Memorias de un vagón de ferrocarril - 10

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--¡Y yo creí que usted era mudo!--exclamó don Andrés.
--¡Estamos iguales!... Por lo demás, si no es de naderías, ¿de qué
pueden conversar dos personas que no se conocen?...
Dicho esto, don Andrés y su colocutor diéronse las manos, y los
espectadores del pintoresco lance comenzaron a reir y a glosarlo
festivamente, con cuyas zumbas hiciéronme pasar un rato amenísimo.
Luego, mientras descansábamos en Avila, le referí a Dos-Caras todo lo
ocurrido, y tanta gracia le hizo, que a la mañana siguiente reía aún.
En Valladolid recogí a don Rodrigo y a Raquel, y apenas les tuve cerca,
cuando me parecieron cambiados y como envejecidos; particularmente a él
le hallé decaído, marchito, cual si una gran pena--los dolores pesan
más que los años--le oprimiese.
Acomodáronse cerca el uno del otro, y en sus palabras y en las
atenciones con que se agasajaban había dulzura; pero una dulzura triste,
en la que un pensamiento severo y escondido diluía su amargor. Pronto
comprendí que el hombre sufría de mal de celos: lo decían sus ojos, lo
declaraban sobre todo sus manos, que, a ratos, apretujaban las de su
compañera con arranques más de odio que de amor; un odio que la
inquietud de separarse de ella encendía. Suavemente, como con lástima,
Raquel preguntó:
--¿Qué tienes?...
El no contestó. Ella se le acercó más aún, lagotera, procurando sentir
mejor el contacto de su hombro; pero su ternura envolvía algo de
superioridad compasiva, tal vez un poquito--¡oh, muy poco!--de ironía,
porque ella era la más fuerte, y únicamente los fuertes ríen bien.
Echándole el aliento de sus palabras al rostro, repitió:
--¿Qué tienes?... Háblame...
A su vez don Rodrigo la miró a los ojos y, nervioso, comenzó a
retorcerse el bigote; sus dedos huesudos temblaban ligeramente. Bien se
adivinaba que luchaba contra la fiera de su corazón.
--¿Por dónde empezaría la explicación de lo que tengo?--murmuró--. ¿La
crees tarea fácil? Necesitaría hablarte de todo nuestro amor, puesto que
el minuto presente es la suma, la síntesis, de estos tres años en que la
única razón de mi vida fuiste tú. Sólo puedo jurarte lo siguiente: que
cuando, al principio de conocernos, te quería poco, era feliz; que
luego, al quererte más, mi felicidad aumentó; y que hoy, que te adoro,
hoy que este cariño desborda de mi corazón, soy infinitamente
desgraciado. ¿Comprendes esto?
Raquel callaba, oía; acaso en su atención hubo, durante una fracción de
segundo, un ramalazo de miedo. Don Rodrigo prosiguió, siempre en voz muy
tenue, y con aquella conquistadora exaltación lírica que aclaraba el
bronce de su cara y le aceraba los ojos:
--En _El anillo de los Nibelungos_--¿te acuerdas?... lo vimos
juntos--Venus dice a Tanhauser: “¡Nunca lograrás el reposo, ni
alcanzarás la salvación! ¡Vuelve a mí, si buscas la paz! ¡Si buscas la
salvación, vuelve a mí!...” Pero la diosa mentía; ¡dos veces mintió!...
El alma no descansa en el amor; nuestra alma no se satisface con lo que
tiene, por inmenso que sea; quiere lo que no tiene, busca lo que no
ve...; y en eso, que “no ve”, están el demonio del presentimiento y los
gusanos de la sospecha; nuestra pobre alma tiene su infierno en “lo que
no ve”, porque las llamas de ese infierno abrasan y no alumbran.
Se interrumpió; temía ser indiscreto, descubrirse demasiado...
--¿A qué seguir?--exclamó--; ¿a qué hablarte de esto cuando, si tú
llegases a penetrarte de la infinitud de mi amor, sin darte cuenta y
como “empachada” de tanto cariño, irías cesando de quererme?...
Continuó hablando, pero a poco calló por figurársele que ella tenía
sueño, y su silencio pobló su espíritu de nuevos fulgores. En el alma
mansa y adormecida de Raquel yo no leía nada; en ella, pensamientos y
deseos eran confusos; parecía un viejo manuscrito medio borrado. En
cambio, el espíritu de don Rodrigo vibraba magnéticamente, sus ideas
fulgían, una a una, con abrasadoras letras, y era imposible no verlas.
El hombre desconfiaba de su compañera: su inquietud no respondía a
ninguna delación, ni se afirmaba sobre determinado indicio: aquella
mujer le testimoniaba a diario su cariño, su solicitud vigilante y útil,
su adhesión sin tibiezas; y, no obstante, recelaba de ella. Su tortura,
como otras veces, al par que me hacía sufrir me admiraba.
--Algo esconde que no sabré nunca--meditaba--; es decir, hay en ella
algo que quizás no esté escondido, pero que yo no veo. Si me dijesen:
“Esa mujer es capaz de robar.” Diría: “Mentira.” Si me dijesen: “Esa
mujer habla mal de ti.” Diría: “Mentira.” Pero si me dijesen: “Esa mujer
te engaña...” No sabría qué responder. ¡He ahí mi suplicio! ¡Ah!... ¡Si
yo pudiera mirar dentro de su conciencia, como miro su piel blanca!...
¡Pero ese milagro nunca se producirá!... En el abrazo supremo, todas las
partes de los cuerpos enlazados coinciden: las frentes, los ojos, las
bocas... Los corazones, no; éstos laten cada uno por un lado; la
naturaleza no quiso que, ni aun en ese instante divino, las almas
estuviesen juntas...
Prosiguió su indagatoria:
--No es posible que ella me quiera ciegamente, “por instinto”, como yo
entiendo que quiere el verdadero amor. El amor es una descentración del
espíritu, una enfermedad. Muchas veces el enfermo se dice: “Este amor no
me conviene; debo desecharlo”... Y, en el mismo instante, siente
recrudecerse más su cariño. Yo, desgraciadamente, soy de ésos. Pero
Raquel, no; Raquel es demasiado inteligente, demasiado equilibrada,
para entregarse así. El amor--ya lo dije antes--es ceguera, y en el
cerebro de esa criatura hay excesiva claridad. La he observado bien; lo
subconsciente significa en ella muy poco: su voluntad es razonada, su
fantasía también lo es; ¡hasta su memoria, en la cual cada recuerdo,
como los vocablos en los diccionarios, está en su sitio! Su razón, de
consiguiente, ocupa y esclarece toda su alma; y el instinto es fotófobo,
porque la luz lo mata... Entonces, ¿por qué esta mujer me quiere
tanto?... O, de otro modo: ¿por qué, si verdaderamente no me quiere, con
tanto empeño procura mostrárseme transida y cegada de amor?...
Arbitrariamente no es, porque los nardos del capricho jamás florecieron
en su jardín; luego su pasión ha de ser reflexiva, cimentada...
Al llegar a este punto, el apretado soliloquio parecía deshilacharse;
don Rodrigo se extraviaba; comenzó su meditación partiendo del supuesto
que el amor no razona, y tras mucho discurrir sacaba en limpio que
Raquel le quería “porque razonaba”... Y apenas se sorprendió en
flagrante delito de alogia, cuando obligó a su pensamiento a cambiar de
rumbo. De pronto le pareció--¡cuántas veces le había parecido lo
mismo!--que empezaba a comprender. Raquel se esmeraba en ofrecerle un
gran amor, no para engañarle, sino por el solo dilecto deseo de realizar
una obra de belleza, ya que un perfecto amor es lo único absolutamente
artístico que existe. Ella amaba por estetismo, porque es bonito amar,
mas no por hallarse prendada positivamente de la persona que la servía
para hacer “obra de amor”, como el escultor puede gastar entera su vida
en pulir y hermosear una estatua sin hallarse enamorado de ella. El amor
es el Ideal, el dios colocado muy por encima del icono que lo
representa. Amar infinitamente es acercarse a los héroes, sobresalir,
porque sólo los elegidos, los “excepcionales”, son capaces de ser amados
y de amar hasta la perdición. Decir: “Yo amo y sé hacerme amar con
frenesí”, es más que decir: “Yo poseo toda la sabiduría o todo el oro de
los hombres”. Amar es predicar armonía, repartir alegría; “hacer arte”,
en fin...
--Lo que muchos inferiores realizan por instinto--continuaba
discurriendo don Rodrigo--lo consigue Raquel con su superior
inteligencia. Lo que otros pintan o escriben, ella lo vive. Yo acerté a
cortejarla cuando su corazón sentía la necesidad de “producir belleza”,
y materializó en mí su aspiración; otro hombre hubiese pasado entonces,
y habría sido lo mismo; lo único que no hicieron los demás y yo sí, fué
pasar a tiempo. ¿De qué asombrarnos, cuando en la inteligencia residen
todas las capacidades del alma?... Un hombre valiente arrostra la muerte
tranquilo, sin esfuerzo y sólo por la natural anchura de su corazón; y
un cobarde inteligente verifica igual proeza por reflexión, para
imponerse a la admiración de las muchedumbres con el ejemplo de una
muerte heroica. El hombre no nació para volar, y vuela, sin embargo,
porque su inteligencia le dió alas; no nació para nadar bajo el agua, y
su inteligencia, no obstante, le permite hacerlo; y así y por razones
parecidas, una persona puede no amar, y con su esclarecida inteligencia
crear un amor...
No dijo más, y en la penumbra del departamento su rostro aguileño se me
antojó demacrado, apagado, por una indefinible expresión de despedida.
Luego cruzó las manos, como si orase, apoyó una mejilla sobre la cabeza
de Raquel, y se quedó dormido.
Una semana después don Rodrigo regresó a Valladolid, y extrañé que su
amada no fuese a despedirle.
--Estará enferma--pensé.
El me pareció más delgado y de peor color. Su nerviosidad se había
exasperado: mientras el tren corría, don Rodrigo sufría considerando
cómo aumentaba la distancia que le separaba de Raquel; cuando nos
deteníamos en alguna estación su tortura se interrumpía; pero apenas
emprendíamos la marcha nuevamente, su suplicio se reanudaba.
Durante aquel verano hizo cinco viajes, lo menos, a La Coruña, y cuando
reaparecía en el andén de la estación gallega, siempre iba solo. Raquel
ya no le acompañaba. Una mañana llegó a La Coruña, y el mismo día
regresó a Valladolid. No llevaba equipaje, y entre sus cejas distinguí
un pliegue obscuro, de mal agüero. Aquel hombre se parecía exteriormente
al don Rodrigo que yo conocía, pero interiormente era otro.
Mientras rodábamos comuniqué a Dos-Caras cuanto había visto y observado
en las relaciones de sus antiguos clientes. El veterano vagón tardó en
responder.
--No sé--dijo--lo que pueda separarles; pero yo te aseguro que, de los
dos, uno acaba mal.
--¿Por qué?
--Porque las mujeres desconocen la gravedad de los celos: para ellas las
infidelidades no tienen importancia, acaso porque--allá en lo más
íntimo--creen que su posesión, que los hombres tanto celebran, vale
poco. Pero ellos piensan de opuesta manera, y los celos han matado más
gente que los ferrocarriles.
Tras unos momentos de silencio, añadió:
--Dime la verdad, Cabal: y conste que no lo pregunto por curiosidad
vana, sino para mejor orientarnos en el asunto que nos interesa: ¿tú te
has manchado de sangre alguna vez?
--Sí.
--¿Por fuera o por dentro?
--Por dentro y por fuera.
Le referí el suicidio de aquel desconocido que se arrojó al paso de mi
“expreso” entre la estación de Viana y el puente sobre el Duero, y la
tragedia de los ladrones franceses, cerca de Burgos.
--Lo más grave, lo que decide de tu sino--replicó reposadamente
Dos-Caras--, es lo del suicidio. ¿Qué edad tendrías cuando te
ensangrentaste las ruedas?
--Probablemente menos de ocho años.
--¡Temprano se acercó la muerte a ti!...
Hablaba con énfasis de arúspice, y como yo le moliese a interrogaciones,
agregó, sibilino:
--La sangre atrae la sangre, y yo veo en ti una _jettatura_ de drama.
Algún gato negro, cuando te construían, debió de aojarte. ¡Quisiera
equivocarme, pero creo que de más de un crimen vas a ser testigo!...
Concluyó:
--Ahora es cuando afirmo que ese don Rodrigo no muere en su cama: le has
comunicado tu maleficio.
Callé, no porque las palabras de mi compañero me hubiesen amedrentado,
sino por considerarlas vacías de sentido. “Este badulaque--pensé--no
concibe que los viajeros me prefieran a él y quiere vengarse de algún
modo.” Desgraciadamente, a fines de aquel mismo año, los hechos que
pusieron mi vida en desesperado peligro me demostraron que Dos-Caras,
fuese por casualidad, o porque verdaderamente lo adornase el don
profético, había hablado bien.
Salimos de la Corte en Nochebuena, con pasaje escaso--los ocupantes del
convoy no llegarían a sesenta--y con un cielo transparente,
magníficamente estrellado. La helada era terrible; ese aire de Madrid
que, según un adagio muy cierto, “mata a un hombre y no apaga un
candil”, parecía clavarnos en cada poro una aguja de cristal, y antes de
una hora nuestras imperiales griseaban metálicamente bajo la luna, como
cubiertas de azúcar cande. Ya en las alturas de Robledo de Chavela el
tiempo cambió; escondióse la luna y la neblina nos escamoteó la alegría
de faro de las estrellas. Desentumecióse el viento, el terrible enemigo,
y nos sentimos envueltos en una turbonada de granizo, lluvia y humo, que
nos ensució impíamente. Minutos después, la atmósfera volvió a
despejarse un poco, y sobre el talud de un monte riscoso, como apoyada
en él, reapareció la luna. Inmediatamente el espacio tornó a
anubarrarse, y cuando entrábamos en Avila empezó a nevar. Tras los muros
de la vieja ciudad resonaban voces de borrachos, alboroto de panderetas
y roncar bárbaro de zambombas, que esparcían una vaga tristeza por los
ámbitos lóbregos y mudos de la estación. Nacido para la vida errante,
jamás he comprendido esas fiestas que oigo denominar “familiares”, y en
las que son obligatorios los ruidos desapacibles y la embriaguez.
Contribuía a malhumorarme la circunstancia de ser la unidad postrera
del “correo”, por lo que la calefacción llegaba a mí muy debilitada.
Dos-Caras me precedía, y me seguía un furgón; no podía ir peor situado.
Hostigado por el frío, Dos-Caras refunfuñaba:
--Los jefes de tren no se cuidan de su obligación: si cumpliesen con
ella y se ocuparan del bienestar de los viajeros, ¿cómo permitirían que
tú y yo, los dos coches mejores, fuésemos a la cola?... ¡Pensar que “los
terceras” van más abrigados que nosotros!... ¡Eso es injusto!... ¿Qué
asientos se pagan más caros? Los nuestros. ¿Qué vagones rinden más
dinero a la Compañía? Los nuestros. De consiguiente, para nosotros deben
reservarse los sitios mejores del convoy.
Me eché a reir.
--Respecto a que nosotros ganemos más dinero que “los
terceras”--dije--habría mucho que hablar, pues bien sabes que la mayoría
de nuestros inquilinos viajan de balde.
--Bien, sí--tartamudeó Dos-Caras--; pero eso no importa.
--Pienso como tú.
--No confundamos la utilidad de los hombres con su aristocracia. No
reclamo gollerías: pido únicamente ser tratado con las consideraciones
debidas a las unidades de nuestra categoría. Un tren es una imitación de
la sociedad: la locomotora simboliza el Poder Público; “las terceras”
son el pueblo; “las segundas”, la clase media; nosotros, la nobleza.
“Las terceras” y “las segundas” deben trabajar para nosotros y
vanagloriarse de nuestro lujo. La aristocracia--especialmente en los
tiempos actuales--no aprovecha para nada, o sirve de muy poco, y, sin
embargo, en el convoy de la vida es “la primera”; siempre fué así...
Continuamos platicando, y como nada abrevia tanto los caminos como un
razonado charlar, de pronto nos percatábamos de que habíamos dejado
atrás la estación de El Pinar, y que las luces que teníamos enfrente
eran las de Valladolid. En el andén sólo había un viajero, don Rodrigo;
el cual, como si hubiera estado aguardándome, no bien me vió, trepó a mí
y se acomodó en el primer departamento que halló vacío. Acompañábase de
un pequeño maletín de mano, que dejó sobre un asiento. Le examiné
sondeándole. Su aspecto no había variado; pero su espíritu ardía de tal
modo que, para no perder nada de lo que en él ocurriese, corté mi
conversación con Dos-Caras. El alma de don Rodrigo era algo impermeable
y rectilíneo: la memoria, la imaginación, la razón, habían desaparecido:
de las cuatro grandes facultades que fijan los cuatro puntos cardinales
del horizonte mental, sólo quedaba una: la voluntad; mas no como
potencia susceptible de discernimiento, sino rígida y mudada en
inexorable deseo. El alma, “toda el alma” de don Rodrigo, era una
voluntad; o, mejor dicho, un fanatismo, un propósito: el propósito de
asesinar a Raquel. Apenas se acercó a mí, leí su intención; y ya no pude
leer más, porque en su corazón no había más...
Después que el interventor se hubo marchado, don Rodrigo sacó de sus
bolsillos un puñal y una pistola. La punta, triangular y rutilante, de
aquél la probó apoyándola en la palma de su mano izquierda; una gotita
de sangre brotó en seguida. Satisfecho, guardó el arma, después de
frotarla pulcramente con un pañuelo. Esta idea cruel le cruzó la
frente: “Tú llegarás al fondo de su corazón: adonde yo no supe
llegar”... Seguidamente desarmó la pistola, que era una Browning de las
mayores: la desmontó, y examinó y limpió sus piezas una a una. Extrajo
las balas del cargador, y volvió a restituirlas a su sitio
parsimoniosamente, mientras pensaba: “Esta será la que me dé la paz; y
si no es ésta será la otra, o la otra... Alguna ha de ser la que me
libre... porque toda bala tiene algo de llave”...
Empezó a meditar con la cabeza echada hacia atrás, contra el respaldo; y
tenía los ojos extrañamente abiertos, cual si aquellas reflexiones
estuviesen escritas delante de él sobre algún lienzo...
--Lo que ese amigo anónimo me ha dicho, yo lo sospechaba... ¡casi lo
sabía!... y, sin embargo, ¡cuánto daño me ha hecho!... ¿Tengo derecho a
matar a Raquel?... Sí, porque yo no la quiero matar para vengarme de
ella, sino para descansar de su amor: la mato porque la quiero demasiado
y su amor me mata. ¡Dios mío!... ¡Qué feliz viviría yo si la quisiese
menos!... De modo que yo, al asesinarla, lo haré serenamente, con la
tranquilidad de quien, para salir de una habitación, abre una puerta.
Después, si no pudiese suicidarme, me prenderían, me encerrarían en un
calabozo... ¡Es igual!... Si ya no había de volver a verla, ¿para qué
necesitaba la libertad?...
De su cartera sacó un telegrama, que leyó atentamente. Decía:
“Seguridad de verte mañana, devuélveme alegría. Te esperaré estación. Te
adoro. Raquel”.
Don Rodrigo suspiró; quedóse callado, sin pensar, como idiota. En
seguida reanudó su discurso:
--¡Me adora, dice!... Es cierto. Yo sé que me quiere, y, a pesar de
quererme, la maldita quiere a otro. O, acaso sólo a mí quiere, lo que no
la impide entregarse a otro amor. ¡Ella no miente! Su corazón es mío; el
engañado es mi rival, porque ella no le quiere... Pero, si me quiere
tanto, ¿cómo puede seguir a quien no quiere? ¿Cuál es la lógica de este
absurdo?...
Violentamente se abalanzó sobre el maletín, del que sacó ocho o diez
gruesos paquetes de cartas, atados con balduques.
--¡Las había olvidado!--murmuró--; ¡oh, qué ligereza! Es necesario
destruirlas en seguida; no permito que nadie las lea: son suyas, son
sagradas... ¡porque son suyas!...
Empezó a romperlas en sentido perpendicular a los renglones, para mejor
desfigurar lo escrito; en esta tarea, a la que se aplicó ahincadamente,
invirtió cerca de una hora; las cartas eran muchas; yo conté más de
seiscientas, de las cuales las más pequeñas ocupaban dos y tres pliegos.
También despedazó varios centenares de telefonemas. Y cuando todo estuvo
reducido a trizas, abrió una ventanilla, se llenó ambas manos con
aquellos pedacitos de papel, calientes como cenizas, en que una mano de
mujer, día por día, fué escribiendo la biografía de su corazón, y los
arrojó al espacio negro. Después lanzó otro puñado, y luego otro... y
otro... En seguida se asomó a la ventana, y vió que la mayoría de
aquellos trocitos de papel, atraídos por el vacío que la marcha del tren
dejaba en pos de sí, volaban como ágiles mariposas blancas, detrás del
convoy; parecían seguirle, acosarle, con la obstinación de los
recuerdos; parecían vivir, y su ansiedad humana acongojó al amante: en
el primer momento aquellos pedazos de papel eran muchos; rápidamente su
número disminuyó porque venían al suelo, como fatigados; algunos, que
habían conseguido detenerse en los salientes del furgón, arrebatados por
el viento se marcharon también con el dolor de las hojas secas. Todavía
revolaba uno, sin embargo; el último, el más tenaz: subía, bajaba,
volvía a subir... “--¿Por qué resiste tanto?--don Rodrigo pensaba--;
¿querrá decirme algo?... ¿Qué palabra de salvación habrá escrita en
él?...” Y continuó observándolo, hasta que cayó. Volvió a mirar. Ya no
quedaba ninguno, y la historia que hubo en ellos se desvaneció, tal que
un perfume, en la extensión ingrata del campo; lo que nació en el calor
de una alcoba, moría en el viento y en la nieve. Don Rodrigo, con deseos
de llorar, volvió la cabeza y subió el cristal. La primera puñalada de
aquel drama, había sido para él y la sentía en el corazón.
Como demostrase intenciones de dormir, reanudé mi diálogo con Dos-Caras,
a quien referí cuanto acababa de observar.
--¿Y crees tú--repuso--que matará a Raquel en la estación?
--Estoy seguro, porque es un impulsivo terrible y no sabrá contenerse.
--¡Con tal--gruñó--que, al disparar, lo haga de espaldas a nosotros!...
Me haría poca gracia que me agujereasen de un tiro...
Había cesado de nevar y, al salir de Astorga, la niebla era tan espesa
que los coches apenas nos veíamos unos a otros. Imposible distinguir
las señales que nos hacían los discos; lloviznaba. Caminábamos a menos
de cuarenta kilómetros por hora, y frecuentemente La Triste nos
sobrecogía el ánimo con sus silbidos dolorosos. Minutos antes de cruzar
el río Porqueros se detuvo, empezó a pitar y al cabo siguió con
extraordinaria lentitud. La noche era absolutamente negra;
sabíamos--porque las ruedas nos lo decían--que repechábamos, y nada más.
Dos-Caras me habló.
--¿Cabal, tienes miedo?
Respondí la verdad:
--Sí, viejo: tengo miedo; ¿y tú?...
--También; más que tú, porque tengo mayor experiencia. Es probable que
el loco de don Rodrigo nos haya traído la mala sombra.
--¿Tú crees en brujerías?
--Creo--replicó--en que nadie sabe lo que se esconde detrás de la
muerte, y en que si hay un espíritu interesado en salvar a Raquel podía
suceder que don Rodrigo no llegase a La Coruña...
Sus palabras misteriosas me atemorizaron, y guardé silencio; pero como
saliésemos del túnel del Lazo sin novedad, sentí renacer mi buen ánimo.
La niebla, sin embargo, no cedía; llevábamos cuarenta minutos de
retraso, y La Triste mantenía su andar cauteloso, a pesar de que el
camino, en cuesta abajo, invitaba a correr.
--¿Tienes miedo todavía?--pregunté a mi compañero.
--Más miedo que nunca--repuso--; pues cuando la locomotora silba tanto
es porque el maquinista no ve y no está seguro del camino.
A poco de salir de Ponferrada, nuestra marcha aumentó, lo que juzgué
buena señal.
--Tendrá prisa el maquinista en llegar a Toral de los Vados, en donde
debemos cruzarnos con el tren de Villafranca del Bierzo--comentó
Dos-Caras.
En tal instante oímos varios silbidos, que parecían responder a los de
La Triste, y en aquel silbar lejano había una angustia inolvidable.
--¡Un tren!--grité--¡Viene un tren!...
--El de Villafranca--gimió Dos-Caras.
--¿Vamos a chocar?... ¿Crees que vamos a chocar?...
No oí la contestación de mi compañero; un estremecimiento instantáneo y
formidable recorrió el convoy, y los frenos inmovilizaron nuestras
ruedas. La detención fué tan rápida, que, según me dijeron más tarde, la
pirámide de carbón del ténder se fué hacia adelante, aplastando al
maquinista y al fogonero. Pero el sacrificio de aquellos dos valientes
no impidió la catástrofe. ¿Cómo describirla, si no la vi?... El choque
de las locomotoras fué tan ingente, que quedaron empotradas la una en la
otra, y al embestirse lo hicieron tan de frente que no llegaron a
descarrilar. De nuestro convoy los tres primeros vagones quedaron
reducidos a astillas; otros dos sufrieron gravísimos magullamientos, y
Dos-Caras, aterrado por el ruido del encuentro, que sonó entre aquellas
montañas con el estrépito de veinte cañones disparados a un tiempo, se
desvaneció. Yo sufrí una terrible sacudida y perdí todos mis cristales;
también se me desconcertaron las puertas, el depósito del agua y los
tubos de la calefacción. Los equipajes rodaron por el suelo, y algunos
saltaron de una redecilla a otra. Cuando, pasados los primeros
instantes de pánico, comprendí que estaba salvo y pude mirar dentro de
mí mismo, vi el cadáver de don Rodrigo tendido en medio del corredor,
con la frente rota... Había chocado conmigo, y yo le había matado.
--He salvado a Raquel--pensé.


XVII

Este hecho señala en mi biografía un nuevo rumbo importante. Al
siguiente día de la catástrofe, en la que hubo cinco personas muertas y
más de treinta heridas, una máquina que en socorro nuestro enviaron de
León, me trasladó, juntamente con Dos-Caras y otros compañeros que
conservaban sus rodajes sanos, a los talleres de Valladolid, ante los
cuales y a la intemperie estacionamos varias semanas, en tanto llegaba
nuestro momento de ser reparados. Yo recordaba haber visto años atrás,
en aquel sitio, una ringlera de coches enfermos; yo, que era mozo
sólido, los miré con desdén; parecíame imposible descender a semejante
postración; y ahora, al hallarme postrado como ellos, comprendí que el
plano descendente de mi vida empezaba.
En los quince días que duró mi convalecencia, mis
curanderos--carpinteros, fontaneros, cristaleros, ebanistas,
electricistas, tapiceros, etc.--infligiéronme crueles padecimientos. Las
averías y goteras de mi salud eran harto más serias de lo que yo
imaginaba; el choque había sido formidable, y aquel bárbaro esfuerzo con
que, a la vez, todas las unidades del convoy quisieron meterse, y como
enchufarse, unas en otras, tundió todo mi cuerpo. En un instante quedé
magullado, macerado, pero yo no lo sabía: los dolores empezaron después:
me molestaban los flancos, el piso, la techumbre; particularmente las
heridas de los balazos que recibí en el asalto del expreso de Hendaya,
se habían abierto con el furibundo golpazo y me hacían sufrir bastante.
A estos dolores localizados, añadíanse otros indecisos, generales y
profundos, que por su misma vaguedad la cirugía de taller no podía
combatir. Yo escuchaba discurrir a los carpinteros: unos decían que si
mi armazón padeció tanto fué porque mi maderamen, cortado antes de
sazón, presentaba hendeduras que disminuían su resistencia; el más viejo
aseguraba que el lugar menos firme de mi individuo era el comedio del
costado correspondiente al pasillo, y que motivaban tal debilidad varias
rodaduras de mi tablazón; enfermedad gravísima que nace en el tronco del
árbol y proviene de no haberse soldado completamente la capa de madera
de un año con la del año anterior. Estas explicaciones me descubrieron
que cierto vago desasosiego que de cuando en cuando me afligía y que yo
traía observado se agravaba con la humedad, no provenía de un error de
construcción, sino de mí mismo, de aquellos viejos árboles que me dieron
el ser, y era, de consiguiente, algo así como una mala herencia.
Como en los días de mi nacimiento, mis manejadores volvieron a clavarme,
a cepillarme, a ajustar mis ensambladuras, a oprimir mis tornillos, a
corregir mis abolladuras a golpe de martillo: enderezaron los tubos de
la calefacción, forraron de nuevo mis asientos, aseguraron las
redecillas para equipajes, revistieron el cuarto-tocador, cuyos
azulejos el choque había reducido a añicos; cubrieron mi tránsito de
linoleum, y una vez bien bruñido, limpio y con los herrajes relucientes,
volví a la circulación. Al salir del taller, mi cristalería y todo mi
cuerpo, perfectamente barnizado de un color verdeobscuro, refulgía al
sol. Mis camaradas me felicitaban.
--Sea enhorabuena--decían--; estás mejor que antes, más joven...
--¡Buen viaje, Cabal!--me gritó Dos-Caras, a quien sus reparadores aún
no habían dado “de alta”.
Yo iba contento, aunque no tanto como en la “primera mañana” de mi
historia: ahora ya era un buen galán experto, pintado, retocado,
maquillado como un viejo verde; conocía a los hombres, y estaba cierto
de que nada nuevo iban a enseñarme; mi regocijo no era la limpia, la
inocente “alegría de vivir”, sino la vulgar “costumbre de vivir”.
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