Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (2 de 5) - 05

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Don Rafael Lobo ancló delante de las islas dinamarquesas, a tiempo que
en aquellas costas se había despertado el cuidado de los franceses
por la presencia y proximidad de dicha escuadra. Deseoso de avisar
su venida empleó Lobo inútilmente varios medios de comunicar con
tierra. Empezaba ya a desesperanzar, [Marginal: Fábregues.] cuando
el brioso arrojo del oficial de voluntarios de Cataluña Don Juan
Antonio Fábregues, puso término a la angustia. Había este ido con
pliegos desde Langeland a Copenhague. A su vuelta con propósito de
escaparse, en vez de regresar por el mismo paraje, buscó otro apartado,
en donde se embarcó mediante un ajuste con dos pescadores. En la
travesía columbrando tres navíos ingleses fondeados a cuatro leguas
de la costa, arrebatado de noble inspiración tiró del sable y ordenó
a los dos pescadores, únicos que gobernaban la nave, hacer rumbo a la
escuadra inglesa. Un soldado español que iba en su compañía ignorando
su intento, arredrose y dejó caer el fusil de las manos. Con presteza
cogió el arma uno de los marineros, y mal lo hubiera pasado Fábregues,
si pronto y resuelto este, dando al danés un sablazo en la muñeca,
no le hubiese desarmado. Forzados pues se vieron los dos pescadores
a obedecer al intrépido español. Déjase discurrir de cuánto gozo se
embargarían los sentidos de Fábregues al encontrarse a bordo con Lobo,
como también cuánta sería la satisfacción del último cerciorándose de
que la suerte le proporcionaba seguro conducto de tratar y corresponder
con los jefes españoles.
No desperdiciaron ni uno ni otro el tiempo que entonces era a todos
precioso. Fábregues a pesar del riesgo se encargó de llevar la
correspondencia, y de noche y a hurtadillas le echó en la costa de
Langeland un bote inglés. Avistose a su arribo y sin tardanza con el
comandante español, que también lo era de su cuerpo, Don Ambrosio de la
Cuadra, confiado en su militar honradez. No se engañó porque asintiendo
este a tan digna determinación, prontamente y disfrazado despachó al
mismo Fábregues para que diese cuenta de lo que pasaba al marqués de
la Romana. Trasladose a Fionia en donde estaba el cuartel general, y
desempeñó en breve y con gran celo su encargo.
Causaron allí las nuevas que traía profunda impresión. Crítica era
en verdad y apurada la posición de su jefe. Como buen patricio
anhelaba seguir el pendón nacional, mas como caudillo de un ejército
pesábale la responsabilidad en que incurriría si su noble intento
se desgraciaba. Perplejo se hubiera quizá mantenido a no haberle
estimulado con su opinión y consejos los demás oficiales. [Marginal:
Dispónense a embarcarse las tropas del Norte.] Decidiose en fin al
embarco, y convino secretamente con los ingleses en el modo y forma de
ejecutarle. Al principio se había pensado en que se suspendiese hasta
que noticiosas del plan acordado las tropas que había en Zelandia y
Jutlandia, se moviesen todas a un tiempo antes de despertar el recelo
de los franceses. Mas informados estos de haber Fábregues comunicado
con la escuadra inglesa, menester fue acelerar la operación trazada.
Dieron principio a ella los que estaban en Langeland enseñoreándose de
la isla. Prosiguió Romana y se apoderó el 9 de agosto de la ciudad de
Nyborg, punto importante para embarcarse y repeler cualquier ataque
que intentasen 3000 soldados dinamarqueses existentes en Fionia. Los
españoles acuartelados en Swendborg y Faaborg al mediodía de la misma
isla, se embarcaron para Langeland también el 9, y tomaron tierra
desembarazadamente. Con más obstáculos tropezó el regimiento de
Zamora, acantonado en Fridericia: [Marginal: Kindelán.] engañole Don
Juan de Kindelán, segundo de Romana, que allí mandaba. Aparentando
desear lo mismo que sus soldados dispúsose a partir y aun embarcó su
equipaje; pero en el entretanto no solo dio aviso de lo que ocurría al
mariscal Bernadotte, sino que temiendo que se descubriese su perfidia,
cautelosamente y por una puerta falsa se escapó de su casa. Amenazados
por aquel desgraciado incidente apresuráronse los de Zamora a pasar
a Middlefahrt, y sin descanso caminaron desde allí por espacio de
veintiuna horas, hasta incorporarse en Nyborg con la fuerza principal,
habiendo andado en tan breve tiempo más de dieciocho leguas de España.
Huido Kindelán y advertidos los franceses, parecía imposible que se
salvasen los otros regimientos que había en Jutlandia: con todo lo
consiguieron dos de ellos. Fue el primero el de caballería del Rey.
Ocupaba a Aarhus, y por el cuidado y celo de su anciano coronel,
fletando barcas salvose y arribó a Nyborg. Otro tanto sucedió con
el del Infante, también de caballería, situado en Manders y por
consiguiente más lejos y al norte. No tuvo igual dicha el de Algarbe,
único que allí quedaba. Retardó su marcha por indecisión de su coronel,
y aunque más cerca de Fionia que los otros dos, fue sorprendido por las
tropas francesas. En aquel encuentro el capitán Costa que mandaba un
escuadrón, al verse vendido prefirió acabar con su vida tirándose un
pistoletazo. Imposible fue a los regimientos de Asturias y Guadalajara
acudir al punto de Corsoer que se les había indicado como el más vecino
a Nyborg desde la costa opuesta de Zelandia. Desarmados antes, según
hemos visto, y cuidadosamente observados, envolviéronlos las tropas
danesas al ir a ejecutar su pensamiento. Así que entre estos dos
cuerpos el de Algarbe de caballería, algunas partidas sueltas y varios
oficiales ausentes por comisión o motivo particular, quedaron en el
norte 5160 hombres, y 9038 fueron los que unidos en Langeland y pasada
reseña se contaron prontos a dar la vela. Abandonáronse los caballos
no habiendo ni transportes ni tiempo para embarcarlos. Muchos de los
jinetes no tuvieron ánimo para matarlos, y siendo enteros y viéndose
solos y sin freno, se extendieron por la comarca y esparcieron el
desorden y espanto.
[Marginal: Kindelán y Guerrero.]
Don Juan de Kindelán había en el intermedio llegado al cuartel general
de Bernadotte, y no contento con los avisos dados, descubrió al capitán
de artillería Don José Guerrero, encargado por Romana de una comisión
importante en el Schleswig. Arrestáronle, y enfurecido con la alevosía
de Kindelán apellidole traidor delante de Bernadotte, quedando aquel
avergonzado y mirándole después al soslayo los mismos a quienes servía:
merecido galardón a su villano proceder. Salvó la vida a Guerrero la
hidalga generosidad del mariscal francés, quien le dejó escapar y aun
en secreto le proporcionó dinero.
[Marginal: Juramento de los españoles en Langeland.]
Mas al paso que tan dignamente se portaba con un oficial honrado y
benemérito, forzoso le fue, obrando como general, poner en práctica
cuantos medios estaban a su alcance para estorbar la evasión de
los españoles. Ya no era dado ejecutarlo por la violencia. Acudió
a proclamas y exhortaciones, esparciendo además sus agentes falsas
nuevas, y procurando sembrar rencillas y desavenencias. Pero ¡cuán
grandioso espectáculo no ofrecieron los soldados españoles en respuesta
a aquellos escritos y manejos! Juntos en Langeland, clavadas sus
banderas en medio de un círculo que formaron, y ante ellas hincados
de rodillas, juraron con lágrimas de ternura y despecho ser fieles
a su amada patria y desechar seductoras ofertas. No; la antigüedad,
con todo el realce que dan a sus acciones el transcurso del tiempo y
la elocuente pluma de sus egregios escritores, no nos ha transmitido
ningún suceso que a este se aventaje. Nobles e intrépidos sin duda
fueron los griegos cuando unidos a la voz de Jenofonte para volver a
su patria, dieron a las falaces promesas del rey de Persia aquella
elevada y sencilla respuesta [*] [Marginal: (* Ap. n. 5-9.)] «hemos
resuelto atravesar el país pacíficamente si se nos deja retirarnos
al suelo patrio, y pelear hasta morir si alguno nos lo impidiese.»
Mas a los griegos no les quedaba otro partido que la esclavitud o
la muerte; a los españoles, permaneciendo sosegados y sujetos a
Napoleón, con largueza se les hubieran dispensado premios y honores.
Aventurándose a tornar a su patria, los unos, llegados que fuesen,
esperaban vivir tranquilos y honrados en sus hogares; los otros, si
bien con nuevo lustre, iban a empeñarse en una guerra larga, dura y
azarosa, exponiéndose, si caían prisioneros, a la tremenda venganza del
emperador de los franceses.
[Marginal: Dan la vela para España.]
Urgiendo volver a España, y siendo prudente alejarse de costas
dominadas por un poderoso enemigo, abreviaron la partida de Langeland y
el 13 se hicieron a la vela para Gotemburgo en Suecia. En aquel puerto,
entonces amigo, aguardaron transportes, y antes de mucho dirigieron
el rumbo a las playas de su patria, en donde no tardaremos en verlos
unidos a los ejércitos lidiadores.
[Marginal: Trátase de reunir una junta central.]
Habiendo llegado los asuntos públicos dentro y fuera del reino a tal
punto de pronta e impensada felicidad, cierto que no faltaba para que
fuese cumplida sino reconcentrar en una sola mano o cuerpo la potestad
suprema. Mas la discordancia sobre el modo y lugar, las dificultades
que nacieron de un estado de cosas tan nuevo, y rivalidades y
competencias retardaron su nombramiento y formación.
[Marginal: Situación de Madrid.]
Perjudicó también a la apetecida brevedad; la situación en que quedó
a la salida del enemigo la capital de la monarquía. Los moradores
ausentes unos, y amedrantados otros con el duro escarmiento del 2 de
mayo, o no pudieron o no osaron nombrar un cuerpo que, a semejanza de
las demás provincias, tomase las riendas del gobierno de su territorio
y sirviese de guía a todo el reino. Verdad es que Madrid ni por su
población ni por su riqueza no habiendo nunca ejercido, como acontece
con algunas capitales de Europa, poderoso influjo en las demás
ciudades, hubiera necesitado de mayor esfuerzo para atraerlas a su voz
y acelerar su ayuntamiento y concordia. Con todo, hubiéranse al fin
vencido tamaños obstáculos si no se hubiera encontrado otro superior
en el consejo real o de Castilla; el cual, desconceptuado en la nación
por su incierta, tímida y reprensible conducta con el gobierno intruso,
tenía en Madrid todavía acérrimos partidarios en el numeroso séquito de
sus dependientes y hechuras. Aunque érale dado con tal arrimo proseguir
en su antigua autoridad, mantúvose quedo y como arrumbado a la partida
de los franceses; ora por temor de que estos volviesen, ora también por
la incertidumbre en que estaba de ser obedecido. Al fin y poco después
tomó bríos viendo que nadie le salía al encuentro, y sobre todo
impelido del miedo con que a muchos sobrecogió un sangriento desmán de
la plebe madrileña.
[Marginal: Asesinato de Viguri.]
Vivía en la capital retirado y oscurecido Don Luis Viguri, antiguo
intendente de la Habana y uno de los más menguados cortesanos del
príncipe de la Paz, cuya desgracia, según dijimos, le había acarreado
la formación de una causa. Parece ser que no se aventajaba a la pública
su vida privada, y que con frecuencia maltrataba de palabra y obra a
un familiar suyo. Adiestrado este en la mala escuela de su amo, luego
que se le presentó ocasión no la desaprovechó y trató de vengarse. Un
día, y fue el 4 de agosto, a tiempo que reinaba en Madrid una sorda
agitación, antojósele al mal aventurado Viguri desfogar su encubierta
ira en el tan repetidamente golpeado doméstico, quien encolerizado
apellidó en su ayuda al populacho, afirmando con verdad o sin ella
que su amo era partidario de José Napoleón. A los gritos arremolinose
mucha gente delante de las puertas de la habitación. Asustado Viguri
quiso desde un balcón apaciguar los ánimos; pero los gestos que hacía
para acallar el ruido y vocería, y poder hablar, fueron mirados por los
concurrentes como amenazas e insultos, con lo que creció el enojo; y
allanando la casa y cogiendo al dueño, le sacaron fuera e inhumanamente
le arrastraron por las calles de Madrid.
[Marginal: Consejo de Castilla.]
Atemorizáronse al oír la funesta desgracia consejeros y cortesanos,
estremeciéronse los de la parcialidad del intruso, y acongojáronse
hasta los pacíficos y amantes del orden. Huérfana la capital y
sin nueva corporación que la rigiese, fácil le fue al consejo,
aprovechándose de aquel suceso y aprieto, recobrar el poder que se
figuraba competirle. El bien común y público sosiego pedían, no hay
duda, el establecimiento de una autoridad estable y única: y lástima
fue que el vecindario de Madrid no la hubiera por sí formado; y
tal, que enfrenando las pasiones populares y atajando al consejo en
sus ambiciosas miras, hubiese aunado, repetimos, y concertado más
prontamente las voluntades de las otras juntas.
[Marginal: Sus manejos.]
No fue así; y el consejo destruyendo el impulso que Madrid hubiera
debido dar, acrecentó con sus manejos y pretensiones los estorbos y
enredos. Cuerpo autorizado con excesivas y encontradas facultades,
había en todos tiempos causado graves daños a la monarquía, y se
imaginaba que no solo gobernaría ahora a Madrid, sino que extendería
a todo el reino y a todos los ramos su poder e influjo. Admira
tanta ceguedad y tan desapoderada ambición en un tiempo en que
escrupulosamente se escudriñaba su porte con el intruso, y en que
hasta se le disputaba el legítimo origen de su autoridad. [Marginal:
Opinión sobre aquel cuerpo.] Así era que unos decían «si en realidad
es el consejo, según pregona, el depositario de la potestad suprema
en ausencia del monarca, ¿qué ha hecho para conservar intactas las
prerrogativas de la corona? ¿qué en favor de la dignidad y derechos de
la nación? Sumiso al intruso ha reconocido sus actos, o por lo menos
los ha proclamado; y los efugios que ha buscado y las cortapisas que
a veces ha puesto, más bien llevaban traza de ser un resguardo que
evitase su personal compromiso que la oposición justa y elevada de la
primera magistratura del reino.» Otros subiendo hasta la fuente de su
autoridad, «nacido el consejo [decían] en los flacos y turbulentos
reinados de los Juanes y Enriques, tomó asiento y ensanchó su poderío
bajo Felipe II, cuando aquel monarca intentando descuajar la hermosa
planta de las libertades nacionales, tan trabajadas ya del tiempo de
su padre, procuraba sustentar su dominación en cuerpos amovibles a su
voluntad y de elección suya, sin que ninguna ley fundamental de la
monarquía ni las cortes permitiesen tal como era su establecimiento,
ni deslindasen las facultades que le competían. Desde entonces el
consejo, aprovechándose de los calamitosos tiempos en que débiles
monarcas ascendieron al solio, se erigió a veces en supremo legislador
formando en sus autos acordados leyes generales, para cuya adopción
y circulación no pedía el beneplácito ni la sanción real. Ingiriose
también en el ramo económico y manejó a su arbitrio los intereses de
todos los pueblos, sobre no reconocer en la potestad judicial límites
ni traba. Así acumulando en sí solo tan vasto poder, se remontaba a la
cima de la autoridad soberana; y descendiendo después a entrometerse
en la parte más ínfima, si no menos importante del gobierno, no podía
construirse una fuente ni repararse un camino en la más retirada aldea
o apartada comarca sin que antes hubiese dado su consentimiento. En
unión con la inquisición y asistido del mismo espíritu, al paso que
esta cortaba los vuelos al entendimiento humano, ayudábala aquel con
sus minuciosas leyes de imprenta, con sus tasas y restricciones. Y
si en tiempos tranquilos tanto perjuicio y tantos daños [añadían]
nos ha hecho el consejo, institución monstruosa de extraordinarias
y mal combinadas facultades, consentidas mas no legitimadas por la
voz nacional, ¿no tocaría en frenesí dejarle con el antiguo poder
cuando al mismo tiempo que la nación se libertaba con energía del
yugo extranjero, el consejo que blasona ser cabecera del reino se ha
mostrado débil, condescendiente y abatido, ya que no se le tenga por
auxiliador y cómplice del enemigo?»
Tales discursos no estaban desnudos de razón, aunque participasen algún
tanto de las pasiones que agitaban los ánimos. En su buen tiempo el
consejo se había por lo general compuesto de magistrados íntegros,
que con imparcialidad juzgaban los pleitos y desavenencias de los
particulares: entre ellos se habían contado hombres profundos como
los Macanaces y Campomanes, que con gran caudal de erudición y sana
doctrina se habían opuesto a las usurpaciones de la curia romana y
procurado por su parte la mejora y adelantamientos de la nación. Pero
era el consejo un cuerpo de solos 25 individuos, los cuales por la
mayor parte ancianos, y meros jurisperitos, no habían tenido ocasión
ni lugar de extender sus conocimientos ni de perfeccionarse en otros
estudios. Ocupados en sentenciar pleitos, responder a consultas y
despachar negocios de comisiones particulares, no solamente fallaba
a los más el saber y práctica que requieren la formación de buenas
leyes y el gobierno de los pueblos, sino que también escasos de
tiempo dejaban a subalternos ignorantes o interesados la resolución
de importantísimos expedientes. Mal grave y sentido de todos tan de
antiguo, que ya en 1751 propuso al rey el célebre ministro marqués de
la Ensenada despojar al consejo de lo concerniente a gobierno, policía
y economía, dejándole reducido a entender en la justicia civil y
criminal y asuntos del real patronato.
No le iba pues bien al consejo insistir ahora en la conservación de
sus antiguas facultades y aun en darles mayor ensanche. Con todo
tal fue su intento. Seguro ya de que su autoridad sería en Madrid
respetada, dirigiose a los presidentes de las juntas y a los generales
de los ejércitos: a estos para que se aproximasen a la capital; a
aquellos para que diputasen personas, que unidas al consejo tratasen
de los medios de defensa: «tocando solo a él [decía] resolver sobre
medidas de otra clase y excitar la autoridad de la nación y cooperar
con su influjo, representación y luces al bien general de esta.»
Ensoberbecidas las juntas con el triunfo de su causa, déjase discurrir
con qué enfado y desdén replicarían a tan imprudente y desacordada
propuesta. La de Galicia no solamente tachaba a cada uno de sus
miembros de ser adicto a los franceses, sino que al cuerpo entero le
echaba en cara haber sido el más activo instrumento del usurpador.
Palafox en su respuesta con severidad le decía: «ese tribunal no ha
llenado sus deberes»; y Sevilla le acusaba ante la nación «de haber
obrado contra las leyes fundamentales... de haber facilitado a los
enemigos todos los medios de usurpar el señorío de España... de ser
en fin una autoridad nula e ilegal, y además sospechosa de haber
cometido antes acciones tan horribles que podían calificarse de delitos
atrocísimos contra la patria...» Al mismo son se expresaron todas las
otras juntas fuera de la de Valencia, la cual en 8 de agosto aprobó
los términos lisonjeros con que el consejo era tratado en un escrito
leído en su seno por uno de sus miembros. Mas aquella misma junta, tan
dispuesta en su favor, tuvo muy luego que retractarse mandando en 15
del propio mes «que ninguna autoridad de cualquier clase mantuviese
correspondencia directa ni se entendiese en nada con el consejo.» Dio
lugar a la mudanza de dictamen la presteza con que el último se metió a
expedir órdenes como si ya no existiese la junta. Mal recibido de todos
lados y aun ásperamente censurado, pareciole necesario al consejo dar
un manifiesto en que sincerase su conducta y procedimientos: penoso
paso a quien siempre había desestimado el tribunal de la opinión
pública. Mas no por eso desistió de su propósito, ni menos descuidó
emplear otros medios con que recobrar la autoridad perdida. Dábale
particular confianza la desunión que reinaba en las juntas y varias
contestaciones entre ellas suscitadas. Por lo que será bien referir las
mudanzas acaecidas en su composición, y las explicaciones y altercados
que precedieron a la instalación de un gobierno central.
[Marginal: Estado de las juntas provinciales.]
En la forma interior de aquellos cuerpos contadas fueron las
variaciones ocurridas. Habíase en Asturias congregado desde agosto una
nueva junta que diese más fuerza y legitimidad al levantamiento de
mayo, nombrando o reeligiendo sus concejos diputados que la compusiesen
con pleno conocimiento del objeto de su reunión. Ninguna alteración
sustancial había acaecido en Galicia; pero su junta convidó a la
anterior, para que de común con ella y las de León y Castilla formasen
todas una representación de las provincias del norte. Se habían las dos
últimas confundido y erigido en una sola después de la aciaga jornada
de Cabezón. Presidía a ambas el bailío Don Antonio Valdés, quien
estando al principio de acuerdo con Don Gregorio de la Cuesta acabó por
desavenirse con él y enojarse poderosamente. Reunidas en Ponferrada,
como punto más resguardado, se trasladaron a Lugo, en cuya ciudad debía
verificarse la celebración de juntas propuesta por la de Galicia. Esta
mudanza fue el origen y principal motivo del enfado de Cuesta, no
pudiendo tolerar que corporaciones que consideraba como dependientes de
su autoridad, se alejasen del territorio de su mando y pasasen a una
provincia con cuyos jefes estaba tan encontrado.
Concurrieron sin embargo a Lugo las tres juntas de Galicia, Castilla y
León. No la de Asturias, ya por cierto desvío que había entre ella y
la de Galicia, y también porque viendo próxima la reunión central de
todas las provincias del reino, juzgó excusado y quizá perjudicial
el que hubiese una parcial entre algunas del norte. Al tratarse de
la formación de esta hubo diversos pareceres acerca del modo de su
formación y composición. Quién opinaba por cortes, y quién soñaba un
gobierno que diese principio y encaminase a una federación nacional.
Adhería al primer dictamen Sir Carlos Stuart representante del gobierno
inglés, como medio más acomodado a los antiguos usos de España. Pero
las novedades introducidas en las constituciones de aquel cuerpo
durante la dominación de las casas de Austria y Borbón, ofrecían para
su llamamiento dificultades casi insuperables; pues al paso de ser
muchas las ciudades de León y Castilla que enviaban procuradores a
cortes, solo tenía una voz el populoso reino de Galicia y se veía
privado de ella el principado de Asturias, cuna de la monarquía.
Tal desarreglo pedía para su enmienda más tiempo y sosiego de lo
que entonces permitían las circunstancias. Por su parte la junta de
Galicia, sabedora de la idea de la federación, quería esquivar en sus
vistas con las de León y Castilla, el tratar de la unión de un solo
y único gobierno central. Mas la autoridad de Don Antonio Valdés,
que todas tres habían elegido por su presidente, pudiendo más que el
estrecho y poco ilustrado ánimo de ciertos hombres, y prevaleciendo
sobre las pasiones de otros, consiguió que se aprobase su propuesta
dirigida al nombramiento de diputados que en representación de las tres
juntas acudiesen a formar con las demás del reino una central. Con tan
prudente y oportuna determinación se evitaron los extravíos y aun
lástimas que hubiera provocado la opinión contraria.
Asimismo cortaron cuerdos varones varias desavenencias movidas entre
Sevilla y Granada. Pretendía la primera que la última se le sometiese,
olvidada de la principal parte que habían tenido las tropas de su
general Reding en los triunfos de Bailén. La rivalidad había nacido
con la insurrección, no siendo dable fijar ni deslindar los límites de
nuevas y desconocidas autoridades; y en vez de desaparecer aquella,
tomó con la victoria alcanzada extraordinario incremento. Llegó a tal
punto la exaltación y ceguera que el inquieto conde de Tilly propuso
en el seno de la junta sevillana, que una división de su ejército
marchase a sojuzgar a Granada. Presente Castaños y airado, a pesar de
su condición mansa, levantose de su asiento, y dando una fuerte palmada
en la mesa que delante había, exclamó: «¿quién sin mi beneplácito se
atreverá a dar la orden de marcha que se pide? No conozco [añadió]
distinción de provincias; soy general de la nación, estoy a la cabeza
de una fuerza respetable y nunca toleraré que otros promuevan la
guerra civil.» Su firmeza contuvo a los díscolos, y ambas juntas se
conformaron en adelante con una especie de concierto concluido entre la
de Sevilla y los diputados de Granada, Don Rodrigo Riquelme, regente de
su chancillería, y el oidor Don Luis Guerrero, nombrados al intento y
autorizados competentemente.
Diferían tan lamentables disputas la reunión del gobierno central,
y como si estos y otros obstáculos naturales no bastasen por sí,
nuevos intereses y pretensiones venían a aumentarlos. Recordará el
lector los pasos que en Londres dio en favor de los derechos de su
amo a la corona de España el príncipe de Castelcicala embajador del
rey de las Dos Sicilias, y la repulsa que recibió de los diputados.
No desanimado con ella su gobierno, ni tampoco con otra parecida que
le dio el ministerio inglés, por julio envió a Gibraltar un emisario
que hiciese nuevas reclamaciones. El gobernador Dalrymple le impidió
circular papeles y propasarse a otras gestiones. [Marginal: Llegada
a Gibraltar del príncipe Leopoldo de Sicilia.] Mas tras del emisario
despachó el gobierno siciliano al príncipe Leopoldo, hijo segundo del
rey, a quien acompañaba el duque de Orléans. Fondearon ambos el 9 de
agosto en la bahía de Gibraltar; pero no viéndose apoyados por el
gobernador, pasó el de Orléans a Inglaterra y quedó en el puerto de
su arribada el príncipe Leopoldo. Entretenía este la esperanza de que
a su nombre y conforme quizá a secretos ofrecimientos, no tardaría en
recibir una diputación y noticia de haber sido elevado a la dignidad
de regente. Pero vano fue su aguardar; y era en efecto difícil que
un príncipe de edad de 18 años, extranjero, sin recursos ni anterior
fama, y sin otro apoyo que lejanos derechos al trono de España, fuese
acogido con solícita diligencia en una nación en que era desconocido,
y en donde para conjurar la tormenta que la azotaba se requerían otras
prendas, mayor experiencia y muy diversos medios que los que asistían
al príncipe pretendiente.
Hubo no obstante quien esparció por Sevilla la voz de que convenía
nombrar una regencia compuesta del mencionado príncipe, del arzobispo
de Toledo cardenal de Borbón, y del conde del Montijo. Con razón se
atribuyó la idea a los amigos y parciales del último, quien conservando
todavía cierta popularidad a causa de la parte que se le atribuía en la
caída del príncipe de la Paz, procuraba aunque en vano subir a puesto
de donde su misma inquietud le repelía. Mas los enredos y marañas de
ciertos individuos eran desbaratados por la ambición de otros o la
sensatez y patriotismo de las juntas.
[Marginal: Correspondencia entre las juntas.]
Así fue que a pesar del desencadenamiento de pasiones y de los
obstáculos nacidos con la misma insurrección o causados por la
presencia del enemigo, ya desde junio había llamado la atención de las
juntas: 1.º La formación de un gobierno central; 2.º Un plan general
con el que más prontamente se arrojase a los franceses del suelo
patrio. Al propósito entablose entre ellas seguida correspondencia. Dio
la señal la de Murcia, dirigiendo con fecha de 22 de junio una circular
en que decía: «Ciudades de voto en cortes, reunámonos, formemos un
cuerpo, elijamos un consejo que a nombre de Fernando VII organice
todas las disposiciones civiles, y evitemos el mal que nos amenaza que
es la división... Capitanes generales... de vosotros se debe formar
un consejo militar de donde emanen las órdenes que obedezcan los que
rigen los ejércitos...» Propuso también Asturias en un principio la
convocación de cortes con algunas modificaciones, y hasta Galicia [no
obstante la mencionada federación de algunos proyectada] comisionó
cerca de las juntas del mediodía a Don Manuel Torrado, quien ya en
últimos de julio se hallaba en Murcia, después de haberlas recorrido,
y propuesto una central formada de dos vocales de cada una de las de
provincia. En el propio sentido y en 16 de dicho julio había la de
Valencia pasado a las demás su opinión impresa, lo que también por
su parte y al mismo tiempo hizo la de Badajoz. No fue en zaga a las
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