Memorias de un vagón de ferrocarril - 18

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último que evidenciaba no ser el robo el móvil del asesinato. El juez
advirtió en seguida el largo cabello negro--cabello de mujer
joven--prendido al alfiler de corbata del finado, lo que estimó un dato
revelador precioso; también examinó cuidadosamente el cuchillo, que era
nuevecito y de los mejores y más bellos que producen los famosos
armeros toledanos. En el acto, la presunción de un crimen por celos
iluminó el espíritu de los circunstantes.
--¡Y es una mujer morena--exclamaron a coro--quien le ha matado!...
Alguien dijo que ninguna mano femenina era capaz de asestar una puñalada
así. Pero el voto contrario y unánime del público movióle pronto a
cambiar de opinión. Mujer tenía que ser la autora del crimen. ¿Cómo, si
no, explicar la presencia de aquel cabello? Precisamente ese cabello era
“el hilo” del sangriento ovillo, el rastro que la homicida olvidó tras
sí. A este dato añadíase otro no menos significativo, a saber: la
primorosa belleza del cuchillo: era un arma genuinamente femenina,
elegante y de persona rica. A un hombre, para vengarse, no se le ocurre
comprar un objeto tan lindo.
Alrededor de la imagen de una mujer “morena y joven”, por todos
aceptada, los comentarios se devanaron inagotables.
“Ella” debió de subir al tren en Sigüenza, sin que “El” lo advirtiese;
aunque, de estar noticiosa de su viaje--suposición muy admisible--pudo
salirle al encuentro en la estación de Arcos, o en la de Alhama... y,
hallándole dormido, le degolló. Después se quedaría en Calatayud...
La razón del crimen volvía obsesionante a los espíritus. Evidentemente,
aquella mujer había matado por celos. Antonio del Rey, al recibir la
puñalada, no se defendió; acaso la muerte fué tan instantánea en él que
se adelantó al dolor; finó sin sufrir: lo proclamaban así sus ojos
cerrados y la serenidad y compostura de su actitud.
Respecto del cabello enredado al alfiler de la corbata, alguien dijo--y
sus palabras merecieron la aprobación general--que, una vez su venganza
satisfecha, “Ella”, como Salomé, sentiría el deseo de besar los labios
yertos del adorado--¿no anduvieron el Amor y el Crimen siempre
juntos?--y, al inclinarse para hacerlo, sus cabellos se agarraron al
alfiler y una hebra, que sería brújula entre las manos de la Justicia,
quedó prendida en él. El señor juez se acordaba de Teseo, y estaba
encantado...
Asistiendo a estas divagaciones folletinescas, pero muy verosímiles, de
la imaginación popular, yo me desesperaba. ¿Cómo decirles?... “La
criminal es rubia; su cabeza parece una brasa: ese cabello negro de cuyo
hallazgo tanto se ufanan ustedes, lejos de ser un rastro, es una
traición, una trampa, un ardid, para despistar...” El único que lo sabía
todo era yo, y no podía hablar. ¡Ah! ¿Cuándo los hombres que tantos
inventos inútiles hicieron, descubrirán el modo de comunicarse con los
objetos que comparten su vida?... ¿Habría robos si las cajas de caudales
supieran pedir socorro? ¿Habría adulterios si hablasen las alcobas?
¿Cómo los sabios acosadores tenaces de la Verdad, no pensaron en
esto?... Porque entonces... ¡sí que la Mentira se iría del mundo!...
Al dar el Juzgado por terminadas sus diligencias, unos camilleros se
llevaron el cadáver del desdichado Antonio del Rey, y yo, con las
portezuelas cerradas, fuí desenganchado del convoy y trasladado a una
vía lateral, en espera de las futuras investigaciones que el señor juez
instructor se proponía practicar en mí.
--¡Te han fastidiado, Cabal!--me dijo El Viejo--; los hombres, para
consolarse de no prender al asesino, te prenden a ti... y tardarán en
soltarte.
El expreso arrancó de Caspe con dos horas de retraso. ¿Cómo decir el
frío de silencio, el dolor de abandono, que me produjo verlo marchar?...
El resto de la mañana estuve durmiendo, bajo la lluvia. Al siguiente día
padecí un severo registro, y tres días después otro. El juez, asesorado
por el escribano, el alguacil y dos personas más, reconstituyó--y
declaro que con bastante exactitud--la escena del crimen: la posición en
que se hallaba la víctima al recibir el golpe; la estatura probable de
la agresora, a quien todos supusieron alta; y luego examinaron
prolijamente los rincones del compartimiento, y mis estribos, con la
esperanza de sorprender en ellos algún vestigio esclarecedor del
misterio. Una aguja descubierta por el alguacil bastó para que todos
aquellos señores se perdiesen en nuevas e inútiles divagaciones, pero no
añadió luz ninguna al sumario.
¡Cómo me aburría! ¿Por qué no me sacaban de allí?... Las jóvenes
caspolinas que acostumbraban a pasear por el andén, no cesaban de ir a
verme. Se detenían a corta distancia de mí, sosteniéndose unas a otras
por el talle, y luego, a pasos lentos, daban una vuelta a mi alrededor.
Mi imponente tamaño, mi lujo y mis cortinillas caídas, como en señal de
duelo, sobre el enigma bermejo que había en mí, impresionaban
teatralmente la fantasía popular.
--Aquí ha sido...--se decían mis mirones.
No pasaban de ahí; y, al marcharse, caminaban despacio y volviendo la
cabeza, para mirarme. En Burgos, adonde me llevaron después del asalto
del expreso de Hendaya, me sucedía lo mismo.
Pero esta notoriedad no me consolaba de mis días de inacción. Cada
veinticuatro horas, febril y ruidoso, pasaba mi convoy, y mis
compañeros, dichosos con su libertad, me dirigían burlas inocentes.
--¡Bien te diviertes, gandul!--decían.
Una semana más tarde y con la etiqueta de “No admite viajeros”, fuí
reincorporado al expreso y trasladado a Barcelona, donde substituyeron
los forros ensangrentados de mi asiento y del respaldo por otros nuevos.
¡Cómo lo agradecí! La alfombra no la reemplazaron, sino que la lavaron
cuidadosamente. Una pequeña mácula de sangre, no obstante, quedó en
ella; pero tan debilitada y poco visible, que los “inspectores del
material” consideraron que pronto los mismos viajeros acabarían de
limpiarla con la suela de sus zapatos. Estos recuerdos me estremecen
aún. ¿No hay algo truculento en el destino de esa sangre, que fué
juventud, esperanza, calor... ¡vida, en fin!... y que luego una multitud
pisotea, indiferente, y se lleva en los pies?...
Volví a la circulación, y desde mi primer viaje tuve ocasiones de
convencerme de que el asesinato de Antonio del Rey seguía encadenando la
atención de la Prensa y del público. El crimen guardaba su misterio. Las
declaraciones de los familiares de la víctima poco ayudaron a esclarecer
el enigma: se supo que Antonio del Rey tenía en Madrid una amante
italiana, rubia y alta, artista de café-concierto, llamada Emma Sansori;
y también que pensaba casarse con una joven morena, de notable belleza,
unigénita de un banquero que residía en Barcelona. Al principio, la
pública opinión señaló a la Sansori como autora del crimen; pero ella
consiguió demostrar que la noche de autos la pasó en Madrid; además, el
oro de su pelo la protegía; su cabellera gritaba su inocencia...
Entonces la Justicia enderezó sus investigaciones por otros derroteros,
y detuvo a una aventurera a quien Del Rey conoció el verano anterior en
el Casino de San Sebastián, y a su hermana. Esta nueva pista tampoco dió
resultados provechosos. La Policía avanzaba entre sombras, y se perdía.
Desechada la suposición de que el asesino fuese un hombre, el fantasma
de una mujer joven y de pelo negro renació triunfal. Aquel cabello
detenido, al parecer casualmente, en la corbata de la víctima, se
enredaba a los pies de la Justicia como un grillete y no la permitía
andar.
Transcurrieron nueve o diez meses, que en esto de filar aprisa el tren
de la Vida nos da ejemplo a todos...
Una tarde, minutos antes de dejar Barcelona, oí vocear los periódicos
“con el crimen de ayer”. ¿Qué nuevo drama era aquél? Desde el último
asesinato de que fuí testigo, la “crónica roja” ejercía una atracción
morbosa sobre mí.
--Luego sabré de qué se trata--pensé.
Ya he dicho que, de cuanto sucede en el mundo, yo me informo por lo que
oigo conversar a los viajeros, o leyendo en los diarios olvidados sobre
mis asientos.
A poco de emprender el viaje, mi curiosidad empezó a ser satisfecha:
varios pasajeros glosaban animadamente el sangriento suceso, cuyo relato
campaba bajo titulares llamativas en la primera página de los
periódicos. La muerta era una señorita, de la mejor sociedad
barcelonesa, y que se hallaba en vísperas de contraer matrimonio. Se
llamaba Mercedes Eloy. Según los reporteros, el día del crimen, por la
mañana, Mercedes recibió una carta, que--al decir de una criada--la
joven leyó con ademanes marcadísimos de inquietud, y se presume fuera un
anónimo que la invitaba a una cita. Durante el almuerzo, la madre de
Mercedes notó que ésta tenía los ojos enrojecidos, como de haber
llorado. Al anochecer, la señorita Eloy, vestida sencillamente, salió de
su casa diciendo que iba a la iglesia del Carmen y volvería en seguida.
Su portera la vió subir a un coche. Horas después, en un rincón
solitario y umbrío del Parque, aparecía su cadáver, con dos puñaladas,
una de ellas en el corazón.
Comentando el hecho, añadía un periódico:
“Hay personas que atraen la tragedia como los pararrayos atraen la
cólera de las nubes. Nuestros lectores no habrán olvidado que la
señorita Mercedes Eloy fué novia de aquel don Antonio del Rey, asesinado
misteriosamente en el expreso de Madrid.”
Esta apostilla fué para mí una revelación. Vi claro.
--“Entonces--exclamé--es Emma Sansori quien la ha matado.”
No me era posible dudar. La italiana habíase impuesto una tarea
exterminadora, que cumplió hasta el final: primero, “El”; luego,
“Ella”... ¡Oh, Italia!... País de arte y de pasión, tierra caliente
donde la venganza tiene la fuerza de un culto bárbaro, ¡qué fielmente te
retratas, a veces, en tus hijos!...
Y llego al desenlace de este folletín, que parece escrito por la misma
inexorable mano de la Fatalidad.
Días después salía yo con mi convoy de Barcelona, y en el Apeadero de
Gracia subió a mí una mujer de estatura elevada, rubia, vestida de
rigurosísimo luto, a quien reconocí en el acto: era Emma Sansori. ¿Y
cómo no reconocerla si había visto sus ojos, y los ojos en que una vez
leímos el deseo de matar no se olvidan nunca?... Quizás por haber
adelgazado parecióme más alta, y advertí que, en virtud de inexplicables
mixtificaciones psicofísicas, el dolor en su rostro se había hecho
belleza. Luego examiné sus manos lívidas, nerviosas y torturadas, como
remordimientos; especialmente aquella mano derecha, dos veces criminal,
en la que la Muerte parecía haber dejado una llave...
La Sansori examinó uno a uno mis departamentos, que por azar rarísimo
iban casi vacíos, y fué a instalarse en el mismo, precisamente,
donde--pronto haría un año--apuñaleó a su amante. ¿Quién la guió allí?
¿Por qué eligió aquel sitio y no otro? ¿Fué casualidad, o resultado de
esas atracciones subconscientes que los objetos, testigos de un crimen,
ejercen sobre el criminal?... Y, ante tales coincidencias alucinantes,
¿quién negaría que, desde que nace, cada alma lleva en sí su destino?...
Ya muy tarde, pasada la estación de Reus, Emma Sansori--como si
magnéticamente mis pensamientos llegasen a ella--comenzó a darse cuenta
de dónde estaba. Larguísimo rato había permanecido inmóvil, el mirar
perdido en el espacio. De súbito la estremeció el choque de un recuerdo,
y miró en torno suyo. Después se levantó, lanzó una ojeada rápida al
desierto corredor, cerró la portezuela y tornó a sentarse. Dos veces
cambió de lugar: primero se puso de espaldas a la máquina, luego de
frente. Yo, que no cesaba de observarla, comprendía que su nerviosidad
iba en “crescendo” alarmante. Los labios silenciosos de su alma
repetían, sin cesar, un nombre: “Antonio”... “Antonio”...; y como en el
espíritu de don Rodrigo vi tantas veces reflejarse la figura de Raquel,
así en el de Emma apareció la cabeza--únicamente la cabeza--del
asesinado, con una blancura de hostia en las mejillas, los párpados
cerrados, y una tremenda puñalada roja, todavía sangrienta, en el
cuello. Cuando esta tétrica imagen se borraba, la conciencia de la
Sansori se obscurecía de modo tal que no quedaba en ella ni un mínimo
resquicio de luz. De súbito las tres sílabas del nombre adorado y
aborrecido, se encendían: “An-to-nio”...; y nuevamente, cual si
resurgiese de la tiniebla de la tumba, el rostro exangüe del degollado
volvía a dibujarse. Empezó a hablar con él: “¿Por qué no abres los ojos?
¿No quieres verme?...” Pero los ojos continuaron herméticos. Por su
cerebro cruzó, semejante a un pájaro negro, esta sospecha: “¿Sería este
el vagón donde le maté?...” El instinto la llevó al sitio que Del Rey
ocupó, y lo examinó cuidadosamente; miró luego la alfombra, en la que
aún subsistía, aunque muy desvanecida, una huella de la sangre, y sus
manos dibujaron un ademán de horror: sobre el manto que cubría su
cabeza, sus dedos de cera se crisparon agonizantes. Con el ansia de ver
mejor, se hincó de rodillas en el suelo. Entonces comprendió; había
reconocido el lugar: fué allí mismo... Aquella mancha era de sangre; de
la sangre que ella adoró y por la que hubiese dado la suya...
Se levantó, ahogando un grito, y su figura enlutada pareció alargarse y
tocar al techo. En sus ojos desorbitados la Locura acababa de encender
sus luces amarillas. La Sansori quiso escapar al corredor y tropezó con
la puerta, y la rudeza del golpe--que a mí también me hizo daño--la
derribó sobre un asiento. Por segunda vez intentó salir, y volvió a
chocar contra el recio cristal, y a caer. Pareciéndola que unos brazos
invisibles la sujetaban por detrás, perdió valor. Juntó las manos, sus
labios lívidos temblaron y se derrumbó de hinojos.
--Antonio... Antonio... Antonio...--musitó tres veces.
De un salto se incorporó; consiguió, al fin, abrir la puerta, y salió al
pasillo. Miró a un lado y otro: nadie. Parecía haber recobrado su
serenidad, pero su alma estaba en tinieblas.
--Va a suicidarse--pensé.
Y en el acto me convencí de haber acertado. Iba a suicidarse. Hay
momentos en que las resoluciones adquieren tal intensidad, que son
visibles sobre las frentes como un cartel pegado a un muro.
Emma Sansori ganó mi plataforma delantera, abrió la portezuela contraria
al lado de la entrevía, y con un fuerte salto se arrojó al espacio.
Cruzábamos un puente. La enorme ráfaga de viento que levantaba la marcha
del tren la arrancó el manto de los hombros y esparció su melena dorada.
Instantáneamente su cuerpo, vestido de negro, se borró en la infinita
opacidad nocturna; no así sus cabellos, que flamearon unos segundos,
semejantes a una llama, en la ingente tiniebla, y fueron como un
coágulo de sol que bajase al abismo.
Nadie la vió.
En aquellos momentos el expreso, enloquecido, como si huyese de sí
mismo, corría a noventa kilómetros por hora.


XXVI

Otros tres años de vida monótona pasaron sobre mí, y ellos quisieron
que, definitivamente, en el reloj de mi modesto destino sonase la hora
otoñal. No me sorprendió. Desde la catástrofe de Toral de los Vados, yo,
aunque reparado escrupulosamente, no volví a sentir aquel extraordinario
bienestar--salud de atleta--de mis tiempos prístinos. Mi pendencia con
El Majo también me dañó, y de las heridas que los “apaches” franceses me
infirieron, me resentía de cuándo en cuándo. Las nieblas vascas, las
humedades gallegas, los calores y sequías de Castilla, los esfuerzos que
los caminos en cuesta--sea ascendente o descendente--exige de nuestra
armazón, el recio vibrar de las marchas aceleradas, el tráfago de
pasajeros, la fatiga de nuestros tabiques sobrecargados de equipajes, y
el mismo cansancio que llevan consigo las emociones, lentamente habían
desconcertado mis órganos capitales. La elasticidad de mis rodajes, la
actividad de mis tubos de calefacción, la alegría de mis lámparas--¿a
qué negarlo?--no eran las mismas. Las puertas de mis compartimientos no
se ceñían, como antes, a sus marcos; los cristales de mis ventanillas no
ajustaban; mis asientos eran menos blandos; la palangana y el espejo de
mi “water-closet” estaban rotos, y usado y manchado deplorablemente el
linoléum de mi tránsito: en las fotografías policromas del corredor, en
la obscura pátina de mi techumbre ahumada, en la melancolía de las
cortinillas, en “no sé qué” de viejo, de desengañado, de triste, que
había en todo mi cuerpo, yo comprendía que mi biografía iba acabándose.
El arreglo que me hicieron en los talleres de Valladolid apaciguó mi mal
sin extirparlo, pues para las injurias del tiempo no se inventó remedio:
yo, cuando mis curanderos me devolvieron a la vida rodante, parecía un
veterano de los campos de batalla, cubierto de cicatrices; o un “viejo
verde”, bizmado, recompuesto, que llevase los cabellos pintados y
postiza la dentadura... y era natural, de consiguiente, que mi
contrahecha y fingida mocedad durase poco. Acabaron con ella el sol, la
lluvia, la escarcha, el relente...
Agréguese a esto el archivo de recuerdos--y quien dijo recuerdos, dijo
melancolías--que ambulaban conmigo.
Los polos del alma son la imaginación y la memoria: la imaginación es
“la facultad callejera” que busca, que sueña, que descubre o inventa
caminos; y la memoria, “la dueña de la casa”, que escrupulosamente anota
y clasifica lo sucedido: la primera es artista y mudable; la segunda,
burguesa y quietista, y mientras aquélla derrocha y se disipa y se
adorna con cascabeles, su hermana va cargada de llaves y hace números.
En mí, acaso precisamente porque anduve mucho, mi fantasía peregrinó
poco, y mi memoria adquirió preponderancia excepcional. Mi retentiva es
formidable, y dentro de mí los recuerdos mantiénense limpios, precisos,
con sus mínimos colores y detalles. Nada he olvidado: en los cristales
de mi memoria las añejas imágenes reaparecen nítidas, vivaces, rotundas;
recordar equivale, para mí, a hojear un álbum de postales iluminadas.
Esa rara capacidad que en todo momento me sitúa frente por frente de mi
propia vida, me hace sufrir mucho. Pienso, a cada rato: “Yo he rodado
sobre el cuerpo de un hombre; yo--aunque sin voluntad--maté a don
Rodrigo; yo sentí cómo el bandido Cardini pisaba sobre los cabellos de
una mujer desvanecida en el suelo de mi corredor; y vi tirar un cadáver
a la vía, y degollar a Antonio del Rey, y presencié el salto mortal de
Emma Sansori...” Y considerando que conmigo ambularon en distintas
épocas Méndez-Castillo, Conchita “la Bruja”, aquella Carmen “de la falda
azul y de la blusa blanca”, Raquel, “los recién casados de La Coruña”,
los amantes “sin nombre”, de Valdepeñas, y otras muchas personas, me
digo: “Yo, que tanto viajo, soy, a mi vez, como un camino: todo en el
mundo es un camino, pues todo sirve para que todo se vaya...”
Con esa aterradora lentitud con que opera lo Inevitable, el fracaso ha
penetrado en mí: día tras día mis largueros de encina y caoba se
pandean, y el revestimiento de “teak” que me sirvió hasta aquí de
broquel se agrieta; mis movimientos son ruidosos, ingratos, y a
intervalos, en los ángulos de mis maderas crujen cual viejos huesos
faltos de sinovia, o chirrían con algarabías ornitológicas. Hay en mí
como un ruido de muletas...
De nada de esto hablo con mis colegas, a pesar de hallarles tan
malparados como yo. Ya en diversas ocasiones oímos rezongar a los
empleados que nos limpian: “Este material está inservible, pero como la
Compañía sólo piensa en ganar dinero, no lo remuda.” El público, que
antes me prefería entre todos los vagones de mi convoy, también empieza
a murmurar. Muchas veces, por ejemplo, un matrimonio ha subido a mí, y
después de examinar mis departamentos el marido ha dicho: “Este coche es
demasiado viejo; vámonos al otro...” ¡Razón tienen para arrumbarme!
Ultimamente agrietóse mi techumbre en la parte correspondiente al
“cuarto-cama”, y se formó una gotera que, afortunadamente para el
viajero, no caía a plomo, sino resbalaba por un tabique, sobre el que
dejó una huella bochornosa; una mancha cuyos contornos amarillentos
recordaban la de los continentes en las cartas geográficas. La mayoría
de mis inquilinos, refunfuñaba: “¡Qué vergüenza! ¡Este coche está
inhabitable!...” Algunos llamaban al vigilante de ruta, para demostrarle
mi laceria. Yo pensaba, aterrado:
--Cuando me declaren definitivamente inservible, ¿qué será de mí? ¿Me
destinarán a ser quemado?
Pronto supe a qué atenerme. El Viejo, El Pez y yo, que ofrecíamos,
aproximadamente, los mismos síntomas de ancianidad y derrota, fuimos
desenganchados en Barcelona de nuestro expreso, y trasladados a
Zaragoza, desde cuya Estación de Madrid--llamada también del Sepulcro
por su proximidad al Campo de este nombre--nos llevaron a unos
vastísimos talleres de reparaciones que yo desconocía. Varios días
quedamos unidos y ociosos, hasta que un lunes, muy de mañana, nos
separaron y yo fuí rodado hasta una especie de cocherón que la actividad
de innumerables martillos llenaba de estrépito.
“Este es nuestro “spoliarium”--me dije--; mi historia de gladiador de
los caminos, aquí acaba.”
Pero no era destrozarme sino infiltrarme una segunda juventud, lo que
manos diestras y buenas--o más que buenas codiciosas de arrancarle a
cada coche inválido su máximo de producción--pretendían hacer conmigo.
A la vez una docena de obreros, éstos tapiceros y otros ebanistas, me
atacaron, y las sierras, los taladros, las escofinas, las garlopas, los
formones, las barrenas, las repasaderas... todos aquellos instrumentos
supliciadores que conocí en mi infancia, y cuyos terribles dientes de
acero no había olvidado, tornaron a morderme. Según la fiebre que ponían
en su labor aquellos hombres parecían trabajar a destajo, y hubiese
creído que sólo anhelaban destruirme a no haberles oído decir: “Este
coche todavía está bien; quedará como nuevo.”
Consolado y fortificado por estas palabras, me resigné a sufrir. “No son
mis asesinos--pensé--sino mis cirujanos; sus golpes no me matan, me
curan; lo que ellos supriman de mi cuerpo será lo inútil, lo podrido, lo
irreparable, lo que absolutamente debe irse”... Y, con esta convicción,
me entregué a la alegría de volver a vivir, y dí por alegres cuantos
dolores me amenazaban.
Mis curanderos arrancaron todo mi linoléum, bajo el cual aparecieron
algunos trozos usadísimos de alfombra; asímismo se llevaron mis
colchonetas, mis respaldos y mis redecillas para equipajes, y desarmaron
mis asientos: las cortinillas, las abrazaderas, los espejos, los
anuncios, las mesitas de las entreventanas, los ceniceros... ¡todo
desapareció!... Del “compartimiento-dormitorio” no quedó nada.
Rápidamente iban dejándome hueco, mondo, y mi armazón enjuta adquiría
aspectos de esqueleto. Ahora, sobre este vacío, mi imperial parecía más
alta; la luz que llenaba mis ventanillas era cruda, desapacible, y
advertí que, como en las casas desalquiladas, dentro de mí el menor
ruido era campanudo y resonante.
Procedieron después mis operadores a reforzar los ocho ángulos máximos
de mi cuerpo: cambiaron clavos, reafirmaron los tornillos, substituyeron
las maderas que por su desgaste excesivo ya no ajustaban bien,
enderezaron a martillo y a fuego las piezas que pandearon la humedad o
el continuado esfuerzo, suprimieron todas las hendeduras de mis
costados, taparon todas las quiebras o rajas de mi techumbre. A lo único
que no tocaron fué a la tubería de la calefacción, ni a los hilos de la
luz. Otro día me desmontaron, instaláronme sobre tres caballetes y se
llevaron mis rodajes, lo que celebré, porque estaban desnivelados y sus
muelles necesitadísimos de reparación. Yo sentía ganas de cantar, ganas
de reir; yo era feliz como el muchacho a quien han prometido un traje y
unos zapatos nuevos...
Esta inmensa alegría--júbilo de resurrección, ufanía de renacimiento--da
la medida fiel del tremendo dolor, hecho de humillación, de vergüenza y
de rabia, que experimenté al cerciorarme de que la Compañía me reformaba
no con el propósito elegante de mantenerme en mi categoría de vagón de
“primera clase”, sino para convertirme en humilde “tercera”.
Sin respeto a mi historia, querían degradarme, confundirme con el
vulgacho, imponerme el desairado papel del noble “venido a menos”. De
despecho y de cólera rompí a llorar, y transido de tristeza pasé la
noche, hasta que las hadas misericordiosas de la reflexión y de la
esperanza vinieron a consolarme. “¿A qué te preocupas de tus
pergaminos?--decía aquélla--; lo importante es vivir, ser jocundo, ser
sano...” Y, la segunda: “¿Qué sabes tú de los buenos ratos que te
esperan aún?...”
Terminada su obra de demolición, mis operarios comenzaron a restaurarme.
Para facilitar la circulación del aire, la parte superior de los lienzos
que antes aislaban mis departamentos quedó suprimida; el lugar de mis
antiguas redecillas, con sus barras de acero tan firmes y tan sutiles a
la vez, lo ocuparon sólidos entrepaños de madera; y mis divanes grises,
aquellos cuya blandura conoció la hermosura y recogió el calor de tantas
mujeres elegantes, fueron reemplazados por sólidos bancos. Todo cuanto
en la época feliz de mi nacimiento hube de mollar, de voluptuoso, de
femenino, iba a tenerlo ahora de varonil e inhospitalario. No cambió la
disposición o fundamental arquitectura de mis departamentos, pero sí su
apariencia. Sobre mis ventanillas, en vez de cortinas hubo persianas; a
mis cabeceras, antes tan blandas, sucedieron otras de madera; mis
abrazaderas, mis mesitas y mis ceniceros, desaparecieron, y en el
rectángulo que antaño ocuparon mis espejos colocaron un “Reglamento de
los ferrocarriles de España”, impreso en caracteres minúsculos y harto
prolijo y difuso para un país donde el ochenta por ciento de sus
habitantes no sabe leer. Esto, desde luego, me pareció muy gracioso, y,
por lo inoportuno, “muy español”. Mis paredes quedaron revestidas por
una tablazón vertical, muy fuerte, de pino, mis suelos entarimados, y
todo--solado, techo, tabiques, asientos--pintado de un color amarillo
obscuro que, luego de bien barnizado, adquirió notable prestigio. Lucía
bien: mostraba una sencillez plebeya, sana y chillona. Luego revocaron
de verde todo mi exterior, borraron aquellas A. A. que durante más de
treinta y cuatro años proclamaron mi aristocracia, y por dos veces
escribieron sobre mis flancos un igualitario y muy cristiano número
“tres”.
--¿Cómo ha de ser?--meditaba yo--; ¡paciencia! Están vistiéndome de
blusa...
Otro día me trajeron unos rodajes flamantes, que me parecieron
excelentísimos, y no bien me instalaron sobre ellos cuando experimenté
el bienestar resultado de la simplicidad y del vigor de mi nueva
categoría social. Yo era como un prócer arruinado, como un “gran señor”
que, ganado por el ambiente democrático de su época, y para seguir
viviendo, hubiese aceptado un empleo.
De los talleres de Zaragoza, donde permanecí seis meses, salí sin que ni
El Pez ni El Viejo me viesen, de lo que me congratulé, y cuando fuí
enganchado al rápido que lleva “primeras” y “terceras” y sale de Madrid
para Barcelona los martes, jueves y sábados, a las nueve y veinte
minutos de la mañana, todos los vagones me miraban, y su modo de
observarme me descubría una estimación unánime. Las “primeras” pensaban:
--¡Qué distinguido es!...
Y los “terceras”:
--¡No parece de los nuestros!...
Seguro de la nobleza de mi origen, entre los unos y los otros yo pasaba
ufano. Ahora, como antes, yo era “El Cabal”...
Después de medio año de reposo y de encierro, aquel primer viaje me
causó extraordinaria alegría. Como antaño, de mozo, fué el paisaje lo
que antes me cautivó. Por la mañana no me cansé de mirar los árboles,
las casas, los repechos áridos sobre los cuales el sol proyectaba las
sombras de los coches y de la máquina, con su largo penacho de humo.
Toda la tarde corrimos por la llanura: siempre igual paisaje mezquino,
las mismas aldehuelas de color arcilloso, las mismas carreteras
polvorientas, y, como horizonte, una línea de montes fragosos; mientras
nosotros, los esclavos de la vía férrea, adelantábamos por el mismo
camino recto... recto... inexorable como una orden. Las viejas
impresiones, tan amadas, se repetían exactas. Anochecido llegamos a una
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