Memorias de un vagón de ferrocarril - 16

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Querían hablar, y la voz les faltaba. “Estos son los que han matado ‘al
hombre de la gorra’”--pensé.
Por su parte, el viajero de la faz mortuoria, les miraba de hito en
hito, casi tan asustado como ellos. Al cabo, el interventor, aunque
ahogándose, pudo balbucear:
--Señor... ¿el caballero que iba aquí?...
El interpelado repuso fríamente:
--No sé; salió hace un momento...
Al oir estas palabras, que envolvían algo sobrenatural, los dos
miserables, seguros de hallarse en presencia de un milagro, se retiraron
sin contestar.
Al otro día, los periódicos de la noche dijeron que un millonario
argentino, recién desembarcado en Cádiz y que se dirigía a Madrid, fué
robado y asesinado en el “expreso” de Sevilla durante el trayecto de
Córdoba a Montoro, y que los criminales habían lanzado el cadáver a la
vía.
Nunca la pobre Justicia supo más.


XXIII

Como los soldados en tiempo de guerra, los vagones estamos obligados a
socorrernos mutuamente en el peligro y a “cubrir” las bajas que los
choques, los descarrilamientos, los incendios o, sencillamente, la vejez
y el mucho uso, causan en los convoyes.
El choque, tristemente famoso, de Chinchilla, donde el correo de
Valencia y un mixto procedente de Cartagena se encontraron, y en el que
finaron su vida de trabajo once coches--la mayoría de pasajeros--,
diseminó una inquietud por toda nuestra red ferroviaria. Los talleres de
reparaciones restituyeron a la circulación algunos vagones; varios
trenes, que llamaré “clásicos” por integrarlos siempre las mismas
unidades, fueron descompuestos cumpliendo órdenes de la Dirección
General, y sus coches pasaron de unos convoyes a otros. Esta marejada
nos alcanzó a nosotros también, y de resultas el Barítono y yo tuvimos
que despedirnos de La Empresa, del Primer Actor y demás veteranos
camaradas de nuestra supuesta farándula, para entrar al servicio del
“correo-expreso” de Valencia, que sale de Madrid a las nueve y treinta y
cinco minutos de la noche.
Este cambio de horizontes nos satisfizo mucho, no sólo por el bien
fundado deseo de conocer esa huerta valenciana que luce, junto a la seca
amarillez del macizo ibérico, como una esmeralda, sino también por la
blandura del clima y la suavidad y brevedad del camino: cuatrocientos
noventa kilómetros de tierra llana, a nadie asustan.
Como sobre la línea andaluza, El Barítono continuaba rodando delante de
mí, y aunque por la menor categoría del tren que ahora servíamos nos
habían quitado el puente que nos ligaba antes, el hallarnos entre
unidades desconocidas contribuyó a anudar mejor los lazos de nuestro
viejo afecto. Lo que antes nos sorprendió fué el dialecto valenciano,
que no tardamos en traducir, y pronto reconocimos que los oriundos de la
región levantina es gente muy alegre y decidora, pero sin que esa
turbulenta alacridad que les dió el sol excluya de ellos la templanza en
las palabras, ni la cortesía. Esto y los incidentes del camino nos
proporcionaban abundantes motivos de conversación, y así, mirando y
glosando lo que observábamos, entretuvimos agradablemente muchas
jornadas.
Más allá de Getafe, donde la vulgaridad oficial se opuso a que el genio
de Julio Antonio elevase a “Nuestro Señor Don Quijote” un monumento, el
camino, hasta Alcázar de San Juan, nos era conocido. Luego la ruta se
vistió para nosotros de novedad. Sucesivamente vimos pasar, a la luz de
la luna y en filar pintoresco, Campo de Criptana, que parecía decirnos
adiós con los brazos de sus molinos; los trigales de Socuéllamos y el
magnífico encinar que inspiró al “hidalgo manchego” su discurso a
propósito de “la edad de oro”; Villarrobledo, que de los robledales que
la circundan tomó nombre; Minaya, que evoca gestas del Mío Cid; y pasado
Albacete, célebre por sus fábricas de armas, Chinchilla, a la que su
penal, instalado en un castillo cimero, prende un nimbo amargo; y luego
Almansa, antiguo baluarte de la planicie castellana, con su castillo
mondo, escueto y blancuzco, como una osamenta, cerca del cual Felipe V,
con las manos tintas en sangre austríaca, aseguró sobre sus sienes la
corona; y diez y ocho kilómetros después, el caserío de La Encina,
rodeado de desolación.
Hasta allí prolonga Castilla su adustez, su secura, su amarillez de
viejo rostro hidalgo; pero, traspuesto el andén de Fuente la Higuera y
los dos túneles que lo siguen, el paisaje varía y pronto la jocunda
feracidad levantina empieza a metérsenos alma adentro. Huyen hacia atrás
Mogente, la morisca; las ruinas gloriosas de Montesa y Játiba--la
_Sætabis_ romana--pueblo romántico y artista, cuna de los Borgia y del
Españoleto, en cuyo formidable castillo, que señorea el monte Bernisa,
padecieron duro cautiverio los Infantes de la Cerda y el duque de
Calabria. De minuto en minuto el paisaje se embellece y los prístinos
resplandores del amanecer lo matizan prodigiosamente: bosques
feracísimos de naranjos y de granados se acercan al camino y, en las
curvas, parecen cerrarnos el paso. A veces, el viajero que extendiese un
brazo por una ventanilla, podría tocarlos. Ya el pueblecito de
Carcagente, al que sus palmeras infunden una engurria tropical, quedó
atrás; cruzamos el Júcar, y a la derecha mano, desgranando su caserío
por las sinuosidades de una quiebra, aparece Alcira, con una gracia y
una policromía de acuarela.
A cada momento, mi compañero El Barítono me decía:
--¡Mira!...
Y yo, a mi vez, le replicaba:
--¡Mira!...
Y ninguno de los dos nos fatigábamos de admirar.
Embriaga la luz: a veces, los colores se favorecen y exaltan
recíprocamente; otras, se estorban: la tierra, según su calidad, se
muestra cubierta de hierbas, o es dorada, o roja, y sobre el suelo
abermejado la fronda de los naranjos, de los limoneros, de las higueras
y de los almendros, parece más obscura. A un lado y otro de la vía se
columbran pueblecitos blancos, con la deslumbrante albura de las nieves
arribeñas; y también esas casitas rústicas, de paredes celosamente
enjalbegadas y techumbre en forma de capucho, que los valencianos llaman
“barracas”, y dan al paisaje una dulzura criolla. El sol, pintor
formidable, trabaja a brochazos ingentes: junto al ramalazo ocre, la
mancha púrpura, o la verde, o la añil...; y alrededor de esta huerta que
ofusca y ciega, en el confín grandioso, Valencia, la capital, que traza
a ras de tierra una línea blanca; los perfiles azules de Sierra de
Cullera y Sierra de las Agujas, y el lago de La Albufera, que parece
desvanecerse en el zafiro del mar. El aire es fresco, sano, fuerte, y yo
lo aspiro con delicia. Aquel inmenso horizonte es un pulmón.
Corridos los primeros días--siempre expugnables a las emociones--, El
Barítono y yo íbamos acoplándonos al medio, y conforme esta insensible
adaptación se verificaba declarábamos el parecido de todos los hombres y
lugares en cuanto han de más substantivo, y la esencia cierta del alma
universal, tan monótona bajo el proteísmo de sus apariencias, volvía a
penetrarnos. Sobre la línea valenciana se repetían las figuras y escenas
que vi cuando ambulaba, años atrás, por los caminos de Andalucía, de
Galicia, de Asturias o de Hendaya: con superficiales variantes, los
cuadros, los individuos... ¡hasta las palabras!... eran iguales; lo que
nos demostró que, desgraciadamente, mucho antes de que la vida acabe se
extingue en nosotros el interés de vivir...
No pretendo negar con esto la acción educativa y asotiladora--este es su
mejor calificativo--de la experiencia: ella me enseñó a inclinarme para
conceder a lo pequeño su mérito; ella agudizó mi sensibilidad y me puso
en condiciones de apreciar ciertos episodios que antaño no supe ver.
Para decirlo en una palabra: ella me “elegantizó”, ya que la elegancia,
en su esencia, se reduce al don de saber observar. Y al Barítono, que
rondaba los treinta años, sucedíale lo propio, pues la Humanidad es un
libro tan sabio, tan hondo, que no empezamos a comprenderlo sino después
de leerlo varias veces.
Hasta entonces, verbigracia, no reparé en los estudiantes, tipo
emigrador que reiteradas veces y siempre a fines de verano, había pasado
junto a mí. Como la golondrina anuncia el estío, el estudiante pregona
la vecindad del invierno. Vuelven con él a las capitales de provincia--y
especialmente a la Corte--la alegría de las calles, el alboroto de los
teatros que se abren, de las hospederías y de los cafés; simbolizan los
estudiantes el ruido, la esperanza, la risa del Mañana triunfante.
Comprendí el mérito de aquella silueta, por primera vez, en Carcagente,
donde nos deteníamos seis minutos. Recuerdo que el estudiante aquel se
llamaba Pedro: parecía haber cumplido los veinte años, y tenía el talle
flexible, reideros los labios, habladores los salientes y negrísimos
ojos, y la tez bronceada por los aires mogrebinos de la huerta. Varias
personas le rodeaban, entre ellas su padre, que le observaba con
enternecimiento tranquilo: era un señor bajito y apacible, que--según le
oí decir--sólo estuvo en Madrid una vez, y que creía tener de la vida un
concepto exacto. “Todas las cosas, hoy unidas--pensaba--, mañana se
separarán.” Y se encogía de hombros: como él dejó a su padre, ahora su
hijo le dejaba a él. ¡Nada más natural, puesto que el olvido corre por
las venas disuelto en la sangre!... Pero la madre del mozo no conocía
esa resignación, y a cada momento sus viejos ojos, que hacía días no
cesaban de llorar, volvían a enternecerse. Pedro miraba al espacio azul,
desde donde las golondrinas y los vencejos parecían despedirle con sus
ásperos gritos de independencia, y sorprendíale que en su corazón,
sutibundo de libertad, no hubiese dolor.
La máquina silba; nos vamos... El estudiante abraza y besa a su padre,
que reprime su dolor pensando: “Es preciso.” La madre, más impulsiva, le
moja el rostro con sus lágrimas y, sin que nadie lo advierta, le desliza
en un bolsillo un sobre con dinero. Todos los circunstantes hablan al
mozo y le despiden a la vez, y una lluvia de consejos cae sobre su
frente loca como agua lustral. Le recomiendan que escriba, que sea
juicioso, que estudie mucho...
Pedro se arranca de aquellos brazos con que “el pasado” le sujeta aún, y
sube a mí. Asomado a una ventanilla agita un pañuelo despidiéndose, al
mismo tiempo que de sus familiares, del paisaje, de la iglesia, con sus
campanas de voz inolvidable, y de aquellos árboles a cuya sombra leyó
tantos libros que le entristecieron hablándole de escenas bellas y
remotas. Pedro se sienta, registra en sus bolsillos, y sus dedos
tropiezan con un sobre. Sorprendido rompe la nema y aparecen
doscientas... trescientas pesetas... “Es mi madre--comprende--quien me
las ha dado.” Pero el destino de aquel dinero no debe de ser grave, pues
si lo fuese, ella no se lo hubiese entregado a hurtadillas... y el
estudiante comprende que las pobres madres, por inocentes lugareñas que
sean, conocen mejor la vida y están más cerca de la juventud que
cualquier hombre.
Una explosión febril de júbilo le enajena: al fin va a ver Madrid, la
gran cosmópolis, con su Universidad, su Ateneo preclaro, sus coliseos,
sus bailes, sus casinos, sus centros todos de sabiduría y de
perdición... Y ríe: fuera de aquel tren que le lleva, nada le preocupa.
Levanta el rostro, mira hacia el campo, se pasa una mano por los
cabellos...; ante su ambición desbridada todo el mundo le parece un
camino.
Otra silueta en la que tampoco había reparado bastante es la del
mendigo; perfil muy español, por cierto...
Hemos parado en una pequeña estación castellana; uno de esos apeaderos,
casi anónimos, apostados a la entrada de un túnel. La tarde se desmaya:
por el espacio azul navegan nubecillas manchadas de carmín y de ópalo;
el sol dora la cúpula de la iglesia; un aguilucho, suspendido en la
inmensidad luminosa, describe, sin batir las alas, círculos
homocéntricos, y su blanca pechuga parece de plata.
En el andén hay un ciego, viejo y alto, sarmentoso; la costumbre de
humillarse ante el dolor encorvó su espalda; un pañuelo negro--heredero
del turbante morisco--ciñe su frente; viste remendado traje de paño
pardo, y cubre con zahones sus músculos cenceños; va descalzo, y sus
manos, de dedos nudosos, parecen desesperadas.
--Una limosna, por amor de Dios, para quien ya no ve...--repite
orientando hacia el convoy sus ojos muertos.
En el silencio su voz humildosa tiene una cadencia conmovedora, y
algunas monedas caen a sus pies. Ante su figura mística los turistas
suelen acordarse de los brazos queridos que les esperan, y sus almas
experimentan vagamente la superstición de que la buena voluntad del
pordiosero puede evitarles algún mal tropiezo. Frecuentemente--¡oh,
vergüenza!--una limosna no pasa de ser una cobardía. Ya nos marchamos,
ya todas las ventanillas se cerraron. Entonces el mendigo, apoyándose en
su báculo, retorna al pueblo, y al verle alejarse considero que si la
línea del ferrocarril es una corriente de riqueza, aquel camino que él
sigue parece un brazo; el brazo con que la aldea miserable pide limosna
a los trenes.
Un año y dos meses trabajé sobre la ruta de Valencia, en la que nada
desagradable ni extraordinario me aconteció, y una mañana, hallándome en
Madrid, supe que aquella noche El Barítono y yo saldríamos para
Barcelona en un “mixto” y con la tablilla de “No admite viajeros”. El
furgón que me trajo estas noticias--un viejo catalán que yo conocía
hacía tiempo--me aseguró que se nos destinaba a la línea de Port-Bou,
donde, a la salida del túnel internacional, la furia del viento había
descarrilado dos “primeras”.
Díme prisa en comunicarle al Barítono cuanto acababan de decirme, y su
regocijo fué espejo del mío: él también era de origen francés, y, como
yo, se holgaba de rever el país natal. Asímismo estimulaba nuestro
júbilo el deseo que teníamos ambos de conocer Barcelona, y que ya
considerábamos irrealizable porque los “expresos” que van a Cataluña son
los de “mejor material”--como en la fraseología ferroviaria se dice--y
nosotros íbamos siendo viejos.
El día lo pasamos inquietos, temerosos de que alguna contraorden nos
volviese a nuestro antiguo derrotero; mas no ocurrió así: a media tarde
una máquina-piloto vino a sacarnos del convoy valenciano, que nos vió
marchar con envidia, y ya cerrada la noche salimos para la Ciudad
Condal.
Este viaje lento, sembrado de paradas interminables y devanado bajo la
serenidad tibia de una noche de septiembre, es el más hermoso de mi
vida. Lo embellecía mi reposo interior, la satisfacción de no llevar a
nadie dentro de mí: mis luces iban apagadas, mis puertas cerradas con
llave; todas mis tuberías y mis asientos descansaban también: yo era
como una conciencia sin remordimientos, como un corazón sin afanes. De
idéntico bienestar disfrutaba El Barítono, y frecuentemente nos
sonreíamos y estrechábamos el uno contra el otro, felicitándonos por
nuestra ventura.
--Fíjate--decía mi compañero--en que, por primera vez, nuestros dueños
nos llevan, nos pasean, sin exigirnos que transportemos a nadie. Somos,
pues, verdaderos viajeros.
--¿Te duele algo?--le preguntaba yo.
--Nada: cuando voy muy cargado, sí, suele darme en el segundo
compartimiento un dolor que me abate bastante; pero ahora me siento ágil
y con ganas de correr, como un muchacho. ¡Si supieras qué elasticidad
conservan mis muelles todavía!...
Yo quería al Barítono. Después del Tímido, del Presumido, del
Misántropo, de Doña Catástrofe y de los Hermanos Sommier, mis colegas
fraternos del “expreso” de Hendaya, ningún compañero había sabido
apoderarse tanto como éste de mi amistad; ni siquiera el viejo
Dos-Caras, de quien, por quisquilloso y autócrata rancio, anduve siempre
un poco distanciado. Por los años en que yo servía sobre la línea de
Francia él trabajaba en la de Asturias, y asistió al hundimiento del
túnel donde La Tirones y El Tímido hallaron la muerte. Después rodó
mucho tiempo por el camino de Galicia con el “expreso”. Aunque nunca
habíamos hablado, El Barítono me conocía de cruzarse conmigo a lo largo
de la vía gallega, y, según me manifestó, siempre consideró que la
Compañía, al incluirme en un “correo”, era injusta con un vagón de mi
importancia. Estas palabras--¿a qué negarlo?--me halagaban, y en medida
igual me predisponían a reconocer las cualidades eminentes de mi
camarada. El Barítono se parecía a mí en el elástico vigor de sus
movimientos, en la hermosa conformidad de sus perfiles, en su boato
interior, en su elegancia... y si no llegué a considerarle idéntico a mí
fué tal vez porque mi presunción y mi orgullo--mis dos grandes
defectos--nunca me permitieron ver claro en los demás.
Aquella noche, rodando a la cola de un “mixto” cuya lentitud y torpe
manera de frenar nos hacía reir, volvimos a entretenernos mutuamente con
el relato de lo que cada cual había visto, y los cuadros y personas que
llenaron nuestra existencia ambulante acudieron en muchedumbre. Al cabo
reconocimos que, si bien de la misma edad, mi historia era harto más
accidentada que la suya, y esto reafirmó el ascendiente que desde
siempre ejercí sobre él.
En Barcelona descansamos tres días; allí volvieron a limpiarnos, y
después de reconocer todos nuestros mecanismos nos engancharon a la
cabeza del “expreso de lujo” que sale, a las ocho y cincuenta minutos de
la mañana, para la frontera. ¿Qué diré de la alegría, plena de juventud,
que experimentamos al sentirnos llevar?...
--¡Ya nos vamos, Cabal!--me gritó El Barítono.
--Sí, viejo--repuse--; ya nos vamos, y antes de cuatro horas estaremos
en Francia.
Como le pareciese que mis palabras no encerraban bastante calor,
exclamó:
--¿No te alegras?
--Sí, que me alegro; ¡mucho!...
En realidad, yo comprendía el cariño a la patria menos que él, y así mi
regocijo no igualaba al suyo. El continuó poniéndole risueñas apostillas
a su contento, y hasta me descubrió su esperanza--completamente
irrealizable--de rodar algún día sobre los caminos franceses.
--Y si me encuentran viejo--suspiró--que me envíen a un taller de
reparaciones y me conviertan en “tercera”.
--¿Serías capaz--interrumpí enojado--de degradarte hasta ese extremo?
--Yo, sí: yo, con tal de ver París, lo acepto todo.
Después se quedó triste.
--Oye, Cabal: esto de regresar a Francia, después de tanto tiempo y
cuando ya somos casi viejos, ¿no será un mal síntoma?
--¿Síntoma de qué?...
--Agüero o anuncio de muerte. Tengo bien observado que numerosas
personas que vivieron expatriadas sintieron de súbito el anhelo de
volver a su país, y apenas lo satisficieron cuando la muerte les
sorprendió... ¡exactamente como si aquel deseo hubiera sido la voz con
que la tierra, donde fueron a nacer, les llamase!... Nosotros vamos,
venimos... devoramos millones de kilómetros... nos creemos libres...
somos como los pájaros... hasta que un día la tierra, nuestra madre, nos
llama... ¡y hay que obedecerla!... Cuando nosotros, hace mucho tiempo,
salimos de Francia, fué por un puente, en medio de la luz y del aire...
¿te acuerdas?... Y ahora regresamos a ella por un túnel, bajo la
tierra... Cabal: ¿tú no crees que exista en esto un maleficio?...
No supe qué argüirle, pues parecióme que tenía razón, y una suave
melancolía descendió sobre los dos. ¡Morir!... ¿Qué desesperante
tiniebla envuelve esa palabra? ¿Morir es descender, irse... o es
regresar a la estación de salida?... Un largo momento permanecí
silencioso y como traspasado de frío; pero luego el paisaje, con sus
perspectivas de hermosa violencia, reanimó mi optimismo. Caminábamos
bien: a su hora las estaciones de Gerona, la heroica; de Flassá y de
Figueras, cuyo presidio puso un colofón a tantas vidas, quedaron atrás.
En seguida el suelo, que ya comenzaba a inquietarse, se enardece, se
encrespa furioso, y las primeras estribaciones pirenaicas asoman. La
enorme cordillera detrás de la cual España y Francia se atrincheran,
azulea más lejos, y sus cimas parecen galopar hacia el Norte.
--¡Los Pirineos!--grita El Barítono.
--Sí--repito emocionado--. ¡Los Pirineos!... ¡No son éstos los que yo
conocía; sin embargo, con qué gusto los veo!...
Y, desde el cabo de Creus hasta el de Higuer, mi pensamiento va y
vuelve. Corremos entre la montaña y la costa, y el mar está tan cerca
que, a veces, sus olas rompen espumeantes al pie de la vía. Un poco más
y llegamos a Port-Bou, donde nos detenemos media hora; siete minutos
después estamos en Cerbere. ¡Francia!... La bandera ha variado; pero yo,
que no pienso como El Barítono, creo que, pues todos los trenes--vayan o
vengan--han de salir de un túnel, es allí, bajo la tierra, donde la
sociedad futura debía sepultar definitivamente el concepto retrógrado de
“patria”. Ese túnel, para mí, es una lección.
Veinte días nada más ambulé sobre la ruta de Port-Bou. Una tarde, al
regresar a Barcelona, supe que había ocurrido un descarrilamiento cerca
de Calatayud, y que el “expreso” de Madrid se reformaba.
A la mañana siguiente, temprano, unos guardavías se acercaron al
Barítono y a mí, y les oímos hablar:
--¿Son éstos los dos coches que llegaron ha poco de Valencia?--preguntó
alguien.
--Sí--repuso otra voz--, y hay que desengancharlos.
Cuando el convoy iba hacia la frontera, El Barítono marchaba delante de
mí; a la vuelta sucedía lo contrario, y, por esta circunstancia, yo fuí
el elegido.
--Nos separan, Cabal--gimió mi compañero.
--Sí, hermano--repuse conmovido--y no imaginas cuánto voy a echarte de
menos...
Aquellos hombres desenlazaron las cadenas que nos sujetaban, levantaron
el puentecillo metálico que nos unía y se dispusieron a empujarme.
--En este momento--exclamó El Barítono--envejecemos un poco los dos:
separarse es morir...
--O disponerse a vivir otra vez--interrumpí animoso--; ¡y más vale creer
esto último!... ¡Que seas dichoso, que la ventura te acompañe siempre!
El repuso, magnífico y sacerdotal:
--Que la felicidad marche contigo.
Aquella noche, en el “expreso de lujo” de las ocho menos once minutos,
salí para Madrid. Meses después supe que mi camarada había sido
alcanzado y muerto por una locomotora, en Cerbere. ¡Tenías razón, pobre
hermano! Tu deseo de volver a Francia era una cita que te daba la
tierra.


XXIV

Si yo tuviese tiempo y memoria--y paciencia también--para trasladar al
papel siquiera la cuarta parte de mis recuerdos, mis confesiones
ocuparían varios volúmenes. ¡Desfilaron ante mí tantos horizontes,
tantos episodios, tantas figuras!... Y este mismo vivir bordonero,
exasperó mi acuidad sensorial, pues la función crea el órgano, y así las
impresiones renovadas son a los nervios lo que al músculo el ejercicio
físico. A más intenso y perseverante meditar, mayor inteligencia.
El tesoro emotivo de los años tempranos perdura intacto en mí. Todavía
recuerdo, sin que las imágenes hayan palidecido, la alborotada
impaciencia de los primeros viajes; la avidez retozona con que mis
ruedas bisoñas se deslizaban sobre la brillantez de los rieles; el
entusiasmo temerario con que acometíamos las cuestas arriba; el vértigo
clamoroso de los descensos a través de campos borrachos de flores y de
sol; el riesgo elegante de las curvas trazadas por los ingenieros sobre
el dorso de los precipicios; la embriaguez de las carreras vertiginosas,
cuando ensordecía el viento y La Caliente, o La Recelosa, o La
Triste--cualquiera de mis antiguas dueñas--atrafagada y jadeante, nos
arrastraba a ochenta y cinco o noventa kilómetros por hora. Y evoco
también conmovido la mansedumbre de los crepúsculos gallegos, la
melancolía grave de las sobretardes castellanas, la evaporación
neblinosa--aroma de humedad--que desdibuja las lejanías norteñas, el
profundo silencio rústico de esas estaciones minúsculas donde nuestra
locomotora, fatigada, cubierta de tizne y sudor, se detuvo a beber.
Hay nombres de ciudades y de pueblos que resuenan en los tímpanos
sutiles de la memoria con la dulzura de un nombre de mujer; y ese poder
de evocación que, según oí decir a los hombres, ejerce sobre ellos la
música, lo tienen para mí ciertos pregones: algunos resumen capítulos
enteros de mi vida.
Dentro de mí oigo gritar:
“--¡Venta de Baños!... ¡Cambio de tren para las líneas de Santander,
Asturias y Galicia!...”
Y reveo el paisaje, las máquinas latientes, las andanas de vagones
dispuestos a partir, los viajeros que preguntan y corren de un convoy a
otro.
O bien:
“--¡Miranda de Ebro!... ¡Cambio de tren para los viajeros de Bilbao,
Logroño, Castejón, Pamplona, Zaragoza y Barcelona!...”
Y la maravillosa Sierra de Pancorbo se levanta delante de mí.
La voz evocadora grita:
--“¡Buenos quesos de Burgos!...”
Y pasa la histórica ciudad, con su caserío obscuro sobre el que la
catedral levanta el encaje prodigioso de sus dos torres.
--“¡Puñales y navajas de Albacete!...”
Es la Mancha, de color ocre, desarbolada y adusta, y también la ilusión
verde de la región valenciana, que va acercándose.
--“¡Tortas de Alcázar!...”
Son las noches frías, el aire que corta, la lluvia ingrata.
--“¡Agua!... ¡Agua fresca, agua!... ¿Quién quiere agua?...”
Es Castilla, es la tierra que abrasa, son los vagones cuyas imperiales
vahean bajo el fuego del sol, el emparrado mezquino que sombrea el
brocal de un pozo casi seco...
Así, pensando en todo esto, creo rejuvenecerme, y el espíritu cumple el
milagro de vivir muchas veces lo que la materia torpe sólo conoció y
gozó una vez.
La línea de Madrid a Barcelona es más dura y ciento noventa y cinco
kilómetros más larga que la de Valencia; pero, comparada con la de
Galicia o la de Irún, es llana y accesible como un andén. Componen el
“expreso” una máquina, natural de Grafenstaden, correspondiente a la
“serie cuatro mil”, de más de trece metros de longitud, y a la que sus
manejadores apodan La Quisquillosa, por ser--al igual de los caballos
blandos de boca--muy sensible a cualquiera indicación, y así se detiene
o corre con violencias súbitas, como si estuviese enfadada; y nueve
unidades: dos sleeping, dos furgones, un coche-correo y cuatro
“primeras”, de las cuales al que me sigue llaman El Viejo, lo que me
contristó un poco cuando, charlando con él, averigüé que teníamos la
misma edad. El _dining-car_ es, en nuestro convoy, algo pegadizo, pues
el que enganchan en Madrid se queda en el pueblecito soriano Arcos de
Jalón, y el que sale con nosotros de Barcelona no pasa de Mora la
Nueva.
La heterogeneidad moral que presentan, con respecto unas de otras, las
diversas regiones españolas, y de la que ya he hablado, vuelve a
sorprenderme aquí. El público que ahora viaja conmigo no se parece al
valenciano, y menos al andaluz; acaso sean el andaluz y el catalán los
dos temperamentos españoles más desemejantes. Este pueblo me gusta:
viste bien, es serio, callado, laborioso, enérgico; sus mujeres son
gruesas y altas, y se enjoyan con cuidado, y los hombres tienen la
expresión voluntaria y hablan de negocios. Al salir de Madrid, sin
embargo, la psicología del pasaje no es rotundamente pura; tiene una
veta aragonesa que persistirá hasta Zaragoza. Traspuesto el Ebro, la
raza de los fenicios hispanos aparecerá limpia, y el idioma castellano
habrá muerto, como arrojado a la vía por inútil.
En cuanto al camino, sin ser de los más bellos, es interesante, y se
acerca a ciudades, ruinas y perspectivas, acreedoras a recordación.
Por ejemplo: Torrejón de Ardoz, entre cuyas roídas murallas las familias
ducales de los Olivares y de los Alba tienen su sepultura; Alcalá de
Henares, cuna de Miguel de Cervantes y de Catalina de Aragón;
Guadalajara, ganada a los moros por Alvar Fáñez, el amigo del Cid;
Sigüenza, fundada por Roma; la alcazaba de Medinaceli, y otras
fortalezas diseminadas por aquellos alrededores rocosos y que en otro
tiempo defendieron el tránsito del Valle del Ebro a Castilla; la morisca
Calatayud; Zaragoza, la ibérica y la heroica, cuyas dos catedrales--El
Pilar y La Seo--vemos, al cruzar el puente, reflejarse en el río; Caspe,
que una vez decidió del porvenir de España; Reus, Pobla, San Vicente...
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