Memorias de un vagón de ferrocarril - 12

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espíritus progresivos no lean de corrido en todo esto?...
Platicando en este tono, en el que había más melancolía que
apasionamiento, salimos de Sevilla aquella noche. Mediaba, si no
recuerdo mal, el mes de septiembre. Viajaban conmigo, entre otras muchas
personas, un oficial de Marina, que venía de Cádiz; cinco turistas
yanquis, y un matrimonio español, al que cierto caballero, amigo de los
dos--pero antes devoto de “ella” que de “él”, según demostraré luego--,
prestaba escolta.
Lo que inmediatamente referiré, más que una escena es un diálogo;
pero... tan expresivo, tan burlesco y, a la vez, ¡tan grave!... Quizás
aquella conversación, que procuraré repetir textualmente, fuese el
“prólogo” de alguna novela cuyo argumento yo había de ignorar, y--por lo
mismo--al recordarlo me abstendré de reir. ¡Quién sabe! La vida, aunque
es el único drama que los hombres estrenan sin ensayos, siempre es algo
muy serio.
Así, parodiando a los autores de comedias y para mejor esconder mi
personalidad de vagón atisbador y chismoso, presentaré a las figuras
antes de dejarlas hablar.
IDA: veintiocho años. Lindo talle. Rubia. Tiene labios de ironía y unos
bellísimos ojos claros, que si fueron optimistas alguna vez ya sólo
conservan “la voluntad” de ser alegres. En todo su cuerpo largo y
maestro en la delicada gracia de las actitudes melancólicas, persiste
una laxitud alusiva a la idea que envuelve su nombre: Ida; un nombre
triste como un adiós.
DON ALFONSO: esposo de Ida. Cuarenta años; tipo desdeñoso y cordial a la
vez; esto es: distinguido. Buena presencia. Viste de obscuro.
“EL OTRO SEÑOR”--nunca oí su nombre--: la misma edad de don Alfonso.
“Hombre de mundo”, alto y un poco triste. En las sienes, canas
prematuras. Su rostro, afeitado, expresa bondad y cansancio: es una
doble expresión muy frecuente, porque la bondad--entre los
humanos--suele ser una de las expresiones de la fatiga. Traje y guantes
grises. En la solapa un clavel recién cortado, rojo, trágico...
Al salir de Sevilla, don Alfonso ha tomado un billete para “la primera
mesa”; “el otro señor” toma el suyo para “la tercera”; tanto porque
dice haber almorzado tarde, como por no dejar sola a la señora. Ida
nunca cena en los trenes; no puede; se marea. Por mi tránsito pasa un
servidor del _dining-car_, que repite ante la puertecilla de cada
departamento:
--Señores: la “primera mesa” va a empezar...
DON ALFONSO.--(_Levantándose_.) Autorícenme ustedes a marcharme. (_A
ella_.) ¿Te envío un té?
IDA.--(_Dulcemente_.) No, gracias.
DON ALFONSO.--(_Obsequioso_.) Un té, bien azucarado... y con unas
pastitas...
IDA.--Me haría daño; ¿no lo sabes? (_Mirándole amorosamente_.) Come bien
tú; come por los dos...
Vase don Alfonso. Ida y “el señor del clavel encarnado”--que también así
podemos designarle--quedan solos en su departamento. En torno suyo,
sobre los asientos, hay libros, periódicos, almohadas de viaje... Ida,
que se adivina espiada, registrada, por su acompañante, vuelve la cabeza
y, sin querer, le mira. Yo me preparo a escuchar: siempre me ha
divertido ver cómo los corazones buscan, para acercarse, los caminos más
retorcidos, y su empeño en justificar su amor: lo único que no necesita
ser justificado.
EL.--En los trenes, de noche, no se puede hacer nada.
IDA.--Si la luz no fuese tan débil, yo leería. (_Dirige a mis dos
lámparas una mirada despectiva, que me ofende._)
EL.--¿La gusta a usted leer?
IDA.--Según... (_Pausa breve._) Los libros amenos no abundan. Es tan
difícil hallar un libro interesante como conocer un hombre entretenido.
EL.--(_Con acento seguro._) ¿Verdad que son muy raros los hombres
interesantes?
IDA.--Dos por mil.
EL.--Exagera usted.
IDA.--¿Le parecen pocos?
EL.--Muchos me parecen. Los hombres son aburridísimos: los menos, porque
saben demasiado y abusan pedantescamente de sus conocimientos; los más,
porque lo ignoran todo.
Los dos sonríen.
IDA.--Si las mujeres supiésemos eso a tiempo no nos casaríamos... o nos
casaríamos muy tarde... ¡Yo me casé a los diez y siete años!
EL.--Hizo usted bien: debemos casarnos temprano, porque así tendremos
toda la vida para arrepentirnos de nuestro error.
Ida suspira.
EL.--Yo, también soy un gran desengañado. (_Corta pausa._) El mundo es
monótono, gris... ¿No reparó usted en la afición de los individuos que,
como yo, traspusieron la cuarentena, a vestirse de gris?... Porque es el
único color que sus ojos experimentados ven en todas partes. (_Otro
silencio discreto._) De mozo, mi ilusión parecía un gigantesco y
maravilloso jarrón de Sévres. ¡Cómo lucía! ¡Qué bien ocupaba y alegraba
toda mi alma!... Hasta que un mal día chocó contra la realidad y se hizo
añicos. Pensé morir. Después... ¡qué remedio!... me apliqué a buscar
entre el drama de los pedazos rotos el pedazo mayor, decidido a
contentarme con él.
IDA.--¿Lo halló usted?
EL.--Todavía no. (_Mirándola expresivamente a los ojos._) O, quizás,
sí... ¡No lo sé!...
IDA.--¿Busca usted aún?
EL.--Siempre.
IDA.--Entonces es usted feliz. Al menos, más feliz que yo. (_Con un
temblor, casi imperceptible, en la voz._) Yo... ¡ya no busco!
EL.--Reaccione usted: si quiere usted ser dichosa, quiéralo
fanáticamente, propóngaselo... y lo será usted. En una enorme mayoría de
casos la dicha se reduce a un espejismo de nuestra voluntad.
IDA.--Tal vez... (_Mueve la cabeza._) Pero, ¿a qué afanarnos en crear
ese miraje, si, al cabo, quedaremos vencidos?... Recuerde usted que
detrás de “Don Quijote”, símbolo de la ilusión, caminaba “Sancho”...
¡Como en la vida!
EL.--(_Fervoroso._) Porque somos cobardes. Luchemos; y, si el mundo nos
derrota... ¡volvamos a luchar!
Callan, como otorgándose mutuamente una tregua. Sin que lo advirtieran,
entre ambos acaba de brotar una simpatía. Yo lo siento bien, y me
alegro. La Sabrosa ha esforzado su andar y en el silencio de los campos,
empapados de luna, mis rodajes trajinan con mayor entusiasmo.
IDA.--¿Qué podría yo buscar? Nada. ¿Laureles?... No, porque no soy
artista. ¿Dinero?... ¿Para qué?... ¿Amor...?
EL.--(_Interrumpiéndola vehemente._) ¡Sí, amor!
IDA.--El amor me está vedado: la sociedad me lo prohibe. Además, yo
quise a mi esposo. ¿Cree usted que se puede querer más de una vez?
EL.--Indudablemente, y apelo al testimonio del libro inmortal cuya
autoridad invocó usted antes. ¿Cuántas veces salió “Nuestro Señor Don
Quijote” en busca del Ideal? ¿No fueron tres?... (_Animándose._) ¡Ah, si
la persona de quien estoy enamorado me correspondiese!...
IDA.--¡Qué locura! Amar es esclavizarse.
EL.--Cierto: ¿pero hay esclavitud comparable a la esclavitud del
aburrimiento?
IDA.--¿Y las responsabilidades, no ya morales, sino económicas, que
acarrea un amor?... (_Risueña._) Oiga usted a los hombres...
EL.--(_Exaltándose._) ¡Miserables!... La mujer que no amamos,
ciertamente nos pesa y estorba; pero la amada nos reanima y en toda
ocasión nos sirve de trampolín y de impulso. La primera, es una carga;
la segunda, una fuerza. Media entre ambas la diferencia que hay entre
llevar nuestra merienda en la mano, a llevarla en el estómago.
Ida ríe. En aquel instante, cruza por delante del compartimiento el
oficial de Marina, vestido de blanco: sobre la albura del uniforme, la
botonadura y los galones dorados brillan marciales. El oficial es
ventrudo y, al caminar, se esparranca para guardar mejor el equilibrio.
Lleva una gran pipa entre los dientes, y la lumbre del tabaco tiñe de
rojo el semblante carnoso del fumador. Ida y su acompañante continúan
discreteando, pero en voz más confidencial.
EL.--(_Con un nuevo ardor en el acento._) El mundo objetivo no existe
realmente: todo está en nosotros, Ida; todo depende de nosotros... y yo
sostengo que usted, o cualquiera, puede ser feliz a condición de ser un
poquito cruel. (_Un silencio que empleará en recoger ideas._) ¿Conoce
usted la admirable película de Pietro Fosco, _El fuego_?...
Ida hace un gesto negativo, y sus ojos claros, sorprendidos, ingenuos,
parecen aniñarse con la curiosidad.
EL.--Una mujer joven, bella, elegante, caprichosa y millonaria...; una
mujer que lleva consigo completo el trágico ramillete de las
tentaciones, saluda una tarde, en el campo, a un pintor. La pobreza, la
hermosura adolescente y, más aún, la alta inspiración del artista, la
interesan. “--Iré a tu casa--le anuncia--para conocerte mejor.” A la
noche siguiente le visita. El, trémulo de emoción, ha exornado el
estudio con flores: sobre la mesa y bajo una pantalla verde, arde una
vieja lámpara de petróleo. Ella examina uno a uno los lienzos, la
pluralidad inconcluídos, que decoran el taller, y por momentos muéstrase
más enamorada del pintor. “--Tienes mucho talento--repite--; un
extraordinario talento, y mereces vencer.” Informada de las
circunstancias que obstaculizan la existencia del joven, añade: “--A tu
madre la enviaremos cuanto dinero necesite, pero a condición de
separarte de ella. Debes renunciar a todo, y dedicar al Arte tu alma
entera. A cambio de ese sacrificio, yo te daré amor, laureles,
fortuna... y serás tan dichoso que tu corazón, hoy sediento, no
apetecerá nada...” El vacila; ¡es tan niño aún!... “--¿Y mi
novia?”--interroga suplicante. “--Sacrifícala también: es indispensable
que todo salte en pedazos para que tú triunfes.” Y prosigue: “--¿Cuánto
tiempo arde esa lámpara con la luz que ahora tiene?” “--Ocho horas,
señora.” “--¿Y te resignas a vivir en una penumbra tan triste?” “--¿Qué
haré--replica EL--si no puede alumbrar mejor?” “--Te engañas. Hay en tu
lámpara una fuerza formidable que tú no conoces, pero yo, sí.
¡¡Mira!!...” Y, apoderándose de la lámpara, la estrella contra el suelo.
Una llamarada de incendio inunda el taller, y el pintor, deslumbrado,
cegado, por aquel resplandor de Ideal, sigue a la hechicera...
IDA.--(_Temblando._) ¡Símbolo admirable!... ¡Oh! De emoción las manos se
me han quedado frías.
EL.--Delante de cada hombre sólo se extienden dos caminos: el camino de
los resignados, y el de los rebeldes. Conviene escoger, y escoger
pronto. ¿Qué preferiremos?... ¿Vegetar aburridamente bajo una luz
vulgar, o arremeter contra todos los peligros y hacer de nuestra vida
una hoguera?...
IDA.--No lo sé.
EL.--Yo, sí; yo rompo mi lámpara. Las pasiones me atraen más por su
intensidad que por su duración, pues no importa que la llamarada dure un
instante si basta a enseñárnoslo todo. (_Misterioso y profético._) Y es
llegada la ocasión de seguir mi ejemplo. Ida: “rompa usted su lámpara”.
IDA.--No me atrevo...
Le mira aterrada, cual si sus ojos se inmergiesen en un abismo.
EL.--“Rompa usted su lámpara”. (_Sombrío._)
IDA.--¿Y después?
EL.--No pregunte usted eso: la Felicidad no tiene futuro, no tiene
“después”. Cuando el incendio le haya permitido a usted ver “lo
infinito”, ¿para qué querría usted seguir viviendo? (_Pausa._)
IDA.--(_Con curiosidad pueril._) ¿Cómo termina el pintor su aventura?
EL.--Malamente: porque acaba sus días idiota, en un manicomio, haciendo
pajaritas de papel. (_Transición._) Pero, ¿qué importa, si antes de caer
en la idiotez fué famoso, rico y amado?...
El esposo de Ida, que vuelve del comedor, aparece inesperadamente:
--Buenas noches.
Ida lanza un pequeño grito.
DON ALFONSO.--¿Soy importuno?... ¿De qué hablaban ustedes?...
IDA.--Como no te sentimos llegar... (_Recobrándose._) Nuestro amigo me
contaba el argumento de una película.
DON ALFONSO.--En el coche inmediato he saludado a la marquesa de Guzmán;
lleva a una de sus nietecitas enfermas; yo la dije que tú pasarías un
momento a visitarla; ¿quieres?...
IDA.--(_Levantándose._) Sí, sí; hiciste muy bien.
DON ALFONSO.--(_A su amigo._) Estaremos de vuelta antes de que usted se
marche a cenar.
EL SEÑOR DEL CLAVEL ENCARNADO.--Muy bien... (_Saluda._)
El matrimonio sale; don Alfonso camina delante. Al franquear la
puertecilla del compartimiento, Ida vuelve la cabeza y sonríe; y aquella
mirada y aquella sonrisa, “el hombre del clavel encarnado” las recibe a
la vez, tal que dos saetas, en el corazón.


XIX

Abril había empezado, y era increíble la cantidad de “turistas”
españoles y extranjeros que las festividades de Semana Santa y
Feria--célebres en el mundo--llevaban a Sevilla. A diario los trenes de
todas las líneas andaluzas rebosaban gente, y a ello contribuía mucho la
emisión circunstancial de billetes económicos de “ida y vuelta”, cuya
gran baratura aun a los más poltrones estimulaba a peregrinar. Nuestros
convoyes estaban rendidos del peso que transportaban a cada viaje; los
coches, sea cual fuere su clase, así como las vagonetas y furgones,
salían cargados de pasajeros, de equipajes, de mercancías y hasta de
muebles. Hubo locomotoras que partieron de Madrid arrastrando más de
trescientas cincuenta toneladas. En la estación central unos a otros nos
informábamos del tráfico.
--¿Cómo iba esta mañana el “rápido”?...
--Lleno--respondía una voz.
--¿Y el “correo”?...
--Lleno también: salió con retraso, porque a última hora fué necesario
añadirle dos “terceras”.
Todos los trenes caminaban así, incluso los “mixtos” flemáticos, a
quienes apodábamos “los alcanzados”, porque siempre se quedaban atrás.
Este exceso de trabajo nos fatigaba, pero al mismo tiempo nos excitaba,
pues en la acción va envuelta siempre una alegría, y el buen humor
bullicioso--algo plebeyo--de nuestros huéspedes, se transmitía a
nosotros. El carácter, netamente andaluz, de los festejos que se
celebraban, estimulaba el andalucismo de los viajeros: los andaluces
exageraban su acento y “se comían” más letras que nunca, y hasta los
oriundos de otras regiones, arrastrados por el ejemplo, procuraban
imitarles. Mi expreso, desde el ténder al furgón de cola--y sobre todo
en las curvas, que le dan una ondulación pintoresca--parecía una calle
de Sevilla o de Córdoba; yo mismo, no obstante mi origen vasco-francés,
empecé a hablar un poquito andaluz...
El “sábado de Gloria”, que disipa, con la algarabía de sus campanas, las
sombras de la Semana de Pasión, el número de nuestros viajeros aumentó.
Según la locución vulgar, en nuestro andén “no se podía dar un paso”. A
ello contribuía el viajar con nosotros un gran torero y un ministro,
tipos a quienes acaso por la largueza con que ganan su dinero, España,
nación pobre, venera mucho. “Su Excelencia”--decían los periódicos de
aquella mañana--se quedaría en Córdoba para asistir, en nombre del rey,
a la colocación de una “primera piedra”, y luego estudiar “un
problema”... ¡no supe cuál!... Yo le observaba: mi sencillez ha admirado
siempre a esos prohombres que dedican su existencia a dirigir discursos
a las piedras, como para probar su resistencia; a estudiar problemas y
a esconder después, primorosamente, todo lo que saben.
El torero, uno de los más gloriosos de su época, iba más allá que “Su
Excelencia”, pues marchaba a Sevilla a curarse la herida que en la plaza
de toros de Valencia un espectador le produjo con una botella que arrojó
al redondel.
Escoltaban al señor ministro varios periodistas y un numeroso núcleo de
figuras parlamentarias. La mayoría de aquellos caballeros pasaban de los
cincuenta años, platicaban mesuradamente, y vestían levita y sombrero de
copa. Empecé a establecer relaciones entre la forma de esos sombreros,
que únicamente usan las personas trascendentales, y la chimenea de
nuestras locomotoras. ¿Estimularán la actividad cerebral, determinarán
“un tiro” en las ideas?... “Su Excelencia” departía con todos, prodigaba
saludos y su vientre y su rostro barbado, denotaban satisfacción. El
público, al reconocerle, se detenía a mirarle, y él procuraba, en todo
momento, tener una actitud tribunicia. Le rodeaba una atmósfera de
éxito, y el personaje procuraba que a su renombre correspondiese su
figura. Para el vulgo, la prestancia es talento.
“El teatro--reflexionaba yo--debe de ser algo así...”
El lidiador viajaba en mi departamento-cama, y le acompañaban su
apoderado y los hombres de su cuadrilla, la mayoría sevillanos, más
otras cincuenta o sesenta personas de condición social diversa, según
sus maneras de hablar y de vestir hacían comprender. No llegaría el
famosísimo “espada” Manuel González a los veinticuatro años, y tanto
hablaban las muchedumbres de su arte, como de los dos millones de
pesetas que llevaba ahorrados, y del rumbo de su vida. Apodábanle “El
Meñique” por lo limitado de su estatura, y su abolengo gitano lo
pregonaban la negrura azabachada de los ojos, el cobre de la piel, y la
ágil flexibilidad y armónica disposición del cuerpo. Advertí que sus
veneradores eran más numerosos que los de “Su Excelencia”, y que le
miraban con mayor cariño y devoción menos interesada. Desde mis
ventanillas, varios pasajeros le observaban también, y había en sus
rostros una quietud de felicidad: aquel hombre moreno, enjuto y triste,
les parecía el símbolo de la Andalucía que iban a visitar. La multitud
se detenía a contemplarle, contenta de tenerle tan cerca, mientras
recordaba aquellos domingos triunfales en que, vestido de oro y seda,
jugó con la muerte. Yo juraría que hubo unos segundos en que el señor
ministro, celoso de la popularidad del lidiador, insinuó el ademán de
saludarle. El Meñique, entretanto, chupaba un mondadientes y
discretamente entornaba los párpados, como si aquella exhibición le
cohibiese...
Faltaban dos o tres minutos para la salida del expreso, cuando un viento
de fronda cruzó tempestuoso por el andén. Lo levantaba un nutridísimo
grupo de viajeros--más de treinta--que no hallaban asiento y buscaban al
jefe de Estación para exigirle que añadiese al convoy otra “primera”.
Aquellos señores, pálidos de impaciencia y de cólera, componían una
manifestación antipatriótica, muy curiosa. Todos, a porfía, denostaban a
España.
--¡Qué país!--vociferaban--; ¡esto sólo sucede aquí!...
El más enfurecido iba sin sombrero y repitiendo a gritos:
--¡Yo necesito llegar a Sevilla mañana!... ¡Si no llego, pierdo cuarenta
mil duros!...
Uno decía:
--¡Da vergüenza ser español!
Y varios, a la vez:
--¡Sí, señor; da vergüenza!...
Hablando así mirábanse unos a otros, satisfechos de lucir su
cosmopolitismo y su elegancia. Los manifestantes, a quienes seguía un
centenar de desocupados, hallaron al jefe de Estación y al interventor
del expreso cerca de mí, y en altas voces manifestaron su pretensión.
Expúsoles el jefe, con bien concertadas palabras, la imposibilidad de
complacerles por no haber coches disponibles. Uno replicó estúpidamente:
--¡Pues, los inventa usted!
Frase que, no obstante su ausencia de sentido, enardeció a todos
aquellos señores notablemente. Los brazos se levantaban, arreció la
gritería y las manos volvíanse amenazadoras. El caballero “de los
cuarenta mil duros”, exclamó:
--¡Si yo no salgo para Sevilla esta noche, al director de esta Compañía
le doy un tiro!
Un señor pequeñito decía, mirando a una y otra parte con ojos de tigre:
--¡Esto nos sucede porque no tenemos coraje! ¡Aquí no hay sangre!... ¡En
Alemania el pueblo ya hubiese quemado la estación!
El jefe replicó mesurado:
--No, señores: ni en Alemania, ni en ningún país bien civilizado el
público protesta, porque supone que cuando los empleados que están a su
servicio no le complacen, es que no pueden.
Todos rugían:
--¡Es un abuso!... ¡Si no ponen un coche para nosotros, no dejaremos
salir el tren!...
--¡La máquina--gritó el jefe para que todos le oyesen--no puede
arrastrar más coches de los que lleva! ¡Ya lo saben ustedes!... Los
señores que quieran marchar hoy, que vayan de pie!... Les autorizo. ¡No
puedo hacer más!...
Los manifestantes replicaron:
--¡Pues, no sale el tren!... ¡No le dejaremos salir!...
El jefe, que durante la discusión había ido perdiendo terreno,
reaccionó:
--¡Atrás todo el mundo!--ordenó de súbito--; ¡retírense ustedes... o me
veré obligado a llamar a la guardia civil!
Los revoltosos, maquinalmente, retrocedieron algunos pasos; amainaban.
El jefe repitió, avanzando:
--Esta parte del andén la necesito libre. ¡Atrás todo el mundo!
La multitud, acobardada, volvió a retroceder, silenciosa, con una
humildad de rebaño. Yo pensaba: “--¡Cómo le hubiese gustado al pobre
Dos-Caras ver todo esto!...” Al mismo tiempo sonó una campana, La
Regadera silbó y el convoy se puso en movimiento. Asomado a una
ventanilla, El Meñique saludó a sus amigos quitándose el sombrero, de
ala plana, y vi que el celebrado lidiador era calvo.
--¡Viva Manuel!--gritó una voz desde el andén.
Muchas voces acaloradas repitieron:
--¡¡Viva!!...
Mientras “Su Excelencia”, desde su coche, sonreía al público, como si
aquellas adhesiones de simpatía fuesen para él.
El Meñique asistió a la “primera mesa”, y la emoción que su presencia
produjo en el _dining-car_ debió de ser extraordinaria, porque al
regresar a mí le seguían quince o veinte personas que viajaban en otros
coches. Esquivando aquella adhesión pegajosa el matador entró en su
departamento, donde se sentó; quitóse luego el sombrero, y bajo la luz
su calva socrática brilló con una melancolía de marfil antiguo: en
aquella posición su nariz aguileña parecía más larga, y su rostro
cenceño, prematuramente aviejado por la inquietud, ofrecía, ora sobre
los pómulos y el mentón, ya en las depresiones de las secas mejillas,
todas las tonalidades del cobre.
Atento a cuanto el ilustre torero decía a sus amigos, pronto fuí
conociendo los nombres de los que le custodiaban de más cerca. Sentado a
su izquierda tenía a su apoderado, don Ricardo Fernán, persona, al
parecer, de su mayor predilección; y a la derecha a un joven prócer, de
charlar abundante y reir estentóreo, a quien unos y otros familiarmente
llamaban “marquesito”. En el vano mismo de la puerta y ocupándola casi
por completo con los hombros, permanecía Juanito Paisa; un notario joven
de Sevilla, al que todos respetaban por su manifiesto ascendiente sobre
Manuel. A Juanito le vestía el sastre de Manuel, y le calzaba el
zapatero de Manuel, y su sombrerero era el de Manuel. Juanito Paisa era,
por antonomasia, “el amigo de Manuel”, y se le conocía y consideraba por
esto más que por su profesión, cual si el rasgo culminante de su
biografía fuera haberse captado el afecto del matador. Por tanto, a
Juanito Paisa no le molestaba que “el marquesito” estuviese arrellanado
al lado de Manuel: si el aristócrata ocupaba aquel sitio era porque él,
generosamente, se lo había cedido; él no quería “acaparar” a Manuel; un
hombre como El Meñique se debía a la humanidad, y la felicidad conviene
repartirla; pero estaba cierto de que, a la menor insinuación suya, “el
marquesito” se habría levantado. Detrás de Juan Paisa, a lo largo de mi
corredor, muchos curiosos se estrechaban con el deseo de ver al
lidiador: los más pequeños, a pesar de mis temblequeos, se ponían de
puntillas. Todas mis plazas iban ocupadas; hacía calor y la fuerte
respiración de las ventanillas no bastaba a refrescar la atmósfera.
El tema de las conversaciones era el arte de Manuel González y su miedo
a los toros. También se habló del hombre: un viajero le había encontrado
más delgado que antes; otro le hallaba lo mismo; un tercero celebraba
los brillantes que el espada lucía en la pechera. Se glosó largamente la
herida por que cojeaba Manuel; la tenía en el pie derecho, a la altura
del tobillo.
--Se la hicieron con una botella en el preciso instante de entrar a
matar. Dicen los periódicos que ya le habían dado el “segundo aviso” y
que el público se impacientaba.
Estas conversaciones que, por concerner a lugares y asuntos desconocidos
para mí, yo traducía mal, me interesaban menos que el entusiasmo ingenuo
de los platicadores, quienes por ocuparse de Manuel, hasta de sus
propios asuntos se olvidaban. Esta unánime y férvida admiración me
sorprendía; era nueva para mí; yo nunca había visto tantas almas vibrar
a compás, y pensé que en una novela de costumbres taurinas, antes que al
matador el papel capital debía adjudicársele a la muchedumbre, pues lo
pintoresco, lo inverosímil dentro de los grados más agudos de la
comicidad, lo bufo, en fin, está en la muchedumbre.
A lo largo de mi tránsito yo oía cuchichear:
--¿Qué hace ahora El Meñique?...
Esta curiosidad candorosa, que todos hallaban muy legítima, muy
razonable, corría de unos viajeros a otros hasta la puerta donde “el
amigo de Manuel”, cuya conocida privanza todos envidiaban, montaba una
guardia sin sueño, y la respuesta venía en seguida:
--Está hablando de las corridas de Sevilla...
Y esta información era para todos tranquilizadora y dulce como una
ráfaga de buen aire.
Luego circuló la noticia de que El Meñique había pagado siete mil
pesetas por un caballo; después, que quería comprar un cortijo a orillas
del Guadalquivir...; y durante larguísimo rato mis huéspedes no supieron
hablar más que de caballos y de cortijos.
Un caballero, de buena traza y frondosos bigotes, que viajaba con su
esposa y dos hijas, ya mujeres, dejó su asiento con propósito de saludar
al Meñique.
--¿Volverás pronto?--le preguntó su mujer.
--En seguida.
Salió al corredor y, favoreciéndose con los codos, comenzó a abrirse
paso; la tarea era ardua, porque la masa de viajeros allí estacionada
apenas ofrecía suturas. Sin embargo, apoyándose en unos, empujando a
otros suavemente, recurriendo con urbanas frases a la amabilidad
general adelantando siempre de perfil, como si nadase contra corriente,
el caballero “del frondoso bigote” consiguió acercarse a Juanito Paisa,
cuya atención solicitó tocándole en un hombro. Paisa volvió la cara.
--Buenas noches; dispénseme usted: deseaba saludar a Manuel...
“El amigo de Manuel” fijó en el recién aparecido una mirada escrutadora,
una mirada de portero. Indagó:
--¿Usted le conoce?
--No, señor... y quisiera tener ese gusto. Si usted le trata y puede
presentarme...
Las mejillas de Juanito Paisa se arrebolaron de orgullo; destosió y
sonrió jactancioso.
--¿Que si puedo presentarle?... ¡Ya lo creo! No podía usted haberse
dirigido a nadie mejor que a mí. ¡Como que el mejor amigo suyo soy
yo!... Pero tendrá usted la bondad de aguardarse un poquito, porque
Manuel está hablando y le molesta que le interrumpan.
Muy paciente, el señor “del frondoso bigote” repuso:
--Esperaré...
Aquel aplazamiento le irritó unos segundos; en seguida se serenó: miró
hacia atrás, comprendió el difícil camino que acababa de recorrer, y
esta consideración le regocijó hondamente. Desde la posición conquistada
podía ver al Meñique y hasta oír, de cuando en cuando, alguna palabra de
las muchas que iba diciendo, y experimentó la satisfacción del hombre
que se reconoce bien situado en la vida. Juanito Paisa le había vuelto
la espalda. Transcurrieron doce o quince minutos, y el señor “del bigote
frondoso” se creyó olvidado; los omoplatos de Paisa proyectaban sobre
él una emoción de soledad; volvió a sentirse abandonado, casi
desgraciado...; a punto estuvo de regresar a su compartimiento, pero
pensó que su mujer y sus hijas le pedirían detalles de su conversación
con El Meñique, y esto hízole variar de propósito. Sacando ánimos de su
propia flaqueza, llamó la atención del “amigo de Manuel”.
--¿Podrá ser ahora?--murmuró lo más gentilmente que le fué posible--;
porque... como mi familia me aguarda...
Juanito Paisa comprendió la tribulación de aquel hombre; por iguales
zozobras había pasado él antes de llegar a ser, a fuerza de constancia y
de pequeños sacrificios, el mejor amigo del matador... ¡y fué clemente!
--¡Ahora mismo!--exclamó--. ¡No se apure usted!...
Avanzó lo necesario, lo estrictamente necesario, para que el señor “del
frondoso bigote” pudiese franquear la puerta, y agregó, dirigiéndose al
torero:
--Manuel, dispensa: aquí hay un caballero empeñado en conocerte...
Manuel González se levantó; sus labios obscuros insinuaron un movimiento
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