Memorias de un vagón de ferrocarril - 03

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Sorprenden la unión en el esfuerzo y la comunidad de destinos, de los
vagones; pero, indudablemente, lo mejor del viaje, a pesar de su
fatigoso traqueteo, es el viaje mismo, y lo más dilecto de éste, su
principio. Esa “primera estación” tiene para mí un interés turbador
inexpresable. ¡Cómo la recuerdo!... Es de noche: un remusgo frío barre
el bruñido asfalto del andén; algunos viajeros corren con sus bagajes,
otros charlan en pequeños corrillos ante mis portezuelas abiertas. Dos
guardias civiles pasan jaques bajo sus sombreros charolados; un viejo
empuja un carricoche con almohadas que evocan sensaciones de fatiga y de
sueño, y un farol donde se lee la palabra “Telégrafos”, trae al ánimo el
temor de las malas noticias. Después pasan las sacas bicolores del
Correo: allí van los periódicos, difundidores de la actualidad, y las
cartas, con sus palpitaciones de amor o de ambición, que el tren irá
luego dejando en las estaciones del tránsito cual si repartiendo fuese
apretones de manos. Yo observo: la congoja de tantos corazones me atrae;
todos los semblantes están emocionados, los ojos brillan enternecidos,
la melancolía parece endurecer todas las bocas: es el momento más
patético de los viajes que, separando a los hombres, parodian a la
muerte.
Al dejar la estación de partida, el expreso se despereza malhumorado:
siempre oímos alguna madera que cruje, algún gozne entumecido que
protesta. Pero, a poco, los movimientos todos van acordándose: sin
advertirlo los vehículos establecen un ritmo tan cadencioso, tan
armónico, que a veces modula una canción; la luz puesta a la izquierda
del furgón de zaga, nos anima; parece decirnos: “Vamos todos”.
Rápidamente las ruedas se calientan y callan, y el convoy entero vibra
con esa alegría aventurera--ansia instintiva de desplazamiento--que yo
llamaría “el placer de irse”.
Los lectores de hábitos sedentarios quizás no aprecien estas
divagaciones mías, y a fe que nada haré para que me entiendan, pues
fracasaría; que, al cabo, se nace andariego como se nace artista: pero
los vagabundos, mis hermanos, sí me comprenderán, y su adhesión me
basta.
En su evolución mi alma ha seguido igual trayectoria que el alma de los
niños. Como a éstos, primero me interesaron los paisajes, que poblaban
mi memoria de imágenes sencillas y cuya psicología rudimentaria me
impresionó en seguida: por romas y distraídas que fuesen mis dotes de
observador, yo no podía confundir la desolación amarillenta--palidez de
drama--de Castilla, con la alegría verde de la región vasca. Más tarde,
mi curiosidad investigadora se orientó hacia los individuos. Yo he visto
en esas pequeñas estaciones por donde los expresos pasan sin detenerse,
caras rústicas sorprendentes, caras representativas, caras-síntesis que
compendiaban toda la historia de una región. Esos rostros, esas
siluetas, espumas de siglos, me traspasaron el ánimo y los recordaré
mientras viva.
Declaro, no obstante, que el estudio del paisaje es asímismo trabajoso y
difícil, y que mi conocimiento de las provincias hispanas, aunque
limitado a lo poquísimo que desde una vía férrea puede divisarse, supone
muchos años de labor. Los hombres--en su mayoría frívolos y
fatuos--raras veces van más allá de la epidermis de las cosas. De esto
me he persuadido oyendo charlar a mis huéspedes. Quién, por el mero
hecho de haber vivido en Buenos Aires, habla de América, de toda
América, como si “toda América” fuese Buenos Aires; quién, que aprendió
trescientas palabras inglesas, dice: “Yo sé inglés”; y el turista que,
por segunda vez, va a Madrid desde Hendaya, no se acerca a las
ventanillas porque “ya conoce el camino”...
Exaspera tanta petulancia. Durante nueve o diez años--antes lo dije--he
recorrido yo esa ruta, y aun no estoy cierto de conocerla completamente.
En las personas, lo que nos impresiona más pronto son los rasgos; el
análisis de las almas comenzará luego. De los paisajes, por el
contrario, lo que primero nos cautiva es lo general, las grandes líneas:
la montaña, la llanura, el mar... El atisbo de los pormenores--los
pormenores son el puente, el túnel, el caserío que blanqueará, de
súbito, detrás de un monte--viene después. ¿Cuándo los hombres
reconocerán el misterio de exégesis que hay en todo?
Una memoria feliz puede asimilarse fácilmente los detalles de un
itinerario. Cualquiera recuerda, por ejemplo, que viniendo de Irún y a
la salida de un túnel, azulea la bahía de Pasajes; que más allá de San
Sebastián está Hernani, cuna del soldado Juan de Urbieta, y que la
célebre Garganta de Pancorbo es uno de los rincones agrestes más bellos
del mundo: reconoceremos, desde muy lejos, las torres de la catedral
burgalesa; y los perfiles de Dueñas, la triste, a pesar de la lozanía de
sus aledaños; y el nutrido vaivén de viajeros que alienta los andenes de
Miranda de Ebro, Venta de Baños y Medina del Campo; y la historia del
Castillo de la Mota, donde César Borgia estuvo preso y acabó sus días
Isabel la Católica; y cómo, desde antes de llegar a Pozuelo, la
silueta--que forma horizonte--de Madrid, nos saldrá al camino. Muchos
millares de personas saben todo esto; lo dicen las _Guías_...
Lo arduo y lo meritorio es acercarse al alma de las cosas, para lo cual
necesitaremos escrutarlas innumerables veces, ya que “una vez” sólo
podrá revelarnos “un aspecto” de la cosa estudiada. Dentro de cada
paisaje, la indagación menos escrupulosa sorprenderá tres... cuatro...
ocho paisajes desemejantes: según el lugar donde nos coloquemos, según
sea de día o de noche, invierno o verano; según lo hallemos empapado en
lluvia o bañado en sol, el panorama será otro. Más aún: habremos de
sorprenderlo en circunstancias análogas de tiempo y de luz, y nuestras
impresiones tampoco se reproducirán fielmente, debido a que los estados
de alma del observador nunca son iguales. Véase, pues, cuán lejos
vivimos de todo.
Al otorgarme la experiencia una distinción mental mayor, fué la
humanidad la que me atrajo. Empecé mi examen por “el personal” de los
expresos: el maquinista, el fogonero, el jefe de tren, que va en el
furgón delantero y es responsable de cualquier accidente; el
vigilante-directo, cuyo puesto es el furgón de cola; los vigilantes de
ruta, y el interventor. Cuando creí conocerles bien, me apliqué al
escrutinio y clasificación de los viajeros.
Así formé mi alma.
Mucho recibí de mis autores, de los que me hicieron; el subsuelo
primitivo de mi conciencia suyo es: pero infinitamente más debo a
ciertos individuos que peregrinaron conmigo. Las personas vulgares, al
igual de los libros vulgares, nada enseñan, y, al par que su imagen se
nos quita de delante, se nos ausenta del magín su recuerdo. Pero de
otras me acordaré siempre, y el fuego de sus almas violentas me muerde
aún. Yo he llegado a contagiarme de la “fiebre de oro” de los grandes
agiotistas que he transportado de una ciudad a otra; y he conocido la
inquietud sin sueño de cierto cajero que escapaba a Francia con medio
millón de pesetas robadas a un Banco, y que, al ser detenido en Hendaya,
se suicidó y manchó con su sangre uno de mis estribos. Y he vibrado
carnalmente con algunos amantes que en las altas horas de la madrugada,
cuando todos mis inquilinos dormían, hicieron de su compartimiento
cámara nupcial; y también he tremado de dolor con la desesperación de un
celoso que me tomó en Oviedo para ir a matar a una mujer que le había
engañado. ¡Cómo sufría aquel hombre! Iba solo, y esta circunstancia me
permitió acercarme mejor a su pena. A veces derramaba llanto
copiosísimo, y era tan fuerte su congoja que parecía ahogarle; otras se
mordía las manos y se apuñaba el rostro; a ratos permanecía inmóvil, y
en la obscuridad sus ojos, terriblemente desorbitados, sus ojos que
parecían estar contemplando un cadáver, eran fosforescentes...
La vida social ha cubierto a la humanidad de monotonía y de fastidio.
¡Ah! Pero yo aseguro que los hombres son interesantísimos cuando se
creen solos. La soledad les viste de luz. Ningún libro maestro vale lo
que un alma desnuda.


V

Yo apenas siento el fastidio de las largas caminatas, de que tanto
suelen lamentarse mis compañeros, y es el cuidado que pongo en llevar
siempre ocupada la atención, lo que me libera de él. Cuando me canso de
mirar hacia fuera, hacia el paisaje, me aíslo en mí mismo para conocerme
y oir lo que se charla dentro de mí.
La vida brinda, ciertamente, horas solemnes, momentos trágicos de primer
orden: pero, en general, me parece altamente bufa; la trivialidad de la
farsa debía corresponder a la pequeñez de las figuras, y no podía ser de
otro modo. Todo esto me divierte. A veces, si me pudiese reir de lo que
observo, lo haría a carcajadas. Mi propio yo, está impregnado de
comicidad. Esta fuerza hilarante mía no procede de mi constitución--yo
tengo toda la seriedad de un real mozo--, sino de la alogía que los
hombres sembraron en mí.
Voy a explicarme:
Todas las noches, al salir de Madrid o de Irún, un empleado colgaba
sobre las puertas de mis compartimientos unas láminas de metal que
decían: “No fumadores” y “Reservado de señoras”. Cuando la afluencia de
viajeros era corta, el empleado solía añadir un tercer rótulo, con esta
única palabra misteriosa: “Alquilado”.
En los albores de mi vida, yo, inocente, reconocía gran importancia a
estos detalles. Holguéme mucho, desde luego, de llevar conmigo un lugar
donde no se fumase, porque el humo de los cigarrillos se adhería a mi
tapicería y me molestaba casi tanto como el de la máquina. También aquel
departamento para señoras solas me satisfizo, pues las mujeres no
escupen y son, generalmente, más limpias y delicadas que los hombres. En
cuanto al “Alquilado”, me llenó de inquietud novelesca. ¿Quién iría a
viajar allí? ¿Un rey?... ¿Un millonario fugitivo?... ¿Un ladrón?... ¿Un
enfermo?...
Poco a poco y graciosamente, estas bellas imaginaciones fueron
resquebrajándose.
Una noche de invierno recogí en el andén de Briviesca a un caballero, de
porte distinguidísimo. Se abrigaba con un gabán de pieles nuevecito, y
llevaba en las manos un pequeño maletín. Este último detalle acabó de
granjearle mis simpatías; yo aborrezco a esos viajeros tacaños que, para
no abonar “exceso de equipaje”, abruman mis redecillas con portamantas,
sombrereras y maletas pesadísimas. Aquel señor, después de mirar a un
lado y a otro, penetró en el compartimiento de “No fumadores”, que iba
vacío, y cerró la puerta. Después corrió las cortinillas y debilitó un
poco la luz. Su semblante, barbado y aguileño, expresaba una honda
satisfacción.
--Le gusta viajar solo y procura aislarse--meditaba yo--; ¡bien se
advierte en él a un refinado!...
¡Cuál no sería mi sorpresa al verle abrir el maletín, sacar un
“Londres”, largo de una cuarta, y encenderlo!... Indudablemente aquel
caballero padecía un error. A serme posible, yo le hubiera gritado:
--¡Caballero, está usted mal colocado: ahí no se puede fumar!...
El viaje continuó monótono. Mis huéspedes dormían, o procuraban dormir.
Yo corría con todas mis luces apagadas. La escarcha había plateado mis
cristales y mi techumbre sentía el peso de la nieve. Hacía un frío
terrible. Por suerte, con La Recelosa la calefacción trabajaba bien. Sin
embargo, Doña Catástrofe, que rodaba a la zaga mía, se quejaba:
--Estoy helado--gemía--; todavía no he conseguido que mis ruedas entren
en calor...
En Burgos recogí otros dos viajeros, también de traza principal. Les vi
ambular por el pasillo, indecisos ante la impresión hostil de las
puertecillas cerradas.
--Podemos meternos aquí--propuso uno de ellos--; no hay nadie.
Aludía al “Reservado de señoras”. Yo me estremecí; me sentía
desobedecido y aquel atropello me removía la cólera. El otro replicó:
--Ahí, no; puede venir una viajera y... Oye: este “No fumadores” debe de
ir vacío.
Yo pensé:
--¡Me alegro!... Porque así el señor del gabán tendrá que renunciar a su
tabaco...
Abrieron la puerta y adelantaron, casi a tientas, en la penumbra.
Entonces el caballero del gabán de pieles, que continuaba fumando,
reanimó la luz. Los tres hombres se saludaron:
--Buenas noches...
Los recién llegados empezaron a desdoblar sus mantas; colocaron sus
almohadas respectivas en los sitios que estimaron mejores; tenían sueño.
Hubo un buen silencio, durante el cual unos y otros se observaban de
reojo. “El caballero del gabán” creyó que la buena crianza le obligaba a
decir:
--Si a ustedes les molesta el humo, dejaré de fumar.
Me quedé turulato al oir responder a los interpelados:
--¡De ninguna manera! Nosotros también somos fumadores.
Se sonreían mutuamente; se reconocían; el vicio que compartían les
hermanaba. El señor del gabán y del rostro aguileño y barbado, continuó:
--Yo, siempre que viajo de noche, elijo el departamento de “No
fumadores”, para poder tenderme y dormir, porque, en España, esa
prohibición espanta al público.
Sus oyentes se echaron a reir, y cada cual encendió una “breva”.
--¡La misma cuenta nos hacemos nosotros!--exclamó el más viejo--. ¡Y ya
ve usted cómo nos equivocamos todos!... En España lo prohibido es un
adorno que les colgamos a ciertas acciones para hacerlas más dulces...
--En Italia--comentó “el señor del rostro barbado y aguileño”--es
“vietato fumare” hasta en los cementerios--a cuyos pobres huéspedes
parece que ya ningún daño había de hacérseles--y en los trenes a los
“fumatori” se les obliga a cerrar la puerta de su departamento para que
el humo no trascienda al pasillo. Esto da idea de la pésima calidad del
tabaco italiano: ¡el nuestro es distinto!... Además, a nuestras
mujeres--y esto es decisivo--las gustan los fumadores...
Minutos después se presentó el interventor: precisamente cuando llegó,
el humo era tan denso que podía mascarse. Bajo la claridad de mis dos
luces el aire aparecía azul. Uno de los viajeros, mientras le picaban su
billete, preguntó burlón:
--¿Podemos seguir fumando?
El interventor sonrió y aceptó el tabaco que le ofrecían:
--Mientras a ustedes no les haga daño...
Al marcharse, volvió a cerrar la puerta y descolgó el rótulo de “No
fumadores”, que deslizó en uno de sus bolsillos. Era un hombre
comprensivo; un hombre “que se hacía cargo”... Yo estaba asombrado y
furioso: pero después, ante tanta incongruencia, acabé por echarme a
reir.
El “Reservado de señoras” también me dió otra desilusión.
A este departamento había subido en Madrid una joven alta cuya
belleza--y acaso más que su belleza, su elegancia provocativa--llamaba
fuertemente la atención de los hombres. Al subir mis estribos descubrió,
adrede, tal vez, una pierna impecable, vestida de seda; un perfume raro,
distinguido y fuerte, la seguía como una estela sensual. Iba a Hendaya;
era francesa. Apenas el convoy emprendió su marcha, un camarero del
_dining-car_ empezó a recorrer el tren informando al público de que “la
primera mesa iba a empezar”. No bien oyó el aviso mi huéspeda dejó
sobre su asiento la novela que leía y con un andar fácil y elástico, se
dirigió al comedor.
En más de una ocasión, los Hermanos Sommier, cuya experiencia en lances
galantes nadie discutía, me habían asegurado que el coche-comedor, con
las ocasiones que ofrece al coqueteo y la embriaguez de sus licores, era
un tracero excepcional, maestro único en el arte piadoso de amañar
voluntades.
--Un cinco por ciento de los matrimonios provisionales que ocupan
nuestras camas--decían--se conocieron en él.
Según supe después--los vagones nos lo contamos todo--la protagonista
del episodio que voy narrando acertó a sentarse en una de las mesitas
llamadas “para dos”, frente a un tipo arrogante, rubio y joven metido en
un traje de deporte. Parecía yanqui, y tenía ese rostro tranquilo, al
par enérgico y dulce, de los grandes actores de film. Hubieron, sin
duda, de simpatizar los dos mucho y aprisa, porque terminada la cena él
acompañó a ella hasta su departamento. En seguida se despidieron
cambiando algunas palabras que nadie podía oir si no era yo, que--según
expliqué en otro lugar--veo y oigo por todos mis poros.
--En pasando Segovia--murmuró ella--puede usted venir...
Instantes después, Doña Catástrofe, malicioso y experto, me decía:
--Oye, Cabal: ¿viaja contigo una señorita francesa, rubia, muy bien
perfumada?
--Sí; acaba de volver del comedor.
--¡La misma! ¿Reparaste en si la acompañaba un mocetón americano, con
hechuras de boxeador?...
Mi respuesta afirmativa regocijó a Doña Catástrofe.
--¡Bravo!--exclamó jovial--; me juego una rueda a que esta noche le
tienes ahí, de visita. ¡Ya me contarás!...
Efectivamente, más allá de Ontanares, el joven rubio reapareció. Al ver
mi tránsito desierto, se le regocijaron y encandilaron los ojos. Con
aire indiferente y aplomado llegó a la puerta donde la Aventura le
esperaba.
--Entre...--susurró desde dentro una voz.
Admiré su juventud, su belleza saludable; admiré también su fortuna.
--Un hombre como él--pensé, jugando con la frase--es siempre un
“reservado para señoras”...
Este enredo y otros muchos de análoga índole, me han cerciorado de que
el “Reservado de señoras” es el lugar menos a propósito para que viaje
una mujer sola.
En cuanto al “Alquilado”, diré que, habitualmente, es un compartimiento
que los interventores procuran conservar vacío para, después de
terminada la requisa de billetes, echarse a dormir tranquilos.
¿Y qué diré de mi cuarto-tocador, o de aseo, sino que es, de todas mis
dependencias, la más sucia?...
Por lo que concierne a la limpieza, yo tengo divididos a los viajeros en
tres categorías: los que se acicalan, pulen y friegan, como si
estuviesen en un establecimiento de baños; los que con humedecerse el
rostro ligeramente y enjabonarse las manos, tienen bastante; y los que
ni siquiera se acuerdan de lavarse.
Del grupo primero hay uno--casi siempre hombre--que, no bien comienza a
despuntar el día, sale de su departamento provisto de toda clase de
utensilios de aseo, y se encierra--se atrinchera, mejor dicho--en el
cuarto-tocador. Va, según costumbre, dispuesto a lavarse
escrupulosamente, a afeitarse, a cambiarse de corbata y de ropa
interior, y a pulirse las uñas.
Momentos después otro pasajero, animado de las mismas intenciones y
provisto de un “neceser”, deja su “butaca”, llega al _Water-Closet_ y al
cerciorarse de que está ocupado, resuelve aguardar. Piensa: “Tengo el
uno”... Y esta consideración le alivia. Pronto aparece un tercer
viajero, luego otro, en seguida dos más... y todos, con igual aire
cohibido, se acercan a la puertecilla del “tocador”, forcejean unos
instantes con la cerradura, murmuran un “Está ocupado”, maquinal, y
dócilmente van a tomar el número que les corresponde en la fila de los
que esperan. Todos llevan algo en las manos: éste un peine, aquél una
toalla, estotro una pastilla de jabón; quién lleva un periódico... y la
necesidad que a cada cual mortifica pone en los rostros, soñolientos
aún, una aflicción cómica. Transcurren diez, quince minutos; “la cola”
comienza a impacientarse. Una voz interroga:
--¿Pero todavía no ha salido nadie?
Y los comentarios, de gusto dudoso, empiezan:
--El que esté dentro, debe de haberse muerto. Yo, hace un cuarto de hora
que espero y soy “el quinto”...
--¡Quién sabe si es alguna señora la que se ha encerrado ahí para dar a
luz!...
Al señor que ocupa la vanguardia de la fila, le divierte el mal humor
general; no le importa que los descontentos sean muchos: él, siempre es
“el uno”... Corren cinco minutos más; alguien habla de ir en busca del
vigilante para despejar el misterio, que empieza a parecer folletinesco,
del _Water-Closet_. De súbito, la puerta--¡oh!--del cuarto-tocador se
abre y aparece un joven que mira a sus sucesores desapaciblemente, como
reprochándoles la prisa, que, por causa suya, ha tenido que darse. Todos
le observan de reojo con envidia, con odio. Aquel caballerete va
perfectamente peinado, limpio y quitándose, con un pañuelo que acaba de
desdoblar, los polvos con que, después de afeitarse, se secó la cara.
Tras él, un fuerte olor a Agua de Colonia queda flotando, semejante a
una ráfaga vernal, en la atmósfera densa--ambiente de alcoba--del
pasillo.


VI

Los viajeros hablan frecuentemente, unos con otros, de “lo que se han
divertido en el teatro”. No sé, fijamente, lo que es un teatro, ni lo
sabré nunca: pero de cuanto he oído colijo que no me hace falta, pues yo
mismo soy “un teatro”; porque toda la vida social es farsa, y
dondequiera que haya dos hombres, o un hombre y una mujer, o dos
mujeres, habrá un escenario.
Mediaba el mes de septiembre, el verano había sido lluvioso y
frescachón, y la dispersión de bañistas empezó temprano.
En San Sebastián habían subido a mí el dramaturgo Ricardo
Méndez-Castillo y una tonadillera, muy célebre entonces, llamada
Conchita “la Bruja”. Vivían juntos desde hacía tiempo; yo les conocía
por haberles transportado diferentes veces, y tanto ella, por graciosa y
por linda, como él, por ocurrente y endiablado, me eran muy agradables.
Les veía casi todos los años varias veces; ora en Madrid, o en Medina
del Campo, esperando algún tren, o en Venta de Baños, cuando iban a
Galicia, o en Miranda, porque sus asuntos teatrales les obligaban a
desplazarse mucho. Cuando subían a mi convoy, antes de instalarse
recorrían todos los vagones, buscando lugar a su gusto, y al cabo se
quedaban conmigo. ¿Por qué? ¿Me reconocían acaso?... No, seguramente.
Era porque yo, sin que ellos se percatasen, magnéticamente les atraía.
Los hombres suelen decir: “Yo tengo la costumbre de ir a tal o cual
sitio”. Y creen que la costumbre es una inclinación subconsciente de su
espíritu que, arbitrariamente, les lleva a la realización de ciertos
actos. No hay tal: la costumbre no nace en el hombre; la costumbre es
una acción que le llega de fuera; es la captivación que ejercen sobre él
los objetos--paredes, muebles, árboles--entre quienes vivió unas horas y
a los que fué simpático. Una costumbre--señores psicólogos--no es más
que la simpatía que el hombre deja en las cosas...
Sucedió, pues, que, como siempre, llamados sigilosamente por mí, Ricardo
Méndez-Castillo y Conchita “la Bruja”, se instalaron en mí. Tras ellos
subieron al mismo compartimiento una muchacha, bastante bonita y vestida
modestamente, y un joven al que una frondosa guedeja negra, una chalina
y un traje de pana con bolsillos “de fuelle”, daban un clásico perfil de
artista montmartrés. Apenas sentados, pusiéronse a platicar en francés y
con exaltación: felices de hallarse juntos, reían, se decían palabras al
oído, se apretaban las manos...
Conchita “la Bruja” que, como todas las solteras, concedía al matrimonio
mucha importancia, quiso saber la opinión del dramaturgo:
--¿Tú les crees--dijo--marido y mujer?
Sin vacilar, Ricardo repuso:
--Me parece que no.
A pesar de esta afirmación categórica, ella vacilaba; en su cerebro
pueril, la indumentaria sencilla y el matrimonio, eran ideas similares.
Para Conchita “la Bruja”, ser casada o ser virtuosa era algo así como
andar sin corsé...
Con esta curiosidad, que sin razón la obsesionaba, la tonadillera no
apartaba sus negros ojos de sus compañeros de viaje. Advirtió que
representaban igual edad: este descubrimiento y su inclinación--muy
frecuente entre mujeres descalificadas--a creer que fuera de la
legalidad el amor no existe, la animaron a decir:
--Pues... yo te aseguro que esta muchacha es casada.
--Si lo es--interrumpió Ricardo que no tenía ganas de charlar--lo estará
con otro.
Conchita “la Bruja” se echó a reir. Cuando ella y Méndez-Castillo
volvieron de cenar, hallaron que en su compartimiento no había otra
claridad que la muy exigua que llegaba del tránsito. La otra pareja no
había ido al coche-comedor: acaso porque no anduviesen sobrados de
dinero; quizás porque evitasen ser vistos. Conchita y Ricardo se
alargaron en el asiento, el uno cerca del otro, dispuestos a dormir.
Entretanto el galán del “completo” de pana y su compañera, insomnes, se
despicaban. Para estar más juntos, ella, ladeando un poco el cuerpo,
colocó ambas piernas sobre las rodillas de él. Creyendo a Ricardo y a
Conchita dormidos, se besaban vorazmente; llegaron a cambiar más besos
que palabras. Conchita “la Bruja” les observaba a través de la celosía
que, entre sus párpados medio cerrados, tejían sus pestañas de ébano.
Parecióla que sus espiados, a pesar del fervoroso cariño que se
demostraban, discutían algo: él proponía, rogaba, insistía. Ella, cuyas
pupilas tenían un brillo sensual, rehusaba. El porfiaba con tenacidad
abrumadora:
--Sí, sí... ¡Un momento!... Sí...
Y ella:
--No me atrevo; calla... Serénate...
Hablaban bebiéndose los alientos, sin apenas mover los labios; como en
éxtasis. Ya de madrugada él salió al tránsito, llegó hasta un
departamento que iba vacío; volvió: sus ojos fulguraban felinamente.
--Ven--murmuró desde la puerta.
Ella hizo un ademán negativo, en el que había angustia. Comprendíase que
su decisión de resistir se agotaba. El prosiguió, en voz imperceptible,
casi con el aliento:
--No tengas miedo... no hay nadie...
Y ella:
--No me atrevo...
Tenía las manos frías, y estaba tan agitada que yo la sentía temblar en
su asiento. El suplicaba, incansable, la voz turbia:
--Ven... ven...
La solicitada, lívida, los labios entreabiertos, rehusaba con la cabeza,
y la penumbra infundía a su rostro una hermosura mística, fuerte, casi
dramática; una bella expresión alucinante y fantasmal. Aunque agotado
por el deseo, él aun pudo balbucir:
--Ven... Julieta... ¡en nombre de lo que nos hemos amado!... Julieta...
Estas palabras fueron victoriosas. La mujer se levantó, de puntillas, y
salió al pasillo. Cogidos del brazo se marcharon.
Méndez-Castillo, que entre sueños había oído todo el diálogo, se
incorporó:
--¡Gracias a Dios!--exclamó entre festivo y malhumorado--que el joven
de la chalina llevó adelante su gusto: así, cuando vuelvan, no tendrán
de qué hablar y nos dejarán tranquilos.
Con un azote despertó a Conchita “la Bruja”, que dormía:
--¿Ves?...
Ella abrió los ojos, asustada, buscando a los ausentes:
--¿Se han ido?...
--Sí--replicó el dramaturgo--; pero volverán. ¿Te convences ahora de que
se quieren demasiado para ser matrimonio?...
A la mañana siguiente, al llegar a El Escorial, el joven del traje de
pana y de la melena abundosa, se despidió de su compañera con un abrazo
y un beso, algo ceremoniosos, saludó a Méndez-Castillo y a Conchita
quitándose el sombrero, y bajó al andén. Concha que, siempre curiosa, se
había asomado a una ventanilla para examinarle mejor, se maravilló de
verle subir al vagón que venía a la zaga mía. La tonadillera dióse prisa
en comunicarle a Ricardo su descubrimiento. Había tenido una revelación.
--Se ha despedido de ella y de nosotros--dijo--para despistarnos: pero
sigue ahí detrás. ¡Ahora es cuando me convenzo de que no están
casados!...
--Me figuro--contestó él--que la comedia no ha terminado aún: adivino
una última escena.
Conchita “la Bruja” estaba interesadísima, y yo tanto como ella, o
más... Cuando arribamos a Madrid, entre las muchas personas que
esperaban al expreso Méndez-Castillo divisó en seguida, casi delante de
mí y con la cara expectante del hombre que aguarda, que busca, al
escultor Pedro Guisola, a quien yo también conocía por haberle llevado a
Vitoria una vez. El dramaturgo, con agilidad juvenil, saltó al andén;
los dos artistas se abrazaron; mediaba entre ellos una amistad antigua y
fraternal.
--¡Pedro!...
--¡Querido Ricardo!... ¿De dónde vienes?
--De San Sebastián, con Conchita. ¿Tú qué haces aquí?
--Espero a mi mujer.
Pedro Guisola se adelantó cortés a estrechar la mano, sobrecargada de
gemas, que Concha “la Bruja” le tendía desde una de mis ventanillas.
Detrás de la tonadillera, Julieta, rígida, lívida, sonreía al escultor
con una mueca indefinible, glacial...
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