Memorias de un vagón de ferrocarril - 13

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que no llegó a cuajar en sonrisa, y extendió su mano al recién llegado;
aquella mano que se mojaba en sangre de toro todos los domingos.
--Celebro verle a usted tan bueno, amigo--dijo.
--Muchas gracias, igualmente--repuso, visiblemente turbado, el señor
“del frondoso bigote”.
No dijo su nombre. ¿Para qué? Hubiera sido un rasgo de orgullo. Allí ni
él ni los demás significaban nada; ante el matador glorioso no podía
haber más que admiradores.
El Meñique añadió cortés, brindándole su asiento con un ademán:
--Si quiere usted descansar un rato...
--Muchas gracias... muchísimas gracias: sólo vine por tener el honor de
saludarle...
Esta fineza la agradeció El Meñique con otro ademán. Después se creyó
obligado a presentar a las dos personas con quienes se hallaba:
--Don Ricardo... “el marquesito”... un señor que quería conocerme...
El visitante, por momentos más cohibido, se inclinó varias veces. Hecho
lo cual, y sin más preámbulos, ofreció al espada un riquísimo habano.
--Para que se lo fume usted a mi salud--dijo--; en el estanco de la
estación no había nada mejor.
Manuel miró a su apoderado, sonrió y se guardó el obsequio en un
bolsillo.
--Se agradece--murmuró.
Muy satisfecho de sí mismo, “el señor del bigote” volvió a estrechar la
mano del diestro; despidióse de Juanito Paisa, agradeciéndole mucho el
favor que acababa de hacerle, y de nuevo rompió a través de los viajeros
que obstaculizaban mi corredor. Tras él, con admiración, la gente
cuchicheaba:
--Es un amigo del Meñique...
Y las miradas envidiosas le seguían.
En Alcázar de San Juan una veintena de personas esperaban la llegada del
expreso para saludar a Manuel, y “el ídolo” tuvo que asomarse a una
ventanilla. Todos le preguntaban lo mismo:
--¿Y el pie?... ¿Cómo está el pie?...
--Va mucho mejor.
--¿Un botellazo, verdad?...
Con mucha flema, El Meñique repetía:
--Sí, un botellazo...
Su longanimidad, su elegante resignación, inflamaban en sus adictos su
cariño hacia él.
--Si yo llego a estar allí--decían--, te juro que el bárbaro que te tiró
la botella se la come...
El diestro no contestaba; parecía fatigado.
--Iremos a Sevilla, a aplaudirte--ofreció uno.
--Vamos todos y te sacaremos de la Plaza en hombros--exclamó otro.
Tristemente, Manuel González repetía:
--Muchas gracias; si tengo suerte...
Silbó La Regadera y empezamos a rodar. Entonces aquellos hombres
corrieron a lo largo del andén; se empujaban, se atropellaban, mientras
decían:
--¡La mano, Manuel!... ¡Dame la mano!...
Ninguno quería renunciar a este honor, y Manuel González procuró
complacer a todos. Luego, mientras Juanito Paisa se precipitaba a cerrar
el cristal de la ventanilla, noté que El Meñique movía y se miraba los
dedos, como si le doliesen. Juanito, que no le quitaba ojo, también lo
advirtió.
--¿Te han hecho daño, verdad?... ¡Pero si mil veces te recomendé que no
le dieses a nadie la mano!...
Burlón y melancólico, Manuel suspiró:
--¿Y qué voy a dar, Juan?
--¡Das una rodilla!...--replicó el notario.
Por el corredor circuló la noticia de que El Meñique acababa de
lastimarse, y muchos viajeros, que ya se habían sentado, volvieron al
pasillo. Con gran regocijo de su corazón, “el amigo de Manuel” sintióse
obligado a repartir explicaciones.
--A mí, si doy la mano--decía--no me sucede nada; pero a Manolo la gente
le quiere demasiado y, sin intención, por supuesto, le estropean. El año
pasado, en Madrid, al apearnos del tren, un admirador le cogió una mano,
y con la alegría de verle empezó a apretársela... más... ¡más!... sin
poder contenerse, como en un frenesí epiléptico, hasta que se la magulló
de manera que al siguiente día no pudo torear.
Contempló al “ídolo” con humildes y enternecidos ojos.
--Por eso--terminó--apenas viene alguien a saludarle, me pongo a su
lado: ¡yo no consiento que a un hombre tan bueno como él se le haga
daño!...
Las sombras que el expreso proyectaba a un lado y otro, sobre los
repechos, me indicaban que los huéspedes de los demás coches dormían,
pues todos los vagones iban a obscuras. Unicamente mis ventanillas
persistían iluminadas, y mis viajeros, como desvelados por la vecindad
del matador, no pensaban dormir.
En Manzanares, donde El Meñique recibió de un grupo de adictos
manzanareños vítores y parabienes conmovedores, subió a mí un individuo
treintañal, pequeño y flaco, que, no bien columbró a Juanito Paisa,
fuése a él con los brazos abiertos.
--¡Juanito... Juanito!...--repetía aquel señor conforme iba andando--.
¡Juanito!...
“El amigo de Manuel” pareció alegrarse de verle.
--¡Don Felipe!--exclamó.
Hubo, sin embargo, en su gesto cierta tibieza; fué un saludo de amo a
criado; Juanito consideraba a don Felipe “inferior”.
--¿Adónde va usted?--agregó.
--A Sevilla, hijo mío; a la Feria. ¡Como todos los años!... ¡A ver a
“ese hombre”, a esa maravilla!...
Referíase al Meñique. Paisa replicó orondo, con el orgullo de quien abre
una caja de caudales:
--Ahí le tenemos.
--¡Ya lo sé!... Me habían dicho: “El Meñique viene en el segundo coche.”
Y por eso me metí aquí. ¿Supongo que me presentará usted a él,
verdad?...
--Ahora mismo.
--Usted ya sabe que lo merezco...
--¿Cómo si lo merece usted?--apoyó Juanito--: ¡más que nadie!...
¡Adentro!...
Penetraron en el compartimiento del torero.
--Manuel--dijo Paisa con un reposo que daba a sus palabras solemnidad--:
voy a presentarte a un amigo “de los buenos”, a un partidario tuyo
“verdad”. ¡Cuando yo te lo digo!...
El Meñique se levantó y estrechó la mano de don Felipe, que, con
elegancia y desparpajo, se había descubierto. Aquel hombre era calvo
también, y quedéme pasmado de su fraternal semejanza con el matador:
tenía sus ojos negros, su tez cobriza, sus mejillas tristes, su perfil
de águila...
--Te advierto--prosiguió “el amigo de Manuel”--que no es calvo; don
Felipe no es calvo, pero se afeita la cabeza para parecerse más a ti.
El Meñique rió francamente.
--Hombre... ¡muchas gracias!
Y le examinaba; y cuanto más minuciosamente le detallaba más crecía en
él la ilusión de hallarse ante un espejo.
--Así es--ratificó don Felipe--; yo me afeito la cabeza dos veces por
semana, para asemejarme a usted más. Y cuando alguien me pregunta: “¿Es
usted hermano del Meñique?...” siento que me hincho de satisfacción.
Ya sentados continuaron hablando, y don Felipe declaró tener guardados
en álbumes y clasificados cronológicamente cerca de cuatro mil retratos
de su lidiador favorito.
Era más de media noche.
Yo pensaba:
--¿Será posible que esta gente no tenga sueño?...
Jamás había presenciado vigilia tan larga.
En Valdepeñas, adonde arribamos con retraso, también esperaban al
Meñique. Las escenas de Manzanares y de Alcázar de San Juan se
reprodujeron fielmente; las preguntas eran siempre: “¿Cómo está la
herida?...” “¿Fué un botellazo, verdad?...” A las que seguían varias
palabras ofensivas para la madre de quien arrojó la botella. Después,
parabienes, estrujones de manos, promesas de ir a Sevilla pronto,
vítores... y el tren que se va.
Al salir de Valdepeñas Manuel pidió le preparasen la cama, pues quería
dormir, y delegó en su apoderado el trabajo de recibir a cuantas
personas o comisiones estuviesen aguardándole a lo largo de la ruta.
--Porque yo--declaró--no puedo tirar de mi cuerpo.
Aseguróle don Ricardo que nadie le molestaría, y con esta halagüeña
perspectiva el matador despidióse de “sus íntimos”, y, cojeando,
volvióse a su compartimiento. En el instante de cerrar la puerta,
Juanito Paisa le llamó, metiendo los labios por la ranura, llena de luz,
que aún quedaba entre el batiente y el marco. Juanito tenía celos de
todos los amigos de Manuel, y no perdía ocasión de demostrarles que él
era más obsequioso que ninguno y “el último” siempre con quien el
diestro hablaba al ir a recogerse.
--¿Quieres algo, Manuel?--averiguó el notario.
--No, gracias.
--¿No se te ofrece nada?
--Nada.
Los grandes toreros, por lo mucho que en aquella y en otras ocasiones
comprobé, tienen corta la conversación. “El amigo de Manuel” miraba al
espada con cariño filial, con sorpresa, con arrobo: aquel hombre era su
admiración, su alegría, su orgullo; era casi el “porqué” de su vida... y
observándole languidecía como un “dilettante” de la pintura ante un
cuadro maestro. Con ternura de mujer, preguntó:
--¿Para salir del tren, qué traje vas a ponerte?
--Este mismo.
Juanito Paisa apuntó un levísimo mohín de tristeza, y El Meñique abrió
un poco la puerta; aquel guiño acababa de lastimarle en su presunción de
mozo bien sembrado; en tal momento el amor propio le dolía más que el
pie.
--¿Por qué dices eso?--exclamó.
--No sé... por nada...
--¡Habla, hombre! ¿No te gusta este traje?
Se examinaba: era un “completo” de color “marrón”, muy ceñido, que
chorreaba majeza, obra de uno de los más afamados sastres sevillanos. A
su vez Juanito le miraba con éxtasis, casi pesaroso de haber hablado.
--El traje “marrón”--pudo decir al fin--es perfecto, como todos los
tuyos...
--¿Entonces?
--Pero es que lo has llevado dos días seguidos. Por eso, para entrar en
Sevilla, me gustaría verte con el gris. ¡Tú no sabes cómo te “cae”!...
Manuel movía la cabeza; consideraba que, para complacer a su amigo,
habría de molestarse en abrir la maleta. Juanito Paisa agregó:
--Con el traje gris estás... ¡vamos!... ¡Estás como con ninguno! ¿Iba yo
a engañarte?
Desasido y paciente, El Meñique repuso:
--Bueno, hombre; duerme tranquilo: me pondré el traje gris...
Y cerró la puerta.
Para que el torero reposase mejor, don Ricardo Fernán, “el marquesito” y
“el amigo de Manuel” se retiraron al departamento contiguo, dispuestos a
dormir. Mis otros inquilinos también descansaban, y todas mis luces,
excepto las del pasillo, donde quedaban algunos fumadores insomnes,
fueron apagadas. Así llegamos a Venta de Cárdenas, donde, sin miedo a lo
intempestivo de la hora, varios admiradores del lidiador esperaban. Yo
les oía preguntar:
--¿Dónde estará Manuel?... ¿Vosotros no sabéis en qué coche vendrá?...
La circunstancia de hallarse los vagones en tinieblas les despistaba y
empezaron a correr, desconcertados, delante del convoy. Les enfurecía el
temor de no ver al “ídolo”. Algunos empezaron a gritar:
--¡Manuel, Manuel!...
El apoderado del Meñique y sus compañeros se miraban regocijados y
llevándose un índice a los labios, dándose mutuamente la consigna de
permanecer callados. Los venteños insistían en su demanda y con los
nudillos golpeaban en las ventanillas de los coches; pero el expreso
volvió a caminar y quedaron chasqueados. Lo propio acaeció en las
estaciones de Santa Elena y Vadollano, y en la de Baeza un individuo,
cansado de llamar al Meñique, lanzó una gruesa piedra contra mí y me
rompió un cristal. El bárbaro fué detenido.
--El peligro está en Córdoba--decía don Ricardo.
Y “el amigo de Manuel” repetía, afligidísimo:
--¡Eso!... ¡En Córdoba, donde tenemos una parada de quince minutos! Allí
no hay escape...
Sus tristes previsiones hallaron confirmación plena. Al entrar, ya casi
de día, en la estación cordobesa, columbré una multitud de más de
cuatrocientas personas, ávidas de ver al torero herido. Aquel humano
enjambre avanzó al encuentro de la máquina, e instantáneamente formó en
línea de batalla ante el convoy. A un: “¡Viva El Meñique!”, lanzado al
aire por un pecho robusto, respondió un “¡¡Viva!!...” colectivo,
ensordecedor y prepotente.
Los coches-camas persistían embozados en su obscuridad, pero en las
“primeras” las luces lucían porque el trasiego de viajeros era
considerable. Desde el furgón de cabeza al de cola, se oía repetir:
--¡Manuel!... ¿Dónde está Manuel?...
Otras voces discutían:
--Deben de venir con él su apoderado y Juanito Paisa.
--¿De qué Juanito Paisa hablas tú? ¿Del notario? ¡Ese está en
Sevilla!...
--Te aseguro que viene aquí: Juanito Paisa es “el amigo de Manuel” y le
acompaña a todas partes. ¡Me juego lo que quieras!...
Tanto arreció el vocerío de los manifestantes, que don Ricardo decidióse
a mostrarse en una ventanilla. Paisa y “el marquesito”, contentísimos de
exhibirse también, permanecían tras él, muy cerca.
--Buenos días, señores--dijo el apoderado sencillamente.
Sus palabras, aunque articuladas en voz baja, tuvieron la virtud mágica
de llegar a todas partes, porque en el acto, la multitud corrió a
congregarse delante de mí.
--Yo les agradezco a ustedes mucho--prosiguió don Ricardo--este rasgo de
adhesión. ¿Qué querían ustedes? ¿Ver al Meñique?... No es posible,
porque viene acostado.
A la vez, cruelmente, los oyentes replicaron:
--¡Que se levante!...
--Viene dormido; pasó muy mala noche...
--¡Despiértele usted!--gritaban a porfía unos y otros--; nosotros
también pasamos mala noche. Por verle, la mayoría de los que estamos
aquí no se ha acostado.
--Señores--insistió don Ricardo--; yo no me atrevo a despertar a
Manuel; adviertan que se trata de un hombre herido...
--No importa--replicaron unánimes los espectadores--; una herida en un
pie no es grave. ¡Dígale que se tire de la cama! ¡Queremos verle...
queremos hablar con él!...
Consideraban que ya habían transcurrido ocho o diez minutos, y que el
momento de salir el expreso era inminente. Empezaron a irritarse. ¿Se
les desdeñaba?... Súbitamente la muchedumbre iba a enojarse, porque en
el alma colectiva ni la admiración ni el odio tienen entrañas ni cauces
fijos. Por fortuna don Ricardo comprendió a tiempo.
--Pues que se empeñan--gritó--esperen un momento. ¡Voy a rogarle que se
levante!
Corrió, seguido de Paisa, a la cama de Manuel, que estaba despierto y de
torcidísimo humor.
--¡Arriba, Manolo!--imploró don Ricardo--; ya me oíste pelear con ellos;
no pude hacer más...
--Yo, no me levanto--masculló el torero.
--Harás muy mal; no necesitas vestirte; abrígate con la manta de viaje y
asómate un momento; lo esencial es que te vean, que no crean que les
desprecias... “Media Córdoba” está ahí...
Los admiradores del diestro volvían a gritar:
--¡Manuel!... ¡Sal!... ¡Viva El Meñique!...
Algunos empezaron a golpearme con sus bastones, para hacer ruido. Hubo
una nutridísima salva de aplausos; después nuevas voces resonaron:
--¡Manuel!... ¡Queremos que se asome Manuel!
Detrás de don Ricardo, Juanito Paisa rogaba, compungido, al matador:
--Compláceles, Manolo; de no hacerlo considera que vas a captarte muchas
enemistades, y que, un día u otro, has de venir a torear a Córdoba...
Con aire resignado, casi místico, El Meñique se incorporó en la litera.
--Os obedeceré con tal de que me dejéis tranquilo.
Levantóse cojeando y, envuelto en un kimono rojo y verde, se asomó a la
ventanilla.
--Salud, señores...
Pequeño, flaco, cobrizo y calvo, y metido en aquel disfraz orientalesco,
a la luz blanca del amanecer El Meñique debía de simular un icono.
Muchos aplausos y vítores calurosos, acogieron su aparición.
Inmediatamente prodújose un silencio absoluto. Los circunstantes,
extasiados, contemplaban al “ídolo”; y él, a su vez, les miraba. Así
transcurrieron ocho, nueve... diez segundos... ¡Curiosos fenómenos de la
emoción!... Ya en presencia del maravilloso gladiador, nadie osaba
despegar los labios, y los entendimientos estaban como paralizados.
Hasta que en medio del hondo y general recogimiento, una voz dijo:
--¿Eso del botellazo qué ha sido?...
No contestó Manuel, y su rostro pálido de fetiche tampoco expresó nada.
La escena tenía una suprema fuerza cómica. La misma voz continuó:
--Aquí todos hemos leído los periódicos: ¿de modo que es cierto que en
Valencia quedaste muy mal?...
Mansamente, con ironía apacible y amarga, El Meñique repuso:
--¿Para preguntarme eso me habéis hecho levantar?...
Como nadie respondiese a observación tan justa, el torero añadió:
--Señores, se agradece la intención...
Y suavemente, sin cólera, levantó el cristal. En aquel momento partíamos
y entonces, tibios, rezagados, sonaron algunos aplausos. El Meñique,
dolorido en su carne y en su corazón, acaso con ganas de llorar, tiró el
kimono al suelo y se volvió a la cama.
Aunque convencido de que Manuel González no era verdadero responsable de
nada, yo le había cobrado mala voluntad: por causa suya, sus adictos de
Córdoba me molieron a bastonazos, y en Baeza un salvaje, de una pedrada,
me había roto un cristal. Era aquél uno de los viajes peores de mi vida.
Este mal humor mío lo compartían mis inquilinos, a quienes las ovaciones
tributadas al Meñique impedían dormir.
--Será la última vez--musitaban--que vuelva a viajar en compañía de un
torero “de cartel”. ¡Vaya una noche!...
El caballero a quien he adjudicado el remoquete del señor “del bigote
frondoso”, tampoco descansó bien; aunque no eran las voces ni el ruido,
sino los remordimientos, los que le ahuyentaron el sueño. A este hombre
excelente le torturaba el resquemor de que el tabaco con que obsequió al
Meñique no hubiese resultado bueno, y a causa de ello el gran lidiador
hubiese formado de su persona un concepto desfavorable. Aquel puro
nefando, venenoso tal vez, era, ante los justicieros ojos de su
conciencia, como un puñal clavado en el aparato respiratorio del
matador. De esta inquietud hizo partícipes a su mujer y a sus hijas,
quienes asímismo se atribularon. La esposa preguntó:
--¿Cuánto costó el puro?
--Tres pesetas; era de los más caros; pero se trata de una “marca” que
yo no conozco...
--Debías haber comprado dos, para fumarte uno; y si el tuyo ardía bien,
regalarle el otro.
--¡Tienes razón...--suspiraba el marido mordiéndose los labios--tienes
razón!... ¿Cómo no se me ocurriría eso?...
Toda su familia sufría de este dolor, aterrada de la facilidad con que
el descrédito puede herir a las personas. En el cerebro del hombre “del
bigote abundante”, se había incrustado la siguiente consideración:
“Antes El Meñique no tenía por qué despreciarme, y ahora sí...”
--¿Y si volvieses a visitarle--propuso la señora--con pretexto de
informarte de su salud, y así... charlando... le preguntases si el puro
le gustó?...
--¡Es una excelente idea, papá!--apoyaron las hijas.
Estas palabras, ungidas de discreción, prendieron en los ojos del
ingenuo caballero una luz de esperanza.
--¡Tal vez tengáis razón!--exclamó a la vez receloso y contento--; las
mujeres sois el Diablo: lo intentaré.
Eran más de las ocho de la mañana y trasponíamos la estación de Los
Rosales, cuando “el señor del bigote” dejó su compartimiento resuelto a
echar dudas a un lado.
En el pasillo encontró, precisamente, al Meñique, vestido de gris, y a
Juanito Paisa, que chupaba un puro. “Para no detenerme mucho con
ellos--pensó--fingiré dirigirme al cuarto-tocador...” Avivó el paso y
procuró dar a su saludo una elegante ligereza.
--Buenos días, Manuel...
--Buen día--replicó el matador.
--¡Celebro hallarle solo! ¿Me permite usted una pregunta?
--Todas las que usted quiera hacerme.
--¿Cómo era el habano que le dí anoche?... El temor de que fuese malo no
me ha dejado dormir.
El Meñique interrogó a Juanito Paisa:
--El habano que estás fumando, ¿no es el que me regaló el señor?
--El mismo--repuso Juanito--; ¡y es muy bueno!... ¡Palabra!...
--Los tabacos que me ofrecen--agregó el torero con su hablar
parsimonioso habitual--yo los acepto para obsequiar a mis amigos; pero,
yo, no fumo...
El señor “del frondoso bigote” balbuceó algunas frases vulgares de
despedida y, por hacer algo, se metió en el cuarto-tocador. Estaba
avergonzado.


XX

Los diarios de Sevilla informaron a sus lectores de que la víspera, y
por efecto de una maniobra inhábil, el expreso de Madrid había salido
con cerca de media hora de retraso; pero en el fárrago de hechos que
rellenan la vida cotidiana el suceso escapó inadvertido, lo cual no me
extrañó, pues los hombres creen que la vida consciente no se extiende
más allá de ellos mismos. ¡Ah! Si supiesen leer ¡sólo un poco!... en el
Misterio, hubieran reconocido que lo que creyeron choque fortuito de dos
vagones, era un desafío.
Efectivamente, el tiempo, lejos de suavizar las asperezas de mis
relaciones con El Majo, las había hecho más vidriosas y difíciles.
Acostumbrado a ejercer hegemonía despótica sobre el convoy, mi enemigo
no aceptaba que yo le tratase de igual a igual, y sin otras
consideraciones ni reverencias que las mismas, exactamente, que él me
tributaba; yo, por mi parte, no le consentía la menor insinuación
autoritaria: éramos de la misma fuerza y de temple parecido, y,
fatalmente, teníamos que pelear. No perdía ocasión de hostilizarme: en
las estaciones del tránsito paraba súbitamente, para que yo me
lastimase contra él; en las cuestas arriba se dejaba ayudar por mí, y
una noche, cruzando Despeñaperros, intentó lanzarme fuera de la vía en
una curva. La cobardía de su traición me encendió la cólera, y
arrastróme a decirle los peores insultos.
--Eres--le dije--un majadero y un villano, y hemos de matarnos.
--Iba a proponértelo--repuso muy engallado.
--Pues en la primera ocasión será, y poco he de poder si no te expulso
del convoy.
Estábamos, pues, desafiados, y pendientes del lance todos los coches.
Hasta las máquinas supieron la noticia, y huelga añadir que unánimemente
las simpatías se hallaban de mi parte. Era seguro que El Majo,
profesional de la baratería, no me tenía miedo; pero tampoco me lo
inspiraba él a mí, y si ya no habíamos liquidado cuentas fué por
ausencia de ocasión. Presentóse ésta al cabo en la estación de Sevilla,
una tarde, con motivo de un _sleeping_ que, por averías, debía ser
retirado del “expreso”.
Sucedía que cuando La Sabrosa andaba de maniobras, bien porque tuviese
que beber agua o proveerse de carbón, o ayudar a empujar algún
“mercancías”, siempre iba sola; esto era lo frecuente. A veces, sin
embargo, llevábase consigo al primer furgón, y también al Negro; y así
yo siempre me quedaba quieto y unido a “la cola” del convoy. En la tarde
a que me refiero el mozo que acudió a fraccionarnos, bien por
equivocación o porque así se lo hubiesen mandado--me inclino a creer lo
primero--en vez de separarme del Negro, según solía, me apartó del Majo,
y así nos proporcionó la oportunidad de pelear que tanto ansiábamos,
pues nada se parece a la sed, ni hace mejores migas con el insomnio, que
el deseo de venganza. Mientras nos desunían, mi rival me advirtió:
--Pues te corresponde la ofensiva, tómala con coraje.
--Luego me dirás--contesté orgulloso--si supe complacerte.
Y seguí a la máquina. Nuestro duelo había de ser, forzosamente,
rapidísimo: limitábase al choque, más o menos rudo, que tendríamos
después, al reunirnos; de consiguiente todo nuestro odio, todo nuestro
futuro crédito también, debían concentrarse en un golpe supremo y
decisivo. Para impedir que el maquinista--como siempre hacía--regulase
el movimiento aproximativo de las dos partes del “expreso”, precisaba
interesar a La Sabrosa en el desafío y erigirla en una especie de “juez
de campo”. Por medio del Negro, del furgón de cabeza y del ténder, hablé
con ella, y no bien cruzamos algunas palabras cuando su voluntad estuvo
de mi parte.
--Es indispensable--la dije--que cuando volvamos atrás y yo me halle a
cincuenta o sesenta metros del Majo, fuerces tu velocidad, para lo cual
arréglatelas de modo que tu “regulador” no funcione, pues de lo
contrario el maquinista te obligará a ir despacio.
--Lo haré así--repuso La Sabrosa--; pero, la verdad: ¿tienes muchos
deseos de topar con El Majo?
--Quiero--exclamé vehemente--partirle el cuerpo.
--Vamos a dar un escándalo...
--No importa, pues que en ese escándalo va envuelta una lección.
Conviene escarmentar a los perdonavidas.
--Pues, prepárate, Cabal, y reúne bien tus ímpetus--replicó La
Sabrosa--porque ya volvemos.
Había bebido lo necesario y recogido seis mil kilos de carbón, y
engrasada y reluciente retrocedía con su suave y poderoso rodar
señorial. Desde otros carriles muchos vagones me observaban, y por la
expectante atención que en ellos había les comprendí advertidos del
lance. Aquellas miradas, en cada una de las cuales había un mordisco
para mi amor propio, redoblaron mis ánimos: sentí que toda mi tablazón
se contraía y endurecía, semejante a un músculo; que mis pernos y
tornillos se apretaban, y que, a la vez, en sus marcos respectivos,
todas mis puertas y ventanas se disponían al golpe.
--Apóyate en mí, Cabal--murmuró a espaldas mías El Negro.
Al término de la vía mi rival me aguardaba, y en cada uno de sus topes,
redondos como puños, había una criminal amenaza. Sólo nos separaban
cincuenta metros cuando el maquinista quiso dar contramarcha; pero La
Sabrosa no amainó su velocidad; inquieto el maquinista afianzó ambas
manos al volante, y por segunda vez fué desobedecido. Los frenos también
parecían rebelados; el choque iba a ser terrible; varios empleados
corrieron hacia la locomotora, gritando:
--¡Atrás... atrás!...
El maquinista, muy pálido, explicaba a voces:
--¡No puedo!... ¡No obedece!...
Al encontrarme con El Majo, le dije:
--¡Aguanta, si puedes!...
Y cerré contra él, sirviendo a mi destructora intención con todo mi
peso. Lo hice descarrilar: primero fueron sus cuatro ruedas delanteras
las que se salieron de la vía; luego su cuerpo comenzó a inclinarse y
segundos después perdía el equilibrio y se desplomaba sobre un costado,
al aire todos sus rodajes; como muerto. Su imperial, en casi toda su
longitud, quedó abierta. Yo, con asombro y regocijo de mis camaradas,
permanecí firme: ni una sola de mis piezas se estremeció; ni siquiera mi
dínamo padeció. De aquella refriega, en la que, sin culpa, el fogonero y
el maquinista quedaron heridos, yo salí únicamente con los cristales
rotos.
Tres días permanecí ocioso, en tanto me arreglaban la cristalería y un
carpintero remachaba algunos clavos que, con la percusión, habían sacado
la cabeza de la madera como para enterarse de lo acaecido; y luego me
añadieron a otro “expreso” recién formado; un convoy lleno de ese
proverbial buen humor andaluz tan rico en hipérboles y en símiles
dichosos. Mis compañeros se titulaban “cómicos”, y algo de esto recuerdo
haber dicho en otro capítulo de estas “Memorias”. La máquina que
trabajaba entre Sevilla y Córdoba era La Empresa; el coche-cama, La
Primera Actriz; entre las unidades de “primera” había un Galán, un
Apuntador, una Característica, un Barba... En cuanto a mí, aunque sabían
mi nombre y mi reciente lance me enmarcaba de prestigio, empezaron a
llamarme El Representante, por lo urbano y bien dispuesto que todos me
hallaron, y con tan buena gracia lo hacían que ni una vez quise
protestar.
Con estos excelentes camaradas rodé largo tiempo, y su optimismo y sus
agudezas me proporcionaron muchos ratos amables. ¿Qué habrá sido de
ellos? Todavía mi salud continúa recia, pero comprendo que el espíritu
ha cambiado, y lo advierto en la desgana con que hablo, pues según las
cosas--con los años--van perdiendo importancia a mis ojos, día tras día
y en proporción igual me cuesta mayor trabajo discurrir con entusiasmo
acerca de ellas. “Todo desmaya, todo envejece”...--pienso--; y la
tristeza y el cansancio, entrañas de la vida, insensiblemente penetran
en mí. He adquirido una capacidad nueva y útil para acercarme a lo que
parece pequeño y conocer su profundidad, y merced a este don, el mundo
lo imagino más caudal y variado que antes. A ello atribuyo la
resurrección de ciertas imágenes que, durante tres o cuatro lustros, mi
misma turbulencia juvenil mantuvo desechadas y como cubiertas de polvo
en los últimos rincones de la memoria.
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