Memorias de un vagón de ferrocarril - 01

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MEMORIAS DE UN VAGÓN
DE FERROCARRIL


OBRAS COMPLETAS
DE
EDUARDO ZAMACOIS

I.--LA ALEGRÍA DE ANDAR. (_Croquis de un viaje por tierras de
Puerto Rico y Cuba, Estados Unidos, Centro América y América del
Sur._)
II.--EUROPA SE VA... (_Novela._)
III.--EL OTRO. (_Idem._)
IV.--DUELO A MUERTE. (_Idem._)
V.--MEMORIAS DE UNA CORTESANA. (_Idem._)
VI.--LA OPINIÓN AJENA. (_Idem._)
VII.--PUNTO-NEGRO. (_Idem._)
VIII.--EL SEDUCTOR. (_Idem._)
IX.--SOBRE EL ABISMO. (_Idem._)
X.--CONFESIONES DE «UN NIÑO DECENTE». (_Autobiografía._)
XI.--TIK-NAY «EL PAYASO INIMITABLE». (_Novela._)
XII.--MEMORIAS DE UN VAGÓN DE FERROCARRIL. (_Idem._)
XIII.--EL MISTERIO DE UN HOMBRE PEQUEÑITO. (_Idem._)
XIV.--PARA TÍ... (Libro I.) (_Novelas._)

EN PRENSA
PARA TI... (Libro II.) (_Novelas._)
UNA VIDA EXTRAORDINARIA. (_Novela._)


EDUARDO ZAMACOIS
OBRAS COMPLETAS
XII
MEMORIAS DE UN
VAGÓN DE FERROCARRIL
NOVELA
(TERCERA EDICIÓN)

RENACIMIENTO
SAN MARCOS, 42
MADRID
ES PROPIEDAD
SERÁ ILEGAL TODO EJEMPLAR QUE
NO ESTÉ SELLADO POR EL AUTOR

Imp. J. Pueyo, Luna, 29.
Teléf, 14-30.--MADRID


MEMORIAS DE UN VAGÓN DE FERROCARRIL


I

Nací, por fortuna mía, vagón de primera clase, y mi ejecutoria acredita
la reciedumbre y nobleza de mi origen. En las buenas estaciones
provincianas, y más aún en las fronterizas, donde abundan los tipos
cosmopolitas acostumbrados a viajar, mi aspecto prócer y la pátina
obscura que me dieron, primero mis barnizadoras y luego la cruda
intemperie y el polvo de los caminos, dicen mi largo historial vagabundo
y atraen la curiosidad de las gentes.
Procedo de Francia, de los famosos talleres de Saint-Denis, pero fuí
construído con materiales oriundos de diferentes países, y esta especie
de “protoplasma internacional”--llamémoslo así--que me integra, unido a
mi vivir errático, me vedan sentir fuertemente ese “amor a la patria”,
en cuyo nombre la ciega humanidad se ha despedazado tantas veces.
La Compañía que me trajo a España pagó--con arreglo al cambio de aquel
día--veinte mil duros por mí. Los merezco. Casi en totalidad estoy hecho
con piezas de caoba y encina que, tras de perder toda el agua de sus
fibras leñosas durante varios años de estadía en los secaderos, fueron
severamente endurecidas bajo la llama del soplete; únicamente ciertos
pormenores y adornos de mi individuo son de roble, y me cubre una
tablazón de “teak”, madera muy semejante al pino que viene del Norte
europeo, y es inaccesible a los cambios atmosféricos. Mi peso
neto--quiero decir--cuando estoy vacío, excede de treinta y seis
toneladas. Tengo más de diez y ocho metros de longitud y tres metros y
cincuenta centímetros de altura, y la amplitud de mi techumbre cóncava
posee una majestad de bóveda. Durante muchos meses numerosos forjadores,
carpinteros, ebanistas, tapiceros, fontaneros, lampistas, electricistas,
estufistas y cristaleros habilísimos, trabajaron en mi fabricación, y
sus manos diestras maravillosamente fueron infundiéndome una solidez
excepcional y una rara armonía de proporciones. Con justicia mis
camaradas de ruta, a poco de conocerme, empezaron a llamarme _El Cabal_.
Soy ancho, cómodo, y, no obstante la gravedad de mi armazón, tiemblo
ágilmente, con sacudidas ligerísimas, sobre mi rodaje de cuatro ejes. No
todos los coches de mi rango podrían jactarse de otro tanto. Existe
entre nosotros una aristocracia que, sin vacilaciones, acusaré de
advenediza: figuran en ella los vagones más jóvenes que yo, fabricados
con tablas secadas imperfectamente. Yo les llamo vagones “de bazar”. Su
aspecto es bueno, pero carecen de resistencia: pronto sus miembros se
resienten del trabajo; crujen, gimen, sus puertas no cierran bien, sus
ventanillas cesan de ajustar, sus muelles fatigados se desmoralizan...
Además, por haber sido construídos de prisa y sin amor, les faltan
ciertos detalles complementarios indispensables a su ornamentación y a
la perfecta comodidad de los viajeros; y la verdadera distinción está en
“el detalle”...
Las unidades de “primera clase” se dividen en dos categorías: yo
pertenezco a la mejor, a la de más rancia y pura aristocracia, y las
letras A A. que exornan mis portezuelas pregonan mi alcurnia. El
“cuarto-tocador” ocupa uno de mis extremos, y en el centro--lugar el
menos trepidante--llevo un “departamento-cama”. Mi interior, dividido en
seis compartimientos, es bello y blando, acariciador, confortador, lleno
de previsiones; femenino, en suma: los asientos, que fácilmente pueden
ancharse y convertirse en lechos; los almohadones mullidos; la
curvatura, propicia al descanso, de los respaldos; las abrazaderas,
sobre las que el viajero podrá descansar un brazo; los ceniceros; la
mesita que adorna la entreventana; las cortinas, que modifican la luz
solar; los tubos de la calefacción; los timbres de alarma; los espejos
biselados; los anuncios polícromos y las fotografías de lugares
célebres, que exornan mi tránsito; el silencio y precisión con que las
puertas se cierran y ajustan a sus marcos...; todo, en fin, descubre en
mí un alma “de hogar”. En invierno, especialmente y de noche, cuando el
frío escarcha los cristales y la máquina me envía a raudales generosos
su calor, y todos mis inquilinos duermen, y las manos de los enamorados
se buscan enceladas y febriles bajo las mantas, entonces mis
compartimientos parecen alcobas sobre cuya tonalidad gris mis linternas,
medio cerradas, semejantes a párpados indolentes, vertiesen una casi
imperceptible llovizna de luz. ¡Bello y rotundo contraste!... Fuera de
mí, el movimiento, la lucha, el peligro, la obscuridad, el fragor
tronitronante de los puentes, el estrépito ensordecedor de los túneles,
la lluvia, el granizo, la nieve, los vientos helados, la interminable
conquista de la tierra; y, dentro, la paz, el reposo, el bienestar de
las actitudes cómodas, el aire tibio, “la alegría de llegar”, con que
cada alma viajera se echó a dormir. ¡Ah!... Cuando me autoinspecciono y
me escucho vivir así, con esta doble vida tan plena, tan útil, pienso
que yo, todo “mi yo”, acogedor y bueno, es un corazón.
No sabría determinar exactamente en qué momento mi personalidad comenzó,
pues mi conciencia surgió, como en los niños, por grados insensibles.
Con arreglo a un modelo, de los mejores, empezaron a construirme, pero
sin ensamblar mis miembros, porque la vía francesa es veinte centímetros
más angosta que la española, y mis constructores necesitaban
transportarme a la Península, que era donde yo debía servir. Este es el
período que podemos denominar fetal. Ya completamente terminado, pero
inconexo, desarticulado y amorfo, traspuse la frontera sobre dos
“trucks”, y llegué a Irún. Allí organizaron mis piezas, las unieron, las
empalmaron y trabaron solidísimamente unas a otras, me encolaron, me
enclavijaron, me barnizaron, me vistieron; allí mi figura adquirió la
silueta, el equilibrio de perfiles, que habían de constituir mi
personalidad. Soy, de consiguiente, español, puesto que “nací” en
España, pero de origen francés.
Cuando, lentamente, con la suavidad de un lento despertar, fuí
comprendiéndome separado de los cuerpos que me rodeaban y distinto a
ellos; cuando la idea milagrosa del “Yo” me iluminó, semejante a una
antorcha, y pude decir “soy... existo...” ya me hallaba montado sobre
los recios mecanismos de ejes, ruedas, cojinetes y frenos, con que había
de caminar después, y las entrañas capitales de mi forzudo corpachón,
así como la techumbre y las ventanas, hallábanse acopladas y concluídas.
Evidentemente--no puedo explicar de otro modo el veloz incremento de mi
sentido íntimo--los dedos inteligentes de los herreros y carpinteros que
construyeron mis piezas más robustas, minuto a minuto fueron dejando en
mí latidos de pensamiento y de voluntad, y temblores de carne. Cada
martillazo que me asestaban, era como un llamamiento que hacían a mi
sensibilidad, embotada aún; las sierras me libraban de los trozos
inútiles; las garlopas y las escofinas que pulían mi tablaje, me
elegantizaban, y los tornillos de bronce con que aseguraban mis miembros
eran como ideas que fuesen clavándose en mí.
Durante el impreciso amanecer de mi inteligencia, aquellos obreros me
eran aborrecibles. Les odiaba y al propio tiempo les temía, porque según
iban formando mi conciencia lo que hacían conmigo me causaba mayores
sufrimientos. Muy de mañana ocho o diez de ellos penetraban en mí,
armados de diversos instrumentos torturadores: éstos esgrimían sierras,
aquél un escoplo, estotro un berbiquí, un formón, una repasadera, unas
tenazas, un taladro o un martillo. El serrín, que es mi sangre, lo
ensuciaba todo. Para ir encajando bien entre sí las diversas partes de
mi armazón, mis verdugos me mutilaban, me oprimían y atarazaban de
innumerables modos. Los repeledores ahondaban los clavos de suerte que
sus cabezas desaparecían en mí; las garlopas insaciables me arrancaban
la piel, que caía en virutas; las barrenas me traspasaban como
remordimientos. Herido, raspado, tundido a golpes, mi cuerpo vibraba, y
a cada nuevo martillazo mis entrañas magulladas parecían romperse. Así,
a fuerza de porrazos y de dolor--como la conciencia en los
hombres--nació mi conciencia.
Luego, aquellos bruscos jayanes de anchas espaldas y entrecejo hosco,
fueron substituídos por obreros más minuciosos, silenciosos y pulidos, y
menos crueles. Eran los ebanistas, los electricistas, los fumistas, los
tapiceros, los cristaleros, los fontaneros, los broncistas y los
pintores, de que antes hablé. Todos, a porfía, me raspaban, me limaban,
me clavaban, me mordían... ¡no acababan de corregirme!... y cuando
parecía que ya nada tenían que añadir, volvían a empezar: quién para
“rectificar” una línea, me quitaba unas virutas, quién me ahincaba un
tornillo... Todos, en una palabra, me hacían daño; pero yo comprendía
que asimismo todos me hacían bien, y esta convicción me enfervorizaba.
Más que el ansia de vivir, el noble deseo de ser bello iba encendiéndome
como a esas mujeres que, a trueque de parecer bonitas, aceptan las
peores torturas de la moda: el calzado estrecho, los pesados sombreros
que dificultan en las sienes la circulación...
De día en día reconocíame más completo, más firme, más adornado y
hermoso, en fin; y también más consciente. Yo era como un cerebro que va
llenándose de ideas. Cada uno de aquellos obreros me daba--sin él
saberlo--una partícula de su alma; estos elementos inteligentes y
vibrantes, llenos de radioactividad, se acoplaban unos a otros y así mi
espíritu, en estado de nebulosa todavía, iba surgiendo de la síntesis de
todos ellos.
Al artístico prurito de ser bello, añadióse muy pronto otro de alcurnia
moral superior: el de ser bueno, el de ser útil... Nació porque yo,
desde el lugar en que me hallaba, veía pasar muchas veces al día los
trenes que llegaban o salían de la estación; y al advertir que todas sus
unidades, fuesen de primera, de segunda o de tercera clase, se parecían
bastante a mí, deduje que en lo futuro mi misión sería, al igual de la
suya, transportar gentes de un lado a otro.
Cuando los cristaleros ocuparon el vano de mis ventanas con magníficos
cristales de una pieza, vibré de júbilo:
--Ya tengo ojos--me dije--y el polvo no podrá entrar en mí.
Cuando los estufistas tendieron a lo largo del corredor y bajo mis
asientos los tubos de la calefacción, y los tapiceros me alfombraron y
revistieron mi interior de mollares colchonetas, pensé:
--Los que viajen conmigo ya no sentirán frío.
Cuando me proveyeron de “aparatos de alarma”, sentí el consuelo de no
hallarme desamparado; y cuando el electricista me impuso el dinamo y los
hilos magos repartidores de la luz, parecióme que dentro de mí acababa
de entrar el sol. Tengo mucho de humano: los conductos de la
calefacción, verbigracia, son mis arterias; las tuberías y desagües de
mi “cuarto-tocador”, mis intestinos; los hilos de la electricidad, mis
nervios; mi voz, el traqueteo de mis músculos.
Un día cesaron de martillear en mí y de añadirme adornos. Mis
fabricantes y “servidores”, puedo calificarles así, barrieron y
sacudieron mi interior escrupulosamente, abrillantaron mis bronces,
fregaron mis cristales hasta dejarlos tan impolutos que se confundían
con el aire límpido, bruñeron el barniz de mis revestimientos y
silenciaron, con grasas especiales, mis herrajes. ¡Divina juventud!
Todo, dentro de mí, mostraba una alegría: el suave tinte gris-claro de
los asientos; la blancura inmaculada de la sencilla labor de “crochet”
que cubría los respaldos; las barras de acero de las redecillas
destinadas a equipajes; los picaportes y las paredes relucientes, la
densa alfombra roja y azul que tendía a lo largo de mi pasillo una
lozanía de pradera...
Yo también estaba alegre; vibraba; tenía miedo. ¿Por qué?... ¿A qué?...
--Has empezado a vivir--me decía secretamente una voz.
Transcurrió otra noche. Amaneció; ¡oh, con qué sobresalto esperé aquella
aurora! A mi alrededor se armaban otros muchos vagones traídos de
Francia y el trajín de operarios era grande. De pronto varios
hombretones, colocados detrás de mí, me empujaron, y, por primera
vez...--¡oh, hechizo excelso de “la primera vez”!--mis ruedas voltearon
poderosas y calladas sobre los rieles fulgentes. Un sol admirable de
junio encendía el paisaje. Según avanzaba, todo en torno mío comenzó a
cambiar: cuanto hasta allí me fué familiar se descomponía, y
perspectivas nuevas surgieron ante mí.
La sensación de moverme, que todavía ignoraba, me produjo pasmo y
regocijo delirantes. Hasta entonces yo había estado quieto, y ahora me
movía. Aprecié mi fuerza. ¡El movimiento!... ¿Qué es el movimiento?...
Yo era, en aquellos instantes, el mismo que había sido; y, sin embargo,
era “otro”. Sin cambiar, tenía lo que nunca había tenido, y “siendo” con
todo el imperio de un presente de indicativo, “me iba”. ¡Paradoja
inexplicable!... Evidentemente los tagarotes que me impelían me
transmitían su fuerza... ¡Luego la fuerza es algo capaz de separarse de
la materia, ya que pasa de unos cuerpos a otros sin deformarlos! ¡Luego
si el espíritu es fuerza, puede gozar de un vivir independiente y
aparte!...
Advirtiéndome desligado de la tierra, recibí la revelación de mi
destino, que era el de andar, sin echar raíces nunca. Yo, mientras mi
vida vagabunda durase, sería a manera de protesta o de constante
reacción contra la quietud de aquellos árboles que me dieron su madera;
frente a su eterno reposo, mi eterno vagar; frente a su silencio, mi
escándalo. Dentro de mí, ni los tornillos ni las caobas y encinas
centenarias, gemían; todo estaba felizmente acoplado y justo; nada
sobraba, nada tampoco permanecía ocioso; mi rodar era callado y
elástico, y experimenté el orgullo de mi salud fuerte, de mi organismo
bien constituído, de mi euritmia perfecta.
Continué alejándome de los talleres, y, por instantes, la alegría de
existir y “de sentirme”, me embriagaba. Ya cerca de la Estación, y
dispuestos junto a las líneas ferroviarias principales, había algunos
viejos vagones sin ruedas, clavados en la tierra y convertidos en
casetas de guardavías.
--Son coches inservibles--pensé.
Y no tuve para ellos ni una compasión.
Estremecimientos fortísimos de inquietud y de júbilo me sacudían y me
impedían meditar. El aire era fresco, perfumado, y como empapado de luz.
En torno mío, campos verdes inmensos, árboles... ¡muchos árboles!... que
bajo la lumbrarada riente del sol parecían esmeraldas; caseríos blancos,
techumbres rojas... un puente... y, al fondo, lejos, recortándose sobre
el purísimo zafiro celeste, una procesión de montañas obscuras--los
Pirineos--y al otro lado el mar...
--Pronto--me dije--conoceré todo eso... porque todo ello pasará junto a
mí...
Sentíame vibrar, orgulloso, contento, dueño del mundo. Las rutas del
horizonte iban a ser mías. Mi alegría, desbordante de vigor, era la del
caballo de carreras que entra en un hipódromo.


II

Demasiado adivino la sorpresa que estas “confesiones” mías han de
producir.
--¿Cómo?--exclamarán los hombres--¿Es posible que los objetos que
estimamos inanimados gocen de una vida consciente y razonadora, análoga
a la nuestra?
Así es, efectivamente; y yo procuraré explicar cómo la noción precisa de
que “existo” nació en mí, y cómo vive cuanto parece muerto.
La Vida y la Muerte son los dos gestos, las dos máscaras, de una fuerza
absoluta; y la Creación, como una serpiente de tres anillos
correspondientes a los tres reinos de la Naturaleza. De consiguiente--y
esto lo sé bien porque yo vengo de abajo, de los árboles y de las minas
de hierro--la Muerte, realmente, no existe; la Muerte no es más que un
“cambio de forma”, un “cambio de actitud”, que la Energía Única adopta
para continuar viviendo. De otro modo: para la Vida--este substantivo
debemos escribirlo siempre con mayúscula--morir es... mudarse de
traje...
Desde la estructura de una piedra, a la estructura y composición del
cerebro de Einstein, la inteligencia traza una escala con más peldaños
que la célebre de Jacob; pero no dudemos de que el cerebro de Einstein
tiene algo de piedra, ni tampoco de que en las piedras existen
partículas infinitesimales, “micras” de luz, de la gran luz que brilla
bajo el cráneo del famoso alemán. Mi cosmogonía es muy sencilla:
El Universo es una Fuerza infinita que ocupa lo infinito, e
incesantemente trabaja sobre sí misma para mejorarse, con lo cual va
acercándose a la Luz. Cuando todo el universo sea Luz, es decir:
Inteligencia, Equilibrio, Serenidad, cesará el movimiento, y la Vida se
inmergirá en el deleite de mirarse a sí misma, y entonces la Muerte
“morirá”, porque nada sentirá la necesidad de renovarse.
Dicha Fuerza está formada por las miríadas de millones de astros que
pueblan el espacio, cada uno de los cuales representa “una idea”, del
cerebro infinito. Esas, que llamaré Ideas-Mundos, van y vienen, y se
atraen y se encienden o apagan en el espacio, exactamente lo mismo que
las pequeñas ideas del cerebro del hombre. Y, según transcurre el
tiempo, esas Ideas-Mundos, gracias al constante trajín de la Muerte y de
la Vida, van depurándose. Porque la Vida, en su concepto más alto--que
es el que yo explico aquí--se reduce a la eterna aspiración de la
materia a convertirse en espíritu.
Examinemos la historia de nuestro planeta, semejante, sin duda, a la de
otros mundos:
En sus principios la geología lo presenta como una ingente hoguera. Todo
él era fuego, es decir, verbo, acción, anhelo de ser, voluntad; una
voluntad no es más que una antorcha. Cuando los vapores de aquel
portentoso incendio se convirtieron en aguaceros torrenciales y la
corteza terrestre empezó a solidificarse, nacieron los primeros
minerales. La materia es la base, lo más torpe; y este cimiento,
inseguro aún, tiembla, se resquebraja, vuelve a licuarse en las llamas,
y de nuevo torna a enfriarse y resurge. Estos fueron los gestos
rudimentarios, los balbuceos iniciales de la Muerte; la Muerte apareció
la primera vez que una piedra perdió su forma. Millones de siglos
después--el Tiempo prodiga su caudal--se inicia la aurora del reino
vegetal. El organismo telúrico imperceptiblemente se complica, se
enmaraña, se subdivide; la evolución cósmica marcha siempre de lo
indefinido a lo rotundo, de lo nebuloso y homogéneo a lo heterogéneo y
preciso. Lo que llamamos “inorgánico”--que no lo es “absolutamente”--se
convierte en planta, y, a su vez, las plantas vuelven a la tierra. Es
evidente que, conforme la Vida adelanta, la Muerte se perfecciona en su
oficio. Tras el reino vegetal, que ha de servirle de alimento, llega el
reino animal. La Muerte ríe, está contenta. Más tarde, infinitamente más
tarde, nace el primer hombre; el hombre rudimentario, el instintivo, que
se mueve dentro de las fronteras de la animalidad. La idea de
civilización florece mucho después, y se exasperará de día en día,
porque la Vida--como antes dije--es el anhelo insaciable que sufre la
Materia de hacerse Espíritu.
Aclararé mi teoría con un ejemplo:
En el hombre--tuve ocasión de observarlo mil veces--la parte física
declina con la edad. Admitiendo que un viejo y un joven posean idénticos
grados de inteligencia, siempre el viejo demostrará en sus gustos mayor
espiritualidad que el joven. La desorganización, la ruina, vienen de
abajo, de la tierra: la vida que antes se extingue en el individuo es la
sexual; luego, la estomacal o vegetativa; y cuando ya en él todo está
derrumbado y casi a obscuras, el cerebro resplandece aún.
Lo propio acontece en el mundo: la materia se transmuta en vegetal, los
vegetales en carne animal, y los elementos nutritivos de ésta, en
actividad cerebral; una ostra puede ser inspiración en el cerebro de un
ingeniero. Luego cuando ese cerebro, esa materia, que vivió en íntimo
trato con el pensamiento, vuelva a la tierra, perfeccionará a la tierra,
porque descomponiéndose en ella la transmitirá algo de su distinción. Y
así yo afirmo que un aparato construído con tierra del cementerio del
Padre La Chaise, ha de ser mejor, más sensible y preciso, más
inteligente--para decirlo de una vez--que otro, al parecer igual,
fabricado con elementos de un campo cualquiera.
La Tierra era, indiscutiblemente, en sus remotísimos comienzos, más
torpe, “más bruta”, que lo es hoy. Hace veinte mil años Edison no
hubiera podido inventar el fonógrafo, ni las ondas hertzianas se
hubiesen producido, porque entonces la materia vibraba mal.
Afortunadamente, esa materia ha muerto y resucitado millares de millones
de veces, y cada una de sus existencias ayudó a sutilizarla y
ennoblecerla.
Repetidas veces oí hablar a los hombres de “la clemencia” actual de sus
costumbres.
--Antes--dicen--la humanidad era más cruel.
Ellos atribuyen esa mayor bondad a un mayor grado de cultura. Cierto:
pero ¿no es la cultura una exasperación de la sensibilidad?... Poco a
poco la materia--toda la materia--se ha vuelto más sensible: los
animales, las plantas... ¡hasta las piedras!... sienten más que antaño.
A la Civilización coopera todo: la Civilización no es más que el
resultado de nuestro miedo a sufrir.
Las victorias milagrosas de la física y de la biología aflojan los nudos
más apretados del Supremo Misterio, y poderes insospechados surgen
timoneando el dinamismo de los átomos. Yo me hallo muy bien situado en
la Vida para disertar acerca de todo esto, pues conozco a los hombres, y
recuerdo asímismo el alma de los bosques y de las minas de donde
procedo. Nada se pierde, nada es estéril, y hasta el ruido levísimo que
una hoja seca produce al caer, repercute en el cosmos, porque un
movimiento no concluye sin que otro movimiento empiece. ¿Quién no oyó
hablar del vigor “intraatómico” de los cuerpos?... ¿Conocéis cuanto la
psicometría enseña acerca de las “emanaciones de alma o de
pensamiento”--las designaré así--que los seres vivos dejan en los
objetos que parecen muertos? ¿Y las cábalas del coronel Rochas relativas
a la llamada por él “exteriorización de la sensibilidad”?... ¿Habéis
leído lo que el doctor Carlos Russ ha dicho respecto a la fuerza
magnética de la mirada; o a la capacidad que, según el profesor Russell,
tienen ciertas maderas, particularmente el pino escocés, la encina, el
haya, el sicomoro y el ébano, de impresionar “en la obscuridad” las
placas fotográficas?... ¿Y no sabemos también que los grabados en acero,
transcurrido cierto tiempo, comunican su imagen al cristal que los
cubre?...
En un día, lejano aún, pero que llegará, el hombre obtendrá la posesión
de lo Absoluto; y ese día la humanidad traducirá la canción de los ríos,
y el idioma de las montañas. ¿Cómo dudar de la Ciencia? Edison sujeta en
un cilindro la voz de los muertos, y gracias a él los labios que ya no
se mueven siguen hablando; Marconi lanza la palabra humana sobre los
mares sin necesidad de hilos conductores; Friesse Greeve se apodera del
movimiento y lo sujeta--¡oh paradoja!--en una cinta de celuloide, y
Curie demuestra científicamente la posibilidad de que Moisés apareciese
ante su pueblo con la profética frente orlada de luz.
Y si las vibraciones sonoras se detienen en los discos fonográficos, y
las investigaciones de Russell prueban que los objetos fijan su imagen
sobre aquella pared en que su sombra se proyectó durante varios años--lo
que serviría para explicarnos la tristeza de los espejos antiguos--¿por
qué asombrarse de que yo haya recogido algo de la vida de los
incontables millares de personas que vivieron en mí?... ¿Visteis la
expresión, rotundamente humana, que adquieren los guantes con el uso? Un
guante, caído en el suelo, es como una mano cortada; la mano le
transmitió su nerviosidad y su elocuencia, su alma...
Este es mi caso. A la sensibilidad inherente a las maderas de que estoy
formado, debe añadirse la que recibí, por contagio, de los operarios que
me construyeron. Yo retengo las imágenes, como las placas fotográficas,
y recojo los sonidos al igual de los cilindros fonográficos, y asímismo
soy accesible a las emociones del olfato, del tacto y del gusto. En mí,
sin embargo, los órganos de la percepción no se hallan circunscriptos y
delimitados, como en el hombre. En lugar de cinco sentidos, poseo un
sentido que resume el funcionalismo de aquéllos: un sentido que,
semejante a una epidermis, cubre todo mi cuerpo; un sentido que es mi
alma, mi conciencia, mi Yo; y con el cual, a la vez, oigo, veo, huelo,
palpo... y así “todo mi Yo” se halla íntegro y simultáneamente en cada
una de mis partes. Mi psicología, aunque elemental, me satisface.
Evidentemente la vida de relación en los animales es más activa, más
intensa, pero esto mismo les agota y obliga a dormir; mientras yo, salvo
momentos contadísimos, nunca tengo sueño, y así, viviendo menos que
ellos, acaso viva más.
Todo lo que sé--muy poco--lo aprendí oyendo conversar a mis viajeros, y
leyendo en los periódicos y en los libros que ellos leían. Cada persona
que entraba en mí--y fueron muchas en los cuarenta años que llevo de
existencia--era para mí una “idea nueva”. Espiaba sus actitudes, atendía
a todas sus palabras, procuraba, en fin, aprendérmela de memoria... Y
este estudio perseverante fué acercándome a ellas, e inculcándome una
vida muy semejante a la humana.
Los hombres no sospechan nada de esto. Si en la paz de la noche, y
hallándonos detenidos en cualquiera estación, alguno de mis miembros
cruje, ellos nunca imaginan que en ese ruido pueda haber un dolor, un
recuerdo o un comentario; ellos “oyen el silencio”, pero su sensibilidad
no recoge lo que dice el silencio. A veces quieren comprender... pero no
pasan de ahí. Muchas veces dos amantes, al hallarse solos, se han
besado; y luego de besarse miraron a su alrededor, pareciéndoles que
alguien podía haberles visto. ¡Lo cual era cierto, porque yo les había
visto!... Pero esta emoción no pasó en ellos de la categoría de
adivinación o presentimiento, y se borró en seguida.
Los autores gustan de escribir sus “Memorias” al empezar a sentirse
viejos; en esa edad, delicadamente melancólica, en que la Vida,
separándose un poco de ellos, se hace recuerdo.
Los présbitas no ven bien de cerca; a distancia, sí; y la presbicia no
se presenta, en los hombres de vista normal, antes de los cuarenta años.
Se la creería una compañera de la experiencia y del desengaño. Con lo
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