Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (2 de 5) - 04

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mandaba la reserva el coronel entonces, y después general Foy, célebre
y bajo todos respectos digno de loa.
[Marginal: Socorros llegados al ejército inglés.]
Era más numeroso el ejército inglés. Se le habían nuevamente
agregado 4000 hombres a las órdenes de los generales Anstruther y
Acland, y constaba en todo de más de 18.000 combatientes. Carecía
de la suficiente caballería, limitándose a 200 jinetes ingleses y
250 portugueses. Después de la acción de Roliça no había Wellesley
perseguido a su contrario. Para proteger el desembarco en Maceira de
los 4000 hombres mencionados, había avanzado hasta Vimeiro, en donde
casi al propio tiempo se le anunció la llegada con 11.000 hombres de
Sir Juan Moore. A este le ordenó que saltase con su gente en tierra en
Mondego, y que yendo del lado de Santarén cubriese la izquierda del
ejército. No tardó tampoco en saberse la llegada de Sir H. Burrard
nombrado segundo de Dalrymple en el mando: noticia por cierto poco
grata para el general Wellesley, que esperaba por aquellos días coger
nuevos laureles. Su plan de ataque estaba ya combinado. Con pleno
conocimiento del terreno, tomando un camino costero, escabroso y
estrecho, pensaba flanquear la posición de Torres Vedras, y colocándose
en Mafra interponerse entre Junot y Lisboa. Había escogido aquellos
vericuetos y ásperos sitios por considerarlos ventajosos para quien
como él andaba escaso de caballería. Al aviso de estar cerca Burrard
suspendió Wellesley su movimiento y se avistó a bordo con aquel
general. Conferenciaron acerca del plan concertado, y juzgando
Burrard ser arriesgada cualquier tentativa en tanto que Moore no se
les uniese, dispuso aguardarle y que permaneciese su ejército en la
posición de Vimeiro.
Tuvo empero la dicha el general Wellesley de que Junot, no queriendo
dar tiempo a que se juntasen todas las fuerzas británicas, resolvió
atacar inmediatamente a las que en Vimeiro se mantenían tranquilas.
[Marginal: Batalla de Vimeiro, 21 de agosto.]
Está situado aquel pueblo no lejos del mar en una cañada por donde
corre el río Maceira. Al norte se eleva una sierra cortada al oriente
por un escarpe en cuya hondonada está el lugar de Toledo. En dicha
sierra no habían al principio colocado los ingleses sino algunos
destacamentos. Al sudoeste se percibe un cerro en parte arbolado
que por detrás continúa hacia poniente con cimas más erguidas. Seis
brigadas inglesas ocupaban aquel puesto. Había otras dos a la derecha
del río en una eminencia escueta y roqueña que se levanta delante
de Vimeiro. En la cañada o valle se situaron los portugueses y la
caballería.
A las ocho de la mañana del 21 de agosto se divisaron los franceses
viniendo de Torres Vedras. Imaginose Wellesley ser su intento atacar
la izquierda de su ejército, que era la sierra al norte; y como estaba
desguarnecida encaminó a aquel punto, una tras de otra, cuatro de
las seis brigadas que coronaban las alturas de sudoeste y que era
su derecha. No había sido tal el pensamiento de los franceses. Mas
observando su general dicho movimiento, envió sucesivamente para
sostener a un regimiento de dragones, hacia allí destacado, dos
brigadas al mando de los generales Brenier y Solignac.
No por eso desistió Junot de proseguir en el plan de ataque que había
concebido, y cuyo principal blanco era la eminencia situada delante
de Vimeiro, en donde estaban apostadas, según hemos dicho, dos
brigadas inglesas, las cuales se respaldaban contra otras dos que aún
permanecían en las alturas de sudoeste.
Rompió el combate el general Delaborde, siguió a poco Loison, y por
instantes arreció la pelea furiosamente. La reserva bajo las órdenes
de Kellermann, viendo que los suyos no se apoderaban de la eminencia,
fue en su ayuda, y en uno de aquellos acometimientos hirieron a Foy.
Rechazaban los ingleses a sus intrépidos contrarios, aunque a veces
flaqueaba alguno de sus cuerpos. Junot en la reserva observaba y
dirigía el principal ataque sin descuidar su derecha. Mas en aquella no
tuvieron ventura los generales Solignac y Brenier, habiendo sido uno
herido y otro prisionero.
A las doce del día, después de tres horas de inútil lucha y disminuido
el ejército francés con la pérdida de más de 1800 hombres, determinaron
sus generales retirarse a una línea casi paralela a la que ocupaban los
ingleses. Estos con parte de su fuerza todavía intacta consideraron
entonces como suya la victoria, habiéndose apoderado de 13 cañones, y
solo contando entre muertos y heridos unos 800 hombres. Parecía que
era llegado el tiempo de perseguir a los vencidos con las tropas de
refresco. Tal era el dictamen de Sir Arthur Wellesley, sin que ya fuese
dueño de llevarle a cabo. Durante la acción había llegado al campo el
general Burrard, a quien correspondía el mando en jefe. Con escrúpulo
cortesano dejó a Wellesley rematar una empresa dichosamente comenzada.
Pero al tratar de perseguir al enemigo, recobrando su autoridad,
opúsose a ello, e insistió en aguardar a Moore. De prudencia pudo
graduarse semejante opinión antes de la batalla: tanta precaución ahora
si no disfrazaba celosa rivalidad, excedía los límites de la timidez
misma.
Los franceses por la tarde sin ser incomodados se fueron a Torres
Vedras. El 22 celebró Junot consejo de guerra, en el que acordaron
abrir negociaciones con los ingleses por medio del general Kellermann,
no dejando de continuar su retirada a Lisboa. [Marginal: Armisticio
entre ambos ejércitos.] Así se ejecutó; pero al tocar el negociador
francés las líneas inglesas, había desembarcado ya y tomado el mando
Sir H. Dalrymple. Con lo que en menos de dos días tres generales se
sucedieron en el campo británico: mudanza perjudicial a las operaciones
militares y a los tratos que siguieron, apareciendo cuán erradamente a
veces proceden aun los gobiernos más prácticos y advertidos. Propuso
Kellermann un armisticio, conformose el general inglés y se nombró para
concluirle a Sir Arthur Wellesley. Convinieron los negociadores en
ciertos artículos que debían servir de base a un tratado definitivo.
Fueron los más principales: 1.º Que el ejército francés evacuaría
a Portugal, siendo transportado a Francia con artillería, armas y
bagaje por la marina británica. 2.º Que a los portugueses y franceses
avecindados no se les molestaría por su anterior conducta política,
pudiendo salir del territorio portugués con sus haberes en cierto
plazo: y 3.º Que se consideraría neutral el puerto de Lisboa durante
el tiempo necesario y conforme al derecho marítimo, a fin de que la
escuadra rusa diese la vela sin ser a su salida incomodada por la
británica. Señalose una línea de demarcación entre ambos ejércitos,
quedando obligados recíprocamente a avisarse 48 horas de antemano en
caso de volver a romperse las hostilidades.
Mientras tanto Junot había el 23 entrado en Lisboa, en donde los ánimos
andaban muy alterados. Con la noticia de la acción de Roliça hubiérase
el 20 conmovido la población a no haberla contenido con su prudencia
el general Travot. Mas permaneciendo viva la causa de la fermentación
pública, hubieron los franceses de acudir a precauciones severas, y
aun al miserable y frágil medio de esparcir falsas nuevas, anunciando
que habían ganado la batalla de Vimeiro. De poco hubieran servido
sus medidas y artificios si oportunamente no hubiera llegado con su
ejército el general Junot. A su vista forzoso le fue al patriotismo
portugués reprimir ímpetus inconsiderados.
Por otra parte el armisticio tropezaba con obstáculos imprevistos. El
general Bernardino Freire agriamente representó contra su ejecución,
no habiendo tenido cuenta en lo estipulado ni con su ejército, ni con
la junta de Oporto, ni tampoco con el príncipe regente de Portugal,
cuyo nombre no sonaba en ninguno de los artículos. Aunque justa hasta
cierto punto, fue desatendida tal reclamación. No pudo serlo la de
Sir C. Cotton, comandante de la escuadra británica, quien no quiso
reconocer nada de lo convenido acerca de la neutralidad del puerto
y de los buques rusos allí anclados. Tuvieron pues que romperse las
negociaciones.
Mucho incomodó a Junot aquel inesperado suceso; y escuchando antes que
a sus apuros a la altivez de su pecho engreído con no interrumpida
ventura, dispúsose a guerrear a todo trance. Mas sin recursos,
angustiados los suyos y reforzados los contrarios con la división de
Moore y un regimiento que el general Beresford traía de las aguas de
Cádiz, se le ofrecían insuperables dificultades. Aumentábanse estas
con el brío adquirido por la población portuguesa, la que después de
las victorias alcanzadas, de tropel acudía a Lisboa y estrechaba las
cercanías. Carecía también de la conveniente cooperación del almirante
ruso, indiferente a su suerte y firme en no prestarle ayuda. Tal porte
enfureció tanto más a Junot, cuanto la estancia de aquella escuadra
en el Tajo había sido causa del rompimiento de las negociaciones
entabladas. Así mal de su grado, solo y vencido de la amarga situación
de su ejército, [Marginal: Convenio del almirante ruso con el inglés.
(* Ap. n. 5-6.)] cedió Junot y asintió a la famosa convención concluida
en Lisboa el 30 de agosto entre el general Kellermann y J. Murray,
cuartel-maestre del ejército inglés. El ruso ajustó por sí en 3 de
septiembre un convenio con el almirante inglés,[*] según el cual
entregaba en depósito su escuadra al gobierno británico hasta seis
meses después de concluida la paz entre sus gobiernos respectivos,
debiendo ser transportados a Rusia los jefes, oficiales y soldados que
la tripulaban.
[Marginal: Convención de Cintra. (* Ap. n. 5-7.)]
La convención entre francesas e ingleses llamose malamente de Cintra,
por no haber sido firmada allí ni ratificada.[*] Constaba de 22
artículos y además otros tres adicionales, partiendo de la base
del armisticio antes concluido. Los franceses no eran considerados
como prisioneros de guerra, y debían los ingleses transportarlos a
cualquier puerto occidental de Francia entre Rochefort y Lorient. En
el tratado se incluían las guarniciones de las plazas fuertes. Los
españoles detenidos en pontones o barcos en el Tajo, se entregaban a
disposición del general inglés, en trueque de los franceses que sin
haber tomado parte en la guerra hubieran sido presos en España. No
eran por cierto muchos, y los más habían ya sido puestos en libertad.
Entre los que todavía permanecían arrestados soltó los suyos la junta
de Extremadura, condescendiendo con los deseos del general inglés.
[Marginal: Españoles de Portugal.] El número de españoles que gemían en
Lisboa presos ascendía a 3500 hombres, procedentes de los regimientos
de Santiago y Alcántara de caballería, de un batallón de tropas ligeras
de Valencia, de granaderos provinciales y varios piquetes; los cuales
bien armados y equipados desembarcaron en octubre a las órdenes del
mariscal de campo Don Gregorio Laguna en la Rápita de Tortosa y en los
Alfaques. Los demás artículos de la convención tuvieron sucesivamente
cumplido efecto. Algunos de ellos suscitaron acaloradas disputas: sobre
todo los que tenían relación con la propiedad de los individuos. Esto,
y falta de transportes, dilataron la partida de los franceses.
Causaba su presencia desagradable impresión, y tuvieron los ingleses
que velar noche y día para que no se perturbase la tranquilidad de
Lisboa. No tanto ofendía a sus habitantes la franca salida que por la
convención se daba a sus enemigos, cuanto el poco aprecio con que en
ella eran tratados el príncipe regente y su gobierno. No se mentaba ni
por acaso su nombre, y si en el armisticio había cabido la disculpa de
ser un puro convenio militar, en el nuevo tratado en que se mezclaban
intereses políticos no era dado alegar las mismas razones. De aquí se
promovió un reñido altercado entre la junta de Oporto y los generales
ingleses. Al principio quisieron estos aplacar el enojo de aquella;
[Marginal: Restablecen los ingleses la regencia de Portugal.] mas al
fin desconocieron su autoridad y la de todas las juntas creadas en
Portugal. Restablecieron en 18 de septiembre conforme a instrucción
de su gobierno la regencia que al partir al Brasil había dejado el
príncipe Don Juan, y tan solo descartaron las personas ausentes o
comprometidas con los franceses. Portugal reconoció el nuevo gobierno y
se disolvieron todas sus juntas.
El 13 de septiembre dio la vela Junot y su nave dirigió el rumbo a La
Rochelle. El 30 todas sus tropas estaban ya embarcadas, y unas en pos de
otras arribaron a Guiberon y Lorient. Faltaban las de las plazas, para
cuya salida hubo nuevos tropiezos. [Marginal: Elvas sitiada por los
españoles.] El general español Don José de Arce por orden de la junta
de Extremadura había asediado el 7 de septiembre a Elvas, y obligado
al comandante francés Girod de Novilars a encerrarse en el fuerte de
La Lippe. Sobrado tardía era en verdad la tentativa de los españoles,
y llevaba traza de haberse imaginado después de sabida la convención
entre franceses e ingleses. Despacharon estos para cumplirla en aquella
plaza un regimiento, pero Arce y la junta de Extremadura se opusieron
vivamente a que se dejase ir libres a los que sus soldados sitiaban.
Cruzáronse escritos de una y otra parte, hubo varias y aun empeñadas
explicaciones, mas al cabo se arregló todo amistosamente con el coronel
inglés Graham. [Marginal: Almeida, por los portugueses.] No anduvieron
respecto de Almeida más dóciles los portugueses, quienes cercaban la
plaza. Hasta primeros de octubre no se removieron los obstáculos que
se oponían a la entrega, y aun entonces hubo de serles a los franceses
harto costosa. Libres ya y próximos a embarcarse en Oporto, sublevose
el pueblo de aquella ciudad con haber descubierto entre los equipajes
ornamentos y alhajas de iglesia. Despojados de sus armas y haberes
debieron la vida a la firmeza del inglés Sir Roberto Wilson que mandaba
un cuerpo de portugueses, conteniendo a duras penas la embravecida
furia popular.
Con el embarco de la guarnición de Almeida quedaba del todo cumplida
la convención llamada de Cintra. Fue penosa la travesía de las tropas
francesas, maltratado el convoy por recios temporales. Cerca de 2000
hombres perecieron, naufragando tripulaciones y transportes: 22.000
arribaron a Francia, 29.000 habían pisado el suelo portugués. Pocos
meses adelante los mismos soldados aguerridos y mejor disciplinados
volvieron de refresco sobre España.
[Marginal: Desaprobación general de la convención de Cintra en
Inglaterra.]
La convención no solamente indignó a los portugueses y fue censurada
por los españoles, sino que también levantó contra ella el clamor de
la Inglaterra misma. Llenos de satisfacción y contento habían estado
sus habitantes al eco de las victorias de Roliça y Vimeiro. De ello
fuimos testigos, y de los primeros. Traemos a la memoria que en 1.º de
septiembre y a cosa de las nueve de la noche asistiendo a un banquete
en casa de Mr. Canning, se anunció de improviso la llegada del capitán
Campbell portador de ambas nuevas. Estaban allí presentes los demás
ministros británicos, y a pesar de su natural y prudente reserva, con
las victorias conseguidas desabrocharon sus pechos con júbilo colmado.
No menor se mostró en todas las ciudades y pueblos de la gran Bretaña.
Pero enturbiole bien luego la capitulación concedida a Junot, creciendo
el enojo a par de lo abultado de las esperanzas. Muchos decían que
los españoles hubieran conseguido triunfo más acabado. Tan grande era
el concepto del brío y pericia militar de nuestra nación, exagerado
entonces, como después sobradamente deprimido al llegar derrotas y
contratiempos. Aparecía el despecho y la ira hasta en los papeles
públicos, cuyas hojas se orlaban con bandas negras, pintando también
en caricaturas e impresos a sus tres generales colgados de un patíbulo
afrentoso. Cundió el enojo de los particulares a las corporaciones,
y las hubo que elevaron hasta el solio enérgicas representaciones.
Descolló entre todas la del cuerpo municipal de Londres. No en vano
levanta en Inglaterra su voz la opinión nacional. A ella tuvieron que
responder los ministros ingleses, nombrando una comisión que informase
acerca del asunto, y llamando a los tres generales Dalrymple, Burrard
y Wellesley para que satisficiesen a los cargos. Hubo en el examen
de su conducta varios incidentes, mas al cabo conformándose S. M. B.
con el unánime parecer de la comisión, declaró no haber lugar a la
formación de causa, al paso que desechó los artículos de la convención,
cuyo contenido podría ofender o perjudicar a españoles y portugueses.
Decisión que a pocos agradó, y sobre la que se hicieron justos reparos.
Nosotros creemos que si bien hubieran podido sacarse mayores ventajas
de las victorias de Roliça y Vimeiro, fue empero de gran provecho el
que se desembarazase a Portugal de enemigos. Con la convención se
consiguió pronto aquel objeto; sin ella quizá se hubiera empeñado una
lucha más larga, y España embarazada con los franceses a la espalda no
hubiera tan fácilmente podido atender a su defensa y arreglo interior.
[Marginal: Declaración de S. M. B. de 4 de julio.]
Estas pues habían sido las victorias conseguidas por las armas aliadas
antes del mes de septiembre en el territorio peninsular, con las que se
logró despejar su suelo hasta las orillas de Ebro. Por el mismo tiempo
fueron también de entidad los tratos y conciertos que hubo entre el
gobierno de S. M. B. y las juntas españolas, los cuales dieron ocasión
a acontecimientos importantes.
Hablamos en su origen del modo lisonjero con que habían sido tratados
los diputados de Asturias y Galicia. Se habían ido estrechando aquellas
primeras relaciones, y además de los cuantiosos auxilios mencionados
y que en un principio se despacharon a España, fueron después otros
nuevos y pecuniarios. Creciendo la insurrección y afirmándose
maravillosamente, dio S. M. B.[*] [Marginal: (* Ap. n. 5-8.)] una
prueba solemne de adhesión a la causa de los españoles, publicando en 4
de julio una declaración por la que se renovaban los antiguos vínculos
de amistad entre ambas naciones. Realmente estaban ya restablecidos
desde primeros de junio; pero a mayor abundamiento quísose dar a la
nueva alianza toda autoridad por medio de un documento público y de
oficio.
[Marginal: Peticiones y reclamaciones que se hacen a los diputados
españoles.]
La unión franca y leal de ambos paises, y el tropel portentoso de
inesperados sucesos habían excitado en Inglaterra un vivo deseo de
tomar partido con los patriotas españoles. No se limitó aquel a
los naturales, no a aventureros ansiosos de buscar fortuna. Cundió
también a extranjeros y subió hasta personajes célebres e ilustres.
Los diputados españoles careciendo de la competente facultad se
negaron constantemente a escuchar semejantes solicitudes. Sería
prolijo reproducir aun las más principales. Contentarémonos con
hacer mención de dos de las más señaladas. Fue una la del general
Dumourier: [Marginal: Dumourier.] con ahinco solicitaba trasladarse a
la península, y tener allí un mando, o por lo menos ayudar de cerca
con sus consejos. Figurábase que ellos y su nombre desbaratarían las
huestes de Napoleón. Tachado de vario e inconstante en su conducta,
y también de poco fiel a su patria, mal hubiera podido merecer la
confianza de otra adoptiva. De muy diverso origen procedía la segunda
solicitud, y de quien bajo todos respectos y por sus desgracias y las
de su familia merecía otro miramiento y atención. [Marginal: Conde de
Artois.] Sin embargo no les fue dado a los diputados acceder al noble
sacrificio que quería hacer de su persona el conde de Artois [hoy
Carlos X de Francia] partiendo a España a pelear en las filas españolas.
Acompañaron a estas gestiones otras no dignas de olvido. Pocos días
habían corrido después de la llegada a Londres de los diputados de
Asturias, cuando el duque de Blacas [entonces conde] se les presentó
[Marginal: Luis XVIII.] a nombre de Luis XVIII, ilustre cabeza de
la familia de Borbón, con objeto de reclamar el derecho al trono
español que asistía a la rama de Francia, extinguida que fuese la
de Felipe V. Evitando tan espinosa cuestión por anticipada, se
respondió de palabra y con el debido acatamiento a la reclamación de
un príncipe desventurado y venerable, lejos todavía de imaginarse
que la insurrección de España le serviría de primer escalón para
recuperar el trono de sus mayores. Más secamente se replicó a la nota,
que al mismo propósito escribió a los diputados [Marginal: Príncipe
de Castelcicala.] en favor de su amo, el príncipe de Castelcicala,
embajador de Fernando IV, rey de las dos Sicilias. Provocó la
diferencia en la contestación el modo poco atento y desmañado con que
dicho embajador se expresó, pues al paso que reivindicaba derechos
de tal cuantía, estudiosamente aun en el estilo esquivaba reconocer
la autoridad de las juntas. La relación de estos hechos muestra la
importancia que ya todos daban a la insurrección de España, deprimida
entonces y desfigurada por Napoleón.
Pero si bien eran lisonjeros aquellos pasos, no podían fijar tanto
la atención de los diputados como otros negocios que particularmente
interesaban al triunfo de la buena causa. Para su prosecución se
agregaron en primeros de julio a los de Galicia y Asturias los
diputados de Sevilla el teniente general Don Juan Ruiz de Apodaca y el
mariscal de campo Don Adrián Jácome. Unidos no solamente promovieron
el envío de socorros, sino que además volvieron la vista al Norte de
Europa. Despacharon a Rusia un comisionado, mas ya fuese falta suya o
que aquel gabinete no estuviese todavía dispuesto a desavenirse con
Francia, la tentativa no tuvo ninguna resulta. Mas dichosa fue la que
hicieron para libertar la división española que estaba en Dinamarca
a las órdenes del marqués de la Romana, merced al patriotismo de sus
soldados, y a la actividad y celo de la marina inglesa.
[Marginal: Tropa española en Dinamarca.]
Hubiérase achacado a desvarío pocos meses antes el figurarse siquiera
que aquellas tropas a tan gran distancia de su patria y rodeadas del
inmenso poder y vigilancia de Napoleón, pisarían de nuevo el suelo
español burlándose de precauciones, y aun sirviéndoles para su empresa
las mismas que contra su libertad se habían tomado. Constaba a la
sazón su fuerza de 14.198 hombres, y se componía de la división que
en la primavera de 1807 había salido de España con el marqués de la
Romana, y de la que estaba en Toscana y se le juntó en el camino. Por
agosto de aquel año y a las órdenes del mariscal Bernadotte, príncipe
de Ponte-Corvo, ocupaban dichas divisiones a Hamburgo y sus cercanías,
después de haber gloriosamente peleado algunos de los cuerpos en el
sitio de Stralsunda. Resuelto Napoleón a enseñorearse de España,
juzgó prudente colocarlos en paraje más seguro, y con pretexto de
una invasión en Suecia los aisló y dividió en el territorio danés.
Estrecholos así entre el mar y su ejército. Napoleón determinó que
ejecutasen aquel movimiento en marzo de 1808. Cruzó la vanguardia el
pequeño Belt y desembarcó en Fionia. La impidió atravesar el gran
Belt e ir a Zelandia la escuadra inglesa que apareció en aquellas
aguas. Lo restante de la fuerza española detenida en el Schleswig, se
situó después en las islas de Langeland y Fionia y en la península
de Jutlandia. Así continuó, excepto los regimientos de Asturias y
Guadalajara que de noche y precavidamente consiguieron pasar el gran
Belt y entrar en Zelandia. Las novedades de España aunque alteradas y
tardías habían penetrado en aquel apartado reino. Pocas eran las cartas
que los españoles recibían, interceptando el gobierno francés las que
hablaban de las mudanzas intentadas o ya acaecidas. Causaba el silencio
desasosiego en los ánimos, y aumentaba el disgusto el verse las tropas
divididas y desparramadas.
En tal congoja recibiose en junio un despacho de Don Mariano Luis de
Urquijo para que se reconociese y prestase juramento a José, con la
advertencia «de que se diese parte si había en los regimientos algún
individuo tan exaltado que no quisiera conformarse con aquella soberana
resolución, desconociendo el interés de la familia real y de la nación
española.» No acompañaron a este pliego otras cartas o correspondencia,
lo que despertó nuevas sospechas. También el 24 del mismo mes había
al propio fin escrito al de la Romana el mariscal Bernadotte. El
descontento de soldados y oficiales era grande, los susurros y
hablillas muchos, y temíanse los jefes alguna seria desazón. Por tanto
adoptáronse para cumplir la orden recibida convenientes medidas, que
no del todo bastaron. En Fionia salieron gritos de entre las filas
de Almansa y Princesa de _viva España_ y _muera Napoleón_, y sobre
todo el tercer batallón del último regimiento anduvo muy alterado.
Los de Asturias y Guadalajara abiertamente se sublevaron en Zelandia,
fue muerto un ayudante del general Fririon, y este hubiera perecido
si el coronel del primer cuerpo no le hubiese escondido en su casa.
Rodeados aquellos soldados fueron desarmados por tropas danesas. Hubo
también quien juró con condición de que José hubiese subido al trono
sin oposición del pueblo español. Cortapisa honrosa y que ponía a salvo
la más escrupulosa conciencia, aun en caso de que obligase un juramento
engañoso, cuyo cumplimiento comprometía la suerte e independencia de la
patria.
[Marginal: Marqués de la Romana.]
Mas semejantes ocurrencias excitaron mayor vigilancia en el gobierno
francés. Aunque ofendidos e irritados, calladamente aguantaban los
españoles hasta poder en cuerpo o por separado libertarse de la mano
que los oprimía. El mismo general en jefe viose obligado a reconocer al
nuevo rey, dirigiéndole, como a Bernadotte, una carta harto lisonjera.
La contradicción que aparece entre este paso y su posterior conducta se
explica con la situación crítica de aquel general y su carácter; por lo
que daremos de él y de su persona breve noticia.
Don Pedro Caro y Sureda marqués de la Romana, de una de las más
ilustres casas de Mallorca, había nacido en Palma, capital de aquella
isla. Su edad era la de 46 años, de pequeña estatura, mas de complexión
recia y enjuta, acostumbrado su cuerpo a abstinencia y rigor. Tenía
vasta lectura no desconociendo los autores clásicos latinos y griegos,
cuyas lenguas poseía. De la marina pasó al ejército al empezar la
guerra de Francia en 1793, y sirvió en Navarra a las órdenes de
su tío Don Juan Ventura Caro. Yendo de allí a Cataluña ascendió a
general, y mostrose entendido y bizarro. Obtuvo después otros cargos.
Habiendo antes viajado en Francia, se le miró como hombre al caso
para mandar la fuerza española que se enviaba al Norte. Faltábale la
conveniente entereza, pecaba de distraído, cayendo en olvidos y raras
contradicciones. Juguete de aduladores, se enredaba a veces en malos
e inconsiderados pasos. Por fortuna en la ocasión actual no tuvieron
cabida aviesas insinuaciones, así por la buena disposición del marqués,
como también por ser casi unánime en favor de la causa nacional la
decisión de los oficiales y personas de cuenta que le rodeaban.
Bien pronto en efecto se les ofreció ocasión de justificar los nobles
sentimientos que los animaban. Desde junio los diputados de Galicia y
Asturias habían procurado por medio de activa correspondencia ponerse
en comunicación con aquel ejército; mas en vano: sus cartas fueron
interceptadas o se retardaron en su arribo. También el gobierno inglés
envió un clérigo católico de nombre Robertson, el que si bien consiguió
abocarse con el marqués de la Romana, nada pudo entre ellos concluirse
ni determinarse definitivamente. Mientras tanto llegaron a Londres Don
Juan Ruiz de Apodaca y Don Adrián Jácome, y como era urgente sacar,
por decirlo así, de cautiverio a los soldados españoles de Dinamarca,
concertáronse todos los diputados y resolvieron que los de Andalucía
enviasen al Báltico a su secretario, [Marginal: Lobo.] el oficial de
marina Don Rafael Lobo, sujeto capaz y celoso. Proporcionó buque el
gobierno inglés, y haciéndose a la vela en julio arribó Lobo el 4 de
agosto al gran Belt, en donde con el mismo objeto se había apostado a
las órdenes de Sir R. Keats parte de la escuadra inglesa que cruzaba en
los mares del Norte.
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