comandante de polacos acompañado
de varios soldados; y aparentando deseos de tomar partido él y los
suyos con los sitiados, pidió como seguro de su determinación tratar
con los jefes superiores. [Marginal: Amenaza villana de un polaco a
Calvo.] Salió Calvo de Rozas, indicó al comandante que se adelantase
para conferenciar solos: hízolo así, mas a poco y alevosamente
cercaron a Calvo los soldados del contrario. Encaráronle las armas, y
después de preguntar lo que en Zaragoza ocurría, tuvo el comandante
la descompuesta osadía de decirle que no era su intento desamparar
sus banderas; que había solo inventado aquella artimaña para averiguar
de qué provenía la inquietud de la ciudad, e intimar de nuevo por
medio de una persona de cuenta la rendición, siendo inevitable que al
fin se sometiesen los zaragozanos al ejército francés, tan superior
y aguerrido. Añadiole que a no consentir con lo que de él exigía
sería muerto o prisionero. En vez de atemorizarse con la villana
amenaza, reportado y sereno contestole Calvo: «harto conocidas son
vuestras malas artes y la máscara de amistad con que encubrís vuestras
continuadas perfidias, para que desprevenido y no muy sobre aviso
acudiera yo a vuestro llamamiento: los muertos o prisioneros seréis
vos y vuestros soldados si intentáis traspasar las leyes admitidas
aun entre las naciones bárbaras. El castillo de donde estamos tan
próximos a la menor señal mía disparará sus cañones y fusiles, que por
disposición anterior están ya apuntados contra vosotros.» Alterose
el polaco con la áspera contestación, y reprimiendo la ira suavizó
su altanero lenguaje, ciñéndose a proponer al intendente Calvo una
conferencia con sus generales. Vino en ello, y tomando la venia del de
Lazán se escogió por sitio el frente de la batería del Portillo.
[Marginal: Conferencia y proposiciones de los generales franceses.]
Todavía en el mismo día avistáronse allí con Calvo y otros oficiales
españoles autorizados por el gobernador y vecindario, los generales
franceses Lefebvre y Verdier, recién llegado. Limitáronse las pláticas
a insistir estos en la entrega de Zaragoza, ofreciendo olvido de
lo pasado, respetar las personas y propiedades, y conservar a los
empleados en sus destinos; con la advertencia que de lo contrario
convertirían en cenizas la ciudad, y pasarían a cuchillo los moradores.
Calvo contestó con brío, prometiendo sin embargo que daría cuenta de
lo que proponían, y que en la mañana siguiente se les comunicaría la
definitiva resolución, [Marginal: (* Ap. n. 5-4.)] en cuya conformidad
pasó el 27 temprano al campo francés Don Emeterio Barredo llevando
consigo una respuesta [*] firmada por el marqués de Lazán, en la que se
desechaban las insidiosas proposiciones del enemigo.
[Marginal: Los franceses, reforzados. Verdier, general en jefe.]
Claro era que estrechar el asedio y nuevas embestidas seguirían a
repulsa tan temeraria, mayormente cuando los franceses habían engrosado
su ejército, y cuando se había mejorado su posición. Por aquellos días
además de haberse desembarazado de Palafox arrojándole de Épila, habían
recibido de Pamplona y Bayona socorros de cuantía. Trájolos el general
Verdier, quien por su mayor graduación reemplazó en el mando en jefe
a Lefebvre, y no menos fueron por de pronto reforzados que con 3000
hombres, 30 cañones de grueso calibre, cuatro morteros, 12 obuses, y
800 portugueses a las órdenes de Gómez Freire. Fundadamente pensaron
entonces que con buen éxito podrían vencer la tenacidad zaragozana.
[Marginal: Vuélase un almacén de pólvora.]
Así fue que en el mismo día 27 renovaron el fuego, y dirigieron con
particularidad su ataque contra los puestos exteriores. Repelidos
con pérdida en las diversas entradas de la ciudad, de que quisieron
apoderarse, no pudo impedírseles que se acercasen al recinto. Como en
sus maniobras se notó el intento de enseñorearse del monte Torrero,
con diligencia se metieron en Zaragoza los víveres y municiones que
estaban encerrados en aquellos almacenes; mas tan oportuna precaución
originó un desastre. A las tres de la tarde estremeciéronse todos los
edificios, zumbando y resonando el aire con el disparo y caída de
piedras, astillas y cascos. Tuviéronse los zaragozanos por muertos y
como si fuesen a ser sepultados en medio de ruinas. Despavoridos y
azorados huían de sus casas, ignorando de dónde provenía tanto ruido,
turbación y fracaso. Causábalo el haberse pegado fuego por descuido
de los conductores a la pólvora que se almacenaba en el seminario
conciliar, y este y la manzana de casas contiguas y las que estaban
enfrente se volaron o desplomaron, rompiéndose los cristales de la
ciudad, con muertes y desdichas. Agregábase a la horrenda catástrofe la
pérdida de la pólvora tan necesaria en aquel tiempo, y en el que había
de todo apretada pobreza.
Y para que apareciese enteramente acrisolada la constancia aragonesa,
los franceses fiados en la desolación y universal desconsuelo
reiteraron sus ataques en tan apurado momento. No se descorazonaron
los defensores, antes bien enfurecidos hicieron que se malograse la
tentativa de los enemigos, inhumana en aquella sazón.
Desde aquel día no transcurrió uno en que no hubiese reñidas
contiendas, escaramuzas, salidas, acometimientos de sitiados y
sitiadores. Largo sería e imposible referir hazañas tantas y tan
gloriosas, rara vez empañadas con alguna bastarda acción.
[Marginal: Ataque contra el monte Torrero.]
Túvose sin embargo por tal lo ocurrido en el monte Torrero. El
comandante a cuyo cargo estaba el puesto, de nombre Falcón, ora por
connivencia, ora por desaliento, que es a lo que nos inclinamos, le
desamparó vergonzosamente, y el enemigo, enseñoreándose de aquellas
alturas, causó en breve notables estragos.
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