Memorias de un vagón de ferrocarril - 09

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un horizonte, y fatalmente todos los caminos me llevan a ti. ¿Quién
escaparía a su horizonte? Raquel, mi Raquel... te adoro y te temo,
porque siento que eres mi Destino.
Ella reía; el orgullo de comprenderse tan apetecida, la hacía feliz, y
era en aquellos instantes como una diosa embriagada con el incienso
quemado ante su altar. A mí, que estaba más cerca de su alma que don
Rodrigo, aquella superficialidad, aquella risa, me infundían miedo:
Raquel era una de esas mujeres, de cabeza pequeña, que no saben cómo
muchas veces un gran amor es una cita que da la muerte.
De súbito el diálogo cambió de rumbo, y fué completamente alegre.
Hablaron de sus planes y entonces supe que pensaban visitar el nunca
bastante celebrado castillo de Simancas--hoy _Archivo General del
Reino_--; fortaleza gloriosa semejante a un viejo guerrero cambiado en
erudito.
Tras un breve silencio, ella, sin motivo, preguntó:
--¿Qué hora es?...
Don Rodrigo, informado de que sus compañeros de viaje dormían, contestó:
--Hora de darme un beso.
Rió ella, rió él y, silenciosamente, juntaron sus bocas. Transcurridos
unos minutos, Raquel, maquinalmente, volvió a decir:
--Oye... ¿qué hora será?...
Y don Rodrigo:
--Hora de darme otro beso.
Volvieron a reir, pero ella, que empezaba a tener sueño, insistió:
--¡No... en serio!... Deseo saber la hora!...
El no respondió; mejor dicho: no habló con los labios, sino con sus
largos ojos diáfanos y verdes, por los que había pasado una luz.
Rápidamente salió al pasillo, se arrancó el reloj que llevaba en la
muñeca y, por la ventanilla, que iba abierta, lo lanzó al vacío. No
estaba incomodado; ¡al contrario!... ¡Nunca había sido más feliz que en
aquel momento! Volvió a sentarse y sobre sus rodillas colocó a Raquel:
--Bésame--suspiró--; es la hora; la Eternidad no tiene para nosotros más
hora que ésta; la de besarnos...
Sus manos buscaron afanosas entre las ropas de la Deseada, y su corazón
latió violentamente: palideció, enrojeció, tornó a palidecer. Raquel
parecía de ágata: su carne era dura, suave, fría...
Ocho o diez días después los dos amantes me esperaban en Valladolid. Don
Rodrigo iba a despedir a Raquel, que regresaba a La Coruña. Al mes
siguiente--y siempre conmigo--don Rodrigo fué a La Coruña, de donde
volvió solo. Al otro mes sucedió lo propio: era un ambular
ininterrumpido, un bello y angustioso no poder vivir distanciados: en la
estación coruñesa era ella la que despedía, y en la vallisoletana era
él: pero hubo ocasiones en que, incapaces de separarse, él la dió
cortejo hasta La Coruña, y ella le acompañó a Valladolid.
Entretanto yo no sabía en qué se ocupaba don Rodrigo, ni la verdadera
situación social de Raquel, ni tampoco acertaba con los móviles que les
impedían unirse queriéndose tanto.
Este idilio, que a mí me apasionaba, hacía reir al viejo Dos-Caras.
--Estos dos simples--decía--con tanto ir y venir han hecho de nuestro
“correo” un columpio; una especie de columpio a ras de tierra.


XIV

La llamada por los geógrafos Meseta Central de nuestra Península,
comprende las dos Castillas, las provincias del antiguo reino de León y
las de Extremadura, y traza un plano inclinado limitado al Norte por la
cordillera Cantábrica, la de los maravillosos paisajes; al Este y Oeste,
por la cordillera Ibérica y los Montes de Galicia, respectivamente; y al
Sur, por la cordillera Mariánica, entre cuyas nudosidades fragosas se
abren los caminos de Andalucía. Así, circundado de montañas, el macizo
ibérico, tanto por su historial rojo como por su forma, parece un
anfiteatro.
Frecuentemente he oído asegurar a personas doctas--ingenieros, sin
duda--que viajaron conmigo, que en la época terciaria toda esta parte de
nuestro país la cubrían lagos enormes que, al secarse, originaron
terrenos sedimentarios dispuestos en estratos horizontales, algunos de
notable espesor. De ahí, de la agonía de esos lagos que el subsuelo
sediento se bebió, nació la llanura; esas planicies uniformes,
encalmadas, con algo de agua dormida en su serenidad. Castilla es un mar
hecho tierra; y acaso estimulados por la misma vastedad de sus
horizontes, sus hombres descollaron entre los más peregrinadores y
bravos del planeta, porque algo de marino había escondido en lo más
arcano de sus almas. En la catorcena centuria aquellos campos aparecían
cubiertos de selvas tupidísimas, en donde los magnates se ejercitaban en
la caza del jabalí y del oso, y perseguían al ciervo. Hasta que, poco a
poco, las guerras y el odio, genuinamente español, que el hombre rústico
profesa al árbol, destruyó las frondas. Cuando éstas empezaron a
escasear, las nubes huyeron y con ellas la lluvia, manantial de la vida,
y el bosque mudóse en estepa; y mientras España se desangraba, fuera de
sus fronteras, en guerras inútiles, sobre el solar patrio abandonado,
desolado, cubierto de cardos silvestres y de pedruscos, parecía caer,
semejante a una maldición, las cenizas humanas que los vientos recogían
en el rescoldo de los autos de fe. Con cenizas no se abona el campo, y
nuestros inquisidores no supieron abonarlo de otro modo; y así lo conocí
yo, inhóspito y seco como aquellos mismos corazones que tanto batallaron
sobre él.
El suelo castellano es cariparejo; quiero decir que, salvo ligeras
variantes, su aspecto es idéntico sea cual fuere la estación del año.
Abrasada por el sol en verano, aterida en invierno bajo la escarcha,
azotada por los vientos, cortantes como cuchillos, que irrumpen por los
nevados gollizos de los montes norteños, la llanura conserva inalterable
ese color amarillento propio de las tierras que bebieron mucha sangre, y
al que parece aludir una de las tres franjas del pabellón nacional. Las
montañas, que fácilmente se cubren de verdura o que con la nieve, y en
el solo espacio de una noche, se visten de blanco; las montañas cuya
sonoridad cambia de continuo y parecen saltar a un lado y a otro de la
vía, tienen muchos adeptos; son la mentira. Yo, no; yo prefiero la
llanura, con su monotonía de oración: la llanura se imita siempre a sí
misma; no sorprende, no entiende de artificios teatrales, ni colabora en
la cobardía de las emboscadas; en ella al enemigo se le ve desde lejos:
es fiel, es noble.
Alrededor de la Meseta Central las regiones ribereñas dibujan un anillo
verde; y así, vista desde arriba, Castilla monda y triste es como el
cráneo calvo de un dios ceñido de pámpanos. En el itinerario que ahora
sigo, la zona alegre no comienza resueltamente hasta las inmediaciones
de Palencia. Sin cesar, el camino intenta arrepentirse de cuanto hace, y
digo esto porque apenas desciende cuando, sin transición, vuelve a
subir, y corre de derecha a izquierda, como borracho. Las
“montañas-rusas” con que el vulgo se divierte en las ferias, son una
mala caricatura de lo que es un viaje a Galicia. ¿Quién contaría los
puentes y los túneles, que siembran de sorpresas la ruta? Acabamos de
salir de Castilla, y ya nos parece que la dejamos muy atrás: tal es la
capacidad subyugadora de la nueva región que cruzamos, y el interés
histórico de ciertos lugares.
Dejamos atrás la Tierra de Campos, que bien pudiera llamarse “granero de
España”, sobre la cual se levantan, desde el siglo XII, las ruinas de
dos que fueron poderosas fortalezas. Pasan Paredes de Nava, donde nació
Alfonso de Berruguete; Cisneros, cuna del terrible Cardenal, y Sahagún,
la romana, en que reposan los muy removidos huesos de Alfonso VI. El
convoy llega a León, que más que con su catedral, modelo de
arquitectura gótica, se enorgullece de haber visto nacer al guardador de
Tarifa, don Alonso Pérez de Guzmán; luego a Veguellina, que se vistió de
fama con el “paso honroso” que en la primera mitad del siglo XV mantuvo
el muy bizarro Suero de Quiñones; y poco después, a Astorga, la
_Asturica Augusta_, de los romanos, aquella que Plinio calificó de
“ciudad magnífica”, y cuyas torres y murallas la infunden todavía un
perfil militar.
Nos hallamos en las entrañas de los Montes de León, y vamos a penetrar
en la región galaica por el llamado “Paso de Manzanal”, abierto entre
las estaciones de Astorga y Ponferrada. Aturde y maravilla la facundia
que los genios del paisaje derrocharon allí. A nuestro alrededor,
incesantemente, la tierra, semejante a un mar flagelado por la
tempestad, baja, trepa, se deprime y abarranca hasta convertirse en
abismo, o se enarca y prodigiosamente gana las nubes; y hay en cada
perfil cimero tanta vehemencia, tanto ritmo, que las montañas,
especialmente en las noches de luna, parecen moverse. Esta sucesión
inagotable de valles, de cañadas, de torrenteras abruptas y de montes,
juegan con los vientos y, de hora en hora, mixtifican la temperatura:
vamos rodando bajo un manto de estrellas, y súbitamente el cielo se
entolda y cae un chaparrón; lo que no impide que, minutos después,
lívida, triste, espectral, reaparezca la luna. Cubren las escarpadas
vertientes bosques de robles, de castaños y de hayas; los manzanos
abundan también, y en los parajes hondos y abrigados florecen el
naranjo, el limonero, el granado, la higuera y el laurel. Ora el aire
es frío, ora tibio; aquí la tierra estará cubierta de maíz, y de trigo
o de vides un poco más allá; y, sin cesar, al paso del tren la serranía
tendrá una luz especial, y una capacidad ecoica inesperada.
Por segunda vez hemos cruzado el río Tuerto, y ganamos la estación de
Brañuelas, emplazada exactamente a mil metros sobre el nivel del mar.
Seguimos para hundirnos en un largo túnel; la ruta--lo apreciamos muy
bien--desciende rápidamente y cruzamos un segundo túnel y un tercero, y
luego otro y otro... ¡hasta trece!... Según mis compañeros me aseguran,
para salvar la distancia de un kilómetro, necesitaremos recorrer siete
kilómetros. Nos hallamos en el sitio más peligroso de la vía. La Triste,
nuestra máquina, no obstante su poder, jadea anhelante: también nosotros
nos resentimos de la rudeza del camino; nuestros herrajes empiezan a
recalentarse, y, de tanto usarlos, nos duelen los frenos.
De La Granja, donde nos detuvimos pocos minutos, arrancamos
desconfiadamente para hundirnos en el túnel de El Lazo; un túnel
siniestro donde muchos maquinistas y fogoneros estuvieron expuestos a
morir asfixiados por el humo de la locomotora. Esta sensación de ahogo
que los mismos viajeros suelen experimentar, aun cuando las ventanillas
de los coches estén cerradas, se produce cuando el viento, por soplar en
la misma dirección del tren, impide la salida, hacia atrás, del humo.
Continuamos bajando: hemos traspuesto los pequeños andenes de Torre,
Bembibre, San Miguel de Dueñas, Ponferrada y Toral de los Vados, hasta
que hartos de correr bajo tierra llegamos a Quereño, primera estación
de Galicia.
La imaginación del paisaje, lejos de agotarse, se acalora, y por
instantes compone perspectivas más rudas y bellas. Con facundia pasmosa
se renueva y sin treguas se supera a sí misma. Los colores,
especialmente, se han multiplicado; los verdes triunfan y flota en el
aire un amable olor a tomillo y a tierra húmeda. Abundan los caseríos,
las angosturas rocosas, los pequeños saltos de agua por los cuales, como
por arterias cortadas, parece desangrarse la sierra.
El valle se estrecha y el río Sil y la carretera de La Coruña adelantan
paralelamente a nosotros, y como alternativamente surgen y se esconden
parecen jugar entre los árboles. Cruzamos los extensos viñedos de Rúa
Petín; pasamos por Montefurado, en cuyas proximidades existe aún el
túnel que construyeron los romanos para desviar el rumbo del Sil y poder
recoger el mucho oro mezclado a las arenas del cauce primitivo; y tras
un prolongado camino descendente que va en busca de la cuenca del Lemos,
llegamos a Monforte, afamado baluarte de los Condes de Lemos, que de
ellos tomó el nombre. La Triste se queda allí, y en adelante será La
Enanita, bulliciosa y pinturera, menos fuerte que su hermana, pero mucho
más ágil, la que pelee a la vanguardia del convoy.
Descansamos unos minutos y ¡adelante, otra vez! Más túneles; atravesamos
uno que mide cerca de dos mil metros, y seguimos bajando, como atraídos
por el mar; pasan las estaciones de Oural y Sarria, y la de Puebla de
San Julián, donde la línea se rebela contra el imán humillador de la
costa, y vuelve a repechar. La Enanita silba, resopla y a veces la
desesperación que hay en su esfuerzo, nos hace reir.
--Trabaja, tumbona--comentan los coches--, que no tienes motivos para
estar cansada. ¿Qué dirías si llevases, como nosotros, treinta horas de
viaje?...
Un esfuerzo más nos planta en Lugo, donde reposamos: salvamos luego los
ríos Calde y Ladra, tributarios del Miño, y el Parga; llegamos a la
estación de Curtis, lugar muy conocido de los peregrinos que van a
Santiago de Compostela; y luego a la célebre Betanzos, en cuyas puertas
el espíritu del Islam dejó vestigios de su gracia. Después, y ya siempre
caminando cuesta abajo, veremos pasar los andenes de Guísamo, Abegondo,
Cambre, El Burgo, El Pasaje. Al fin aparece la estación terminal: La
Coruña. ¡Oh! ¡Y con qué alegría, con qué irresistible necesidad de
calma, hacemos alto bajo una marquesina, después de un viaje en el que
mil veces sentimos resbalar la muerte junto a nuestras ruedas!...
A pesar de lo cual este recorrido me agrada: no solamente por su
hermosura, de la que se hacen lenguas muchas personas que anduvieron por
Suiza y conocen los rincones más agrestes del Tirol, sino por la clase
de público que viaja conmigo. Como los vascongados, los gallegos son
comedidos y limpios, y esta última cualidad, especialmente, les granjea
mi simpatía; porque, a despecho de haber tenido que sufrir a tantos
tipos ineducados, aún no pude acostumbrarme a que nadie me escupa, o
deje en mis alfombras el barro de sus botas.
En medio de este ininterrumpido bordonear del centro a la periferia de
España, y viceversa, mi vida es un poco monótona, porque las
escenas--como las personas--se repiten.
En la estación inicial o de salida, todos los coches, barridos,
sacudidos y con nuestros cristales recién fregados, nos mostramos
alegres y flamantes. La máquina, bien engrasada, bien frotada, con todos
sus mecanismos bruñidos y expeditos, también parece nueva. Súbitamente
se abren dos o más puertas y los viajeros irrumpen en el andén y nos
asaltan; con la descortesía de la impaciencia mujeres y hombres, a
empellones, ganan nuestros estribos, y corren luego de un lado a otro,
como enloquecidos, buscando un asiento. Entretanto los mozos de andén
nos cargan de maletas, de sombrereras, de portamantas, de cestas con
merienda, de bultos de todos colores y formas, que van metiendo
apresuradamente, y como a destajo, por las ventanillas. Cada una de
éstas parece una boca; cada estribo, una escalerilla de abordaje. Ya
estamos abarrotados todos de personas y de equipajes, y apenas arranca
el tren la multitud viajera se aquieta y empieza a dar muestras de ese
aire de aburrimiento que conservará durante el camino. Un raro ambiente
de monotonía, de fatiga, peregrina con nosotros. En las estaciones del
tránsito nunca ocurre nada insólito: unos pasajeros se apean, otros
suben... Las conversaciones de nuestros ocupantes son apacibles, y
lánguidas y descuidadas todas sus actitudes: éste lee, aquél mira hacia
el paisaje distraídamente, la mayoría dormita: a intervalos, un bostezo,
un comentario rápido... Los soñolientos han cambiado de posición cien
veces, y otras tantas el lector abrió y cerró su libro. Unicamente el
cansancio y el silencio triunfan. De pronto, media hora antes de
arribar a la estación terminal, como si hubiese recibido una corriente
eléctrica, aquella muchedumbre desarticulada y abúlica, unánimemente
reacciona. Con raro sincronismo, todos pensaron: “--Ya llegamos...” y
esta idea les sacudió, les removió; los cuerpos se yerguen, los ojos se
abren despabilados; quién se arregla el nudo de la corbata y con un
pañuelo se desempolva el calzado; quién corre al cuarto-tocador a
peinarse; quién se apresura a cerrar sus maletas. Las mujeres se asoman
a las ventanillas, y las parece que, desde hace unos instantes, el tren
corre más. Apenas hacemos alto, nuestros huéspedes nos dejan con la
misma impaciencia y la misma alegría con que horas antes nos
conquistaron; su aburrimiento se ha trocado en odio hacia nosotros, y
quieren perdernos de vista cuanto antes. Hay quien, para no perder
tiempo en bajar por el estribo, salta al andén desde la plataforma del
coche. Los mozos de estación, infatigables, nos saquean, y los bagajes
salen apretujándose por las ventanillas; los atadijos pequeños escapan
en racimo. Cuando el convoy queda vacío los vagones aparecen manchados
de mil modos y apestando a tabaco: los periódicos, arrugados,
pisoteados, las almohadas sucias, las botellas vacías, las cortinillas
caídas, nos dan el aspecto de un lugar donde acabara de librarse una
batalla. Momentos después, los empleados de nuestra limpieza--mujeres y
hombres--penetran en nosotros: porracean nuestros asientos para
mullirlos; examinan sus muelles, recogen las cortinas, nos sacuden, nos
barren... y, diez o doce horas más tarde... ¡volvemos a empezar!...


XV

Salí de La Coruña aquella noche de otoño llevando a Raquel, que iba a
Valladolid, y a dos recién casados de los cuales--y a su tiempo
debido--volveré a hablar. Marchaban estos a Madrid, y como el único
“departamento cama” del correo era el mío y estaba retenido por tres
señores desde la víspera, el flamante matrimonio hubo de resignarse con
un compartimiento “de primera”. Hablaban parcamente, y a estimarles por
el desvaimiento y mentecatez de sus ademanes parecían avergonzados de
cuanto los amigos que fueron a despedirles al tren demostraban
maliciosamente esperar de ellos.
De la novia, ni el cuerpo, ni los ojos, ni siquiera la juventud--no
habría cumplido los veinte años--interesaron mi atención; era
insignificante. Se llamaba Digna. El también se parecía a centenares de
individuos que yo había visto. “¿De qué se habrá enamorado este
hombre--meditaba yo--que es mozo y a quien su trabajo hubiera permitido
aspirar a una compañera mejor?...” Como respondiendo a mi pregunta
presentóse a mi memoria aquel viejo y triste adagio español según el
cual “la suerte de la mujer fea la bonita la desea”; y es así,
indudablemente, cuando el refrán lo dice. Mas, ¿dónde buscar la lógica
del hecho?... Quizás en el recelo que muchos hombres tienen a cortejar a
la mujer que, por hermosa, suponen muy recuestada y ufana de sí, y por
tanto de difícil acceso; y ese miedo a quedar desairados les contiene, y
les lleva a los pies de la fea, de quien esperan orgullosamente ser
admirados.
--La humanidad--pensaba yo--va bien cubierta: de mentiras se viste por
dentro, y de trapos por fuera, y de ambos disfraces necesita el amor. El
desnudo es la verdad, y la ilusión pocas veces vivió de la verdad.
Desnudar a una mujer o desnudar un alma es exponerse a hacer una
caricatura. Por dicha suya, los hombres ignoran que en toda buena
caricatura se esconde avergonzado un retrato maestro...
Mucho rato Digna y su marido estuvieron callados: se miraban a los ojos,
se sonreían y se apretaban las manos. Yo leía en sus espíritus y su
candor me divertía. El la deseaba, pero algo, más decisivo que su
voluntad, le vedaba ningún gesto audaz, y esta lucha íntima le quitaba
las ganas de hablar y le encendía los carrillos. Ella, la esposa, tenía
miedo. Los dos, sin embargo, estaban contentos de hallarse allí, solos,
después de un día de agitación calenturienta.
--¡Qué bien estamos ahora!--exclamó él.
Digna, confirmó:
--¡Muy bien!...
Callaron: nada nuevo tenían que decirse, y les pareció que hacía mucho
tiempo que estaban casados. Sus compañeros de viaje se habían dormido, y
ellos, a su vez, experimentaban cierto cansancio; a Digna se la caían
los párpados.
El preguntó:
--¿Lástima de noche, verdad?
Envolvía su observación una impaciencia sexual que la mujer,
delicadamente, fingió no advertir.
--¿Por qué?--dijo--; ¿no estamos juntos?
No atreviéndose a exponer su idea, el marido guardó silencio. Después:
--¿Me quieres?--indagó.
Tengo observado que los hombres siempre son los que aman menos, y los
que más se preocupan de ser amados. Ella repuso, sencillamente:
--¿No lo sabes?...
Volvieron a estrecharse las manos, y tras un breve silencio él dijo algo
triste, algo cobarde... que no entendí; y ella, de pronto, se echó a
llorar y escondió el rostro contra el pecho del hombre. El exclamó
desconcertado:
--¿Por qué lloras?... Di... ¿Por qué lloras?...
Digna no contestó; lo ignoraba; después lo atribuyó a sus nervios... En
realidad lloraba instintivamente, lloraba de miedo ante el porvenir
indescifrable, hecho de jeroglíficos sin solución; como lloran los niños
ante las puertas de los cuartos obscuros. Una hora más tarde, casi
abrazados, dormían los dos.
Pasó la noche. Al llegar a Madrid me crucé con Doña Catástrofe, mi viejo
compañero, que se disponía a marchar.
--¿Te han dicho la hecatombe?--gritó.
--¿Cuál?--repuse inquieto.
--La del “rápido” de Gijón.
--No.
--Me la contaron anoche, en Irún. ¡Terrible! Más allá de Busdongo,
momentos antes de salir del túnel de La Perruca, hubo un
desprendimiento de tierras. El Presumido y otros se libraron; pero La
Tirones y varios coches, entre ellos El Tímido, quedaron aplastados.
La noticia--divulgada al siguiente día por la Prensa--me causó un efecto
desgarrador: aquella máquina y aquel coche, precisamente, representaban
la mitad de mi juventud, y al desaparecer algo mío se iba con ellos. No
supe qué responder; empecé a temblar...
--¿Te acuerdas--prosiguió el viejo vagón--del miedo que el pobre Doña
Quejido, como le llamábamos para incomodarlo, le tenía a la tierra?
--Sí, que me acuerdo.
--Pues, ahí ves: nosotros decíamos que era una manía suya, y no había
tal: era un presentimiento.


XVI

Muchos días estuve enfermo de tristeza; tanto porque consideraba la
levedad de nuestra existencia, cuanto por el olvido y desdén en que los
vivos tienen a sus muertos. Hasta que ladinamente los afanes del trabajo
cuotidiano y la consideración egoísta de que yo también andaba expuesto
a los riesgos más grandes, fueron aliviándome.
Contribuyó eficazmente a devolverme mi buen humor habitual una escena
cómica que, durante varias semanas, proporcionó temas de vaya y de risa
a todo el convoy.
Faltaban minutos escasos para que saliésemos de Madrid, cuando reparé en
dos caballeros que hablaban por señas, a pocos pasos de mí. Sus ojos
brillaban inusitadamente, sus labios se movían en silencio y sus manos
gesticuladoras ora trenzaban los dedos, ora los encogían o estiraban tan
pronto hacia abajo como hacia arriba. Estos complicados arrumacos los
acompañaban, a veces, con agachadillos y exagerados movimientos de
hombros.
--Son mudos--pensé.
Jamás había presenciado escena igual, y para convencerme de hallarme en
lo cierto pedí a Dos-Caras su opinión.
--Sí--respondió--; son mudos. Al más alto le he visto varias veces, y
aun creo que ha viajado conmigo.
Ambos tipos me fueron simpáticos, porque su silencio les aproximaba un
poco a mí. “Un mudo--reflexionaba yo--es el tránsito entre los que
sienten y hablan, y los que sentimos y no podemos hablar.” De los dos,
uno iba afeitado y era rubio; el otro era pequeño, grueso y pelinegro, y
adornaba su rostro de mejillas nacarinas--como de efebo--con una barbita
recortada “en punta”.
Ya nos íbamos cuando el caballero de la barbita puntiaguda subió a mí,
saludó desde una ventanilla con efusivos gestos a su amigo, y luego
anduvo por el tránsito buscando un lugar donde instalarse. Mis
huéspedes, en su deseo de viajar lo más cómodamente posible, fingían no
percatarse de la afligida solicitud de sus miradas. Yo leía en sus almas
egoístas:
--¡Un mudo!--rezongaban todos--; ¡bah; que se fastidie!...
Hasta que un viajero, más piadoso, le llamó con la mano y le señaló un
asiento desocupado junto al suyo. El señor de la barbita recortada “a la
francesa” agradeció la indicación, y para demostrarlo usó de expresivas
zalemas. Inmediatamente distribuyó su equipaje en las redecillas, y, por
señas, emprendió la parla con su amparador, que era mozo embigotado y de
buen pergeño.
--¡Otro mudo!--pensé asombrado--: ¡también es casualidad! ¡Nunca había
visto mudos y, de repente, conozco tres!...
Por la manera con que eran mirados comprendí que mis pasajeros estaban
casi tan sorprendidos como yo. Entretanto los dos sigilosos
interlocutores parecían encantados de hallarse reunidos y de hablar en
un idioma que nadie entendía, y mutuamente se arrebataban la palabra, si
no de los labios, sí de los dedos. No necesito decir que sus guiños y
musarañas me eran totalmente intraducibles, mas no lo necesitaba, pues
cuanto iban pensando de manera rectilínea y diáfana llegaba a mí, sílaba
a sílaba. Su conversación era vulgar: ese diálogo vacío, desjugado, con
que todas las personas, para mostrarse sociables y bien educadas, se
importunan mutuamente en los viajes.
--¿Dónde va usted?
--A La Coruña.
--Lo celebro mucho: yo, también.
--Hay demasiado público; vamos a descansar mal.
--Sí; desgraciadamente somos muchos. ¿Usted duerme en el tren?
--Muy poco: de madrugada, únicamente.
--Como yo. ¡Es un asunto exclusivamente nervioso! Empiezo a pensar en
que el interventor vendrá a despertarme, y ya me es imposible cerrar los
párpados...
Una tregua. El señor de la barbita se cree obligado a ofrecer al joven
del bigote un cigarrillo, aquél acepta y con motivo de estas recíprocas
atenciones ambos se prodigan a porfía zalemas amables: sus labios y sus
ojos sonríen, probablemente sus dedos sonríen también...
Ha transcurrido más de una hora, y llegamos a El Escorial, donde
recogemos un viajero: un señor delgadito, pálido, de bigote canoso, que
sube a mí. Creo conocerle. Al pasar ante el departamento donde van los
dos mudos, exclama campechano:
--¡Salud, don Andrés!...
El caballero de la barbita negra y puntiaguda vuelve la cabeza, y
responde:
--¡Don Juan, usted por aquí!...
Vivamente corre a estrechar la mano del aparecido. Los circunstantes
están asombrados, y el joven del elegante pergeño más que nadie. La
sorpresa le ha ensanchado los ojos: parece atento; parece escuchar;
tiene la expresión iluminada de la persona que acecha detrás de una
puerta...
--¿Va usted bien colocado?--inquiere don Juan.
--No--replica don Andrés--; he tenido la desgracia de ir a caer junto a
un pobre sordomudo que no cesa de aburrirme con tonterías...
Todos los presentes sueltan la carcajada. Alguien pregunta:
--¿Pero usted no es mudo?...
Don Andrés también rie:
--¡No!--exclama un tanto despectivamente--; poco a poco: ¡yo, qué he de
ser mudo!...
A su vez el joven del bigote, algo turbado por la cólera, exclama:
--¡Es que yo tampoco soy mudo, señor mío!
Nadie responde; entre mis huéspedes ha circulado una corriente de
pánico; callan todos. Don Juan no comprende lo que ocurre, y ahora es a
don Andrés a quien se le desorbitan los ojos y se le cae el labio. El
joven del bigote, por momentos más airado y dueño de sí mismo, prosigue
retador:
--En cuanto a eso de decir que yo le cuento a usted tonterías... ¡no se
lo tolero!...
El señor de la barbita vacila, quiere retirar aquellas palabras que
indudablemente son ofensivas, y su amigo don Juan y los demás viajeros
intervienen en su favor calurosamente. Ante tal unanimidad de opiniones
conciliadoras, el provocador amaina, la prudencia de unos y otros pone
templanza en sus palabras, y al cabo llega el momento de las
explicaciones pacifistas.
--Yo--dice don Andrés--sé hablar magistralmente con las manos, y a la
estación había venido a despedirme un amigo, mudo de nacimiento.
--Y yo--interrumpió el joven embigotado--, que también conozco
perfectamente el alfabeto mímico, al verle a usted hablar por señas,
pensé: “Este señor es mudo.” Y así le llamé a usted con un gesto.
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