Memorias de un vagón de ferrocarril - 05

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agradecí!... En aquel instante, con una sonrisa triunfadora bajo el
bigote rucio, detúvose ante la puerta del compartimiento el caballero
del “completo” gris y de los ojos fatigados, que había inquietado mi
maliciosa atención en la estación madrileña. Pero, ahora, me gustó más:
era, en verdad, un hombre atrayente y de mundo.
--¡Carmen!--murmuró cruzando sus manos, de una gran distinción, con un
gesto en el que, simultáneamente, había respeto y deseo.
Demostró la intención de instalarse a su lado. Ella, con un ademán, se
lo impidió.
--Siéntate enfrente de mí--murmuró--y sé prudente; el inspector conoce a
mi marido...
La escena era, al par, graciosa y amarga. Yo pensaba: “Como nosotros,
esta señora, para hacer el camino, también cambia de máquina...”
Con lo mucho que hablaban no tardé en ponerme al tanto de quiénes eran y
de la antigüedad de sus relaciones: él residía en la capital
donostiarra, y había ido a Madrid para acompañar a su amante durante el
viaje; todos los veranos hacía lo mismo. En cuanto a don Adelardo,
apremiado siempre por graves responsabilidades comerciales, si alguna
vez se excedió a ir con su mujer hasta Miranda de Ebro, fué para luego
tomar la línea de Castejón a Zaragoza y Barcelona, donde tenía negocios.
La firma de aquel hombre joven, simpático y buenazo, significaba un
valor de varios millones.
¡Y, sin embargo--reflexionaba yo--, ella no le quiere!... El delito no
era éste, sin embargo, porque dentro de la jaula formada con los
barrotes de todos los prejuicios, de todos los juramentos y de todas las
leyes, el pájaro azul de la ilusión canta victorioso, y no siempre
queremos a quien debiéramos querer: el crimen de aquella mujer estaba en
la traición. Decirle a su marido: “No te amo; separémonos”, hubiese sido
un bello rasgo de voluntad, una nobleza: pero despedirle con besos y
desde la ventanilla saludarle hasta perderle de vista, era una infamia.
¿Por qué preferiría aquel hombre, menos rico, seguramente, que su
marido, y que representaba doce o quince años más que él?... No lo sé,
ni es fácil que nadie, ni aun los mismos interesados, establezcan la
lógica de estos súbitos y dramáticos vientos del espíritu. Lo único
cierto es que muchísimas mujeres, después de hallar el marido--y ante el
desengaño del matrimonio--suelen aplicarse a buscar el Amor; y que como
de este mismo mal se quejan los hombres, la poligamia--dentro o no de
los Códigos--es mundial: sin otra diferencia que la de que las leyes de
la poligamia oriental obliga a cada hombre a mantener a “sus esposas”;
mientras en Occidente cada hombre cuida--_in pártibus_--de las mujeres
ajenas.
Este lance, a pesar de su gravedad, es, desgraciadamente, tan frecuente,
tan vulgar, que yo no hubiese hablado de él a no ser por la originalidad
de cierto episodio, de sabor vodevilesco, con que se adorna.
El verano había muerto. Una noche, de las últimas de septiembre, al
llegar a San Sebastián en dirección a Madrid, vi a Carmen, “la señora de
la falda azul y de la blusa blanca”, y a su amante, que esperaban el
expreso. Apenas éste se detuvo, subieron a mí y, rapidísimamente,
aprovechando una ocasión en que nadie les veía, cambiaron un beso; un
buen beso fuerte y leal, cuyo calor me alcanzó. Ella partía sola; su
marido la aguardaba en Venta de Baños. Al separarse, el amante entregó a
su compañera una sortija.
--En recuerdo--murmuró--de estos tres meses. Dentro mandé cincelar algo
muy nuestro. Procura que nadie la vea. Te la pondrás cuando volvamos a
estar juntos.
Los ojos de la amada se iluminaron; brillaron de agradecimiento, de
alegría infantil; acaso--¡oh, dolor!--hubo en ellos un poquito de
codicia también...
Ya en su departamento, mientras rodábamos, Carmen examinó la sortija,
que adornaban una esmeralda preciosa y un brillante, no muy crecido pero
de luz extraordinaria. Nunca había visto otro ni más límpido ni mejor
tallado. Sintió deseos de llorar, y sonrió; estaba hechizada; ¡oh, ella
sabía tasar una joya!... Después--me parece que sin prisa--, dentro del
aro de la sortija leyó: “Una noche en el mar.” La sentí pensar:
“Sí, fué una bonita noche... Pero Juan no debió grabar nada en la
sortija, porque, según está, no me atrevo a usarla. ¡Vaya una
tontería!... Esto lo discurre un estudiante... ¡pero, no él!...
¡Egoísta!... Sí; esto lo ha hecho por egoísmo, para que yo sólo pueda
lucir la sortija cuando esté a su lado...”
No había querido calzarse los guantes y disimuladamente, temerosa de que
los viajeros notasen su alegría, se miraba las manos. Las dos piedras
eran lindísimas, y a porfía el brillante y la esmeralda se disputaban su
corazón. Continuó meditando:
“Lo mejor será borrar esa inscripción comprometedora. Yo le diré a Juan
que temía que Adelardo la viese... ¡Es una buena idea! Juan no se
enfadará...”
El mucho precio y la belleza del obsequio la habían quitado el sueño, y
hasta más allá de Miranda no empezó a advertir que la pesaban un poco
los párpados. Suavemente iba adormilándose; sus compañeros de viaje
habían extinguido mis luces. Volvió a despertarse, sin embargo: la idea,
“tengo una sortija”, la sacudía, y las dos gemas llenaban su cerebro de
claridad. Burgos había quedado atrás cuando Carmen se levantó en busca
del cuarto-tocador. No podía estarse quieta, y la perspectiva de abrazar
muy pronto a su marido contribuía también a electrizar sus nervios. Al
salir del “Water-Closet”, se cruzó en el tránsito con dos viajeros.
Volvió a su departamento y procuró dormir; imposible; todas las
actitudes la desagradaban. Procesiones de recuerdos, unos graves, otros
pueriles, y todos desmadejados y fragmentarios, cruzaban su espíritu y
lo orientaban hacia distintos rumbos: el verano había sido placentero;
el otoño, en Madrid, lo pasaría bien... Pensó en sus amigas... Bostezó.
La vida siempre es un poco triste; ella, en general, estaba triste; se
aburría; entonces, a no ser por la sortija...
La señora de la blusa blanca se miró las manos, y sofocó un grito. En la
obscuridad la vi enrojecer, palidecer... ¡Había perdido la sortija!
--¡La he olvidado en el lavabo!--bisbiseó.
Echó a correr, calenturienta, por el pasillo. Sus pies, calzados con
zapatos de muy alto tacón, se doblaban a cada momento con mi trepidar,
y su cuerpo carnoso chocaba, como ebrio, contra las paredes. En una
curva, el ímpetu centrífugo la despidió hacia fuera con tal brío, que, a
no haber allí un pasamanos de hierro, me rompe un cristal. El llanto
asomaba a sus ojos cuando llegó al “tocador”; estaba ocupado.
--¡Oh!--rugió desesperada.
Sus lágrimas, mal contenidas, corrieron. Esperó; pero, incapaz de atajar
su impaciencia, a cada momento tamborileaba sobre la puerta con los
nudillos. De súbito se reprimía, avergonzada; de súbito, también, volvía
a llamar. Dentro, una voz exclamó, con acento extranjero:
--Calma... calma, por Dios: un poco de calma... que a este sitio nadie
viene por gusto...
Abrióse la puerta y apareció una señora peliblanca, grave y flaca, con
aspecto de institutriz inglesa. Carmen la detuvo:
--¿Ha visto usted una sortija?
--No, señora.
--Sí: una sortija...; lleva una esmeralda y un brillante...
Hablaba con imperio, como si acusase, y mirando a su interlocutora a los
ojos. Esta hizo un ademán inocente:
--Acaso esté--dijo--; verdaderamente, yo no he mirado.
Y se marchó. Carmen registró el “Water-Closet”, examinó los rincones,
arrastrando la fimbria de su falda por el suelo mojado y fétido;
introdujo un dedo en el agujero de desagüe de la palangana; removió
papeles...¡La joya no estaba!... Salió al corredor tambaleándose,
aturdida, ¿Quién pudo llevársela? Pensó en aquellos dos hombres con
quienes se había cruzado cuando regresaba a su compartimiento. Pero,
¿quiénes eran ni dónde buscarles, si no reparó en ellos?... Estaba
febril.
--¿Qué hacer--repetía--, qué hacer?... ¡Ah, mi mala suerte!...
Acordóse del vigilante, que acaso sabría algo, y se precipitó en su
busca. Lo halló tres vagones atrás, en El Misántropo. El vigilante nada
había visto, pero prometió informarse; preguntaría...
--Que la sortija aparezca--dijo--, depende, como usted comprende bien,
de la honradez de quien la haya encontrado.
--Yo creo--afirmó Carmen, a cuyo espíritu volvía la silueta de aquellos
desconocidos que vió al salir del “tocador”--que la tiene un viajero de
mi coche; o del coche que va delante del mío...
Esta idea se la inspiró la dirección, opuesta a la de la máquina, en que
aquellos hombres caminaban. El vigilante ratificó su ofrecimiento de
buscar, y ella tornó a su departamento. Los pies no la sostenían; iba
rota...
Cuando el expreso entraba en la estación de Venta de Baños, Carmen, que
iba acodada a una ventanilla, empezó, desde lejos, a saludar a su marido
con un pañuelo. Antes de que el convoy se detuviese, ya don Adelardo
había subido a mí y el matrimonio se abrazaba. Luego charlaron,
interrogándose y contestándose ambos a la vez, mirándose a los ojos
mientras se oprimían las manos.
Yo, entretanto, ponía a su conversación esta apostilla triste:
“El la quiere; y ella no le quiere, me consta; pero su cariño lo finge
tan bien, que su mentira y la verdad del otro valen lo mismo...”
Se habían sentado, y para no molestar a los otros viajeros procuraron
dormir. De pronto, ella tembló convulsivamente; el marido inquirió:
--¿Qué tienes?...
Carmen repuso:
--Los nervios; no es nada.
Mentía: era que la posibilidad de que el vigilante la restituyese la
sortija, la había flagelado como un latigazo. “Yo debí
decirle--pensó--que, de no dármela antes de llegar a Venta de Baños, se
quedase con ella. Adelardo va a verla. ¿Cómo no preví esto?... ¡Soy una
bruta!...”
Se apoderó de ella un miedo insensato; tenía los ojos hundidos y
febriles. Su marido llegó a inquietarse.
Empezaba a clarear cuando apareció el vigilante.
--Señora, aquí está su sortija: la tenía un viajero del coche que corre
delante.
Carmen, inesperadamente, con unas fuerzas que sacó no sabía de dónde,
repuso:
--Esa sortija no es mía.
Al vigilante, la sorpresa le desquijaró la boca; quedóse idiotizado. Don
Adelardo, maquinalmente, había cogido la joya; miró a su mujer:
--¿Es tuya?
--No.
El esposo leyó la inscripción: “Una noche en el mar”; examinó las
piedras.
--¡Es bonita!--murmuró dirigiéndose a su consorte en voz muy baja--;
bonita y buena; lo menos cinco mil pesetas habrá costado...
En su corazón la codicia había encendido su lámpara amarilla.
Tranquilamente, sin embargo, devolvió al vigilante la sortija,
diciéndole:
--No es nuestra.
El vigilante trató de insistir, pero vacilaba, aturdido: hasta llegó a
pensar que la señora de la blusa blanca y de la falda azul que tenía
delante, no era la misma con quien momentos antes estuvo hablando: “¿O
las sortijas extraviadas serán dos?”--pensó. Desconcertado y receloso,
pero vencido, pues no comprendía que nadie, caprichosamente, renunciase
a lo suyo, tartamudeó algunas palabras de exculpación y se marchó.
--Te ha confundido con otra viajera--comentó don Adelardo.
--¡Sin duda!...
Empezaba a serenarse, y el buen color de las conciencias limpias volvía
a su semblante. El esposo continuó:
--¡La sortija me gusta!... Es distinguida. Si su dueña se hubiese
quedado en Miranda, o en Burgos, o en Venta de Baños... lo que nada
tendría de particular, yo trataría de comprársela al vigilante.
¿Quieres?... La inscripción que lleva, se quita...
Ella asintió feliz, y él agregó, recreándose en redondear bien su
pensamiento:
--O no se quita... Substituímos la palabra “mar”, por la de “tren”, y la
inscripción pasa a ser nuestra: “Una noche en el tren”.
La esposa aprobó: el marido continuaba la obra del amante, y así la
sortija, y lo que en ella se decía, pertenecía por igual a los dos.
Tenía unos deseos furiosos de reir; como en las comedias, todo se
desenlazaba plácidamente. Ya cerca de Madrid, don Adelardo buscó al
vigilante y le ofreció quinientas pesetas por la sortija.
--Mi señora--explicó--se ha enamorado de ella.
El empleado aceptó el trato; acababa de acercarse un poco a la verdad:
él no descifraba bien el misterio de aquella joya, pero estaba cierto de
que pertenecía a la viajera “de la falda azul”.
Así terminó la aventura, y supongo que don Adelardo y su mujer
continuarán dichosos.
De todo esto hablé mucho con mis camaradas. Yo estaba indignado: mi
juventud se revolvía contra tanta falsía, contra la suciedad de tanto
perjurio. El convoy reía; le divertía mi buena fe.
--De cosas peores--insistía El Presumido--ha sido testigo cualquiera de
nosotros.
Hasta que Doña Catástrofe me pacificó con estas palabras sentenciosas:
--Reflexiona, Cabal: si de la vida suprimes la traición, ¿qué dejarás de
ella?...


IX

Los vagones franceses, a fuerza de trasponer un día y otro nuestra
frontera, acaban por chapurrear el castellano y aun el vascuence. A
nosotros con su idioma, y por iguales razones, nos sucede lo propio.
Aquel anochecer, de los primeros de un mes de noviembre, los coches del
expreso de París llegados a Irún, nos dieron una noticia inquietante.
--Estad prevenidos--dijeron--porque hoy traemos mala gente.
--¿Quiénes son?--indagamos.
--Cuatro bandidos de los más célebres.
--¿Sabe vuestra policía que venían a España?
--Nos parece que no.
Pedimos detalles.
--Todos visten bien y son jóvenes--respondieron nuestros cofrades
traspirenaicos--; el mayor, probablemente, no habrá cumplido treinta
años. Uno de ellos, apodado “el bello Raúl”, viene con nosotros desde
París, y demuestra ser el jefe de la banda. Al segundo, que es italiano,
le recogimos en Juvisy; antes de doctorarse en el crimen fué acróbata, y
la más notable de sus hazañas no es la de haberse escapado del presidio
de Toulón. Se llama Cardini. Sus otros dos compañeros, Jacobo Dommiot y
Mauricio, nos esperaban en Burdeos. Han realizado el viaje en coches
distintos, para mejor escapar inadvertidos; mas apenas traspusimos el
Bidasoa y el convoy comenzó a disminuir su velocidad, todos, cumpliendo
sin duda una consigna, saltaron a la vía.
El narrador concluyó:
--Por cierto que Cardini, el italiano, para distinguirse de sus
compañeros, lo hizo dando una vuelta completa en el aire.
Entretanto los viajeros llegados de Francia iban tomando posesión de
nuestros departamentos. Pasaban de cuarenta. ¿Irían entre ellos los
cuatro facinerosos de que nos hablaban? Quisimos saber sus señas.
--“El bello Raúl”--nos respondieron--es el único que lleva bigote; tiene
la color pálida, y sus facciones, a las que su remoquete alude, son de
una notable perfección. Usa sombrero de fieltro blando. La anchura de su
espalda dice su vigor extraordinario. Cojea un poquito, muy poco, al
andar.
--¿Y Cardini?...
--El italiano es aceitunado, menudo, vibrante. Una vieja cicatriz le
corta los labios, tan finos y sin color, que a su vez simulan otra
cicatriz. Sus cómplices Mauricio, antiguo boxeador, y Dommiot, son de
corta estatura también, y recios; verdaderos hércules. Jacobo Dommiot,
especialmente, tiene bajo un cráneo casi microcéfalo un cuello de toro.
Los tres visten gorras de viaje y trajes y gabanes obscuros, y están
afeitados.
El tren francés se despidió deseándonos buena noche; regresaba a su
país; y nosotros, a la hora señalada, partimos con rumbo a San
Sebastián. Cierta inquietud folletinesca--trepidación de aventura--nos
sacudía a todos. Unos a otros nos informábamos:
--¿Llevas contigo alguno de esos tipos, Presumido?
--No, afortunadamente. ¿Y tú, Misántropo?
--Tampoco.
Doña Catástrofe aseguró que llevaba a Cardini, pero en seguida
rectificó: había confundido al italiano con un viajante catalán. Al
cabo, y tras minuciosos cabildeos, dedujimos que los cuatro facinerosos
se habrían quedado en Irún. ¿Con qué intenciones? Quizás para
trasladarse a Madrid días después; o acaso en espera de cualquier barco
de cabotaje que fuese a Santander o a Coruña. Esto último lo juzgamos
más verosímil, porque ellos temían, probablemente, haber dejado huellas
delatoras de su paso, y nada para borrar una pista como el mar.
Yo hubiese querido conocer a Jacobo Dommiot, el del cuello atorado; y a
Mauricio, el boxeador; y a Cardini, el saltarín; y, más que a todos, al
“bello Raúl”, cuya gallardía--si el remoquete que le señalaba era
justo--debía de granjearle entre las mujeres tantas simpatías como su
mismo oficio de bandido. Yo había visto muchos policías, pero nunca, a
sabiendas, estuve cerca de un ladrón; conocía a los perseguidores, mas
no a los perseguidos, y acaso por ser aquéllos muchos y éstos pocos, los
segundos me atraían mejor. El policía--reflexionaba yo--tiene una
importancia secundaria, un mérito adjetivo o derivado. No así el ladrón,
pues si no hubiese ladrones no hubiera policías; al igual de las
cerraduras, los policías se inventaron después de haberse cometido
muchos robos. La celebridad de un policía procede del temible prestigio
del facineroso a quien aprehendió, lo que demuestra cómo la notoriedad
del uno es reflejo de la luz escandalosa con que el otro brilla. El
ladrón representa lo substantivo: y como casi siempre es “un producto”
de la injusticia colectiva, el público--aun en contra de sus
intereses--en el teatro, lo mismo que en el cinematógrafo o en la
novela, aplaude al ladrón...
Doña Catástrofe, que iba siguiendo mi monólogo, me atajó:
--Como tú opinas, Cabal, discurría yo de mozo; pero el ambiente en que
nos movemos poco a poco me ha modificado el criterio. Lee los
periódicos. En Francia, en Inglaterra, en Alemania, en los Estados
Unidos, no hallarás ningún bandolero analfabeto: esos célebres bandidos
internacionales que asaltan Bancos y desvalijan trenes, son hombres de
imaginación extraordinaria, que escriben perfectamente y visten como
_gentlemen_; que manejan toda clase de armas y conocen los deportes más
rudos: la natación, la equitación y el boxeo; que entienden de química y
saben preparar una bomba, y guiar un automóvil, y falsificar un cheque.
Esos aventureros inverosímiles en quienes rivalizan la inventiva, el
talento de organización y la audacia, y llevan en la memoria el horario
de todos los “rápidos”, y los días de salida de todos los
trasatlánticos, son folletinistas maravillosos que, con sus propios
actos, que no con la pluma, escriben sus libros. En el extranjero, donde
la ilustración y la buena alimentación han intensificado la vida, la
carrera del crimen ha obtenido la categoría de “vocación”. Los que se
dedican a él lo hacen conscientemente, razonadamente. Fíjate en lo que
nos decían nuestros camaradas del expreso de París, respecto a esos
cuatro malhechores que han traído: Cardini fué acróbata; Mauricio ha
peleado en los _rings_; Jacobo Dommiot debe de tener también algún
oficio; y del valimiento del “bello Raúl” no debemos dudar, pues ejerce
jefatura sobre los otros. ¿Vas comprendiendo, Cabal?...
Yo le escuchaba complacido: parecíame que el viejo coche, que tanto
había visto, tenía razón.
Doña Catástrofe continuó:
--Entre nosotros el bandolerismo acabó con “Pernales”: era un
bandolerismo casi exclusivamente andaluz, un poco anarquista, un algo
también quijotesco, que desposeía a los ricos en beneficio de los
pobres, y andaba a caballo y vivía al aire libre. En el arte de robar
con maña o por la fuerza, España--como en todo--se quedó rezagada.
Nuestros ladrones son pobres diablos hambrientos, mal vestidos, que
apenas saben escribir, ni conocen otra arma que el cuchillo
rudimentario, y que se dedican a ladrones “por necesidad”. En el
extranjero el bandolerismo lo ejercen los fuertes, los rebeldes, los
perturbados por la utopía del inmediato “reparto social”; van a él por
gusto, y esta vocación da a su ingrato oficio un pique novelesco.
Robando creen verificar un derecho, y su convicción les infunde ante el
fiscal una actitud de orgullo que luego las multitudes glosan
admirativamente. En España no ha germinado todavía la atracción ácida
del crimen: nuestro país produce pocos asesinos innatos; aquí
únicamente cultivan el robo los vencidos de la vida, los “sin-trabajo”;
y lo hacen avergonzados, como irían a pedir limosna; roban sin
entusiasmo, pensando en que deben darles pan a sus hijos, y en que Dios,
por esto mismo, les perdonará. Nuestros salteadores de caminos van
cargados de escapularios, y antes de echar mano a la faca suelen
persignarse. En esta tierra de santos, a la vez tan cruel y tan piadosa,
entre el ladrón y el robado siempre hay una cruz...
Calló Doña Catástrofe porque íbamos a penetrar en un túnel, y El Tímido,
que corría tras él, empezó a distraerle con aspavientos. Cuando salimos
de la tierra, reanudó, con gran contentamiento mío, su disertación:
--Todo esto es causa de que en España el robo sea algo miserable,
grotesco y sin la menor espiritualidad. La ignorancia y la nutrición
insuficiente, acobarda a los hombres. Créeme, Cabal: una mala
alimentación hace más por la tranquilidad pública que la Guardia Civil.
Te referiré un episodio de que fuí testigo. Hace muchos años, una
mañana, a poco de salir de Madrid, el guardafreno descubrió a un
individuo que se había alebrado pecho abajo y cuan largo era sobre la
techumbre del último furgón, creyendo que en aquella actitud nadie le
vería. “Debe de ser un ladrón”--se dijo el guardafreno. Pudo mandar
parar el tren, pero no quiso; era ágil y bravo, y pensó que, de
aprehenderle por sí mismo, su hazaña podía valerle una recompensa. El
bandido, al comprenderse descubierto, gateó hasta pasar al segundo
coche. El guardafreno, desde la garita del furgón de cola, le ordenó que
se entregase. El interpelado no contestó; le miraba. Entonces el otro,
temerariamente, porque en aquellos instantes el expreso adelantaba a
mucha velocidad, salió de la garita y, arrastrándose, dirigióse hacia el
fugitivo. Este pasó al coche próximo; el guardafreno le seguía acortando
la distancia que les separaba, y gritándole furioso: “¡Ríndete!...
¡Ríndete!...” Nosotros oíamos sus voces y atendíamos a las peripecias de
la lucha con la emoción que puedes suponer. Llevábamos una marcha de más
de ochenta kilómetros, y no comprendo cómo aquellos hombres no cayeron a
la vía en el revuelo despedidor de alguna curva. Así, de vagón en vagón,
recorrieron todo el convoy y llegaron a mí, que iba detrás del furgón de
cabeza. El ladrón se sintió perdido, porque desde la máquina y por
encima de la pirámide de carbón del ténder, el maquinista y el fogonero
podían verle. Entonces, decidió resistir: tengo observado que, en los
temperamentos inferiores, el heroísmo no suele ser cálculo oportuno,
sino desesperación tardía, y por eso sucumben. El guardafreno volvió a
intimarle, con gran entereza, la rendición. Los dos hombres se hallaban
sentados--no les era posible mantenerse de pie--y a breve distancia uno
de otro. El ladrón sacó un revólver y, siempre callado, apuntó a su
enemigo. Lleno de temerario coraje, el guardafreno siguió adelante; el
otro oprimió el gatillo, y el tiro no salió; el guardafreno avanzaba,
buscando en el cuerpo a cuerpo su salvación. Por segunda vez el acosado
apretó el gatillo inútilmente; el revólver no funcionaba. En aquel
momento su enemigo conseguía asirle por las muñecas y, sin lucha, le
desarmó. El ladrón se rindió a discreción, y en El Escorial fué
entregado a la Guardia Civil. Pues yo sostengo que aquel pobre hombre
animoso--si tú quieres--, pero escuálido, hambriento y sin otra arma que
un revólver de baratillo, es un tipo representativo del bandolerismo
nacional. ¿Tú crees que puede robarse en un expreso, con un arma así y
subiéndose al techo de los vagones?... Eso no se le ocurre más que a un
analfabeto. Para acometer esa aventura un ladrón extranjero hubiese
comenzado por vestirse muy bien, instalarse en un coche-cama, y gastarse
doscientas pesetas en una Browning; lances de tal naturaleza hay que
realizarlos en “gran señor”; y luego, a media noche, aprovechando el
fragor de un túnel, asesinar al vigilante de guardia. ¡Así se
empieza!...
Le interrumpí para decirle:
--Oyéndote, cualquiera creería que los ladrones te gustan.
--Me gusta--replicó Doña Catástrofe--que cada cual conozca y descuelle
en su oficio: que un ingeniero, por ejemplo, sepa tender un puente; y
que un maquinista sepa guiar su locomotora; y que un policía sepa
rastrear un delito, y que un bandolero sepa robar... porque el progreso
de una nación nace del esfuerzo de todos sus ciudadanos, así de los muy
buenos como de los muy malos. ¿No comprendes que los muy malos sirven,
precisamente, de excelente estímulo a los muy buenos? Desgraciadamente
vivimos en un momento histórico de color gris, en que todos los honrados
son un poquito ladrones, y viceversa. Cabal: Castilla fué grande, fué
gloriosa; pero hogaño está usada, triste, y su llanura se les ha metido
a los hombres en el corazón.
Dicho esto, Doña Catástrofe, taciturno y endolorido por el frío, no
habló más.
Todo el convoy, envuelto en niebla y en humo, avanzaba silencioso,
maquinalmente y medio dormido; rodaba como si supiese, de una manera
subconsciente, que su obligación era seguir adelante; un fenómeno
análogo a esos hechos que los psicólogos califican de “memoria
sensitiva”, en virtud de la cual a un hombre los pies le llevan adonde
él, una vez, pensó ir; aunque luego, durante el trayecto, pensase en
otra cosa.
En Burgos subió a mi compartimiento delantero un fraile de la orden
franciscana, y aunque iba descalzo y fuese su sayal de grosera estameña,
sus cabellos blancos, su rostro aguileño, la lividez marfileña de su
cabeza y la pulcritud de sus manos y de sus pies, cantaban bien alto su
distinción. El único asiento vacío que quedaba, lo ocupó el religioso,
quien hubo de advertir la hostilidad sorda con que sus compañeros de
viaje, todos fatigados y soñolientos, le acogían. Flexible y mundano,
nada dijo, sin embargo. A poco llegó el interventor. El fraile le
preguntó:
--¿Queda alguna cama?...
--Casualmente en este mismo coche tiene usted una. ¿La quiere? Le
cobraré el “suplemento”.
--Muy bien: ¿puedo pasar ahora?...
--Cuando usted guste.
El religioso, muy amablemente--acaso con una leve ironía--, saludó a los
viajeros y salió al pasillo, y el interventor tras él. Al fondo del
departamento, casi a obscuras, una voz displicente lanzó este
comentario:
--Los hombres que hacen voto de pobreza y, como en elogio de la
miseria, andan descalzos, no debían viajar en “primera clase”... ¡y,
mucho menos, en _sleeping_!...
Hubo risas disimuladas; la reflexión era exacta; aquel individuo, brusco
sin duda, que había hablado, tenía razón. Algunos viajeros levantaron la
cabeza para mirarle, satisfechos de que alguien hubiese dicho lo que
ellos--mejor educados, tal vez--no se atrevieron a decir. Las personas
toscas o brutas suelen aventajar a las discretas en sinceridad.
El fraile, entretanto, había comenzado a desnudarse; una vez
desembarazado de su hábito y de sus sandalias, se acostó. Realmente, la
extremada pobreza de su figura desentonaba en aquel ambiente
confortable, mullido, lujoso...
Y a mi memoria volvieron las reflexiones que, momentos antes, Doña
Catástrofe me había hecho.
--He aquí un hombre--pensé--que es fraile... ¡y no sabe ser fraile!...


X

Con motivo de un descarrilamiento importante ocurrido en la línea de
Córdoba a Sevilla, mi familia--al convoy yo lo llamo “mi familia”--había
comentado mucho los sinsabores de nuestro oficio. El Tímido y Doña
Catástrofe opinaban que las únicas horas de tranquilidad completa que
disfrutamos son las pasadas en la ociosidad de las estaciones
terminales; cuando la máquina nos deja y sabemos que allí hemos de
quedarnos: sólo entonces descansan nuestros rodajes, y se encalma la
fiebre de los tubos para la calefacción, y el silencio y la certidumbre
de que ningún peligro ha de herirnos extiende por nuestro cuerpo una
somnolencia reparadora. Pero, mientras se camina, se sufre: el camino es
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