Memorias de un vagón de ferrocarril - 08

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le pisen, no dirá nada; abrirá los ojos un momento y volverá a
cerrarlos. Al principio de la noche, “el viajero soñoliento” ocupará un
asiento; luego--si le dejan--ocupará dos; y, a la madrugada, tres. El
sueño tiene en él una especie de virtud expansiva...
Tengo observado que, en ferrocarril, los hombres de mundo se apartan de
las mujeres; ellos sabrán por qué: parece que, todo lo que tienen de
deliciosas en el hogar, lo tienen en los viajes de molestas...
El viajero “galante”, pese a su experiencia, no puede vivir sin ellas, y
las busca. Este tipo, marcadamente español, antes de sentarse recorrerá
el convoy, y allí donde encuentre una señora bonita y que vaya sola,
procurará instalarse. Seguidamente buscará el medio de hablarla: con
esta intención la ofrecerá un periódico, o solicitará su permiso para
encender un cigarrillo. Tratándose de una aventurera todo marchará bien,
pues los caminos que a ellas guían son llanos y cortos; pero si la
solicitada no es de las de “la cáscara amarga”, sino de las recatadas al
par que inteligentes y acostumbradas a viajar, el seductor lleva el
pleito perdido, al menos durante el curso de aquella primera
entrevista. Generalmente los propósitos del galán y los de la
perseguida, caminan encontrados: él querrá leer, y ella, ladinamente, se
manifestará cansada y con deseos de apagar la luz; él intentará fumar, y
ella, sin prohibírselo, pero con discretos tosiqueos, le obligará a
tirar el cigarrillo. Si la temporada es la de verano, es posible que él
tenga calor, pero acaso ella, ya de madrugada, se queje de frío, en cuyo
caso el viajero “galante” se apresurará--en tanto se restaña el sudor--a
cerrar las ventanillas. Si por el contrario la noche es de invierno, él,
generosamente, ofrecerá a la dama su manta para que se abrigue mejor, y
aun su almohada; y, con objeto de que repose más cómodamente, se aislará
en un rincón, sin otro consuelo que el muy limitado de mirarla los pies.
Y así, mordido inútilmente por los cortantes dientecillos de la
tentación, sin fumar, sin dormir, sin dónde apoyar la cabeza y a
obscuras, irán a saludarle las claridades prístinas del amanecer. Mas no
haya miedo de que el viajero “galante” escarmiente; un éxito mediocre
bastará a aliviarle de cien descalabros, y siempre, no bien la rosada
aventura asome, incorregible volverá a empezar.
Con estos tiquismiquis y perfiles yo me divierto, y, al par, me instruyo
mucho. En la intimidad de un viaje largo, aun los espíritus más
herméticos llegan a descubrirse un poco. La desocupación de tantas horas
les mueve a buscar consuelo en el diálogo; el fastidio les expone a
decir palabras indiscretas, y, en un rapto de distracción o de abulia,
el cansancio físico suele obligarles a cometer incorrecciones de
actitud.
Personas vi que, tras una noche en ferrocarril, se manifestaban tan
ecuánimes y amables como cuando subieron al vagón. Pero éstas son
minoría. La descuidada mayoría no tarda en sufrir la necesidad, algo
grotesca, de disponerse cómodamente: éste se aflojará el cinturón, aquél
se quitará el cuello de la camisa, un tercero cometerá la grosería de
descalzarse... ¡Lo que más odio!...
“Lo importante es ir a gusto”--discurre cada cual.
En esta prolija galería de siluetas--cómicas casi siempre--que me
frecuentan, nunca falta “el señor que ronca”; al cual no debemos
confundir con “el soñoliento”, ya presentado.
En un departamento hay seis personas, de las cuales dos, por hallarse en
el centro y faltarles un ángulo cómodo sobre qué apoyarse, pasarán la
noche moviendo la cabeza de atrás a adelante, o de izquierda a derecha.
La expresión de estos movimientos responderá al temperamento de cada
sujeto: los optimistas y bondadosos se manifestarán propicios a todo:
“Sí... sí... sí...” En cambio, los pesimistas protestarán continuamente:
“No... no... no...”
De mis huéspedes, uno es viejo y tiene bigote rubio; aquél es joven y
luce una hermosa barba negra: de los dos caballeros sentados junto a las
ventanillas, el colocado de espaldas a la máquina es muy delgado, y el
otro muy gordo. Cada cual busca un medio de distracción: quién lee una
novela, quién desdobla un periódico, quién se abisma en las páginas,
repletas de nombres y de números impresos en caracteres microscópicos,
de una _Guía_. A intervalos se observan recíprocamente, y, según
transcurre el tiempo, parece envolverles una atmósfera de confianza
mutua. Casi a la vez, todos han pensado:
“¡Lástima que seamos tantos! Si, en lugar de seis, fuésemos cuatro,
podríamos acostarnos y dormir un poco”...
Gradualmente la lectura les cansa y los periódicos van quedando
arrugados sobre las rodillas; algunos, con el trepidar del convoy,
resbalan hasta el suelo.
De pronto uno de los dos señores que ocupan el comedio del
compartimiento, es decir, el lugar más incómodo, el más ingrato, empieza
a roncar. ¿Es posible? Momentos antes le vi apoyar la barbilla sobre el
nudo de su corbata, e inmediatamente, sin transición ninguna, su
respiración hízose sonora. Al principio, creí haber oído mal:
“Pero... ¿se ha dormido?...”--me pregunto.
Sí, duerme, no cabe duda; y, por instantes, el aire que absorbe y
devuelve por boca y nariz, reafirma y complica su polifonía.
El pueblo, con su exacta agudeza y donoso humor proverbiales, señala en
el roncar tres tiempos. En el primero--dice--“se sopla”; en el segundo,
“se suspira”; en el tercero, “se pide pan”.
El viajero de que hablo marca estos tres tiempos exactamente. Comenzó
soplando con el soplar lento, suave, indispensable para apagar una
cerilla. A esta espiración apacible sucede luego un suspiro plácido:
“¡aj!”... Finalmente, sus labios, juntándose y separándose
cadenciosamente, como si saboreasen algo, piden “pan”... Después vuelve
a soplar.
El rostro caído hacia adelante, la gorra o el sombrero ladeados, y las
manos gordezuelas cruzadas sobre el vientre redondo, “el señor que
ronca” repite beatífico:
--“¡Fu... aj... pan!... ¡Fu... aj... pan!...”
Los demás viajeros le miran sorprendidos, y a poco este asombro se
convierte en envidia, y luego en antipatía, en odio... Evidentemente les
molesta que, hallándose todos despabilados, alguien duerma así: aquel
roncar tranquilo implica una superioridad, y es una ofensa a sus ojos
insomnes. El despecho les impulsa a pensar en voz alta. Uno comenta, con
irritación sorda:
--¡Qué atrocidad! Tiene una garganta que parece un serrucho. ¡Vaya un
modo insolente de dormir!...
Otro responde:
--Para ser así es necesario carecer de sensibilidad. Yo, en el tren, no
puedo cerrar los ojos.
--Ni yo.
El joven de la barba negra añade:
--Pues, como no despierte, vamos a pasar la noche en el Purgatorio. Es
de los que duermen y no dejan dormir a nadie. ¡Qué falta de
educación!...
Ajeno a cuanto de él murmuran, el durmiente prosigue feliz:
--“¡Fu... aj... pan!...”
Llegamos a una estación, y mis huéspedes creen que el movimiento brusco
con que me he detenido despertará al roncador. ¡Mentirosa esperanza! En
el profundo silencio de la parada sus ronquidos se oyen mejor. Ni las
trepidaciones, ni el frío, le vencen. El señor delgado tiene un mal
pensamiento:
--¿Y si abriésemos la ventanilla? Quizás una corriente de aire acabase
con él...
Los circunstantes sonríen aprobadores, pero no se atreven; sería
demasiado... El tren reanuda su correr crepitante, y “el señor que
ronca”, privado de punto de apoyo, se estremece sobre sí mismo como un
pelele: tiembla la prominencia adiposa de su vientre; tiemblan sus
brazos, ahora inertes; y su cabeza, que no pierde el equilibrio,
afirma... niega... duda... ¡Creeríasela colocada en un alambre!...
A la mañana siguiente, ya bien entrado el día, despierta y sus ojos
miran asombrados a su alrededor. Su despertar es afectuoso y
comunicativo. Bosteza, sonríe...
--Afortunadamente--exclama--ha pasado la noche. ¿Han descansado
ustedes?...
Nadie contesta; pero los semblantes amustiados, las miradas sin brillo,
de sus oyentes, dicen lo contrario.
--¿Ah?--prosigue--. ¡Caramba!... Yo tampoco he dormido.
El viajero delgado, y el gordo, y el anciano del bigote rubio, y el
joven de la barba negra... le miran iracundos, y cada cual echa de menos
su revólver. Hay descaros que deben replicarse a tiros.
Como en contraposición “al señor que ronca”, existe otro tipo que nunca
falta tampoco, y es “el señor que no duerme”. Pero su figura--al revés
de la otra--dice distinción, aristocracia, soberanía...
Dos minutos antes de arrancar el tren, cuando creía que ya nadie subiría
a mí, llega un caballero. Es amable sin pecar de risueño, grave sin
adustez.
--Buenas noches--murmura.
Coloca en la red su bagaje: un maletín, una sombrerera y un paraguas,
todo muy pulcro y nuevecito, y para acomodarse no elige sitio, sino que
acepta el más próximo. En seguida desdobla una buena manta a cuadros
escoceses, con la que se envuelve las piernas y el cuerpo hasta la
cintura, y se sienta erguido, los pies juntos y cruzadas las manos sobre
el abdomen. Representa cincuenta años, talla mediana; el cabello y el
bigote enteramente blancos; color pálido, perfil aguileño; la barbilla,
limpiamente delineada, descubre voluntad. Tipo militar, en fin, de
comandante para arriba. Sombrero hongo bien encajado sobre las negras
cejas, de manera que no pueda torcerse a un lado ni a otro; gabán azul,
muy cepillado; guantes de ante amarillo; el cuello de la camisa,
blanquísimo, brilla a la luz.
Aquel hombre, de una impasibilidad atormentadora, no lee ni fuma: sus
pupilas vivaces miran al espacio, examinan a los viajeros y, a
intervalos, se detienen en mí. A su curiosidad distraída la mía
responde. Más de una hora hace que estamos juntos, y todavía sus pies no
se han movido, y los pliegues que, al sentarse, formó la manta con que
se calienta, duran aún. Solamente la disposición de sus manos ha
cambiado: la izquierda, que se hallaba debajo de la derecha, ahora está
encima.
Poco a poco mis inquilinos se animan a charlar, y la conversación se
generaliza: hablan mal de España, tópico malsano inevitable entre
españoles, y el humo de los cigarrillos azulea el ambiente. Hay risas,
interjecciones. Unicamente el caballero del nevado bigote permanece
serio, callado y sin fumar, y su hermetismo envuelve un reproche.
Súbitamente la parla cesa, y, bajo las primeras insinuaciones del
sueño, cada quisque busca una actitud cómoda. Este hunde su cabeza en
una almohada mientras ahoga un bostezo; aquél se arrebuja en su gabán;
quién se cala mejor la gorra para quitarse de los ojos la luz; la
euritmia se pierde...
Unicamente “el señor que no duerme” no se ha estremecido: tan sólo el
orden de sus manos ha vuelto a cambiar: la diestra cubre a la otra. Nada
parece molestarle: ni la rigidez de su cuello almidonado, ni el pertinaz
temblequeo de mi caminar, ni la probable dureza del asiento. Con las
alas, casi horizontales, de su sombrero hongo, colocado a plomo, su
espíritu vertical parece dibujar una cruz. El celoso atildamiento de su
indumentaria dice pulcritud: es limpio, es rígido, como una camisa de
frac. Planchado no estaría mejor.
A mí mismo, tan avezado a conocer gentes, este viajero-tipo me inspira
una admiración de la que participan los demás pasajeros. El caballero
que está a su lado le interroga amablemente.
--Desearía tenderme un rato. ¿Le molesto a usted si coloco los pies
sobre el asiento?
--De ninguna manera.
--¿No quiere usted acostarse? Podemos acomodarnos los dos muy bien.
--Muchas gracias.
Le ofrece un periódico:
--Si desea usted leer...
--Tampoco; gracias.
--¿Usted no duerme cuando viaja?
--Nunca.
Otro señor, que acaba de abrocharse las orejeras de su gorra debajo de
la barba, le pregunta:
--¿Tiene usted inconveniente en que apaguemos la luz?
--Ninguno.
No se habla más, y el compartimiento se anega en tinieblas. La
obscuridad, sin embargo, no es completa, y en la penumbra, aunque densa,
veo fulgurar obstinados, implacables, los ojos “del señor que no
duerme”. Aquellos ojos sin misericordia resisten al sueño, al silencio,
al emperezamiento del monorrítmico tremar de mi marcha; y, lo más
prodigioso: resisten a la terrible adormidera de la obscuridad. Nada les
aflige. Pupilas inquisitivas, pupilas policíacas, ¿cómo podéis vencer a
la sombra?... Pasa una hora, pasan dos: son las cinco de la madrugada y
los ojos vigilantes, semejantes “al ojo de Dios”, de aquel hombre,
permanecen abiertos.
A la mañana siguiente, bajo la luz solar que a raudales ufanos incendia
mis cristales, los viajeros sacuden su sueño, se desperezan y comienzan
a corregir el desaliño de sus trajes. Este recoge del suelo su cuello y
su corbata; otro tiene alborotado el pelo, y la camisa le asoma por
entre el chaleco y el pantalón...
Para ejemplo y vergüenza de todos, “el señor que no duerme” está según
le conocieron la víspera. Catorce o diez y seis horas de viaje no
descompusieron en una tilde el equilibrio severísimo de su individuo.
Aquel éxodo penoso ha sido para su cuerpo lapidario, dulce y fácil como
un paseo en tranvía.
Hemos llegado a la estación terminal, y mis huéspedes se apresuran a
cerrar sus maletas. “El señor que no duerme” es el primero en dejarme:
en un santiamén ha doblado su manta y recogido su maletín, su
sombrerera y su paraguas.
--Buenos días--dice.
Y sale. Ni una mancha, ni una arruga lleva: el pantalón sin rodilleras,
los puños limpios, intacto el lazo de la corbata, el sombrero a plomo...
¡Como si fuera a retratarse!...


XIII

Los individuos que en el anterior capítulo procuré describir, son
“fundamentales” y les tropezamos en todos los viajes, como si la
naturaleza conservase sus arquetipos o prototipos y hubiese obtenido de
ellos millares de reproducciones que después repartió por los
incontables caminos del mundo. Según dije, el elemento físico o plástico
de estos perfiles, puede variar--y varía--hasta lo infinito: el viajero
“galante”, el “madrugador”, “el señor que no duerme”... serán gruesos o
delgados, boquirrubios o carinegros, viejos o jóvenes: esto, lo
accidental, no tiene importancia: lo inmutable, lo que en ellos resurge
inflexible, es su carácter, su personalidad arcana o espiritual, que ni
ceja, ni se entibia, ni se curva.
Pero al lado de estas siluetas con rasgos manifiestos “de familia”,
aparecen “los raros”, que por serlo escasean; las almas díscolas, las
voluntades inadaptables que, al pasar, lo hacen irradiando a su
alrededor un poco de inquietud. En ellos su misma vida interior, rotunda
y férvida, les impone una cara “suya”, pues ya sabemos que el rostro es
la tribuna adonde el alma se sube a hablar, y el púlpito es, casi
siempre, espejo del orador. “El raro”, de consiguiente, impresionará,
verbigracia, por su manera de mirar--aunque ni el tamaño ni el color de
sus ojos sean extraordinarios--; por su modo de peinarse, de vestir, de
cortar las páginas del libro que se dispone a leer; ¡por algo, en fin,
undivago y filante, que le es privativo! Justamente su simpatía, el
interés que despierta, provienen de ahí.
Yo he conocido a uno de esos “sobresaltados”, guerrilleros del amor y de
la vida que permanecen al margen de las rutinas sociales y aun en las
afueras del Código. Una mujer le perdió, y como muchas veces, en el
espacio de tres años, viajó conmigo, y le sentí pensar y llorar, y tuve
ocasiones de leer las cartas que ella y él se escribían, puedo decir que
asistí a sus últimos momentos.
Fluctuaba su edad entre los veintiocho y los treinta años, y tenía--más
tarde lo supe--un nombre españolísimo; un nombre trisílabo, grave y
heroico, que sonaba a Romancero: se llamaba Rodrigo. Era de estatura
mediocre y cenceño, pero vigoroso, a juzgarle por lo mucho que decían de
su fuerza sus manos fibrosas y velludas, y la muy suelta agilidad de sus
movimientos. Su semblante, cobrizo y aguileño, parecía el de un árabe,
mientras el bigote rubio, de guías levantadas, y los grandes ojos
verdes, muy diáfanos, eran holandeses; y de esta antítesis de rasgos
provenía la llamativa originalidad de su rostro. La tez obscura
acendraba la claridad de la mirada y la blancura de los dientes, que con
su luz y en igual medida intensificaban el cobre de su piel. Había,
pues, en él, dentro de una perfecta armonía, una magnífica
contradicción de razas.
Residía don Rodrigo en la ciudad de Valladolid, y la noche--la
madrugada, mejor dicho--en que le conocí, su figura, no bien apareció en
el andén, sujetó mi atención. Había pocos viajeros. Le vi acercarse
seguido del mozo que llevaba su equipaje, y subir a uno de los
compartimientos de “primera clase” de Dos-Caras, que marchaba delante de
mí: mas la intimidad del anciano vagón, tantas veces reparado, no debió
de complacerle, por cuanto no tardó en apearse y venirse conmigo. Desde
entonces don Rodrigo, siempre que esperaba el paso de mi “correo”, bien
por ser yo el coche mejor del tren, o por obra de esa atracción que los
objetos inanimados ejercemos sobre las personas que nos son gratas--y de
la que ya he hablado--me prefería a mí.
En aquel nuestro primer encuentro, antes que la discreta elegancia y
porte galán de mi huésped, fué la extremada agitación de su espíritu lo
que me cautivó. La casualidad quiso que en el departamento por él
elegido no hubiese nadie, y en la soledad su ánimo se descubría mejor.
Merced a esta compleja sensibilidad mía que--según en otro capítulo
queda explicado--es abreviatura de los cinco sentidos corporales del
hombre, yo, simultáneamente, veía a don Rodrigo y le oía, y como la piel
percibe el calor, de igual manera sus ideas y deseos, según iban
produciéndose, llegaban a mí. Yo--no creo ocioso repetirlo--, a las
personas que están quietas y piensan fuertemente, las comprendo mejor
que si hablasen, porque su inmovilidad y su silencio, que en cierto modo
las transforman en cosas inanimadas--para decirlo con las palabras que
emplearía un mortal--las acerca a mi modo de ser.
Don Rodrigo iba en busca de su amante, a La Coruña. Se llamaba Raquel, y
en la imaginación del enamorado la silueta de la mujer aparecía o se
difuminaba, cual en virtud de una especie de sístole y diástole, de su
memoria. La cabeza, especialmente, se precisaba nítidamente: tenía
noguerados los cabellos, la boca recogida y los ojos negros y ustorios
de las grandes sensuales. También se acusaba claramente una mano, la
izquierda, en cuyos dedos soñaba una esmeralda y maldecía un rubí.
Alternativamente aquella mano y aquel rostro continuaban ocultándose, o
resurgían maravillosamente, como las imágenes en los “baños” de los
fotógrafos.
Don Rodrigo pensaba... sin cesar pensaba, pero su pensar era
rudimentario, esquemático, y unas cuantas palabras, muy pocas, lo
reasumían. Yo las veía cruzar por el espíritu fervoroso del meditabundo:
pasaban encendidas, quemantes como llamas, y semejantes a los caballitos
de un Tío-Vivo parecían dar vueltas: se iban, volvían, tornaban a
marcharse para resucitar en seguida obstinadas, imperiosas,
alucinantes... A veces eran inconexas, a ratos hilvanaban frases, sílaba
tras sílaba; parecían anuncios luminosos. Decían: “Raquel...” “Voy a
verte...” “Raquel, tus labios tienen el dulzor de la vida, y tus ojos el
color de la muerte...” “Raquel...” “Tus cabellos...” “Tus manos...”
“¿Recibiste mi telegrama?...” “¿Sí?...” “Estarás aguardándome, como
siempre, en la estación...” “Raquel...” “Yo, para verte antes, iré bien
asomado a la ventanilla...” “Te abrazaré...” “¡Oh, mi carne de
seda!...”
A intervalos, el amador, absorto, sonreía a ciertas ideas, y según su
atención se detenía en una o en otra, la imagen correspondiente florecía
como bañada en una luz milagrosa. Yo le acompañaba en aquel seguido y
calenturiento imaginar, y contagiado de su impaciencia casi llegué a
gozar y a sufrir con él. Dijo: “Estarás aguardándome...” y vi aparecer
una mujer, de porte distinguido, envuelta en pieles. Dijo: “Tus
labios...” y vi una boca encendida como un corazón. Dijo: “Tus
nalgas...” y vi pasar una ola de carne rosada. Dijo: “Tus ojos...” y
pensé que me hundía en un túnel...
Impaciente, don Rodrigo se levantó y salió al pasillo. Allí, ante aquel
amanecer frío y perezoso de febrero, volvió a meditar en Raquel. Era
feliz porque iban a estar juntos; de súbito se entristeció considerando
que, más adelante, volverían a separarse. Luego pensó en la separación
definitiva, en el viaje sin regreso de la muerte.
Miró al paisaje neblinoso, y sus miradas se detuvieron en un árbol.
Instantáneamente se quedó triste. “Un día--suspiró--me bajarán a la
tierra dentro de una caja. ¿Habré visto... estaré viendo ahora... el
árbol cuya madera sirva para hacer mi ataúd? Porque es indudable que
existe ya ese árbol, destinado a pudrirse conmigo. Y, cuando yo expire,
de todas las palabras que conozco y de que me sirvo a diario, ¿cuál será
la última que pronuncie?... ¡Parece imposible que los hombres sean tan
vulgares que nunca reflexionen en esto...!”
Volvió a sentarse y mientras prendía un cigarrillo, sus ojos verdegay
me examinaron. Me halló confortable.
--Es buen coche--dijo.
Casi al mismo tiempo, exclamó dándose una palmada sobre la rodilla:
--¡Vamos muy despacio!
Y a continuación recordó a Raquel; y al imaginársela lo hizo empezando
por lo que de ella más le arrebataba. “Sus ojos...” “Sus cabellos...”
“Sus labios...” “Sus manos...” De los labios pasaba, indefectiblemente,
a las manos; y de las manos, a las caderas; en el seno pensaba pocas
veces, y advertí que siempre, al recomponer la imagen de la Amada,
seguía el mismo orden.
Cuando llegamos a la estación coruñesa, entre el centenar de personas
que esperaban al “correo” vi una mujer de razonable estatura y bien
sembrada, ojinegra; arrebujada en una capa de pieles. Una franca risa
juvenil bañaba su rostro en luz.--“Raquel”--pensé. Antes de que el tren
se detuviese, don Rodrigo saltó al andén y corrió a abrazarla, y yo vi
cómo bajo la presión convulsiva de sus brazos, el talle doblegadizo de
la Deseada ondulaba y cedía. Se besaron. Luego, apoyados el uno contra
el otro, sin dejar de mirarse, se alejaron buscando la salida.
De todo esto hablé con Dos-Caras, que les conocía y me proporcionó
algunos informes: por razones que mi compañero no supo darme, vivían
separados; él en Valladolid, y ella en La Coruña, pero se reunían con
mucha frecuencia, tan pronto en una ciudad como en otra.
--Son antiguos “clientes” míos--continuó Dos-Caras--; quiero decir, que
ambos han viajado mucho conmigo, pues si ella no va a buscarle es porque
él viene.
Me pareció adivinar en sus palabras un dejo despectivo que no me
sorprendió, pues el viejo Dos-Caras aceptaba “a ruedas prietas” todas
las ordenanzas de la moral corriente. Acaso también hablaban en él los
celos y el despecho de ver que “sus clientes”--como él les llamaba--le
dejaban por mí.
--Hace más de un año--dijo--que ambos se quieren. ¡Bah, ya se
cansarán!... Ninguna de esas uniones libres duran; unas veces por culpa
de ellas, otras por culpa de ellos. El matrimonio es lo único capaz de
impedir que las mujeres y los hombres se separen. Por eso toda mujer que
se marcha a vivir con un hombre, sin estar casada con él, es una tía.
Esta afirmación mezquina y unilateral, me desazonó; expresaba una
intransigencia irritante.
--¡Calla, bárbaro!--le grité--: bien se advierte que te fabricaron con
maderas de Castilla, y que en ellas esta tierra nuestra, tan
dura--tierra de inquisidores--, infiltró su crueldad.
Dos-Caras mantuvo su opinión: solamente en las mujeres casadas puede
haber amor; en “las otras”, en las amancebadas, no existe cariño; es
interés, es vicio, lo que hay... Consiguió indignarme y me lancé a
sustentar mi criterio con brioso ardimiento. En la lotería social, el
matrimonio es “un premio” que, por concederlo la suerte y no la lógica,
no acredita mérito ninguno en quien lo recibe. Hay aventureras que
nacieron para tener un hogar, y señoras casadas con alma de perdidas.
--Mientras los hombres--proseguí--acaparen todos los empleos; mientras
dispongan del dinero, llave de la vida; mientras impidan a sus
compañeras ilustrarse, trabajar, desenvolverse; mientras “las
conviden”...--¡palabra odiosa!--el amor, ejercítese a espaldas de la Ley
o bajo su amparo, será para las pobres mujeres “un negocio”, una sucia
operación de compraventa. Los hombres, egoístas, terriblemente egoístas,
tienen agarradas a sus víctimas por el estómago. “Si sois
nuestras--dicen--nosotros os vestiremos y os proporcionaremos alimentos;
de lo contrario, moriréis de hambre.” Y “ellas” aceptan. El problema
amoroso, de consiguiente, es, en su esencia, un pavoroso problema
económico. La mujer que no ama, o que no se presta al amor, no come. ¡Y
precisa comer! Las menos exigentes--con cariño o sin él--se entregan
libremente; se venden al fiado; las más previsoras o las más
afortunadas, piden mucho más: piden el matrimonio que, en caso
necesario, las ayudará a exigir indemnizaciones; las que se casan
“venden al contado”, porque la firma del marido representa dinero. Pero
todas, solteras y casadas, se venden; esclavas del ambiente
profundamente inmoral que las oprime y condena a convertir el lecho en
oficina o mostrador, todas--¡y bien a pesar suyo!--llevan su porvenir en
aquella parte del cuerpo sobre que se sientan...
Con estas exaltadas aseveraciones Dos-Caras se incomodó en términos que,
perdiendo su ecuanimidad, me dijo palabras muy desagradables; redargüíle
yo con pareja insolencia, y hubiésemos ido muy adelante en nuestro
disgusto a no intervenir el “segunda” que rodaba detrás de mí y que, con
frases amables y dichetes de feliz humor, acertó a reconciliarnos. Yo
fuí quien primero aflojó el ceño.
--De hoy en adelante--exclamé--no volveremos a discutir: ¿para qué, si
no habíamos de entendernos?... ¡Allá cada cual en su casa y con su
opinión! Yo, aunque noble, soy un poco disolvente: me gustan los amores
libres y los ladrones.
--Y a mí--replicó Dos-Caras--que soy tradicionalista, me gusta el
matrimonio y la Guardia Civil.
Dos semanas después, una noche, Raquel y don Rodrigo reaparecieron. Iban
a Valladolid. Ella hizo ademán de subir a Dos-Caras; él la detuvo; con
un gesto me señalaba.
--Aquí iremos mejor--dijo--; es el vagón en que realicé mi último viaje.
Ella consintió en seguida con simpática vivacidad, y yo me estremecí
satisfechísimo de tenerles tan cerca. Dos-Caras gruñó algo que no
alcancé a entender, pero parecióme que, irónicamente, me felicitaba.
En el compartimiento que los amantes ocuparon, había dos personas. Ellos
buscaron un ángulo, cerca del corredor, y, desde aquel mismo instante,
la felicidad de hallarse juntos les aisló de todo. Mientras ella
hablaba, él la miraba a los ojos, estremecimientos fugitivos agitaban
sus labios, y con sus dedos velludos y largos impacientemente se
retorcía el bigote. El platicar de Raquel era versátil, alegre,
infantil; el de don Rodrigo, grave y vehemente; ella parecía amarle
porque amaba a la vida; mientras él, más sombrío, efervorizaba su pasión
con el miedo a la muerte. Evidentemente, el cariño del amante clavaba su
arado más hondo. Ella reía fácilmente; él reía poco, y sus palabras
recelosas eran como gemelos dirigidos hacia la interrogación del
mañana; eran profundas, inquietaban; Raquel, escuchándole, me producía
la impresión de una niña asomada a un pozo. ¡Oh, qué libro maravilloso
podría componerse hilvanando las frases con que, inconscientemente, se
emborrachaban los amantes!...
Recuerdo que don Rodrigo decía:
--Como todos los segundos, uno a uno, llevan a la muerte, así todas las
mujeres que he conocido me acercaron a ti, porque todas tenían algo
tuyo, y yo, que te presentía, sin sospecharlo te amaba en todas ellas.
Y, cuando viajaba, no era el deseo de curiosear ciudades nuevas--como yo
creía--lo que me desplazaba, sino el ansia de encontrarme contigo. Ahora
tú eres para mí España, Francia, Italia, Suiza...; tú eres América...
¡Querría huirte, y me sería imposible! Tu recuerdo me rodea; te veo como
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