Memorias de un vagón de ferrocarril - 04
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--Pero... ¿qué es esto?--exclamó Guisola--; ¡oh, casualidad!...
La joven hacía signos afirmativos. Rápidamente Ricardo y Conchita “la
Bruja” se miraron: en la mirada de ella había una risa; en la de él, que
era un sentimental y quería a su amigo, había una lágrima.
--¡Pero si hicieron ustedes el viaje con mi mujer!...--concluyó el
escultor.
Pedro Guisola ofreció a Concha una mano para ayudarla a bajar por mis
estribos. A Julieta la recibió entre sus brazos, y mientras la besaba,
repetía:
--¡Qué casualidad!... Las dos personas con quienes has viajado, son como
hermanos para mí. ¡Qué casualidad!... Pero... ¿cómo no reconociste a
Ricardo?... ¡Un escritor célebre, cuyo retrato está en todas partes!...
Con cierto entono--aquel hombre fué toda su vida un poco
teatral--procedió a presentar a sus amigos. Para hacerlo, se descubrió
ceremonioso:
--El célebre dramaturgo Méndez-Castillo...
Ricardo se inclinó.
--La famosísima Conchita “la Bruja”... Y, no digo más, porque su nombre,
hecho de aplausos y de luz, no necesita elogios.
Y agregó, gravemente:
--Mi señora...
Concha y Julieta cambiaron un apretón de manos en el que, más que un
saludo, latía una complicidad. Julieta comprendió: la tonadillera no
diría nunca lo que había visto.
Todos reían; todos se mostraban encantados de conocerse. Pero, el único
que en aquel momento era feliz y reía de corazón, era Pedro Guisola.
VII
Pronto hará seis años que recorro, casi a diario, la ruta
Madrid-Hendaya, y a pesar de hallarme todavía adolescente, he corregido
mucho aquel concepto pintoresco que, allá en los comienzos de mi oficio,
me formé de la vida. Desde luego, al sentirme colocado inflexiblemente
entre un vagón que me impele--y que, a su vez, es empujado--y otro vagón
que me arrastra--porque a él también lo arrastran--he perdido la fe, tan
bella, que tuve en el libre albedrío. ¡Hermosa y engañosa quimera!...
Quien, por primera vez, habló de ti, ¿no comprendió que todo marcha
concatenado; no vió que el hombre, la oruga, la estrella, son eslabones
de una cadena, unidades del universal convoy?...
Convencido estoy de que todos los seres, así los de hábitos sedentarios,
como los de existencia errática, viven lo mismo, poco más o menos:
porque viajar no es sólo desplazarse físicamente, sino también aspirar,
soñar, pues más que nuestro cuerpo es nuestra alma la que peregrina; de
donde despréndese que muchos seres, sin moverse de su sitio, andan por
todas partes, según a los astrónomos y a los artistas les sucede; y
otros, aun estando en perpetuo movimiento, apenas se mueven, porque van
y vienen con las lámparas del entendimiento apagadas. Lo cual demuestra,
una vez más, que fuera de nosotros no queda nada, o queda muy poco.
Mi mocedad, sin embargo, se impone al monorritmo de las sensaciones:
todavía me interesan los discos que avisan la contingencia peligrosa de
las estaciones y de los cruces; el diferente modo de silbar de las
locomotoras; la gracia con que la vía férrea contornea los montes; la
febril comezón de correr, de llegar, que nos inspira la llanura; para
nosotros un camino recto es como una estocada dada al horizonte: y, por
encima de todo esto, la poesía alucinante, el embrujamiento
folletinesco, de la niebla--la divina musa de los ojos cerrados--que en
la tierra, como sobre el mar, cada dos pasos levanta ante nosotros la
alquitarada angustia de una indecisión...
Continúo al servicio de La Caliente, de La Tirones y de La Recelosa; las
quiero, y mis camaradas tanto o más que yo. Muéstranse fuertes,
abnegadas, trabajadoras; sin ellas, nosotros valdríamos muy poco: nos
falta la iniciativa, la decisión: por lo mismo, cuando en alguna
estación del tránsito la locomotora nos deja para irse a realizar alguna
maniobra, el convoy, solo y sin guía, experimenta la emoción de
aislamiento de la mujer abandonada por su amante en un camino.
--Yo--suele decirme Doña Catástrofe--necesito saber que tenemos máquina;
“sentirla”; su nombre no me importa. Soy como esas viudas que, con tal
de no estar solas, se casan con cualquiera.
Doña Catástrofe y El Misántropo son los eruditos de la Compañía: por
ellos supe las regias aventuras que dieron celebridad a la isla de Los
Faisanes; y que Legazpi, el conquistador del archipiélago Filipino,
nació en Zumárraga; y que Arévalo y Olmedo fueron, en los siglos
medioevales, “las llaves de Castilla”...
Las pláticas de El Presumido que, a fuer de viejo, había elevado el modo
de narrar anécdotas a la categoría de arte, tenían un cautivador interés
pintoresco. El Presumido era uno de los primeros coches “de corredor”
que llegaron a España.
--¡Si ustedes hubiesen conocido aquellos tiempos!--decía--; las
locomotoras caminaban a paso de jumento, y los trenes descarrilaban o
chocaban cada veinticuatro horas. Yo me desesperaba. En una ocasión
viajó conmigo un señor ministro... o senador--no recuerdo bien--a quien
todos sus amigos llamaban familiarmente “don José”. Salimos de Madrid y
poco antes de llegar a Segovia don José, que fumaba asomado a una
ventanilla, saludó a un señor--que luego supe le administraba varias
haciendas--y que había ido a esperarle a caballo en un paso a nivel. A
la salutación del prohombre correspondió el jinete descubriéndose con
urbana reverencia, hecho lo cual reguló el andar de su cabalgadura a la
marcha del tren. “¿Cómo van las sementeras?”--indagaba don José. Su
colocutor contestaba:--“Da gozo verlas: si sigue lloviendo lo justo,
como hasta aquí, tendremos buena cosecha.”--“¿Y la langosta?”--“No se ha
presentado todavía, ni quiera Dios...” Así continuaron durante media
hora, preguntando el uno y el otro respondiendo, hasta que, agotado el
diálogo, el rústico exclamó:--“Bueno, don José: deme licencia para
marcharme, porque la noche se nos viene encima y yo llevo prisa.” Y
quitándose el sombrero y metiéndole las espuelas al caballo, salió
delante.
También contaba que en Dueñas no existen mendigos, porque en la vieja
ciudad donde Isabel la Católica y Fernando de Aragón se vieron por
primera vez, se practica la tradición de que nadie, que no sea
propietario de un burro, pueda casarse...
Con estas y otras historias de humor regocijado, El Presumido--notable
embustero--solía edulcorarnos la monotonía de la ruta.
En general, nuestro oficio es aburrido porque las personas que van y
vienen con nosotros lo son; nuestro tedio, reflejo exacto es del suyo;
de sus bostezos, está hecho nuestro fastidio. Comparemos un vagón vacío
a un cerebro: en tal caso, yo considero que cada persona que entra en mí
es una idea; y la serie de personas que acojo en cada viaje, desde la
estación arrancadero a la estación terminal, como la lectura de un libro
lleno de tipos, lleno de ideas... Pero, insisto: si todas estas ideas
son grises, son vulgares, ¿qué habrá conseguido con ellas mi espíritu si
no es hacerse gris e impregnarse de vulgaridad?... Por dicha--si bien
muy de tarde en tarde--los diablillos de lo Trágico o de lo Grotesco,
nos salen al camino, y con algunas gotas del sabroso licor de lo
Inesperado, nos animan a creer que la originalidad no se ha ido del
mundo.
Aquella noche dejamos Madrid bajo un terrible nevazo. En Avila nevaba
aún con mayor ahinco; la Sierra de este nombre, la de Malagón y la
Paramera, habían perdido sus perfiles y simulaban una inmensa llanura.
Un silencio nuevo, el hondísimo silencio de las cordilleras, nos
rodeaba. Llevábamos retraso, apesar de tener “doble tracción”. En La
Cañada, que señala el punto más elevado de la línea, La Caliente había
patinado como nunca, y el frío era tan intenso que la luz roja del
furgón de cola se apagó dos veces. Doña Catástrofe rezongaba maldiciones
detrás de mí. Todos íbamos callados, enteleridos, y este descaecimiento
nos dictaba ideas lúgubres.
En Avila, La Caliente--que apenas había hecho justicia a su nombre--se
marchó, y el convoy quedó solo. En una vía lateral vi una máquina-piloto
que--no me explico el olvido--había quedado a la intemperie. Su aspecto
me entristeció: apagada, indefensa, en medio de la nieve, me pareció un
viejo corazón detenido por la edad en las nieves, incalculablemente
frías, de la experiencia y de los recuerdos. “Alguna vez--pensé--estaré
yo así”. Y suspiré. ¡Es curioso! Muchas veces nuestro amor al prójimo no
pasa de ser una compasión anticipada hacia nosotros mismos...
La Tirones tardaba; según oí decir a unos hombres, no tenía aún la
presión necesaria debido a la temperatura, demasiado baja. Doña
Catástrofe renegaba.
--Como ésa tarde mucho en venir--aludía a la máquina--voy a quedarme
helado.
Al fin La Tirones se enganchó a nosotros, y, con cerca de una hora de
atraso, partimos. La locomotora patinaba y parecía frenar peor que
nunca.
--Esta maldita--meditaba yo--va a hacernos pasar esta noche un mal rato.
A cada momento, sin razón aparente, aceleraba su andar, o lo disminuía,
por lo que los vagones nos entrechocábamos rudamente.
--La Tirones ha bebido y está borracha--decía El Presumido.
¡Calumnias! Poco a poco fué serenándose y nuestra marcha volvió a ser
normal. Contemplado a vista de pájaro el tren, con sus techumbres
blancas, debía de parecer un enorme ofidio arrastrándose bajo la nieve.
Corríamos bien. Desde Avila a Sanchidrián ganamos cuatro minutos. El
terreno se tranquilizaba, y cuando divisamos la fortaleza de Arévalo, a
la que una crueldad de don Pedro de Castilla hizo famosa, sentimos que
La Tirones, hasta entonces insegura, acababa de hacerse dueña del tren.
Una tranquilidad, que pronto fué sueño y sopor, nos invadió. Durante
largo rato todos corrimos acompasadamente, callados, medio dormidos...
Más allá de Viana y minutos antes de cruzar el Duero, la locomotora
comenzó a silbar de un modo que nos despabiló a todos: silbaba, sin
interrupción, con esos silbidos cortos que son señal de peligro
inminente.
--¿Qué sucede?--nos interrogábamos unos a otros.
La circunstancia de haber vía doble, alejaba de nuestros espíritus el
recelo de un choque. No obstante, algo anormal debía de ocurrir. El
camino era casi recto y el ténder, cargado de carbón, nos impedía mirar
hacia adelante. Nuestra angustia crecía; a pesar del frío intensísimo,
algunos viajeros empavorecidos se asomaron a las ventanillas. Todos se
preguntaban:
--¿Por qué grita la máquina así?
El ténder se lo dijo al furgón de cabeza:
--Un hombre acaba de arrojarse a la vía.
Y la noticia recorrió, con eléctrica celeridad, el convoy.
Tras un breve intervalo de silencio La Tirones, con dos silbidos, cortos
y seguidos, mandó apretar los frenos, orden que cumplimentaron con
celosa diligencia el jefe de tren y el guardafreno que ocupaba el último
furgón. Pero esta buena voluntad unánime llegó tarde. La Tirones acababa
de alcanzar al suicida, y el expreso se estremeció con miedo, con asco.
Todos nosotros hubiéramos querido, para no mancharse las ruedas de
sangre, saltar por encima del cadáver. ¡No era posible!... Y como los
coches, al mismo tiempo que pasaban sobre el cuerpo, lo movían, cada
vagón produjo en el muerto una nueva y espantosa mutilación. La Tirones
le partió el pecho y los pies; las entrañas se escaparon y el corazón
cayó, precisamente, sobre uno de los rieles, ante las ruedas del
Presumido; yo le trituré el cráneo, y el chasquido de sus huesos lo oigo
aún; mis otros compañeros le desmenuzaron en incontables pedazos la
columna vertebral, las clavículas, las piernas, los brazos... Cuando
entramos en el puente, todos llevábamos en nuestros herrajes sangre,
sesos, jirones de carne, y todos nos sentíamos un poco asesinos. El
convoy siguió: detrás, ya lejos, entre los dos rieles, el cuerpo
torturado, apisonado, plegado, gelatinoso, revuelto con la tierra y la
nieve, componía un montón amorfo, medio rojo, medio blanco...
Durante todo el viaje el recuerdo de la terrible escena me acongojó. El
cadáver era el de un individuo como de treinta años, afeitado, vestido
de obrero. Yo le vi... le vi bien, cuando, con mi primera rueda de la
izquierda, le aplasté la cabeza; para mayor horror sus ojos, aunque
muertos, parecían mirarme: los tenía desorbitados, eran azules y había
en cada uno de ellos un cuajarón de sangre. ¿Pero, era cierto que yo
hubiese aplastado el cráneo de aquel hombre?... Deseaba demostrarme lo
contrario, y no podía. ¡Sí! Su cabeza crujió bajo mi peso enorme; yo la
sentí ceder, abrirse, como una granada; mis ruedas, rompiendo aquella
frente, habían apagado una luz.
Un fiero remordimiento me invadió; mi tablazón, siempre tan resignada,
tan silenciosa, empezó a gemir. Sospechando lo que me sucedía, Doña
Catástrofe trató de aliviarme:
--¡No te apures, Cabal!--exclamó--; ¿qué culpa tenemos de lo sucedido?
Si ese hombre quiso matarse, allá él con su gusto. ¡Bah!... Esto no ha
sido nada; por los caminos suceden lances peores; alíviate considerando
que no ha de ser ésta la única vez que te manches de sangre.
Las reflexiones afectuosas, pero triviales, de mi camarada, no podían
consolarme; cuando llegué a Hendaya me sentía enfermo, y la idea de que,
veinticuatro horas más tarde, repasaría por el mismo lugar donde ocurrió
el suicidio, agravaba mi malestar. A poder, hubiese pedido a los
empleados del tren que me sacasen del convoy, para reposarme algunos
días.
Entretanto nevaba... nevaba... como yo no he visto nevar nunca. Las
gibas pirenaicas, los árboles, las casas, el puente internacional, todo
había desaparecido bajo el mismo sudario blanco. La tierra, el cielo, el
mar, se perdían en la melancolía del mismo color.
A media mañana, La Recelosa nos volvió a la “Noble y Leal, muy
Benemérita y Generosa Villa de Irún”, donde debíamos descansar ocho o
nueve horas. El expreso, como siempre, quedó solo, frío. Nuestro
horizonte era reducidísimo; el monte San Marcial y los perfiles de
Fuenterrabía, se escondieron en la niebla. Todo era muerto, todo era
blanco...
Según había oído decir, el color del luto cambia según los pueblos: para
los chinos, el color de la pena y de la muerte, es el amarillo; para los
árabes, el violeta; para los europeos, el negro.
Yo pensé:
“¡El negro!... ¿Y por qué no el blanco?...”
La blancura ejemplar es la de la nieve, y la nieve es la muerte. A pesar
de lo dictado por la costumbre, afirmo que lo blanco se halla más cerca
del dolor que lo negro, y así, un entierro, bajo la obscuridad de la
noche, parece menos triste que rodeado de la luz de la mañana, sobre un
campo nevado.
Hay una oposición evidente entre el luto europeo y la psicología de los
colores. El negro, que absorbe, codicioso, las siete mudanzas del
espectro solar, es caliente: es el color del carbón, del hierro, de los
cabellos juveniles. El mantillo, la tierra mejor, la más ardiente, la
más fecunda, es negra. En Africa--aseguran--como en el Brasil, la
naturaleza es tan vigorosa, tan abundante la germinación de sus savias
genésicas, que obscurece el verde de los árboles. La raza más violenta,
la más llena de instintos, es la negra. Shakespeare no comprendió que
Otello tuviese los ojos azules.
Pero la nieve es la verdadera hermana de la muerte, y, de consiguiente,
su símbolo más exacto. La frialdad de los cadáveres, esa frialdad
penetrante, indescriptible, que nunca olvida quien la sintió, sólo a la
frigidez agudísima de la nieve es comparable. También las mejillas
muertas, las mejillas sin sangre, tienen color de nieve.
La quietud llama a la muerte, y la nieve es quietud. El sol deshace
pronto a los cadáveres: los pudre, los llena de gusanos y, reducidos a
polvo, los vuelve al torrente de la vida universal. La nieve, en cambio,
adora a los muertos y durante años respeta su forma y hasta el último
gesto de su agonía. A los pastores que en una noche de invierno
equivocaron el camino y cayeron por un tajo, la nieve les recibió en su
colchón de vellones blanquísimos, les cubrió, se adhirió bien a sus
miembros, inmovilizó blandamente sus corazones, cerró sus párpados y dió
a sus labios una expresión risueña. Dos, tres, cinco meses más tarde,
cuando la primavera comenzó el deshielo y la voz de los torrentes
resurgió gruñidora del fondo de los cauces, los cadáveres sonreían
aún...
Semejante a la muerte, la nieve lo iguala todo: sus copos borran los
linderos, y suavemente levantan el fondo de los abismos a la altura de
las montañas. La nieve no consiente desigualdades, ni tolera
preeminencias. Con ella cielo y tierra se esfuman en la inmensidad del
mismo abrazo blanco. Es la gran justiciera. En invierno, hasta las
cordilleras adquieren aspecto de llanura. Bajo su sudario todo calla,
inmóvil: detiénese la savia en los troncos, hacen alto las aguas de los
arroyos, conviértense los lagos en espejos. No hay vientos, ni colores:
una especie de humareda yerta invade el espacio.
La nieve también es el silencio.
Bajo ella los campos, los andenes, los pueblos, pierden su voz. Diríase
que una losa tumbal los cubre: nadie sale de su casa; las carreteras
están desiertas; cesan los pregones; los tranvías, los vehículos, ruedan
despacio; sobre el tapiz armiñado que cubre las calles, los transeuntes
caminan sin ruido. Tal que un aroma funerario, una evaporación de paz
asciende de la tierra. Las ciudades cobran perfiles de camposanto: de
noche, bajo el lívido claror astral, los tejados rectangulares, blancos,
oblicuos, parecen lápidas.
La nieve, manto esplendoroso del invierno; la nieve, enemiga de los
vagabundos que limosnean de pueblo en pueblo; la nieve, que exaspera la
voracidad de los lobos y los precipita sobre el vagabundo, es la muerte.
Por eso debía ser el emblema del luto. La naturaleza lo quiere así.
Cuando el sol se apague, la tierra, convertida en inmenso panteón, se
cubrirá de nieve. Callarán los volcanes, dormirán los vientos y las
olas, por primera vez, estarán en reposo. Se helará el mar. Todo quieto,
todo frío, todo blanco...
A este punto llegaba de mis melancólicas elucubraciones, cuando el golpe
seco, impaciente, que La Recelosa, ya dispuesta a partir, asestó al
convoy, me reintegró a la realidad. Nuestras luces se encendieron y con
el calor que la máquina nos enviaba fuimos recobrándonos: El Misántropo,
El Tímido, El Presumido, los Hermanos Sommier, Doña Catástrofe, todos
volvíamos a encontrar nuestro buen humor. El coche-comedor llamaba la
atención con su alegría de festín: cristalería reluciente, manteles
limpios, camareros de frac...
A la hora reglamentaria partimos, en busca de los seiscientos y tantos
kilómetros que nos separaban de Madrid; y el desfile mareante de
estaciones comenzó: Rentería, Pasajes, San Sebastián, Hernani, Urnieta,
Andoaín, Villabona, Tolosa, Alegría, Legorreta, Villafranca, Beasaín,
Ormaiztegui...
Después de El Pinar, alguien preguntó, inquieto:
--¿Os acordáis?
--Sí, sí--respondimos todos.
Sentíamos un recelo, una repugnancia, a pasar por el sitio trágico. No
tardaríamos ni dos minutos en llegar. Apenas salimos del puente tendido
sobre el Duero, La Tirones comenzó a silbar. ¿Por qué?... ¿Quería
decirnos algo, o su grito era un saludo que, piadosa, dirigía al
muerto?...
De pronto, casi a la vez, exclamamos:
--¡Aquí fué!...
Y el expreso, todo él, instintivamente, experimentó una sacudida que
despertó a los viajeros.
VIII
Empezaba el verano. Según mis cálculos, a mediados de junio debíamos de
estar, porque noches antes, desde la atalaya del Puente de los
Franceses, sobre el Manzanares, habíamos visto los farolillos de colores
y escuchado las músicas de la histórica y muy celebrada verbena de San
Antonio de la Florida.
La hora de partir se avecindaba y la escasez de viajeros nos anunciaba
un viaje sosegado, esperanza que repartió por el convoy cierta alegría.
En virtud de no recuerdo qué maniobra, la disposición de los vagones se
modificó, y yo fuí a parar a la cabeza del tren, a continuación del
furgón delantero. Era la primera vez que me situaban tan a la
vanguardia.
--¡Bien colocado vas, Cabal!--me gritó el compañero que había pasado a
ocupar mi puesto.
--¿Por qué?--repuse.
--Porque ahí el polvo del camino te molestará menos, y el humo de la
máquina, aun dentro de los túneles, pasará por encima de ti sin apenas
tocarte.
--Más viejo eres que yo--repliqué--y motivos tendrás para hablar como lo
haces: pero no me niegues que aquí las sacudidas de La Caliente han de
sentirse más, y que, en caso de choque, la unidad más expuesta a morir
soy yo.
Mi colocutor exclamó sentencioso:
--¿Y dónde viste tú que todas las circunstancias propicias, o todos los
requisitos desfavorables anduviesen juntos? Repartidos están por el
mundo en proporciones casi iguales, y así el arte de ser feliz consiste
en acordarnos mucho de los buenos momentos, y de los malos nada o muy
poco. Todo está preestablecido, Cabal; la vida universal es una
operación matemática, en la que nunca sobra ni falta un número. El libro
del Destino es el único libro en donde todo “está bien”.
No contesté. Me sentía optimista y ágil. La tibieza de la temperatura
invitaba a andar; más allá de la marquesina, hecha de hierro, cinc y
cristal, de la estación, la vastedad cerúlea del cielo comenzaba a
poblarse de estrellas. Era una de esas noches en que el aire huele a
tierra mojada, a resinas y a flores; en que los conejos, enamorados de
la luna, brincan, como duendes felices, al paso de los trenes, y las
rocas, sobre las que el musgo pinta facciones monstruosas, parecen
caretas...
Mis viajeros no llegarían a doce. Asomada a una ventanilla había una
señora trigueña, pechugona y nalguda, pero todavía esbelta, vestida con
una falda azul y una blusa blanca. Sus antebrazos mórbidos, adornados de
pulseras tintineantes, intrigaban la curiosidad de los mirones. Su
esposo se había detenido a alquilar almohadas para el viaje y comprar
periódicos. Era un hombre de estatura razonable y bien vestido, aunque
sin elegancia. Representaba treinta y cinco años, y tenía todo el
aspecto de un honrado burgués, rico y sólido. También me interesó
cierto caballero, ya cincuentón, de aspecto prócer, de ojos claros y
decepcionados--ojos que habían visto mucho--, que iba y venía
escénicamente por el andén. ¿Por qué me preocupó aquel tipo? Sólo una
vez miró a la señora de las pulseras, y por ese mismo cuidado que me
pareció poner en no mirarla, yo hubiese jurado que estaba allí por ella.
La señora decía a su marido:
--Sube, Adelardo, que ya nos vamos; han dado la salida...
Demostraba inquietud. El subió a mí en el momento en que la locomotora,
mansamente, arrancaba. Miré hacia atrás y me sorprendió no ver al
caballero que minutos antes ocupó mi atención. Inmediatamente pregunté
al compañero que me seguía:
--Oye, Misántropo: ¿va contigo un señor alto, de bigote canoso, vestido
de gris... tipo cosmopolita... con los guantes, de color amarillo,
metidos en la abertura del chaleco?...
--Ya sé quién dices--atajó El Misántropo--; viaja detrás de mí, en El
Tímido. ¿Te interesa?
--Sí; porque creo que llevamos a bordo un marido engañado.
--¿Uno?--repitió--; ¡eres bondadoso! Si en cada tren no viajase más que
un marido engañado, el Diablo no tendría qué hacer.
Don Adelardo y su cónyuge se habían sentado de espaldas a la máquina, y
bajaron el cristal inmediato a ellos, lo que bastó a hacérmeles
antipáticos, pues tengo horror al polvo. Si aborrezco el verano es
porque todo el mundo viaja con las ventanillas abiertas. Oyéndoles
hablar, comprendí en seguida que era él quien amaba y ella la que,
misericordiosa, se dejaba querer. A cada instante, con solicitud un
tanto empalagosa, él averiguaba: “¿Vas bien?... ¿Te molesta el aire?...
¿Quieres que te ponga la almohada detrás de la cabeza?...”
Su inferioridad era evidente. Ella rehusaba con un gesto, mientras sus
labios abultadillos permanecían cerrados en un mohín imperceptiblemente
desdeñoso. Yo meditaba:
--Si crees conquistarla con tus atenciones, estás equivocado: el Amor no
se entrega a la cortesía, ni al talento, ni a la hermosura, ni siquiera
al cariño; el Amor no paga, no corresponde; se da...; no le pidamos por
caridad, ni buena educación, ni cariño, al dios; el Amor es un delicioso
rebelde que, en las tres cuartas partes de las ocasiones, “no tiene
razón de ser”...
Ella preguntó, a la vez displicente y afectuosa:
--¿Compraste algún libro?... Porque, cuando te vayas, me aburriré...
Contuvo un bostezo. El exclamó:
--¡Ah, sí!... Toma: es lo único que he podido hallar.
La ofrecía un volumen encuadernado delicadamente. La señora de la blusa
blanca y de la falda azul, miró a su esposo de una manera indefinible.
Hubo en sus bellos ojos húmedos como un epigrama...
--¿No habrá aquí nada malo?...
El semblante del marido expresaba satisfacción: aquella pregunta acababa
de colmarle de confianza. Por su frente sentí pasar esta idea: “¡Qué
bien se vive al lado de una compañera así!...”
--Creo que no--dijo--; el librero me aseguró que era una novela “para
señoras”...
Este diálogo, aunque absurdo, no me sorprendió; lo absurdo es tan
cotidiano, que lo de sentido común es lo que sorprende. Diferentes veces
oí decir a mis huéspedes: “Se trata de un espectáculo al que no puede
usted llevar a su señora.” O bien: “Ese libro, de que usted habla, no es
para señoras...” No estoy muy cierto de la razón que acompaña a quienes
así discurren: porque como los españoles, al par que hacen cuanto pueden
por mantener a sus esposas en la ignorancia más completa, las erigen en
árbitros de “lo que debe ser”, sucede que la mentalidad y la moral
nacionales están representadas por unos cuantos millones de mujeres que
no saben leer... ¡o que apenas comprenden lo que leen!... ¡Y así marcha
el país!...
La esposa de don Adelardo había empezado a abrir el tomo con una
horquilla, y leyó algunas páginas; luego, distraída, lo dejó en el
asiento, se levantó para arreglarse el vestido y, al volver a sentarse,
lo hizo sobre el libro, como para demostrar su confianza en aquella obra
en la que no había pecado.
El matrimonio volvía de “la segunda mesa” cuando apareció el
interventor; don Adelardo le saludó amistosamente, y de las palabras que
entre ambos se cruzaron, deduje que el marido manejaba negocios de
riesgo y significación, y que viajaba mucho. Mientras picaba los
billetes, el interventor exclamó:
--¿De modo que usted se apea en Medina?
--Desgraciadamente--replicó don Adelardo--: Carmen, mi señora, va a San
Sebastián, donde tiene parientes; con ellos pasará el verano. Yo, me
quedo en Medina para ir a Salamanca; mis socios están montando allí una
Fábrica.
A la una y minutos de la madrugada, hicimos alto en Medina del Campo.
Usando de la soledad en que estaban, los dos esposos pudieron despedirse
tiernamente. Ella le echó ambos brazos al cuello; él la tenía cogida por
la cintura, y mientras la besaba en los labios, la contemplaba
anhelante, la respiraba, parecía bebérsela.
--Mañana, temprano, apenas llegues, telegrafíame--rogaba el marido.
--Lo haré así; ¡como siempre!...
--¡De no recibir tu telegrama, iría a buscarte!
--¿Estás loco?... Y tú, en cuanto regreses a Madrid, avísame.
El balbuceaba, pálido, la voz enronquecida:
--Mi alma...
--Adiós--repetía la esposa--; adiós...
--¡Mi vida!...
--Ten cuidado; corre... que el tren se marcha.
Al cabo, tras un rudo esfuerzo que debió de hacerle daño en el corazón,
él pudo arrancarse de los brazos sedeños, mórbidos, fragantes, que le
enlazaban, y descendió al andén. Todavía volvieron a estrecharse las
manos, hasta lastimárselas; y, de nuevo, florecieron en sus labios las
frases acongojadoras de las despedidas:
--Te quiero; no me olvides...
--¿Cómo voy a olvidarte?... Adiós... adiós...
Por tres veces sonó una campana, La Tirones lanzó un silbido largo, y
partimos.
Carmen, asomada a una ventanilla, movía su pañuelo y continuó agitándolo
hasta después de haber perdido de vista el andén. Hecho esto se irguió,
exhaló un suspiro de liberación y levantó el cristal. ¡Cuánto se lo
La joven hacía signos afirmativos. Rápidamente Ricardo y Conchita “la
Bruja” se miraron: en la mirada de ella había una risa; en la de él, que
era un sentimental y quería a su amigo, había una lágrima.
--¡Pero si hicieron ustedes el viaje con mi mujer!...--concluyó el
escultor.
Pedro Guisola ofreció a Concha una mano para ayudarla a bajar por mis
estribos. A Julieta la recibió entre sus brazos, y mientras la besaba,
repetía:
--¡Qué casualidad!... Las dos personas con quienes has viajado, son como
hermanos para mí. ¡Qué casualidad!... Pero... ¿cómo no reconociste a
Ricardo?... ¡Un escritor célebre, cuyo retrato está en todas partes!...
Con cierto entono--aquel hombre fué toda su vida un poco
teatral--procedió a presentar a sus amigos. Para hacerlo, se descubrió
ceremonioso:
--El célebre dramaturgo Méndez-Castillo...
Ricardo se inclinó.
--La famosísima Conchita “la Bruja”... Y, no digo más, porque su nombre,
hecho de aplausos y de luz, no necesita elogios.
Y agregó, gravemente:
--Mi señora...
Concha y Julieta cambiaron un apretón de manos en el que, más que un
saludo, latía una complicidad. Julieta comprendió: la tonadillera no
diría nunca lo que había visto.
Todos reían; todos se mostraban encantados de conocerse. Pero, el único
que en aquel momento era feliz y reía de corazón, era Pedro Guisola.
VII
Pronto hará seis años que recorro, casi a diario, la ruta
Madrid-Hendaya, y a pesar de hallarme todavía adolescente, he corregido
mucho aquel concepto pintoresco que, allá en los comienzos de mi oficio,
me formé de la vida. Desde luego, al sentirme colocado inflexiblemente
entre un vagón que me impele--y que, a su vez, es empujado--y otro vagón
que me arrastra--porque a él también lo arrastran--he perdido la fe, tan
bella, que tuve en el libre albedrío. ¡Hermosa y engañosa quimera!...
Quien, por primera vez, habló de ti, ¿no comprendió que todo marcha
concatenado; no vió que el hombre, la oruga, la estrella, son eslabones
de una cadena, unidades del universal convoy?...
Convencido estoy de que todos los seres, así los de hábitos sedentarios,
como los de existencia errática, viven lo mismo, poco más o menos:
porque viajar no es sólo desplazarse físicamente, sino también aspirar,
soñar, pues más que nuestro cuerpo es nuestra alma la que peregrina; de
donde despréndese que muchos seres, sin moverse de su sitio, andan por
todas partes, según a los astrónomos y a los artistas les sucede; y
otros, aun estando en perpetuo movimiento, apenas se mueven, porque van
y vienen con las lámparas del entendimiento apagadas. Lo cual demuestra,
una vez más, que fuera de nosotros no queda nada, o queda muy poco.
Mi mocedad, sin embargo, se impone al monorritmo de las sensaciones:
todavía me interesan los discos que avisan la contingencia peligrosa de
las estaciones y de los cruces; el diferente modo de silbar de las
locomotoras; la gracia con que la vía férrea contornea los montes; la
febril comezón de correr, de llegar, que nos inspira la llanura; para
nosotros un camino recto es como una estocada dada al horizonte: y, por
encima de todo esto, la poesía alucinante, el embrujamiento
folletinesco, de la niebla--la divina musa de los ojos cerrados--que en
la tierra, como sobre el mar, cada dos pasos levanta ante nosotros la
alquitarada angustia de una indecisión...
Continúo al servicio de La Caliente, de La Tirones y de La Recelosa; las
quiero, y mis camaradas tanto o más que yo. Muéstranse fuertes,
abnegadas, trabajadoras; sin ellas, nosotros valdríamos muy poco: nos
falta la iniciativa, la decisión: por lo mismo, cuando en alguna
estación del tránsito la locomotora nos deja para irse a realizar alguna
maniobra, el convoy, solo y sin guía, experimenta la emoción de
aislamiento de la mujer abandonada por su amante en un camino.
--Yo--suele decirme Doña Catástrofe--necesito saber que tenemos máquina;
“sentirla”; su nombre no me importa. Soy como esas viudas que, con tal
de no estar solas, se casan con cualquiera.
Doña Catástrofe y El Misántropo son los eruditos de la Compañía: por
ellos supe las regias aventuras que dieron celebridad a la isla de Los
Faisanes; y que Legazpi, el conquistador del archipiélago Filipino,
nació en Zumárraga; y que Arévalo y Olmedo fueron, en los siglos
medioevales, “las llaves de Castilla”...
Las pláticas de El Presumido que, a fuer de viejo, había elevado el modo
de narrar anécdotas a la categoría de arte, tenían un cautivador interés
pintoresco. El Presumido era uno de los primeros coches “de corredor”
que llegaron a España.
--¡Si ustedes hubiesen conocido aquellos tiempos!--decía--; las
locomotoras caminaban a paso de jumento, y los trenes descarrilaban o
chocaban cada veinticuatro horas. Yo me desesperaba. En una ocasión
viajó conmigo un señor ministro... o senador--no recuerdo bien--a quien
todos sus amigos llamaban familiarmente “don José”. Salimos de Madrid y
poco antes de llegar a Segovia don José, que fumaba asomado a una
ventanilla, saludó a un señor--que luego supe le administraba varias
haciendas--y que había ido a esperarle a caballo en un paso a nivel. A
la salutación del prohombre correspondió el jinete descubriéndose con
urbana reverencia, hecho lo cual reguló el andar de su cabalgadura a la
marcha del tren. “¿Cómo van las sementeras?”--indagaba don José. Su
colocutor contestaba:--“Da gozo verlas: si sigue lloviendo lo justo,
como hasta aquí, tendremos buena cosecha.”--“¿Y la langosta?”--“No se ha
presentado todavía, ni quiera Dios...” Así continuaron durante media
hora, preguntando el uno y el otro respondiendo, hasta que, agotado el
diálogo, el rústico exclamó:--“Bueno, don José: deme licencia para
marcharme, porque la noche se nos viene encima y yo llevo prisa.” Y
quitándose el sombrero y metiéndole las espuelas al caballo, salió
delante.
También contaba que en Dueñas no existen mendigos, porque en la vieja
ciudad donde Isabel la Católica y Fernando de Aragón se vieron por
primera vez, se practica la tradición de que nadie, que no sea
propietario de un burro, pueda casarse...
Con estas y otras historias de humor regocijado, El Presumido--notable
embustero--solía edulcorarnos la monotonía de la ruta.
En general, nuestro oficio es aburrido porque las personas que van y
vienen con nosotros lo son; nuestro tedio, reflejo exacto es del suyo;
de sus bostezos, está hecho nuestro fastidio. Comparemos un vagón vacío
a un cerebro: en tal caso, yo considero que cada persona que entra en mí
es una idea; y la serie de personas que acojo en cada viaje, desde la
estación arrancadero a la estación terminal, como la lectura de un libro
lleno de tipos, lleno de ideas... Pero, insisto: si todas estas ideas
son grises, son vulgares, ¿qué habrá conseguido con ellas mi espíritu si
no es hacerse gris e impregnarse de vulgaridad?... Por dicha--si bien
muy de tarde en tarde--los diablillos de lo Trágico o de lo Grotesco,
nos salen al camino, y con algunas gotas del sabroso licor de lo
Inesperado, nos animan a creer que la originalidad no se ha ido del
mundo.
Aquella noche dejamos Madrid bajo un terrible nevazo. En Avila nevaba
aún con mayor ahinco; la Sierra de este nombre, la de Malagón y la
Paramera, habían perdido sus perfiles y simulaban una inmensa llanura.
Un silencio nuevo, el hondísimo silencio de las cordilleras, nos
rodeaba. Llevábamos retraso, apesar de tener “doble tracción”. En La
Cañada, que señala el punto más elevado de la línea, La Caliente había
patinado como nunca, y el frío era tan intenso que la luz roja del
furgón de cola se apagó dos veces. Doña Catástrofe rezongaba maldiciones
detrás de mí. Todos íbamos callados, enteleridos, y este descaecimiento
nos dictaba ideas lúgubres.
En Avila, La Caliente--que apenas había hecho justicia a su nombre--se
marchó, y el convoy quedó solo. En una vía lateral vi una máquina-piloto
que--no me explico el olvido--había quedado a la intemperie. Su aspecto
me entristeció: apagada, indefensa, en medio de la nieve, me pareció un
viejo corazón detenido por la edad en las nieves, incalculablemente
frías, de la experiencia y de los recuerdos. “Alguna vez--pensé--estaré
yo así”. Y suspiré. ¡Es curioso! Muchas veces nuestro amor al prójimo no
pasa de ser una compasión anticipada hacia nosotros mismos...
La Tirones tardaba; según oí decir a unos hombres, no tenía aún la
presión necesaria debido a la temperatura, demasiado baja. Doña
Catástrofe renegaba.
--Como ésa tarde mucho en venir--aludía a la máquina--voy a quedarme
helado.
Al fin La Tirones se enganchó a nosotros, y, con cerca de una hora de
atraso, partimos. La locomotora patinaba y parecía frenar peor que
nunca.
--Esta maldita--meditaba yo--va a hacernos pasar esta noche un mal rato.
A cada momento, sin razón aparente, aceleraba su andar, o lo disminuía,
por lo que los vagones nos entrechocábamos rudamente.
--La Tirones ha bebido y está borracha--decía El Presumido.
¡Calumnias! Poco a poco fué serenándose y nuestra marcha volvió a ser
normal. Contemplado a vista de pájaro el tren, con sus techumbres
blancas, debía de parecer un enorme ofidio arrastrándose bajo la nieve.
Corríamos bien. Desde Avila a Sanchidrián ganamos cuatro minutos. El
terreno se tranquilizaba, y cuando divisamos la fortaleza de Arévalo, a
la que una crueldad de don Pedro de Castilla hizo famosa, sentimos que
La Tirones, hasta entonces insegura, acababa de hacerse dueña del tren.
Una tranquilidad, que pronto fué sueño y sopor, nos invadió. Durante
largo rato todos corrimos acompasadamente, callados, medio dormidos...
Más allá de Viana y minutos antes de cruzar el Duero, la locomotora
comenzó a silbar de un modo que nos despabiló a todos: silbaba, sin
interrupción, con esos silbidos cortos que son señal de peligro
inminente.
--¿Qué sucede?--nos interrogábamos unos a otros.
La circunstancia de haber vía doble, alejaba de nuestros espíritus el
recelo de un choque. No obstante, algo anormal debía de ocurrir. El
camino era casi recto y el ténder, cargado de carbón, nos impedía mirar
hacia adelante. Nuestra angustia crecía; a pesar del frío intensísimo,
algunos viajeros empavorecidos se asomaron a las ventanillas. Todos se
preguntaban:
--¿Por qué grita la máquina así?
El ténder se lo dijo al furgón de cabeza:
--Un hombre acaba de arrojarse a la vía.
Y la noticia recorrió, con eléctrica celeridad, el convoy.
Tras un breve intervalo de silencio La Tirones, con dos silbidos, cortos
y seguidos, mandó apretar los frenos, orden que cumplimentaron con
celosa diligencia el jefe de tren y el guardafreno que ocupaba el último
furgón. Pero esta buena voluntad unánime llegó tarde. La Tirones acababa
de alcanzar al suicida, y el expreso se estremeció con miedo, con asco.
Todos nosotros hubiéramos querido, para no mancharse las ruedas de
sangre, saltar por encima del cadáver. ¡No era posible!... Y como los
coches, al mismo tiempo que pasaban sobre el cuerpo, lo movían, cada
vagón produjo en el muerto una nueva y espantosa mutilación. La Tirones
le partió el pecho y los pies; las entrañas se escaparon y el corazón
cayó, precisamente, sobre uno de los rieles, ante las ruedas del
Presumido; yo le trituré el cráneo, y el chasquido de sus huesos lo oigo
aún; mis otros compañeros le desmenuzaron en incontables pedazos la
columna vertebral, las clavículas, las piernas, los brazos... Cuando
entramos en el puente, todos llevábamos en nuestros herrajes sangre,
sesos, jirones de carne, y todos nos sentíamos un poco asesinos. El
convoy siguió: detrás, ya lejos, entre los dos rieles, el cuerpo
torturado, apisonado, plegado, gelatinoso, revuelto con la tierra y la
nieve, componía un montón amorfo, medio rojo, medio blanco...
Durante todo el viaje el recuerdo de la terrible escena me acongojó. El
cadáver era el de un individuo como de treinta años, afeitado, vestido
de obrero. Yo le vi... le vi bien, cuando, con mi primera rueda de la
izquierda, le aplasté la cabeza; para mayor horror sus ojos, aunque
muertos, parecían mirarme: los tenía desorbitados, eran azules y había
en cada uno de ellos un cuajarón de sangre. ¿Pero, era cierto que yo
hubiese aplastado el cráneo de aquel hombre?... Deseaba demostrarme lo
contrario, y no podía. ¡Sí! Su cabeza crujió bajo mi peso enorme; yo la
sentí ceder, abrirse, como una granada; mis ruedas, rompiendo aquella
frente, habían apagado una luz.
Un fiero remordimiento me invadió; mi tablazón, siempre tan resignada,
tan silenciosa, empezó a gemir. Sospechando lo que me sucedía, Doña
Catástrofe trató de aliviarme:
--¡No te apures, Cabal!--exclamó--; ¿qué culpa tenemos de lo sucedido?
Si ese hombre quiso matarse, allá él con su gusto. ¡Bah!... Esto no ha
sido nada; por los caminos suceden lances peores; alíviate considerando
que no ha de ser ésta la única vez que te manches de sangre.
Las reflexiones afectuosas, pero triviales, de mi camarada, no podían
consolarme; cuando llegué a Hendaya me sentía enfermo, y la idea de que,
veinticuatro horas más tarde, repasaría por el mismo lugar donde ocurrió
el suicidio, agravaba mi malestar. A poder, hubiese pedido a los
empleados del tren que me sacasen del convoy, para reposarme algunos
días.
Entretanto nevaba... nevaba... como yo no he visto nevar nunca. Las
gibas pirenaicas, los árboles, las casas, el puente internacional, todo
había desaparecido bajo el mismo sudario blanco. La tierra, el cielo, el
mar, se perdían en la melancolía del mismo color.
A media mañana, La Recelosa nos volvió a la “Noble y Leal, muy
Benemérita y Generosa Villa de Irún”, donde debíamos descansar ocho o
nueve horas. El expreso, como siempre, quedó solo, frío. Nuestro
horizonte era reducidísimo; el monte San Marcial y los perfiles de
Fuenterrabía, se escondieron en la niebla. Todo era muerto, todo era
blanco...
Según había oído decir, el color del luto cambia según los pueblos: para
los chinos, el color de la pena y de la muerte, es el amarillo; para los
árabes, el violeta; para los europeos, el negro.
Yo pensé:
“¡El negro!... ¿Y por qué no el blanco?...”
La blancura ejemplar es la de la nieve, y la nieve es la muerte. A pesar
de lo dictado por la costumbre, afirmo que lo blanco se halla más cerca
del dolor que lo negro, y así, un entierro, bajo la obscuridad de la
noche, parece menos triste que rodeado de la luz de la mañana, sobre un
campo nevado.
Hay una oposición evidente entre el luto europeo y la psicología de los
colores. El negro, que absorbe, codicioso, las siete mudanzas del
espectro solar, es caliente: es el color del carbón, del hierro, de los
cabellos juveniles. El mantillo, la tierra mejor, la más ardiente, la
más fecunda, es negra. En Africa--aseguran--como en el Brasil, la
naturaleza es tan vigorosa, tan abundante la germinación de sus savias
genésicas, que obscurece el verde de los árboles. La raza más violenta,
la más llena de instintos, es la negra. Shakespeare no comprendió que
Otello tuviese los ojos azules.
Pero la nieve es la verdadera hermana de la muerte, y, de consiguiente,
su símbolo más exacto. La frialdad de los cadáveres, esa frialdad
penetrante, indescriptible, que nunca olvida quien la sintió, sólo a la
frigidez agudísima de la nieve es comparable. También las mejillas
muertas, las mejillas sin sangre, tienen color de nieve.
La quietud llama a la muerte, y la nieve es quietud. El sol deshace
pronto a los cadáveres: los pudre, los llena de gusanos y, reducidos a
polvo, los vuelve al torrente de la vida universal. La nieve, en cambio,
adora a los muertos y durante años respeta su forma y hasta el último
gesto de su agonía. A los pastores que en una noche de invierno
equivocaron el camino y cayeron por un tajo, la nieve les recibió en su
colchón de vellones blanquísimos, les cubrió, se adhirió bien a sus
miembros, inmovilizó blandamente sus corazones, cerró sus párpados y dió
a sus labios una expresión risueña. Dos, tres, cinco meses más tarde,
cuando la primavera comenzó el deshielo y la voz de los torrentes
resurgió gruñidora del fondo de los cauces, los cadáveres sonreían
aún...
Semejante a la muerte, la nieve lo iguala todo: sus copos borran los
linderos, y suavemente levantan el fondo de los abismos a la altura de
las montañas. La nieve no consiente desigualdades, ni tolera
preeminencias. Con ella cielo y tierra se esfuman en la inmensidad del
mismo abrazo blanco. Es la gran justiciera. En invierno, hasta las
cordilleras adquieren aspecto de llanura. Bajo su sudario todo calla,
inmóvil: detiénese la savia en los troncos, hacen alto las aguas de los
arroyos, conviértense los lagos en espejos. No hay vientos, ni colores:
una especie de humareda yerta invade el espacio.
La nieve también es el silencio.
Bajo ella los campos, los andenes, los pueblos, pierden su voz. Diríase
que una losa tumbal los cubre: nadie sale de su casa; las carreteras
están desiertas; cesan los pregones; los tranvías, los vehículos, ruedan
despacio; sobre el tapiz armiñado que cubre las calles, los transeuntes
caminan sin ruido. Tal que un aroma funerario, una evaporación de paz
asciende de la tierra. Las ciudades cobran perfiles de camposanto: de
noche, bajo el lívido claror astral, los tejados rectangulares, blancos,
oblicuos, parecen lápidas.
La nieve, manto esplendoroso del invierno; la nieve, enemiga de los
vagabundos que limosnean de pueblo en pueblo; la nieve, que exaspera la
voracidad de los lobos y los precipita sobre el vagabundo, es la muerte.
Por eso debía ser el emblema del luto. La naturaleza lo quiere así.
Cuando el sol se apague, la tierra, convertida en inmenso panteón, se
cubrirá de nieve. Callarán los volcanes, dormirán los vientos y las
olas, por primera vez, estarán en reposo. Se helará el mar. Todo quieto,
todo frío, todo blanco...
A este punto llegaba de mis melancólicas elucubraciones, cuando el golpe
seco, impaciente, que La Recelosa, ya dispuesta a partir, asestó al
convoy, me reintegró a la realidad. Nuestras luces se encendieron y con
el calor que la máquina nos enviaba fuimos recobrándonos: El Misántropo,
El Tímido, El Presumido, los Hermanos Sommier, Doña Catástrofe, todos
volvíamos a encontrar nuestro buen humor. El coche-comedor llamaba la
atención con su alegría de festín: cristalería reluciente, manteles
limpios, camareros de frac...
A la hora reglamentaria partimos, en busca de los seiscientos y tantos
kilómetros que nos separaban de Madrid; y el desfile mareante de
estaciones comenzó: Rentería, Pasajes, San Sebastián, Hernani, Urnieta,
Andoaín, Villabona, Tolosa, Alegría, Legorreta, Villafranca, Beasaín,
Ormaiztegui...
Después de El Pinar, alguien preguntó, inquieto:
--¿Os acordáis?
--Sí, sí--respondimos todos.
Sentíamos un recelo, una repugnancia, a pasar por el sitio trágico. No
tardaríamos ni dos minutos en llegar. Apenas salimos del puente tendido
sobre el Duero, La Tirones comenzó a silbar. ¿Por qué?... ¿Quería
decirnos algo, o su grito era un saludo que, piadosa, dirigía al
muerto?...
De pronto, casi a la vez, exclamamos:
--¡Aquí fué!...
Y el expreso, todo él, instintivamente, experimentó una sacudida que
despertó a los viajeros.
VIII
Empezaba el verano. Según mis cálculos, a mediados de junio debíamos de
estar, porque noches antes, desde la atalaya del Puente de los
Franceses, sobre el Manzanares, habíamos visto los farolillos de colores
y escuchado las músicas de la histórica y muy celebrada verbena de San
Antonio de la Florida.
La hora de partir se avecindaba y la escasez de viajeros nos anunciaba
un viaje sosegado, esperanza que repartió por el convoy cierta alegría.
En virtud de no recuerdo qué maniobra, la disposición de los vagones se
modificó, y yo fuí a parar a la cabeza del tren, a continuación del
furgón delantero. Era la primera vez que me situaban tan a la
vanguardia.
--¡Bien colocado vas, Cabal!--me gritó el compañero que había pasado a
ocupar mi puesto.
--¿Por qué?--repuse.
--Porque ahí el polvo del camino te molestará menos, y el humo de la
máquina, aun dentro de los túneles, pasará por encima de ti sin apenas
tocarte.
--Más viejo eres que yo--repliqué--y motivos tendrás para hablar como lo
haces: pero no me niegues que aquí las sacudidas de La Caliente han de
sentirse más, y que, en caso de choque, la unidad más expuesta a morir
soy yo.
Mi colocutor exclamó sentencioso:
--¿Y dónde viste tú que todas las circunstancias propicias, o todos los
requisitos desfavorables anduviesen juntos? Repartidos están por el
mundo en proporciones casi iguales, y así el arte de ser feliz consiste
en acordarnos mucho de los buenos momentos, y de los malos nada o muy
poco. Todo está preestablecido, Cabal; la vida universal es una
operación matemática, en la que nunca sobra ni falta un número. El libro
del Destino es el único libro en donde todo “está bien”.
No contesté. Me sentía optimista y ágil. La tibieza de la temperatura
invitaba a andar; más allá de la marquesina, hecha de hierro, cinc y
cristal, de la estación, la vastedad cerúlea del cielo comenzaba a
poblarse de estrellas. Era una de esas noches en que el aire huele a
tierra mojada, a resinas y a flores; en que los conejos, enamorados de
la luna, brincan, como duendes felices, al paso de los trenes, y las
rocas, sobre las que el musgo pinta facciones monstruosas, parecen
caretas...
Mis viajeros no llegarían a doce. Asomada a una ventanilla había una
señora trigueña, pechugona y nalguda, pero todavía esbelta, vestida con
una falda azul y una blusa blanca. Sus antebrazos mórbidos, adornados de
pulseras tintineantes, intrigaban la curiosidad de los mirones. Su
esposo se había detenido a alquilar almohadas para el viaje y comprar
periódicos. Era un hombre de estatura razonable y bien vestido, aunque
sin elegancia. Representaba treinta y cinco años, y tenía todo el
aspecto de un honrado burgués, rico y sólido. También me interesó
cierto caballero, ya cincuentón, de aspecto prócer, de ojos claros y
decepcionados--ojos que habían visto mucho--, que iba y venía
escénicamente por el andén. ¿Por qué me preocupó aquel tipo? Sólo una
vez miró a la señora de las pulseras, y por ese mismo cuidado que me
pareció poner en no mirarla, yo hubiese jurado que estaba allí por ella.
La señora decía a su marido:
--Sube, Adelardo, que ya nos vamos; han dado la salida...
Demostraba inquietud. El subió a mí en el momento en que la locomotora,
mansamente, arrancaba. Miré hacia atrás y me sorprendió no ver al
caballero que minutos antes ocupó mi atención. Inmediatamente pregunté
al compañero que me seguía:
--Oye, Misántropo: ¿va contigo un señor alto, de bigote canoso, vestido
de gris... tipo cosmopolita... con los guantes, de color amarillo,
metidos en la abertura del chaleco?...
--Ya sé quién dices--atajó El Misántropo--; viaja detrás de mí, en El
Tímido. ¿Te interesa?
--Sí; porque creo que llevamos a bordo un marido engañado.
--¿Uno?--repitió--; ¡eres bondadoso! Si en cada tren no viajase más que
un marido engañado, el Diablo no tendría qué hacer.
Don Adelardo y su cónyuge se habían sentado de espaldas a la máquina, y
bajaron el cristal inmediato a ellos, lo que bastó a hacérmeles
antipáticos, pues tengo horror al polvo. Si aborrezco el verano es
porque todo el mundo viaja con las ventanillas abiertas. Oyéndoles
hablar, comprendí en seguida que era él quien amaba y ella la que,
misericordiosa, se dejaba querer. A cada instante, con solicitud un
tanto empalagosa, él averiguaba: “¿Vas bien?... ¿Te molesta el aire?...
¿Quieres que te ponga la almohada detrás de la cabeza?...”
Su inferioridad era evidente. Ella rehusaba con un gesto, mientras sus
labios abultadillos permanecían cerrados en un mohín imperceptiblemente
desdeñoso. Yo meditaba:
--Si crees conquistarla con tus atenciones, estás equivocado: el Amor no
se entrega a la cortesía, ni al talento, ni a la hermosura, ni siquiera
al cariño; el Amor no paga, no corresponde; se da...; no le pidamos por
caridad, ni buena educación, ni cariño, al dios; el Amor es un delicioso
rebelde que, en las tres cuartas partes de las ocasiones, “no tiene
razón de ser”...
Ella preguntó, a la vez displicente y afectuosa:
--¿Compraste algún libro?... Porque, cuando te vayas, me aburriré...
Contuvo un bostezo. El exclamó:
--¡Ah, sí!... Toma: es lo único que he podido hallar.
La ofrecía un volumen encuadernado delicadamente. La señora de la blusa
blanca y de la falda azul, miró a su esposo de una manera indefinible.
Hubo en sus bellos ojos húmedos como un epigrama...
--¿No habrá aquí nada malo?...
El semblante del marido expresaba satisfacción: aquella pregunta acababa
de colmarle de confianza. Por su frente sentí pasar esta idea: “¡Qué
bien se vive al lado de una compañera así!...”
--Creo que no--dijo--; el librero me aseguró que era una novela “para
señoras”...
Este diálogo, aunque absurdo, no me sorprendió; lo absurdo es tan
cotidiano, que lo de sentido común es lo que sorprende. Diferentes veces
oí decir a mis huéspedes: “Se trata de un espectáculo al que no puede
usted llevar a su señora.” O bien: “Ese libro, de que usted habla, no es
para señoras...” No estoy muy cierto de la razón que acompaña a quienes
así discurren: porque como los españoles, al par que hacen cuanto pueden
por mantener a sus esposas en la ignorancia más completa, las erigen en
árbitros de “lo que debe ser”, sucede que la mentalidad y la moral
nacionales están representadas por unos cuantos millones de mujeres que
no saben leer... ¡o que apenas comprenden lo que leen!... ¡Y así marcha
el país!...
La esposa de don Adelardo había empezado a abrir el tomo con una
horquilla, y leyó algunas páginas; luego, distraída, lo dejó en el
asiento, se levantó para arreglarse el vestido y, al volver a sentarse,
lo hizo sobre el libro, como para demostrar su confianza en aquella obra
en la que no había pecado.
El matrimonio volvía de “la segunda mesa” cuando apareció el
interventor; don Adelardo le saludó amistosamente, y de las palabras que
entre ambos se cruzaron, deduje que el marido manejaba negocios de
riesgo y significación, y que viajaba mucho. Mientras picaba los
billetes, el interventor exclamó:
--¿De modo que usted se apea en Medina?
--Desgraciadamente--replicó don Adelardo--: Carmen, mi señora, va a San
Sebastián, donde tiene parientes; con ellos pasará el verano. Yo, me
quedo en Medina para ir a Salamanca; mis socios están montando allí una
Fábrica.
A la una y minutos de la madrugada, hicimos alto en Medina del Campo.
Usando de la soledad en que estaban, los dos esposos pudieron despedirse
tiernamente. Ella le echó ambos brazos al cuello; él la tenía cogida por
la cintura, y mientras la besaba en los labios, la contemplaba
anhelante, la respiraba, parecía bebérsela.
--Mañana, temprano, apenas llegues, telegrafíame--rogaba el marido.
--Lo haré así; ¡como siempre!...
--¡De no recibir tu telegrama, iría a buscarte!
--¿Estás loco?... Y tú, en cuanto regreses a Madrid, avísame.
El balbuceaba, pálido, la voz enronquecida:
--Mi alma...
--Adiós--repetía la esposa--; adiós...
--¡Mi vida!...
--Ten cuidado; corre... que el tren se marcha.
Al cabo, tras un rudo esfuerzo que debió de hacerle daño en el corazón,
él pudo arrancarse de los brazos sedeños, mórbidos, fragantes, que le
enlazaban, y descendió al andén. Todavía volvieron a estrecharse las
manos, hasta lastimárselas; y, de nuevo, florecieron en sus labios las
frases acongojadoras de las despedidas:
--Te quiero; no me olvides...
--¿Cómo voy a olvidarte?... Adiós... adiós...
Por tres veces sonó una campana, La Tirones lanzó un silbido largo, y
partimos.
Carmen, asomada a una ventanilla, movía su pañuelo y continuó agitándolo
hasta después de haber perdido de vista el andén. Hecho esto se irguió,
exhaló un suspiro de liberación y levantó el cristal. ¡Cuánto se lo
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