Memorias de un vagón de ferrocarril - 06

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la amenaza constante, la tragedia que acecha en cada cruce. Sobre el mar
los barcos pueden luchar contra la muerte, detenerse, cambiar de rumbo,
correr delante de la tempestad si no se creen capaces de resistirla.
Nosotros, sujetos a la tiranía ineluctable de dos cintas de hierro, nada
de esto sabemos hacer. Los barcos, si se hunden, es despacio; nuestro
desastre, por el contrario, es instantáneo; el choque, el
descarrilamiento, nos matan de un modo fulminante. Vemos llegar la
muerte, y no sólo no nos es permitido esquivarla, sino que corremos
hacia ella, y con nuestro propio ímpetu favorecemos su obra. Al
Presumido, que en los albores de su vida había ambulado mucho por
Andalucía, se le ocurrió la siguiente comparación, por desgracia exacta:
--Somos como los toreros: a un torero le ves sano y riéndose cinco
minutos antes de la corrida, y cinco minutos después está de cuerpo
presente. Así nosotros: ahora a mí, por ejemplo, nada me falta: mis
ruedas trabajan bien, mis asientos son cómodos, todas mis ventanas
cierran...; y puede ser que esta misma noche, antes de llegar a Segovia,
me veáis convertido en astillas.
La desagradable conversación continuó hasta que La Caliente vino a
recogernos, y bajo su recuerdo depresivo--un recuerdo al que se mezclaba
algo supersticioso--salimos de Madrid. Yo iba malhumorado, presagiaba
desdichas y siempre que la locomotora silbaba ante el enigma de la
noche, lóbrega y húmeda, un gran frío--un frío que era miedo--me
traspasaba. Delante de mí marchaba El Misántropo, más tiznado y callado
que nunca; apenas oscilaba, y su andar monótono infundía sueño.
--Oye, Misántropo--le dije.
Pero no contestó, y yo, sin advertirlo, me quedé dormido. Al despertar
no reconocí el sitio donde nos hallábamos: mis huéspedes dormían, y como
todas las luces iban apagadas el tren adelantaba sin proyectar a sus
lados claridad ninguna. La niebla era espesa; imposible orientarse; todo
el camino parecía un túnel. A intervalos, cuando el fogonero abría el
horno para proveerlo de carbón, el humo de La Caliente se teñía de
rojo, y simulaba, sobre la tiniebla de la noche, una trenza
ensangrentada. Unicamente el oído me informaba algo: por los diversos
ruidos del expreso sabía cuándo cruzábamos un campo abierto, o cuándo
corríamos entre montañas: de súbito me advertí sobre un puente; luego
sentí que me hundía en un túnel; y esta espantosa ceguera aumentaba mi
temor a morir.
El alto que hicimos en Segovia nos despertó a todos, charlamos y las
luces del andén contribuyeron a reanimarme. Además, de allí en adelante,
el camino era mejor. Cuando llegamos a Venta de Baños, llamaron mi
atención unos treinta o cuarenta vagones que reposaban, como olvidados,
en una vía de descarga: a unos les faltaba la techumbre, otros no tenían
puertas ni estribos, y todos mostrábanse desconcertados, desvencijados,
cual si hubiesen sufrido algún tremebundo magullamiento; muchos, cuya
tablazón estaba completamente astillada, parecían esqueletos. Era un
convoy trágico.
A mis preguntas, El Misántropo contestó:
--Estos coches están aquí provisionalmente, esperando a que los lleven a
Valladolid, donde hay un taller de reparaciones.
Yo los miraba con horror; recordaba cuanto, al emprender el viaje, mis
compañeros habían glosado a propósito de los descarrilamientos y de los
choques. Aquellos vagones rotos, doloridos, casi inútiles, eran como una
procesión de enfermos que aguardasen a la puerta de un hospital.
Finalmente la noche transcurrió sin que nos ocurriese desgracia ninguna,
y con las luces primeras del amanecer y el cantar batallador de los
gallos, la serenidad me volvió al cuerpo. Sin embargo, cuando a media
mañana llegamos a Irún, ya de vuelta de Hendaya, mi cansancio y mi
melancolía me inmergieron en un sueño profundo. De un tirón dormí varias
horas.
Me despertó un encontronazo; por su rudeza comprendí que era La
Recelosa, siempre arisca y vehemente, quien me lo daba. Acababa de
hacerse dueña del convoy. Era noche cerrada y en el andén había bastante
concurrencia.
--¡Ya era tiempo de que despertases, Cabal!--me gritó un compañero.
--¿Tanto he dormido?--pregunté.
--Toda la tarde.
Doña Catástrofe murmuró a mi lado, misterioso:
--Creo que hiciste muy bien en descansar, porque acaso esta noche no
podamos dormir.
En el acto, telepáticamente, adiviné su pensamiento.
--¿Lo dices por los ladrones franceses?
--Sí.
--¿Les has visto?
--Dos de ellos están conmigo, en el mismo departamento, pero no se
hablan: demuestran no conocerse.
Una áspera emoción de alegría y de susto me sacudió; una vibración
semejante, tal vez, a la que produce en el público de las Plazas la
salida del primer toro.
--¿Quiénes son?--dije.
--Por las señas que de ellos nos dió el expreso de Francia, uno debe ser
Cardini, el italiano: cobrizo, cenceño, la expresión áspera... Le corta
los labios una cicatriz que debieron pintársela a cuchillo.
--¡El mismo!--exclamé--; ¿y el otro?
--Es pequeño, y tiene la cabeza sanguínea y cuadrada, como los hombros.
Creo que es Dommiot.
El Presumido reclamó la atención de Doña Catástrofe:
--¡Mira... mira!...
Yo miré también. En la puerta del restaurant de la estación, al que sus
ventanas iluminadas daban un aspecto de fiesta, acababa de aparecer la
figura simpática, ágil y fuerte, llena de novelesca armonía, del “bello
Raúl”. Instantes después Mauricio, el boxeador, que salía de la Cantina,
se le acercó; pero si algo hablaron fué rapidísimamente y sin mirarse.
--¿Crees que vendrán con nosotros, Catástrofe?--decía yo.
--Pienso que sí.
--¿Irán a asaltar el tren?...
Doña Catástrofe vacilaba; si tenía opinión, no quería emitirla. Insistí
hasta arrancarle una respuesta que mi inquietud estimó poco categórica:
--Recuerda--dijo--lo que acerca de esta gente conversamos días atrás: si
fuesen españoles, afirmaría rotundamente que “no”; tratándose de
ladrones franceses... ¡la verdad!... no lo sé...
Yo me hallaba situado a la zaga del convoy: detrás de mí iban el
coche-correo, con quien no tenía comunicación, y el furgón de cola.
Delante llevaba a Doña Catástrofe, y seguidamente y por el orden en que
los cito, al Presumido, El Tímido, El Misántropo y los dos Hermanos
Sommier. Yo deseaba que Mauricio o el “bello Raúl”, viajasen conmigo,
pero, por la dirección en que miraban, supuse que los vagones de
vanguardia les interesaban más. En cambio muchos viajeros, recelando tal
vez la posibilidad de un choque, me elegían a mí. La mayoría de mis
plazas estaban ocupadas, y mis redecillas se curvaban bajo el peso de
los equipajes. Entre mis huéspedes había dos turistas inglesas, flacas y
de cabellos grises, que estudiaban en sus “Baedeker”; y un novillero
andaluz, cuyo nombre no supe nunca, pero a quien conocía por haberle
llevado aquel verano a las corridas de San Sebastián. Era un mocetón de
gentilísima presencia y muy de arrestos, según demostraré más tarde.
Bajo la marquesina, a cuya cristalería las luces del andén comunicaban
un júbilo argentino, resonaba un murmullo ininteligible de multitud:
ruido de conversaciones, de pisadas; voces de gentes que se buscan y se
despiden; pregones... Un muchacho gritaba los títulos de los diarios que
acababan de llegar; a lo largo del expreso, la voz monótona de un
individuo vestido con una blusa blanca, repetía:
--¡Almohadas de viaje!...
“El bello Raúl” y su cómplice subieron al tren en el preciso momento en
que éste arrancaba: Raúl entró en El Misántropo; Mauricio, en El Tímido.
Yo estaba inconsolable.
--¡Qué lástima!--suspiré.
Doña Catástrofe, que adivinó la razón de mi pena, me regañó:
--¡Cállate, Cabal!... Más vale así. ¿Para qué quieres exponerte a que
esos desalmados, si por acaso acometiesen a los pasajeros, te dan un
tiro?...
No contesté porque me hallaba en un estado de nerviosidad desconocido
para mí; y supuse que mi sobresalto no debía de ser completamente
irrazonado al cerciorarme de que mis compañeros, cuál menos cuál más,
participaban de él. De extremo a extremo del expreso, como por un hilo
eléctrico, nuestras impresiones iban y venían aceleradas y sigilosas. Yo
le preguntaba a Doña Catástrofe:
--Oye: ¿qué hacen “esos”?...
--Jacobo Dommiot va leyendo un periódico.
--¿Y Cardini?
--No hace nada.
--¿Duerme?
--No: ni lee ni duerme: mira.
--¿A quién?--insistía yo que buscaba, en cada gesto de los malhechores,
el prólogo de un drama.
--A nadie--replicaba paciente el anciano Doña Catástrofe--; Cardini no
parece reparar en nadie, no mira a nadie: tiene la cabeza apoyada contra
el respaldo y sus ojos insomnes miran delante de él, lo cual es mucho
peor...
Transcurridos algunos minutos el veterano vagón, que, a fuer de viejo,
era curioso, indagaba:
--Presumido, escucha: pregúntale al Tímido lo que hace Mauricio.
El Presumido, complaciente y a su vez ávido de saber, trasmitía la
pregunta:
--Atiende, camarada: ¿duermes?... ¿No?... Responde, entonces: ¿qué hace
Mauricio?
--Nada de particular: le llevo en el pasillo, fumando.
--¿Viaja contigo mucha gente?
--Voy completo.
--¡Buena ocasión para acabar aplastado bajo un túnel!... ¿Eh?...
--¡Cállate, salvaje!...
El Presumido gustaba de embromar a nuestro compañero, a quien, en
memoria o como burla de sus muchos lamentos, solía apodar “Doña
Quejido”. Este, para hacernos reir, demostraba enfadarse, pero no era
así, y realmente se querían como hermanos.
Luego la curiosidad que nos recomía a todos no tardaba en contagiar al
Presumido, quien, a su vez, preguntaba al Misántropo:
--¿Qué hace “el bello Raúl”?...
--Nada sospechoso: lleva la visera de su gorra sobre la nariz y los ojos
cerrados.
--¿Duerme, efectivamente?
--No: pero parece procurarlo de buena fe, y ello me tranquiliza.
De este modo las noticias ambulaban por la cadena invisible
que--semejantes a eslabones--formaban nuestras preguntas y respuestas.
Aquellos cuatro bandidos nos obsesionaban, nos desvelaban: su vivir
borrascoso les embellecía y servía de prestigioso basamento a sus
figuras: les temíamos, les admirábamos y envidiábamos su estrella
rebelde; entre tanta gente estaban solos y más alto que nadie; en sus
armas llevaban sus fueros, sus pragmáticas; eran “los protagonistas” del
convoy.
A espaciados intervalos, de punta a punta del tren, las mismas
interrogaciones, tantas veces repetidas, y que eran como las llamas con
que ardía nuestra curiosidad, volvían a correr.
--¿Qué hace Dommiot?
--Leer.
--¿Y el italiano?
--Cardini mira; y supongo que piensa cuando mira tanto.
--¿Y Mauricio?
--Fuma sin cesar; muéstrase receloso; acaba de prender su quinta pipa.
--¿Y Raúl?...
--“El bello Raúl” duerme... o lo finge...
Estábamos ciertos de presenciar aquella noche algo extraordinario, y
nuestra inquietud era tan aguda que hicimos partícipes de ella a la
mayoría de los trenes--mercancías o correos--que se cruzaban con
nosotros. Las emociones, cuando son fuertes, poseen la virtud de
democratizar; la emoción emplebeyece, tiende a la igualdad...
--Llevamos gente sospechosa--les gritábamos al pasar.
Ellos, que, por informes recogidos aquí y allá, en la ruta, sabían de
quiénes les hablábamos, respondían:
--¿Son los cuatro franceses que ganaron la frontera hace unos días?
--Sí.
--¡Ah!... ¡Ya nos contaréis cuando volvamos a encontrarnos a la
vuelta!...
--Sí... sí...
--¡Buena noche!...
--¡Buen viaje!...
Todos--ellos y nosotros--nos interpelábamos a la vez, las locomotoras
silbaban, saludándose, como hacen los grandes barcos que se encuentran
en alta mar, y de este modo la noticia del posible drama que peregrinaba
con nosotros, volaba simultáneamente de norte a sur, y viceversa.
Mis inquilinos empezaban a rendirse al sueño: algunos no habían abierto
los párpados desde San Sebastián; el novillero roncaba sonoramente,
envuelto en su capa; hasta las inglesas lectoras guardaron sus libros, y
en la misma actitud que tenían, con sólo ponerse una almohada sobre el
hombro para reclinar la cabeza, dejaron que sus ojos cansados reposasen.
En ningún departamento quedaba luz; los pasajeros, para disminuir el
aire que siempre entra por las rendijas de las ventanas, habían corrido
todas las cortinillas. Unicamente algunos trasnochadores continuaban en
el pasillo, a despecho del frío, fumando. Eran los díscolos, los
insomnes, para quienes mi corredor simbolizaba la calle, que tanto
amaban. Sin embargo, el sueño, poco a poco, les echaba de allí, y les
restituía a sus “butacas”. A las diez de la noche todo descansaba dentro
de mí, y aquella paz, aquella quietud en que estaban mis ideas--creo
haber dicho que cada viajero era una idea para mí--me daba la prestancia
de una gran conciencia tranquila. En los otros coches, la mayoría de los
pasajeros descansaba también. Yo, presintiendo un viaje de aventuras
folletinescas, me había equivocado; “nuestros ladrones” no tenían
propósitos belicosos, y eran aburridos como policías.
Al cuarto de hora de salir de Miranda de Ebro, Doña Catástrofe me
comunicó esta observación:
--Cardini ha mirado su reloj de pulsera, y luego sus ojos y los de
Jacobo Dommiot han cruzado una pregunta. En la obscuridad yo he visto
sus pupilas brillar ansiosas y fieras. Es evidente que ambos se
interrogaban respecto a la ejecución perentoria de algo que tienen
pactado. Estoy intranquilo.
Al mismo tiempo El Presumido nos trasmitía el siguiente aviso que El
Tímido y El Misántropo le comunicaban: “El bello Raúl” había salido al
pasillo para leer la hora en su reloj. Mauricio también miró su reloj...
Este sincronismo de movimientos iguales, demostraba que aquellos cuatro
hombres procedían movidos por una consigna.
Casi a la vez, Jacobo Dommiot y el italiano salieron al corredor. Doña
Catástrofe, por momentos más empavorecido, iba relatándome, uno a uno,
todos estos detalles. Ya no dudaba de que los facinerosos se disponían a
acometer a los viajeros.
--Son pocos--interrumpí--, no creo que se atrevan...
--He ahí mi miedo--replicó el viejo vagón--, que no operen solos, sino
en combinación con otros salteadores que hayan hecho lo necesario para
descarrilarnos. ¡Nada más fácil!...
Las cábalas de mi compañero me llenaron de zozobra; yo no quería morir.
Pregunté:
--¿Es muy peligroso descarrilar?
--Según: en unos parajes, sí; en otros, no. Yo he descarrilado nueve
veces, y en una de ellas me destrocé la mitad de las ruedas.
--Pero el maquinista y el fogonero--repliqué--no cesan de otear el
camino; son como vigías, y si advirtiesen algún peligro maniobrarían
para parar.
--Sí, que maniobrarían... ¿Y qué?... Llevamos mucha marcha, la noche es
obscura y el peligro puede atajarnos en una cuesta abajo... o en una
curva... Si estos bandoleros, efectivamente, resolviesen descarrilarnos,
ten la certidumbre de que habrán sabido elegir el sitio. Además, La
Tirones frena mal.
De nuestros temores participaba todo el convoy, y los minutos empezaron
a parecernos muy largos. Nos cruzamos con un mixto.
--¿Hay novedad en la vía?--le gritamos.
--¡No!...--repuso.
Cada vez que pasaba un tren repetíamos nuestra pregunta, y la
contestación alentadora era siempre la misma: la vía estaba expedita;
podíamos seguir.
No cejaba, sin embargo, mi inquietud; antes acrecía; la idea de
desriscarme me mordía, me enfriaba; llegó a dolerme el cuerpo. Doña
Catástrofe que, por haberme conocido niño, me quería y hasta me cuidaba
con amor paternal, intentó serenarme.
--No tiembles, Cabal: de haber descarrilamiento, serán los vehículos
delanteros los que se fastidien. Nosotros, por ir a la cola, vamos
seguros; y, aun de los dos, el mejor situado eres tú.
Al filo de la media noche supimos que “el bello Raúl” había salido de su
coche para reunirse con Mauricio en el corredor del Tímido. Al pasar
junto al antiguo boxeador, murmuró:
--Vamos.
Los dos malhechores pasaron al otro vagón, y El Tímido suspiró liberado.
Al verles seguir adelante, El Presumido empezó a susurrarle a Doña
Catástrofe:
--¡Ahí van!... ahí les tienes...
Y todo el tren, que espiaba los prolegómenos del lance y se sentía a
salvo, comenzó a burlarse de la mala suerte del anciano vagón. De
ocurrir un asesinato, un incendio o un robo, había de ser en él, que
tenía, como los pararrayos, la virtud de atraer la desgracia.
Cardini y Jacobo Dommiot, al ver llegar a sus compañeros, caminaron
delante de ellos y les esperaron en el tránsito metálico que unía a Doña
Catástrofe conmigo. Les oí hablar y mientras se acabildaban, aquellas
cuatro cabezas de ojos fulgurantes, de rasgos duros, de labios finos,
palpitantes y sin color, estaban casi juntas. Raúl, concisamente,
repartía órdenes:
--Ya sabéis que yo defiendo la puerta.
Todos afirmaron.
--Tú--prosiguió el jefe dirigiéndose a Cardini--te quedas en el pasillo.
El italiano asintió.
--Y vosotros, procurad maniobrar aprisa.
Hablaba a Dommiot y a Mauricio, los dos hércules de la banda.
--Y si alguno se resiste--concluyó--le dais un buen golpe. Conviene
trabajar sin ruido. De las armas sólo debemos hacer uso en un caso muy
extremo.
Dicho esto, todos penetraron en mí.
--¿Quién iba a creer, Cabal--musitó Doña Catástrofe--que la fiesta iba a
ser en honor tuyo?...
“El bello Raúl”, armado de una Browning, quedóse custodiando el puente
que me relacionaba con el vagón delantero. Sus tres camaradas avanzaron
y Cardini, fiel a lo dispuesto por su jefe, permaneció en el pasillo y
montó su pistola. Dommiot y Mauricio llegaron al fondo del tránsito,
penetraron en el último compartimiento, dieron luz y, con bruscas
sacudidas, despertaron a los durmientes. Jacobo Dommiot iba delante:
--Venga el dinero--decía--, ¡el dinero!... ¡Pronto!... ¡El dinero!... No
intenten ustedes defenderse ni gritar, porque les mataríamos. Somos
muchos.
Se expresaba aplomadamente y en un castellano bastante limpio.
--¡Venga todo!... El dinero... los alfileres de corbata... los
relojes... las sortijas...
Jacobo Dommiot era el verbo; a su lado Mauricio, los puños cerrados y en
actitud de boxear, era la acción; tras ellos, Cardini, lívido y ágil,
les apoyaba con la breve y certera elocuencia de su Browning. Los
viajeros, paralizados por el terror de la sorpresa, se rindieron a
discreción; ni siquiera los que iban armados pensaron en defenderse; el
asalto había sido instantáneo y el deseo de vivir se impuso a todos:
quién entregaba su cartera y cuanto dinero llevaba en los bolsillos;
quién, con la prisa de quitarse pronto las sortijas, se arrancaba a
túrdigas la piel...; mientras las manos cortas y velludas de Dommiot
iban de un robado a otro infatigables, insaciables... y Mauricio,
siempre recogido sobre sí mismo, miraba a todos, con ojos circulantes,
dispuesto a golpear. La operación terminó prestamente y en silencio. Sin
volver la espalda, Mauricio y Dommiot regresaron al pasillo.
--No intenten ustedes salir al corredor ni pedir auxilio--advirtió
Dommiot--porque les asesinaríamos.
Dicho esto apagó la luz--como invitando a los desvalijados a reanudar
su sueño--y cerró la puerta. Seguidamente y de la misma traza, siempre
callados y ejecutivos, irrumpieron en el compartimiento inmediato, donde
la escena anterior se repitió puntualmente. Sin aspavientos ni voces, en
medio de un absoluto silencio, los infelices viajeros, agarrotados bajo
las cadenas del pánico--no hay ligaduras que sujeten mejor--se dejaban
robar. Los más animosos entregaban cuanto tenían; pero en algunos el
terror era tan agudo, que no podían mover los brazos, y Jacobo Dommiot,
por sus propias manos, tuvo que registrarles. En menos de tres o cuatro
minutos, unas ocho carteras, otros tantos relojes y alfileres de
corbata, y más de quince sortijas, pasaron al bolsillo del ladrón.
¡Hermosa redada!... Entretanto, Cardini y “el bello Raúl” se comunicaban
constantemente con los ojos. Los de Raúl decían:
--¿Sucede algo?
Y los del italiano:
--Nada: todo marcha bien.
Luego, a su vez, los ojos pequeños, pero espejeantes y habladores, de
Cardini, interrogaban:
--¿Oyes algo? ¿Viene alguien?...
Y los del “bello Raúl”, que parecía tranquilo, replicaban:
--No...
Comprendí entonces por qué los astutos salteadores me eligieron para
escenario de su hazaña, y admiré su pericia. Cualquiera de las unidades
centrales del convoy se comunicaba, a la vez, con dos vehículos, y era
más difícil de guardar que yo. En cambio yo, que no podía relacionarme
con el coche-correo, iba medio aislado, y mis viajeros, para huir a
otro vagón sólo podían hacerlo en una dirección y por una puerta; la
misma que “el bello Raúl” defendería hasta la última bala.
El interés del drama crecía... crecía... y me embebía de modo que no
podía responder palabra a lo que, sin interrupción y angustiosamente,
mis compañeros me demandaban.
Al allanar el tercer departamento, y no bien Dommiot avivó las luces,
una de las inglesas empezó a gritar; enloquecida procuró huir, pero
Mauricio la asestó un puñetazo en la mandíbula que la derribó al suelo,
sin conocimiento. Quedó atravesada en la puerta, la mitad del cuerpo en
el pasillo; al caer el sombrero se la escapó de la cabeza, su pelo se
esparció y Cardini, para sujetarla si por acaso volvía en sí, la puso un
pie sobre los cabellos.
La otra inglesa parecía petrificada. Los demás viajeros también se
mostraban inertes y dóciles.
--Las carteras, pronto... las sortijas... los alfileres de corbata...
¡no intenten ustedes resistir porque somos muchos!--repetía Dommiot.
Sin hacer caso de amenazas el novillero, que había tenido tiempo de
prevenirse, acometió al ladrón. Jacobo Dommiot le dió en medio del pecho
un golpe maestro, pero el torerillo era duro y agarrándose a su enemigo
le derribó sobre el diván; el cuello de Jacobo Dommiot se cubrió de
sangre. Como por la disposición en que se hallaban, ni Cardini ni
Mauricio podían favorecer a su compañero, limitáronse a vigilar a los
restantes viajeros fijamente, amenazadoramente, como significándoles:
“Les aconsejamos no intervenir en la pelea; si permanecen ustedes
neutrales, no les haremos daño”. Todos parecieron comprender, pues nadie
se movió ni gritó. Las puertas de los dos departamentos saqueados,
continuaban cerradas: evidentemente la Browning del italiano tenía una
fuerza persuasiva extraordinaria. Transcurrió un minuto. Los que
luchaban seguían asidos y revueltos, buscando jadeantes el modo de
estrangularse. Dommiot parecía llevar la parte mejor.
--Pero, ¿no acabas con él?--murmuró Mauricio.
En este momento el novillero conseguía liberarse de los brazos que le
oprimían, se irguió y dió un paso atrás. Tenía el mirar abrasador y en
los pálidos labios un gesto homicida. Sacó un cuchillo y adelantó otra
vez. Simultáneamente Mauricio y Dommiot le acometieron, y el boxeador
recibió en un brazo una herida profunda. Los dos bandidos comprendieron
que urgía concluir el pleito, y retrocedieron hasta la puerta.
--Tira--ordenó uno de ellos al italiano.
Y Cardini disparó, y el novillero cayó muerto. “El bello Raúl” se había
agarrado, con todas sus fuerzas, a uno de mis “aparatos de alarma”, y
los frenos funcionaron. El desenlace de la recia tragedia se
precipitaba. Raúl, furioso, increpó a Cardini:
--¿Por qué has tirado?... ¿No recomendé que no hicieseis ruido?...
El italiano, que continuaba pisando sobre los esparcidos cabellos de la
inglesa, replicó fríamente:
--Si no le mato, no acabamos en toda la noche.
La detonación y el desapacible chirriar de los frenos, despertaron al
resto del pasaje. Una tras otra las puertas se abrían; varios viajeros
salieron al pasillo. Raúl les gritó amenazándoles con su pistola:
--¡Atrás!... ¡Atrás!...
Y así les contuvo. Los cuatro bandidos se habían reunido en mi
plataforma trasera, dispuestos a escapar apenas la marcha, por momentos
más lenta, del convoy, lo permitiese. A lo largo del tren resonaban
voces confusas, voces de zozobra; todos los vagones aparecían
iluminados; el maquinista y el fogonero miraban hacia atrás, y el
guardafreno, desde su furgón de cola, hacía con un brazo extraños
aspavientos.
Súbitamente las puertas de mis compartimientos volvieron a abrirse, y un
grupo de viajeros armados salió al pasillo. La inglesa yacía
desvanecida, en el corredor. Muchas voces gritaban:
--¡Ladrones!... ¡Socorro!...
Sonaron tiros, y varias balas me traspasaron; los pasajeros disparaban
contra los fugitivos.
--¡Abajo--decía Raúl--, pronto!...
Cardini, el primero, saltó a la vía, dió algunos traspiés y cayó de
rodillas; en seguida se levantó y echó a correr. Tras él escapó Dommiot,
quien, menos afortunado, rodó por el suelo algunos metros, aunque sin
lastimarse. Mientras Mauricio bajaba al estribo, “el bello Raúl” hizo
fuego contra sus acosadores, y un viajero cayó herido; los demás
retrocedieron, y el malhechor huyó. En la noche inmensa y negra, noche
fría y sin estrellas, las sombras de los cuatro fugitivos se borraron
casi inmediatamente.
El expreso se había detenido, y una muchedumbre ruidosa y asustada me
invadió. Al verme, retrocedía espantada. Había motivos: mi corredor, y
más aún el departamento donde yacía el novillero, eran un lago de
sangre.


XI

Esta tragedia de la que los periódicos, escandalizados, hablaron mucho
tiempo, señala en mi biografía un segundo período. Aquel drama--¿quién
hubiera podido sospecharlo?--marcó el término de mi juventud, modificó
mi idiosincrasia, hasta allí superficial y novelera, me sugirió ideas
nuevas, graves, trascendentes; ¡me envejeció!... Fué para mí, en suma,
como ese primer gran aguacero que, de pronto, mata al verano.
Durante dos semanas estuve detenido en Burgos, a cuyos Juzgados
correspondió el proceso incoativo del crimen consumado en mí. Me habían
llevado a una vía lateral, junto a unas vagonetas cargadas de balasto, y
allí me dejaron después de cerrar cuidadosamente todas mis puertas. Yo
era algo sagrado. Cada cinco o seis días iban a visitarme varios
señores--personas de cuenta, sin duda, a estimarles por la solicitud con
que el personal de la estación les acogía--que después de examinar
prolijamente, una vez y otra, las horribles manchas bermejas que me
afeaban, y las huellas de mis muchos balazos, se marchaban rodeados de
un aire de misterio.
Lo que más me afligió fué verme separado--de un modo que luego comprendí
era definitivo--de mis compañeros. Cuando éstos, a la mañana siguiente
de perpetrado el trágico asalto que dejo referido, llegaron a Madrid,
fueron visitados por el Director y otros altos empleados de la Compañía,
los cuales reconocieron que la mayoría de las unidades del convoy
estaban “fatigadas” y, por tanto, necesitadas de arreglo. El tren, en el
acto, quedó deshecho: El Tímido, El Presumido y Doña Catástrofe, pasaron
al taller de reparaciones, y únicamente El Misántropo y los Hermanos
Sommier, cuyo estado parecía satisfactorio, fueron a integrar el nuevo
“equipo” que aquella noche La Caliente, primero, y luego La Tirones y La
Recelosa, arrastrarían hasta Hendaya. Cuando aquella madrugada les vi
pasar solos, junto a mí, experimenté un pena honda, intraducible; una
especie de desgarradura. Ellos me saludaron emocionados. Yo les pregunté
por nuestros “hermanos”; aquellos cuya vida de trabajo compartí durante
más de nueve años.
--En Madrid quedaron--me dijeron.
--¿Qué tienen?
--Mucho desgaste: El Tímido llevaba la calefacción y los frenos
estropeados; al Presumido deben arreglarle los asientos, y también los
muelles, para que no se mueva tanto. Doña Catástrofe es quien está peor:
a ese infeliz le duele todo, y lo menos tardará dos meses en salir de la
enfermería.
Terminadas las diligencias judiciales, tan cachazudas siempre, fuí
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