Memorias de un vagón de ferrocarril - 14

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Por ejemplo: siendo muy mozo, llegué un anochecer autumnal a un pueblo
vasco. ¿Era Andoaín? ¿Era Urnieta?... ¿Hernani, quizás?... Poco importa:
sólo sé que llovía bien, que hacía frío y que el aguacero tamborileaba
sobre las techumbres y los cristales del convoy. Lejos, en el paisaje
neblinoso, fulgían algunas luces. Olía a jaras. Detrás de la pequeña
estación, de pronto, resonó un rasgueo de guitarras, y una voz varonil,
entonada y caliente, empezó a cantar un zorcico. Aquel crepúsculo
húmedo, aquel porfiado llover, aquella tonadilla triste... ¡qué bien
rimaban!... La copla parecía diluirse en el paisaje lloroso, y el
paisaje, a su vez, sollozaba en la canción. ¿Por qué ahora, después de
tantos años, este delicado recuerdo vuelve a mí?...
Por movedizo y vagabundo quizás, me interesaban los ríos, cuyas aguas
sólo nos dicen adiós una vez; y más que los ríos, que realizan la
paradoja de los que estando siempre en marcha nunca acaban de irse, los
caminos.
¡Oh! ¡Esos caminos que, de noche, bajo el livor astral, simulan cauces
secos!... ¿Quién no sufrió su poesía arcana?... Ellos significan mucho
más que un lazo de unión entre dos pueblos: parodia dichosa son del
Tiempo, porque como él están a nuestro lado, y delante... y detrás; y
como él no cambian, y, sin embargo, jamás hubo sobre ellos dos puntos
exactamente iguales; y, como él, en fin, no se mueven y parece, no
obstante, que se van. Asímismo constituyen, al igual del Tiempo, el
vehículo de lo más malo y de lo más dulce: por ellos ambulan la Gloria y
la Suerte; por ellos vienen las novias de los hombres, vestidas de
blanco; por ellos, tras la diosa Aventura, se fueron los hijos, y los
padres pasaron en un coche negro... Son también la experiencia, y por
eso, sin hablar, guían; y mientras el campo uniforme calla, ellos, al
peregrino que equivocó su rumbo, le dicen: “¡Sígueme!”...
Si la tierra, con todas aquellas divisiones que la geografía política
determina, representa “el rostro de la humanidad”, los caminos marcan
los pliegues o surcos de ese rostro. Las emociones, siguiendo una vez y
otra trayectorias idénticas, llegan a pintar arrugas en la cara del
hombre, como las gentes rústicas, ambulando sin otro guía que su
instinto, bocetaron los primeros caminos; y su intuición fué certera,
pues generalmente el lápiz del ingeniero ratificó más tarde, sobre el
papel, el rumbo que en el campo verde dejaron los pies descalzos del
patán. En las fisonomías inteligentes y movibles abundan las arrugas,
como en las naciones muy trabajadas por el progreso hay muchos senderos.
Para las impresiones, los surcos de la piel son los caminos del
semblante; para los vagabundos, los caminos son las arrugas de la
tierra.
Caminos de hierro, por los que, con una velocidad de ochenta y de
noventa kilómetros por hora, corre la vida; caminos carreteros, limpios,
señoriales, que devanáis vuestra cinta gris bajo el amparo de la Ley;
caminos de herradura que, atravesando bosques, guardáis en vuestra línea
ondulante un gesto incierto y trovador; caminos cubiertos, suspendidos
atrevidamente entre el llano y el acantilado del monte; veredas serranas
que, trepando unas veces, descendiendo otras, bordeáis el espanto de los
abismos y conserváis--semejante a un perfume silvestre--la indecisión
del primer viajero; rutas, en fin, sea cual fuere vuestra categoría y
preeminencia, con que el horizonte responder parece a la insatisfecha
impaciencia de los hombres: ¿quién no ha sentido vuestro imán; quién
nació tan sordo de corazón que no oyese vibrar, en lo más recogido de su
alma, vuestra voz sirena?... ¿Y cuál es vuestra poesía que lo
magnificáis todo de manera que, hasta el mismo mar, cuando la luna
tiende sobre él su calzada de plata, se ofrece más bello?...
¡Ah!... Si yo pudiese hablarles a los humanos les exhortaría a no
languidecer, ni un instante, en el estéril reposo de las vidas quietas,
sino a marchar constantemente, así por los caminos del mundo, como tras
las ideas y las pasiones, caminos del espíritu. Yo les diría: “Hombres,
viejos o jóvenes: desead, moveos, renovaos sin sueño, adorad los
caminos: tened siempre un rumbo para vuestros pies, llevad siempre
encendida en el alma, a modo de brújula, una ambición. Por mucho que
hayáis luchado, acordaos de que la Muerte, cuando llegue a vosotros, os
debe hallar en pie”...
Esto que digo de los caminos, explica mi cariño a los árboles, que
reparten el bien y mueren en silencio, y tienen la dulzura de la
filosofía panteísta.
No hablaré de aquellos que cubren los parajes solitarios y, amparándose
unos a otros, forman bosques espesos: los castaños, los robles, los
nogales, los alcornoques, los pinos siempre verdes, las encinas--mis
abuelas--torcidas como raíces, los olivos descendientes de los que
florecían en el huerto donde Jesús se dejó atar las manos. Todos ellos
viven apartados del tráfago humano y parecen felices: lozanean a su
alrededor altos herbazales que, defendiendo la frescura del suelo, los
benefician; por las mañanas, sus frondas sin polvo y mojadas de rocío
tienen la fuerte alegría verde del mar. En verano, a la hora sin brisas
de la siesta, el canturreo lascivo de las cigarras los adormece, y de
noche, bajo la melancolía lunar, sus sombras, alargadas sobre la tierra,
parecen almas. Así viven siglos: nadie los molesta; de tarde en tarde,
un cazador furtivo, un grupo de contrabandistas, un tren que huye a lo
lejos...
Tampoco hablaré de aquellos árboles que embellecen los jardines
públicos. Alineados, podados, monótonos, no tienen la altivez ni la
melancolía arisca de los otros, sus hermanos del bosque: antes
muéstranse débiles y tristes, cual conscientes de su esclavitud. Son, no
obstante, verdaderos mimados de la fortuna, y servidores uniformados
vigilan su reposo, y limpian sus troncos de vegetaciones parasitarias y
de insectos nocivos; se los abona, se los riega, se los rodea de césped,
y cuanto les circunda es alegre, porque la muchedumbre que acude a los
paseos sólo va a solazarse. Quizás estribe en esto mi desdén hacia
ellos; me parecen empleados del ayuntamiento; no me interesan...
Entero mi amor lo consagro a los árboles olvidados de la suerte, a los
árboles-parias, a los árboles trágicos, que el hombre o la casualidad
sembraron al borde de los caminos. Nadie los defiende, nadie los cuida;
y ellos, sin embargo, no vegetan egoístamente como los otros, sino que,
bondadosos, extienden su ramaje sobre la aridez de la carretera por
donde el dolor de la vida pobre, de la vida triste, pasa lentamente, y
amparan al peregrino y defienden del sol a las bestias cargadas. Nunca
pude ver sin emoción esas hileras de árboles que en la sequedad de la
planicie castellana derivan hacia el horizonte marcando las ondulaciones
de un camino. Parecen marchar tras de un entierro, y en su ramaje ralo
que sombrea a intervalos la ruta polvorienta, hay un ascetismo. ¡Qué
tristeza la suya, tan honda! Solos, abandonados, nadie acudirá a
levantarlos si el huracán los derriba, ni los desembarazará de la
cizaña, ni lavará el polvo calizo que mata su fronda, ni les dará un
poco de agua cuando sus raíces, bajo el sol de agosto, mueran de sed.
Nada los defiende. El carretero cortará de ellos la vara que necesita
para apalear su ganado, y al pie de su tronco los pastores, en las
noches de invierno, encenderán la hoguera con que han de calentarse.
Eucaliptos, higueras, álamos erectos, chopos llenos de gracia, acacias
plateadas... no merece perdón el ingrato que arranque a vuestro ropaje
una sola hoja. Si sois bellos y buenos, si dais hermosura al paisaje y
salud al hombre, ¿quién exigirá más de vosotros?...
Esta asotilada inclinación mía hacia los desvalidos y los humildes, me
ha ayudado a bucear más hondo en el alma humana, y colocado en
disposición de discernir matices sentimentales que antaño no hubiese
visto; mi sensibilidad actual alcanza un campo de acción mayor que
nunca. En una palabra: me he refinado, me he pulido. Gracias a ello
comprendí la dolorosa agudeza emocional del episodio que narraré a
continuación y que sin titubeos coloco entre los más bellos de mi vida.
Empezaban a sentirse los primeros fríos de un mes de octubre; día tras
día el añil celeste se debilitaba, y por los campos corrían temblores
amarillentos. Algunas hojas secas habían caído ya, y el serojo empezaba
a llenar de dolor las zanjas. Era la estación en que los trenes regresan
a la Corte cargados de veraneantes, y se marchan vacíos.
Aquella noche, al salir de Madrid, sólo llevaba conmigo cinco pasajeros.
Me interesó uno de ellos por su aspecto decaído. Aparentaba cincuenta
años, pero acaso tuviese muchos menos: era alto, esquelético, encorvado,
trémulo, y al andar se apoyaba en un bastón de muletilla que asía con
una mano flaca, húmeda, impaciente, con esa fiebre--deseo de agarrarse a
todo--que pone en los dedos la agonía. Aquel hombre, a quien nadie fué a
despedir, alquiló cuatro almohadas y se instaló junto al corredor y de
espaldas a la máquina. Tuvo un largo y angustioso ataque de tos, y
empapó en sangre un pañuelo. Yo creí que se acostaría; pero mantúvose
sentado, acaso porque en esta posición respiraba mejor. Poco a poco
ordenó a su alrededor las almohadas: una, a la altura de los riñones;
otra, detrás de la cabeza; las dos restantes, debajo de los brazos.
Hecho esto pareció descansar, y suavemente, como aliviado, entornó los
párpados; mas apenas sus ojos--que eran grandes y ardientes--se
apagaron, cuando me pareció que su rostro pajizo cubríase de nueva
lividez, y que su nariz aguileña se afilaba, y sus pómulos salientes se
acentuaban más; y advertí también que entre el bigote lacio y las
descuidadas barbas, la boca, de labios blancos, había quedado abierta.
Así, enfundado en un viejo gabán, con el perfil vuelto hacia arriba y
una boina que, ajustándole las sienes, realzaba la convexidad del
frontal, mi huésped parecía un cadáver.
--No tardarás en bajar a la tierra--pensaba yo.
De vez en vez, molestado por mis traqueteos, abría los ojos, tosía,
escupía en su pañuelo y tornaba a adormecerse; aunque no era el sueño,
sino la flaqueza y total ruina de su organismo, lo que le inmovilizaba.
Pronto le olvidé.
En el andén de Alcázar de San Juan vi una mujer de buena estatura, de
cabellos castaños y vestida de luto, a quien en seguida reconocí. ¡Era
Raquel!... Y la silueta ensangrentada del infeliz don Rodrigo pasó,
semejante a un remordimiento, por mi memoria. En los cuatro años
transcurridos desde entonces la silueta de mi antigua “cliente”--como
hubiera dicho Dos-Caras--había mejorado. La encontré más esbelta y ágil
que antaño, y también más triste; indudablemente el luto la
espiritualizaba, la embellecía.
“¿Vestirá así por “él”?...”--me dije.
Y seguí meditando, mientras la observaba:
“¡Si supieras que este vagón, que crees no conocer, es el mismo que
tantas veces te llevó y te trajo de La Coruña a Valladolid! ¡Si supieses
que yo, leyendo en el pensamiento de tu amante, que te adoraba, muchas
veces te vi desnuda!... ¡Si el corazón pudiera explicarte que me debes
la vida, porque fuí yo quien mató a tu hombre la noche, precisamente, en
que él iba a matarte!...”
Raquel se acercó a la “Biblioteca”, a comprar algo que leer, y la oí
platicar con la vendedora. La joven había pedido obras de Leonardo
Ruiz-Fortún, escritor entonces muy en boga. En los armarios, a la vista,
no quedaba ninguna, por lo cual la vendedora púsose a registrar en un
arcón: sus manos, conocedoras y diligentes, avezadas a manejar libros,
iban de un volumen a otro.
--¡Bien sabía--exclamó, incorporándose--que quedaban varias! Tome usted:
_Silencio_... Es una novela que las señoras piden mucho.
Raquel suspiró: porque aquella obra tenía para ella un recuerdo:
--La he leído...
--Vea, otra: _El amigo íntimo_.
--También la he leído; conozco casi toda la producción de Ruiz-Fortún;
es mi autor predilecto.
--Otra... la última: _Años de paz_.
--¿Ah?... ¿Es nueva?...
--Acaba de ponerse a la venta; la recibimos ayer.
Con aire desasido Raquel abonó el importe del volumen, que empezó a
hojear, y cuando, de pronto, acertó con ese “paisaje interior”, de
irisada y taladrante observación, que todos los _dilettanti_ del libro
buscan en la obra recién comprada, sus ojos--¡ah, prodigios del
arte!--fulgieron de emoción.
Inmediatamente se acercó al “expreso”, que ya se iba, y, sin vacilar,
obediente a la sugestión arcana de las cosas, subió a mí y fué a
colocarse--dando el rostro al camino--en el departamento donde viajaba
el enfermo de que hablé antes. Era el mismo compartimiento en que don
Rodrigo hizo su postrer viaje, y la decisión rectilínea--voz de
fatalidad--con que penetró en él, pudiendo haber elegido otro, me
calofrió. Yo hubiese querido decirla: “Raquel: el coche que ahora te
lleva a Andalucía es antiguo conocido tuyo; es el que tú y tu Rodrigo
llamabais “nuestro vagón”. Yo sé cómo besas, y doy fe de cuánto él te
quiso; yo le he oído dudar de tu cariño y le he visto romper tus cartas.
También le vi muerto: donde su cuerpo estuvo tendido, tú, ahora, sin
saberlo, acabas de poner los pies; hubo sangre suya ahí, por donde tú
has pasado”...
Raquel, después de sentarse cerca de una ventanilla, miró a su
alrededor; esto es, “me miró”. Seguidamente y acaso bajo mi influencia,
pensó en el amante muerto, y por su frente resbaló una melancolía. En su
espíritu leí este nombre: “Rodrigo”; y, a continuación, aparecieron los
ojos claros y el bigote rubio del sin ventura. Suspiró y su conciencia
se llenó de obscuridad. Yo la miraba con cariño: si la hubiese visto
acompañada de otro hombre, la habría odiado; pero iba sola, y aquel
afecto que, tras de tanto tiempo, dedicaba al amado, me la hacía
simpática. Y volví a pensar: “¿Por quién llevará luto?...” De su mano
izquierda, que exornaban antaño una esmeralda y un rubí, la esmeralda
faltaba, como si su dueña hubiera querido dar a entender así que la
esperanza había emigrado de su corazón.
Raquel observó unos momentos el cielo límpido y estrellado. Después sacó
de un “neceser” una plegadera de marfil y oro, y con una parsimonia, que
era una caricia, comenzó a cortar las hojas del libro: lo hacía con
esmero, con amor... En seguida emprendió la lectura, e interesada, tanto
por el estilo apasionado como por el asunto, leyó, de un tirón, lo menos
veinte páginas.
Bruscamente el viajero que llamaré “de las cuatro almohadas” comenzó a
toser; a cada nuevo esfuerzo se incorporaba, jadeante, lívido, como si
fuese a dictar su última voluntad, mientras con una mano desesperada se
arañaba el pecho.
--Es un tísico--monologueó Raquel--; un incurable...
Y, aunque piadosa, apartó con disgusto los ojos del desconocido, que
proyectaba un perfil macabro sobre mi fondo gris.
Nuevamente reanudó su lectura.
En aquel momento el autor trazaba, con rasgos magistrales, el hechizo
perezoso de una siesta andaluza: Eran las tres de la tarde de un día de
agosto: “Alicia”, la heroína, esperaba a su amante escondida entre las
persianas del balcón; del cielo azul descendía una ola de fuego; en el
sosiego provinciano de la calle un pianillo de manubrio desgranaba las
notas de un vals sensual; en las ventanas y sobre los arriates de las
azoteas, las macetas de claveles y de nardos ardían, como llamas, bajo
el sol; y en aquella orientalesca borrachera de calor y de luz, el
corazón de Alicia volaba hacia el campo, donde todo es saludable y
violento...
Por segunda vez Raquel miró a su compañero de viaje. El infeliz tosía y
se ahogaba; gruesas gotas de sudor perlaron su frente; sus ojos se
desorbitaron con la angustia. Después, ya calmado, volvió a reclinar la
cabeza hacia atrás y sus mejillas, empurpuradas momentáneamente por la
asfixia, recobraron su lividez. Raquel pensó, egoísta:
“Este pobre hombre me da asco. Si no se duerme cambiaré de coche”...
Tornó a su lectura, y rápido el superior espíritu de Ruiz-Fortún, su
autor favorito, volvió a poseerla: como un brujo la dominaba, la
aturdía. Había en el verbo del gran artista, adorado de las mujeres, una
emoción quemante y como irisada, dotada de milagroso vigor. Todo era en
él pasión, ímpetu, amor romántico y exaltado. Leonardo Ruiz-Fortún era
un griego que resucitaba en el cansado occidente el espíritu optimista
de la vieja Hélade. De sus libros, el pesimismo, que es cobardía, estaba
proscripto, y todos sus personajes eran audaces y hermosos como
héroes...
Embelesada, Raquel cerró lentamente sus largos ojos negros... y, de
súbito, la imagen lejana de don Rodrigo ocupó unos segundos su memoria.
Humilló la cabeza; se quedó triste, con esa segura melancolía que emana
del fastidio; hacía tiempo que esta disposición depresiva de alma la
visitaba.
“Me aburro--pensó--y aburrirse, cuando estamos solos, equivale a no
hallarnos satisfechos de nosotros mismos; es “odiarnos” un poco...”
Luego, una idea pintoresca turbó agradablemente su espíritu: “¿Cómo
sería Ruiz-Fortún?...” ¡Ah! De haberle ella conocido, seguramente le
hubiese amado.
Llegábamos a Santa Cruz de Mudela, donde mudábamos de locomotora; eran
más de la una de la madrugada. El hombre “de las cuatro almohadas”, a
quien mis luces daban una apariencia espectral, sufrió un nuevo acceso
de tos, y Raquel hizo sobre sí misma un esfuerzo para no oirle. Momentos
después reanudó su soliloquio:
“Sí; el autor de _Años de paz_ tenía razón: no todo en el mundo es
podredumbre y felonía. El vulgacho es lodo, pero sobre la gentuza
egoísta y sórdida campean voluntades diamantinas y espíritus horros de
impureza, que saben hacer de la vida una plegaria excelsa; y Ruiz-Fortún
pertenecía a esos elegidos...”
La tos del paciente, que sonaba lúgubre como una voz salida de la
tierra, quebrantó transitoriamente el hilo áureo de aquellas
meditaciones. La joven tuvo un nuevo gesto de impaciencia y de asco.
Luego su fantasía volvió a piruetear y pensó en escribir a Ruiz-Fortún
explicándole la desolación de su espíritu y la admiración--veneración,
más bien--que hacia él sentía; y como el novelista, a fuer de cumplido
caballero, se apresuraría a contestarla, era seguro que llegarían a ser
amigos... amantes, quizás... En este punto de su laborioso discurrir la
figura del escritor, por primera vez, la preocupó, pues ella jamás
habría podido enamorarse de un hombre feo. ¡No!... La naturaleza no
gusta de dejar sus obras inconcluídas: los artistas divinos y deformes,
como Leopardi, son, afortunadamente, muy raros. Y Raquel se tranquilizó
al convencerse de que Leonardo Ruiz-Fortún tendría, como lord Byron, una
hermosa cabeza juvenil, grave y triste...
En Venta de Cárdenas subieron a mí y se instalaron en el departamento
donde iba Raquel dos viajeros, que debían de ser madrileños por lo que
de su acento y conversaciones pude colegir. Transcurrió la noche. A la
mañana siguiente, al llegar a Córdoba, el señor “de las cuatro
almohadas” se incorporó, saludó con una sonrisa glacial a sus compañeros
de viaje, y salió al corredor. Caminaba inclinado, tembloroso, y, al
andar, arrastraba un pie. Tras él, en el departamento, quedó flotando un
olor a hospital. Cuando descendió al andén y le vi alejarse, de espaldas
a mí, pensé: “Ya siempre te veré así, porque tú no vuelves...”
Mi asombro fué enorme al oír que uno de los dos pasajeros que viajaron
con él desde Venta de Cárdenas decía a su amigo:
--¿Conoce usted a ese que acaba de salir?
--No.
--Leonardo Ruiz-Fortún.
--¿El novelista?
--El mismo: creo que el pobrecito se quedará en Córdoba...
Raquel, que, como yo, había seguido este diálogo, a durísimas penas
reprimió un grito. ¿Era posible que aquel tuberculoso, aquella
lamentable piltrafa de la vida, fuese el mismo escritor de inspiración
férvida, de propósitos anchos, de estilo recio, con quien ella horas
antes, precisamente, había soñado? ¿Cómo en un cuerpo exangüe, casi
muerto, podía alojarse un espíritu así?... ¿O era que, tal vez, la misma
implacable brasa del alma había roído la carne hasta consumirla?...
“¡La naturaleza es ciega! ¿Para qué fantasear? ¿Para qué esforzarnos en
ser dichosos?”--discurría Raquel.
Tras una pausa, fríamente, por la ventanilla, tiró el libro al espacio.


XXI

En unas revistas ilustradas olvidadas sobre mis asientos, he leído
artículos laudatorios acerca de la última obra del escultor montañés
Pedro Juan, el cual, cuando yo trabajaba en la línea de Hendaya, viajó
diferentes veces conmigo hasta Miranda de Ebro, y de cuyo rostro
aguileño y palidísimo, flaco, como consumido por las brasas de sus ojos
extraordinarios, recuerdo muy bien. Los críticos celebraban con un
ahinco que acreditaba la sinceridad de sus elogios, la expresión, la
emoción palpitante, “la elasticidad de carne viva”--palabras suyas--que
el artista genial trasmitía a la piedra...
Sin duda todos aquellos ditirambos eran justos, y yo los aprovecho para
fortificar lo que en diversos pasajes de este libro expuse a propósito
de las vibraciones de inteligencia, de voluntad, de memoria y de
sensibilidad física, que el hombre comunica a cuantos objetos le
acompañan habitualmente. Si un escultor, por ejemplo, con sólo el
esfuerzo de su inspiración y de sus manos, infunde a un pedazo de mármol
el calor de su alma, ¿cómo negar esa constante y certera “transfusión de
alma”--llamémosla así--con que a lo largo de los años las personas,
soslayadamente, vivifican sus trajes, sus muebles y las habitaciones en
que habitan? Sin maliciarlo el hombre divide su tesoro vital en dos
partes, de las cuales se reserva la mayor, y la otra, que se le escapa
por los ojos, y por la punta de los dedos y con el calor de su propio
cuerpo, es la que reparte, la que difunde alrededor suyo y queda
adherida a las cosas. He ahí el por qué los trajes recién salidos de las
sastrerías son “fríos”, por bien confeccionados que estén; y por qué las
novelas autobiográficas, por sencillo que sea su argumento, apasionan
más y obtienen mayor número de lectores, que las imaginadas, fruto
exclusivo del arte y de la inventiva de su autor. Esta vida adquirida,
esta vida pegadiza gracias a la cual siento y hablo, donación
subconsciente es de los hombres, y si ellos lo supiesen sus escritores
comprenderían que la historia, por ejemplo, de “un billete de Banco”,
que pasó por millares de manos y pudo servir así para pagarle las
medicinas a un enfermo como para comprar a un asesino, bien merece los
honores de ser llevada al papel. Diré más: estos libros de “Memorias”
son, por su misma índole y composición, más difíciles de escribir que
las novelas; agotan: porque en cada novela sólo hay un argumento y uno o
dos protagonistas, mientras en una existencia tan agitada como la mía,
en cada nuevo personaje que aparece surge un nuevo protagonista y con
él, quizás, un nuevo enredo. Un libro de “Memorias” equivale a una
sucesión de novelas.
En mi biografía hay millares de meses tediosos, absolutamente idénticos,
que no hubiese querida vivir; pero, afortunadamente, de cuando en cuando
la Aventura, la divina bruja de los ojos verdes, me miraba, y su roce
era tan eficaz, tan excelso, que aunque sólo durase horas bastaba a
consolarme de mi fastidio de varios años. Acordándome de aquellas
muchachitas que, cuando yo rodaba sobre la línea de Galicia, salían a
verme a los andenes del tránsito, yo pensaba:
“Me parezco a ellas en lo de esperar; ellas aguardaban todos los días la
visita de lo Extraordinario, y yo también. Yo soy, dentro de mi esfera,
como una pequeña estación en donde, tarde o temprano, el tren de lo
Imprevisto se detendrá ‘un minuto’”...
El hada Sorpresa, tacaña por temporadas hasta la sordidez, tiene a ratos
prodigalidades excesivas. Su alma es histérica, ilógica, y, por lo mismo
quizás, adorable. Ora no da nada, ora da muchísimo; ¿pero si repartiese
sus dones más proporcionadamente, no nos parecerían menos sabrosos?...
Los dos hechos que voy a narrar se desarrollaron, uno a continuación del
otro, desde la noche de un veinticuatro de diciembre--es la segunda
Nochebuena notable que recuerdo--y la mañana del día veintiséis: el
primero es un episodio lírico, plácido; un _duetto_ al par sensual y
romántico que, si terminó conforme sus mantenedores se obligaron delante
de mí a desenlazarlo, reducido quedó a un bellísimo cuento; pero que si
tuvo “segunda parte”, sirvió de primer capítulo a una novela cuyo
desenlace ignoro. El otro episodio es un enredo trágico, una cabriola
siniestra, una visión de pesadilla: aquél era “blanco”; éste negro;
aquél tenía el color de los azahares nupciales, y éste el tono obscuro
de la sangre coagulada. Aquella vez a la Aventura--artista
portentosa--la bastaron treinta y seis horas para hacer un “Rembrandt”.
Salí de Madrid, como todos los años me sucedía durante las festividades
navideñas, con escaso pasaje. No llegarían mis ocupantes a ocho. En mi
segundo departamento viajaban una mujer y un hombre: yo les había oído
hablar en el andén; él se hallaba próximo a mí, alquilando una almohada,
cuando ella le abordó para preguntarle:
--Caballero... ¿puede usted decirme si este es el tren de Almería?
Tenía una voz dulce, armoniosa; una voz “húmeda”...--no acierto a
calificarla mejor--; una voz idílica, hecha para hablar de amor y
decirle al Deseo “que sí”...
Clavó él en la desconocida una mirada buída, hambrienta, de gavilán; un
mirar con el que la desnudó y la palpó y la registró, por igual, el
cuerpo y el alma.
--Sí, señora; este es el tren...
Y añadió afirmativo:
--Tomaré una almohada para usted.
--Bien, muchísimas gracias...
Buscó apresuradamente su portamonedas para abonar el importe de aquel
ofrecimiento, pero él ya había pagado.
--Es igual--dijo con una sonrisa y un ademán elegantes--; ¡es igual!...
Uno tras otro subieron a mí, y él, personalmente, colocó primero las
maletas de su compañera de viaje, y luego las suyas, en mis redecillas.
Ella parecía agradablemente impresionada, al par que cohibida; la eficaz
devoción con que era servida la colocaba, por agradecimiento, en un
cierto estado de inferioridad ante aquel caballero lleno de iniciativas
oportunas. Claramente yo leía en su alma. Pensaba: “Yo me iría a otro
coche porque este señor se inmiscuye demasiado en mis asuntos, pero como
le debo el alquiler de la almohada... ¡Y es simpático!... Lástima que me
mire así, como si quisiese comerme...; aunque es posible que lo haga sin
segunda intención. En fin, si así no fuese, siempre hallaré modo de
pararle los pies...”
Fluctuaba la edad de la viajera entre los treinta y los treinta y cinco
años: era trigueña, ojinegra, antes abastada que escurrida de formas,
vestía esmeradamente, parecía presumir--y a fe que podía hacerlo--de
tener la pierna linda y el pie menudo y bien calzado, y era, en suma, lo
que por estilo conciso y pintoresco el pueblo español denomina “una real
moza”.
El, flexible, alto y correctamente trajeado, aparentaba igual edad, y
sus manos pulidas y su semblante aguileño, prematuramente fatigado,
hablaban de un pretérito aristocrático. No parecía, sin embargo, enfermo
de desgana, por cuanto en seguida prendió y mantuvo el fuego de la
conversación con privilegiada elocuencia, orientando el diálogo hacia
donde quería, y expresándose con franqueza y acierto desusados.
--¿Me dijo usted que iba a Almería?--preguntó.
--Sí, señor. ¿Usted también?
--No, señora: yo debía ir a Huelva...
Ella hizo un gesto vago: no comprendía cómo un tren que fuese a Almería
pasase por Huelva, o viceversa; creyó haber entendido mal. El sonreía en
silencio, dando tiempo a que su colocutora se percatara de su hilaridad
y se extrañase de ella. Así fué: la joven, curiosa, indagó:
--¿De qué ríe usted?...
--De una pequeña travesura que he cometido y usted inmediatamente me
perdonará. Usted sabrá que la línea de Almería y Granada arranca en la
estación de Baeza...
Ella movió la cabeza afirmativamente, y con la ansiedad de la
explicación que esperaba su rostro parecía más bello.
--El tren en que vamos--prosiguió el viajero--pasa por Baeza a las tres
y cuarto de la madrugada, y el de Almería no sale hasta las nueve o las
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