Memorias de un vagón de ferrocarril - 20

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Pero... ¡en qué estado!... Con el techo roto por varias partes, los
flancos doblados, desencajadas las puertas, las tuberías y el dínamo
hechos pedazos, las piezas vitales torcidas... ¡y aún debo felicitarme
de que mi arquitectura, en su conjunto, resistiese!...
Varios días permanecí abandonado sobre aquel declive, en cuya tierra
blanda mi rodaje iba hundiéndose poco a poco, y al lado de mis
compañeros de infortunio, de los cuales uno, menos sólido que yo, quedó
totalmente destruído. Al romperse, la agonía le dió un escorzo lúgubre,
y, de noche especialmente, bajo el livor astral, su armazón magullada,
desprovista de tablas, tenía un perfil de esqueleto. ¡Cuánto padecí!...
Habíamos quedado a varios metros debajo de la vía, por la cual los
trenes continuaban pasando, llenos de gentes y de luces, y yo veía la
curiosidad, no siempre compasiva, con que sus viajeros se asomaban a
vernos. Nuestra desgracia era para ellos un entretenimiento, casi un
regocijo, y nos señalaban con el ademán. Estábamos a fines de octubre, y
el frío, apenas declinaba el sol, era considerable. De los dos camaradas
que descarrilaron conmigo, ninguno hablaba, y su silencio acrecentaba el
espanto de mi situación. Hallábame con una de mis plataformas empotrada
en el suelo, desmantelado, a obscuras, todos los cristales hechos
añicos, y por mis ventanillas indefensas el viento y la terrible
escarcha de las horas madrugueras me traspasaban.
Al cabo, una máquina-piloto vino a recogerme, y, valiéndose de una
fortísima maroma, haló de mí, en tanto desde lo alto de la vía muchos
hombres lograban, con auxilio de cuerdas, mantenerme en posición
vertical. Vacilando, sintiendo a cada momento que el equilibrio me
abandonaba, tropezando con las piedras y enredándome en los hierbajos
que obstaculizaban el repecho, conseguí verme izado hasta el camino
férreo, y cuando mis ruedas tomaron nuevamente posesión de los rieles
experimenté una alegría de resurrección, un júbilo de náufrago, porque
la vía era para mí una playa...
Lentamente, pues mis gravísimas heridas me vedaban todo movimiento
acelerado, fuí reconducido a Madrid, y en un carril de descarga
inmediato a los talleres de reparaciones, y expuesto a la intemperie, me
dejaron. A mi alrededor había varios centenares de coches inútiles, unos
de pasajeros, otros de carga, que daban a aquella parte de la estación
una extraña fisonomía de ciudad. Eran luchadores vencidos, eslabones
dispersos de antiguos trenes, comparsas dóciles de viejas locomotoras ya
apagadas. En lo desvencijados y maltrechos se me parecían
fraternalmente; y como algunos me conocían de vista o por haber
trabajado conmigo, y sabían mi pasado aristocrático, pronto cundió entre
ellos la noticia de mi aparición. Yo les oía cuchichear.
--Han traído al Cabal...--decían.
--Sí.
--¿Quién es?...
--Ese grande, el pintado de verde; descarriló hace poco y lo han
remolcado medio muerto...
Y la leyenda de mis lances sobre las líneas de Hendaya, de Galicia y de
Sevilla, iba de unos a otros. Para evitarme el trabajo de hablar, me
encerré en una actitud displicente. El relente de las largas noches de
invierno y la lluvia que, a través de mis resquebrajaduras, caía
libremente dentro de mí, recrudecían mis dolores. No hay carcoma que
destruya como la humedad, ni lepra que roa como el abandono. A mí, la
quietud me consumía: hora tras hora mis maderas se combaban, mis rodajes
se enmohecían. Una noche, dos ratas--animal que yo no conocía--treparon
a mí y me mordieron.
El año acabó, y todo en torno mío continuó igual. Mis compañeros de
destierro y de hospital--que de ambas tristezas participaba el rincón en
que estábamos--no se quejaban; apenas si, muy de rato en rato, cambiaban
algunas palabras; parecían muertos. Mi carácter rebelde se desesperaba
en aquella paz. “¿Por qué no vienen a buscarnos?--me decía--; ¿no es
preferible que, de una vez, nos reduzcan a leña, a dejarnos podrir
aquí?...” La intemperie minaba mi salud metódicamente y, al cabo, no
hubo parte de mi cuerpo que no me doliese: los días de buen sol me
secaban, los lluviosos me empapaban, y con estas alternativas mis graves
heridas seguían abriéndose.
Una mañana recibimos la visita del director “del material”, a quien
acompañaban dos individuos, y en su manera despectiva de mirarnos leí
nuestra sentencia de muerte. No nos repararían porque no valíamos el
dinero que costaría arreglarnos. Pertenecíamos a la sección de
“incurables”, y éramos como esos enfermos a quienes ya no se medicina,
porque es inútil. Caminando poco a poco por entre aquellas fúnebres
andanas de coches moribundos, el señor director se acercó a mí y--lo que
no hizo con ningún otro--se paró a examinarme. Sentí que sus ojos
duchos, ojos de cirujano, me registraban bien.
--Este fué un buen “primera”--dijo.
Uno de sus acompañantes repuso:
--Sí; pero después lo reformaron y lo hicieron “tercera”. Es muy viejo;
ha trabajado mucho: mire usted por aquí cómo está...
Empinándose señalaba, por una rotura de mi flanco, mi suelo despedazado.
--¡Bien lo veo!--replicó el director--; ¡lástima de coche! Los que ahora
se construyen son muy inferiores...
Y se marcharon. “¡Ahora, sí--suspiré--que mi historia ha acabado!” En
medio, no obstante, de este dolor recibí una alegría: la satisfacción de
que aquellos hombres, al mismo tiempo que me condenaban a morir,
hubiesen proclamado mi mérito. Desfondado, despintado, ratonado,
torcido, sucio... todavía era bello, todavía conservaba vestigios de mi
antiguo poder, y aún podía decir: “A mí me llamaron El Cabal...”
Pasó todo el invierno, aparecieron con abril las primeras alegrías
vernales, y, al despertarme de un sueño que, según cálculos que luego
hice, debió de durar varias semanas, vi que unas hierbas, nacidas debajo
de mí, se enlazaban a mis ruedas, semejantes a esas ligaduras con que el
reuma sujeta las piernas de los paralíticos. No sé qué amor, qué
cariñoso deseo de retenerme adiviné en ellas, y su pequeño amor me
conmovió: “Ya no te irás de nosotras”--parecían decirme.
Pero a mi Destino aventurero no le plugo que yo finase allí, y después
de darme a conocer la lucha, quiso darme la paz.
A principios de junio, una mañana, se acercaron a mí ocho o diez
hombres, empleados en la estación. El que parecía capataz preguntó a un
viejo que iba a su lado:
--¿Es este coche el que le pidió usted al director, señor Juan?
Me designaba con el gesto. El señor Juan repuso ufano:
--¡Sí; este mismo! Este...
--Buena casa va usted a tener--replicó el capataz, zumbón.
--No será mala; ya verás, en cuanto yo la arregle a mi gusto, qué bien
queda.
Entre todos rodaron los coches situados delante de mí, y luego me
empujaron, haciéndome pasar de unas vías a otras, hasta llevarme delante
del camino de hierro principal. Yo bendecía mi sino, que decretó hacer
de mí, hasta el último instante, una cosa útil.
“Van a convertirme en vivienda”--pensé--. Y recordé aquellos ancianos
vagones, trocados en casucas de guardavías, que una mañana--la primera
de mi vida--vi al salir de la estación de Irún.
En pocos días fuí despojado de mis ruedas y de mis topes, y arrastrado
al sitio a que me destinaban, y en el cual, y para mi mejor instalación,
hallé dispuesto un entarimado, de dos palmos de alto, que había de
servirme de apoyo o basamento.
La prisa y cuidado con que los carpinteros emprendieron la tarea de mi
transfiguración, me dijo que trabajaban cumpliendo órdenes de la
Compañía, la cual, reformándome, halló manera de ahorrarse la
construcción de una vivienda. Por tercera vez los martillos, los
formones, las barrenas, las sierras amputadoras, me torturaron. Todos
mis asientos fueron suprimidos, y de cada dos de mis compartimientos,
quitando el tabique o lienzo que los separaba, hicieron uno. El lavabo
fué convertido en despensa, y en el cuarto-cama instalaron una cocina de
hierro, a cuya chimenea dieron salida por un agujero circular que me
abrieron en la techumbre. En mi costado correspondiente al corredor, y
que enfrentaba la vía, sólo dejaron tres ventanas, con sus batientes de
cristales; las restantes desaparecieron, así como a mis antiguas
puertecillas de corredera sucedieron otras mayores y con goznes. Una de
mis plataformas quedó mudada en lavadero, y la otra continuó sirviendo
para entrar en mí. Después me pintaron el techo de rojo, y las ventanas
y la puerta de blanco, lo que dió extraordinaria animación a mis cuatro
fachadas revocadas de verdegay. Me parecía a esas casitas, de
fabricación alemana, con que juegan los niños.
Una mañana, rayando el día, aparecieron detrás de un carro, cargado de
muebles, mis nuevos inquilinos; “los últimos”, sin duda...
Componían la familia: el señor Juan, empleado en la Compañía
Madrid-Zaragoza-Alicante desde hacía más de medio siglo; su hijo
Roberto, esposo de María Luisa, y dos nietos: Lolita, que ya empezaba a
mocear, y Miguelín, de tres años.
Toda aquella copiosa impedimenta, nueva para mí, me interesó muchísimo:
sin perder detalle vi armar las camas, y el funcionamiento de los
cajones de una cómoda, y cómo adornaban mi interior con fotografías y
modestos espejos de marco dorado, y la distribución que daban en la
cocina a los trebejos de guisar. El moblaje fué discretamente repartido:
en la habitación--llamémosla así--destinada al matrimonio, se colocaron
el lecho más ancho y la cómoda; en la otra dispusieron la mesa de comer
y la cama de Lolita; y en la tercera, que conservaba sus dimensiones
primitivas y era, de consiguiente, la menor, el catre donde habían de
dormir el señor Juan y Miguelín. Antes de mediodía el pequeño ajuar
estaba ordenado, y yo no me cansaba de observar toda aquella vida
íntima, uniforme, recogida, que sólo de lejos conocía. Hasta entonces no
empecé a saber cómo el tiempo se desliza lento en los hogares, ni cómo
se lavaba la ropa, ni cómo se encendía la lumbre y se preparaba una
comida.
El hallarme, no suspendido en el aire, como antes, sino bien pegado a la
tierra, me infundía una ignorada y confortadora impresión de quietud, de
estabilidad: me sentía más a plomo y dueño de mí mismo, cual si mi
personalidad hubiese crecido. ¡Qué diferencia entre mi abrigado
bienestar actual y aquellas implacables noches de olvido y de frío que
siguieron a mi descarrilamiento! El alma de mis habitantes iba
invadiéndome rápidamente: a la semana de tenerles en mí, la humedad me
dejó: yo olía a dormitorio y a cocina; olía a hogar... y estaba contento
de oler así.
--Voy aburguesándome--pensaba.
Acabó de rendirme a discreción la voluntad, el buen carácter de aquellas
gentes. El señor Juan, que era guardabarrera, sólo se ocupaba de coger
el banderín con que daba “paso” a los trenes; Roberto, carpintero de
oficio, trabajaba todo el día en los talleres de la Estación; María
Luisa, que estaba embarazada, era una mujercita dulce, hacendosa y un
poco triste, que siempre andaba sacudiéndome; Lolita también me cuidaba
mucho, y las inocentes travesuras de Miguelín, unas veces me
enternecían y otras me hacían reir.
La tarde de un sábado, Roberto trajo sobre una carretilla buen número de
cañas y de listones, con los cuales, y aprovechando el asueto del día
siguiente, construyó junto a mí un emparrado. Otro domingo me rodeó de
una cerca alta, de cuatro o cinco palmos, entre la cual y yo mediaba un
espacio como de tres metros, que las manos hadadas de Lolita poblaron en
seguida de flores, y así tuve un jardín minúsculo y gracioso como un
juguete. Hizo más la muchacha: exornó mis ventanas con trepadoras que
sembraba en vasijas rotas o en latas que fueron de pimientos; y plantó
junto a mí una hiedra que creció en poco tiempo e invadió la mayor parte
de mi techumbre, dándome un pintoresco aspecto de gruta; y yo pude verme
poco después en una postal, obra de un fotógrafo amigo de mis huéspedes,
y quedé sorprendido--por no decir enamorado--de mi carácter rústico.
Hallábame enclavado a medio kilómetro de la Estación, y muy cerca de la
gran arteria ferroviaria por donde corren los trenes de Barcelona, de
Andalucía y de Valencia, que tantos recuerdos tenían para mí: veía pasar
las máquinas raudas, ululeantes, tempestuosas, y perdidas en su
torbellino negro las siluetas de los fogoneros, teñidos dantescamente de
rojo por el incendio del horno; veía huir cuajados de luces los
“expresos” veloces, los “correos”, los “mercancías” interminables y
obscuros; oía la voz sibilante de las locomotoras, las cornetas de los
guardavías, el fragor de los convoyes... y no experimentaba nostalgia
ninguna. Un día, en una “cuatro mil” que pasaba, reconocí a La
Regadera; también descubrí a Dos-Caras, disfrazado de “tercera”, en el
“mixto” de Alicante, y mi regocijo de verles fué absolutamente limpio.
Me holgaba de que continuasen viviendo su vida, la que fué mía también;
mas no sentía deseos de rodar a su lado. Vi asímismo al Rubio, al Negro,
a la Primera Actriz, al Barba... y a otros varios camaradas que iban y
venían con el terrible anhelo de siempre, y tuve cierta misericordia de
su servidumbre inexorable. Medité: “Ellos se mueven, y yo no: ¿pero
acaso la tierra me esclaviza más que a ellos el movimiento?...”
Mucho tiempo aquellos viejos compañeros fueron y tornaron sin fijarse en
mí; luego, como mi situación de vagón inmóvil les sorprendiese,
comenzaron a examinarme, y al cabo me reconocieron. El que antes cayó en
la cuenta de quién yo era, fué Dos-Caras. Una mañana, al pasar, me
gritó:
--¿Eres tú, Cabal?
--Yo soy, viejo--le repliqué.
Y no tuvo tiempo de decirme más porque su convoy iba de prisa. La
noticia de hallarme convertido en habitación cundió rápidamente, llevada
por los trenes, y todos mis amigos, unos burlones, otros compasivos, me
preguntaban:
--Adiós, Cabal; ¿te aburres mucho?
Yo siempre contestaba:
--No; no me aburro.
--¿Eres feliz?
--Sí, lo soy: nunca lo fuí más...
¡Y era cierto!... Pues hogaño, merced, precisamente, a la soledad que me
circundaba, podía descender más hondo en el misterio de la vida. Las
personas que traté antes permanecían a mi lado unas horas, cuando más
una noche; mientras estas de ahora envejecían conmigo: yo las veía
dormir, comer; yo las oía hablar... y su experiencia era mía también,
íntegra.
Con esta quietud volvía a parecerme a mis antecesores, los árboles. La
tierra me atraía, y, cosido a ella, conforme el tiempo filaba,
insensiblemente, hallábame mejor. Empezaba a comprender la poesía de las
fiestas domésticas, la razón de la Nochebuena, la enorme fuerza emotiva
y pensante del silencio; porque mientras la materia reposa es cuando
fulgen mejor las luminarias del espíritu. Considerando la vejez
desvalida del señor Juan, y oyendo hablar a su hijo, supe cómo a lo
largo de los siglos el capitalista perpetúa en el obrero, su hermano, el
fratricidio de Caín, y vislumbré el mecanismo del tinglado social, esa
rueda trágica en que el salario se transmuta en pan, y el pan en
esfuerzo y dolor que luego serán salario otra vez. Vi a María Luisa dar
a luz, y me expliqué el amor; y observando a Miguelín, divertido en
alinear soldaditos de plomo, echar barquitos en el agua enjabonada de la
artesa y arrastrar por el jardín ferrocarriles de hojalata, me dí cuenta
de que en este mundo--de las paradojas y de los viceversas--el niño
juega y se ríe con lo mismo que hace llorar al hombre.
Va para tres años que soy hogar, y no echo de menos, ni en un ápice, mis
mocedades trashumantes: el tercer vástago de María Luisa y de Roberto,
se cría muy bien; Lolita ya tiene novio, y a esto atribuyo que cante
tanto por las mañanas; Miguelín aprendió a escribir y se divierte en
eternizar su nombre en mis paredes. Todo esto, que ya forma parte de mí
mismo, me regocija y me acompaña. Voy pareciéndome al señor Juan. Tengo
algo de abuelo, y soy feliz con estos seres que crecen a mi lado, con
las flores que me rodean, con la hiedra que me cubre y parece traerme un
abrazo de la tierra.
Mis antiguos hermanos del camino, todos los días me dicen algo:
--¿Querrías venirte con nosotros, Cabal?
--¿Para qué--les respondo--, si en ningún punto del mundo en que os
halléis vuestro horizonte será mayor que el mío?
Efectivamente: No estoy hastiado, sino satisfecho, y no deseo, porque
conocí el movimiento y gusté la quietud; todo lo que hay: y porque
llegué a viejo... y ser viejo es hallarse en condiciones de recordar y
de perdonar, y nada más dilecto que el recuerdo, ni más elegante que el
perdón. La Vida es buena, pues siendo tan breve, proporciona tres
grandes goces: en la niñez, el anhelo de vivir; en el “presente de
indicativo”, de la juventud, la alegría de vivir; en la vejez, el placer
generoso de ver vivir a los demás.
Madrid, octubre 1922.

FIN
* * * * *
EDICIÓN DEFINITIVA
DE LAS OBRAS COMPLETAS DE EDUARDO ZAMACOIS

Renacimiento ofrece a sus lectores de España y América la primera
Colección Completa de las obras de este insigne novelista, uno de los
predilectos del público.
Se trata de una reimpresión cuidadísima, seria y definitiva, vigilada
por el propio autor, que quiere ofrecerse en ella sin mixtificaciones de
ninguna especie. Todo cuanto pudiéramos decir de la chabacanería con que
fueron tratadas en distintas épocas las obras del ilustre autor de
_Europa se va_... está resumido en la «Advertencia» que insertamos a
continuación, suscrita por el mismo Zamacois y a la que remitimos a
libreros y lectores:


PALABRAS DEL AUTOR

Muchos escritores son refractarios a corregir sus libros, una vez
impresos.
Yo opino lo contrario: los libros deben ser examinados y pulidos a cada
nueva edición, pues si el Tiempo nos altera las líneas del semblante y
nos blanquea el cabello y nos encorva, ¿cómo no cambiaría también
nuestros gustos? Las horas que transforman el cuerpo, ¿cómo no
revolucionarían el espíritu, por antonomasia tan vibrante, tornadizo,
andariego y mudable?... La experiencia y la lectura son los dos grandes
vientos removedores de nuestro jardín interior. Un hombre inteligente
vive en discusión perpetua consigo mismo; y discutir es dudar,
rectificar «puntos de vista», sustituir una creencia por otra,
modificarse, contradecirse. El progreso constituye una enmienda
constante, y así la vida debe ser nada más que un pretexto para
arrepentirnos hoy de lo que hicimos ayer.
Nadie extrañe, de consiguiente, las diferencias de pensamiento y de
forma que separan los volúmenes que van apareciendo ahora, en el
mediodía de mi vida, de aquellos que llamo de «mi primera época».
Escritos de prisa y vendidos a precios irrisorios[A], reconozco, con
harto quebranto y luto de mi corazón, haberlos echado al mundo vestidos
de andrajos. Realmente no merecían tan mal trato, y así quiero con la
edición presente remediar en algo el daño que les hice. Ni la fábula, ni
la arquitectura o distribución de los capítulos fueron alteradas; no
creí necesario meter el escalpelo hasta tan hondo. Sólo he intentado
aliviar su estilo de solecismos, repeticiones y demás vergüenzas
gramaticales que lo manchaban. También procuré tranquilizarlo,
simplificarlo, aligerarlo de frondosidades retóricas...
[A] Me refiero a _La enferma_, _Punto-Negro_, _Incesto_, _Loca de
amor_, _Tik-Nay_, _El seductor_, _Duelo a muerte_, _Memorias de una
cortesana_, _Sobre el abismo_, _De carne y hueso_, _Horas crueles_,
_Impresiones de arte_.
De consiguiente, _la única edición de mis libros que me atrevo a
recomendar es ésta, de_ RENACIMIENTO. _Todas las anteriores, mal
impresas, mal corregidas y ensuciadas vilmente con portadas obscenas,
son execrables y únicamente merecen silencio._
Por rescatar los millares de ejemplares que de ellas se han vendido en
estos últimos diez y nueve años, _daría el autor su mano derecha_.
EDUARDO ZAMACOIS.

Madrid, enero 1916.
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