Memorias de un vagón de ferrocarril - 02

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cual la Naturaleza--ironista sutil--parece decirles:
--¡La Vida!... ¡No es que sea mala!... Pero, ya que no puedes seguirla,
mírala desde lejos. Es mejor...
Yo, no hice esto: mi vida está escrita a trozos, rápidamente,
desordenadamente, según la viví. Como ella, estas páginas son una
improvisación.


III

Ha transcurrido mucho tiempo desde mi primer viaje, y mentiría si dijese
que he sido feliz. La vida me maltrató bastante, trabajé sobrado y la
realidad estuvo siempre en déficit doloroso con el ensueño. Vivir es
echar a perder una ilusión.
Como nací aristócrata, detesto al populacho, en quien la inclinación a
lo feo es instintiva. Aborrezco esos individuos, enriquecidos por una
pirueta de la Fortuna, pero desprovistos de cultura social, que ensucian
con el betún o el barro de sus botas y la grasa de sus meriendas la
pulcritud de mis divanes, y tiran sus colillas encendidas, y escupen en
mi alfombra. ¡Oh! La primera vez que recibí un salivazo, hubiese querido
descarrilar, romperme en mil pedazos, morir...
También soy caprichoso y un poco artista, y por serlo me molestan la
fiscalización que sobre mí ejercen los relojes de las estaciones, el
automatismo invariable de mis movimientos y la monotonía de mis
itinerarios prefijados y de mis caminos “oficiales”, anchos de un metro
seiscientos setenta milímetros...
Porque mi vagar libérrimo es sólo aparente: la libertad es algo precioso
que yo llevo y traigo, pero que no me pertenece; la libertad es para mí
lo que el dinero para esos cobradores de los Bancos, que a diario
manejan millones y andan medio descalzos; lo que el amor para las pobres
“desnudables” que viven del amor y en el amor... ¡y sin amor!... Por
eso, desde muy mozo, me hice fatalista, y los hombres, a examinar mejor
los mecanismos íntimos de su vida, lo serían también, pues todas las
voluntades, aun las más díscolas, recorren trayectorias inmutables, y
hasta las mismas razas tienen--como nosotros--en su Destino, una
locomotora que las arrastra.
En cambio, y esto me alivia y desquita de los sinsabores que dejo
apuntados, he gustado plenamente las emociones turbadoras de los viajes,
y el cariño abnegado, la solidaridad fraternal que liga a todas las
unidades de un convoy, y es un derivativo de aquel otro inmenso amor
sumiso que todos profesamos a la máquina.
Este cariño de sierva enamorada--cariño todo esclavitud--empecé a
sentirlo aquel hermoso día de junio en que me llevaron a formar parte
del expreso Madrid-Hendaya; distinción que--más tarde lo supe--me captó
el odio de varios colegas que, aunque de clase distinguida, trabajaban
en trenes de menos categoría. Lo cual demuestra que por todas partes hay
envidias y celos, a pesar del gran consumo que de estas dos suciedades
hacen los hombres...
A poco de hallarme fuera de los talleres, una de esas máquinas-pilotos,
pequeñas, activas, que cuidan de ordenar los convoyes y son como las
amas de llaves de las estaciones, apoderóse de mí y a través de un
dédalo de rieles entrecruzados como los hilos de una malla, me arrastró
hasta dejarme colocado sobre la ruta internacional. En seguida lanzó un
silbido corto y se marchó resoplando; parecía regañar. Yo la miraba; me
hacían gracia sus movimientos, su cuerpo achaparrado, en el que latía
una vivacidad de mujer chiquita y hacendosa. Me quedé solo, junto al
andén. En mi misma vía, detrás de mí, había otros vagones; delante,
lejos, estaba la locomotora, la mía, “mi dueña”, la que debía guiarme
hacia el horizonte. Hallábase al lado de un depósito de aguas, bebiendo:
la acompañaban un furgón de equipajes y un _sleeping-car_. Su aspecto
infundía miedo: era gigantesca, poderosísima y su dorso negro y
sudoroso, bruñido por el sol, descollaba sobre la pirámide de carbón del
“ténder”. Me pareció sentir el calor de sus entrañas incendiadas y
latientes. Pertenecía a los colosos de la “serie cuatro mil”. La oí
palpitar: respiraba autoridad, impaciencia, ímpetu...
--¿Me hará daño?--pensé.
Como a los niños, al nacer, la primera impresión que me daba la vida era
de dolor.
Esperé largo tiempo; la tarde declinaba y mi interior iba poblándose de
sombras. La máquina había desaparecido. De pronto la reví: se acercaba
rodando hacia atrás, empujando al coche-cama que debía chocar conmigo.
La prudencia de su marcha me tranquilizó: sin embargo, cuando comprendí
que el golpe iba a producirse, temblé de pavura; hubiese querido huir...
pero ¿cómo moverme?... Cuando recibí la topetada--breve, seca, como una
orden--retrocedí varios metros; luego el vagón que me había empujado
volvió a alcanzarme con un segundo empellón más suave, y continué
retirándome hasta dar con los coches situados a mi espalda. Así,
repentinamente, me reconocí colocado en el centro del convoy, compuesto
de nueve unidades. Inmediatamente varios mozos de andén, con singular
presteza acudieron a ligarme a mis dos compañeros de viaje más próximos,
y entonces comprendí la utilidad de algunos miembros cuyo empleo
desconocía. Las planchas metálicas que, al amparo de un fuelle, especie
de túnel de cuero, establecían un tránsito entre ellos y yo, me
produjeron, al cruzarse, la emoción de un apretón de manos; y los
hierros y cadenas que, al sujetarnos unos a otros, parecían fortalecer
nuestra amistad, fueron expresivos para mí como raíces o como dedos. No
obstante, me sentía inquieto; aquellas compresiones, cada vez más
enérgicas, me desazonaban; temía morir aplastado y, al propio tiempo,
nacía en mí el orgullo de mi fuerza que, alternativamente, resistía y
reaccionaba. La máquina--después supe que la llamaban “La Recelosa” por
el miedo con que entraba en las curvas--comenzó a apretar los frenos; en
seguida los aflojó y volvió a apretarlos, cerciorándose de su
obediencia. Todas estas operaciones inesperadas y nuevas para mí, me
sobresaltaban. Luego un calor, un terrible calor, me invadió, y otras
extrañas sacudidas me estremecieron.
El jefe de tren vino a inspeccionarme seguido de un fontanero, de un
electricista y de uno de esos empleados que en la jerga ferroviaria
llaman “rutas”. Empezaron a reconocerme. La tubería de la calefacción
quemaba; no podían poner en ella los dedos, y esto les satisfizo. El
“aparato de alarma” funcionaba perfectamente; lo sentí en la violencia
súbita con que las zapatas oprimieron mis ruedas. Mis examinadores
hicieron girar las llavecitas de la luz, y me llené de claridad blanca;
todos los cristales de mis ventanas subían y bajaban sin tropiezos;
todas las puertecillas, de corredera, de mis compartimientos, cerraban
bien; un torrente de agua limpia había invadido las cañerías y depósitos
del cuarto-tocador.
--¡Bonito coche!--recuerdo que exclamó uno de aquellos hombres al
marcharse.
Yo todavía no había osado comunicarme con ninguno de los camaradas entre
quienes estaba; su edad, sus cuerpos cubiertos de cicatrices, su
fatigada experiencia, me cohibían. Yo era un niño; yo, recién llegado,
no tenía derecho a importunar a aquellos veteranos de los caminos. Ellos
tampoco demostraban deseos de hablar. Un grave silencio pesaba sobre el
convoy, iluminado y vacío. Al cabo--¡cuánto se lo agradecí!--el
_sleeping_ me habló:
--¿Qué dice el bisoño?...
--Tengo miedo--repuse.
Al coche que iba a la zaga mía, le interesó el diálogo.
--¿Qué ha contestado el novato?--interrogó.
Repetí.
--Digo que tengo miedo.
--¡Más miedo tendrás--exclamó el _sleeping_--cuando echemos a andar: tú
no sabes lo que es ir aquí!... ¡Y ya puedes alegrarte de que te hayan
puesto en el comedio del tren: es donde se camina mejor!...
Los viajeros iban llegando y repartiéndose a lo largo del convoy. Mi
primer pasajero fué una mujer, lo que me pareció de buen agüero. Tras
ella subieron otras muchas personas, y en pocos minutos mis redecillas
para bagajes y mis asientos fueron ocupados. Pasaban diablas cargadas de
baúles... Yo me sentía mal: la calefacción, la electricidad, el calor
que irradiaban mis inquilinos, me causaban un desasosiego congestivo.
Con impaciencia, aguardé la señal de marcha; ¡necesitaba aire!... A las
siete, en punto, partimos. La máquina silbó.
--Ya nos vamos--observó el _sleeping_.
¡Irse!... Palabra divina y terrible en la que los conceptos de “ser” y
de “no ser”, se dieron cita. Irse es convertir el Espacio en Tiempo,
porque quien camina conforme va llegando va marchándose, y así realiza
el milagro de no estar completamente en ningún sitio. ¡Y yo caminaba! Vi
los andenes, que parecían resbalar hacia atrás; el arco de la marquesina
de la estación que dibujaba una ceja enorme sobre el cielo crepuscular,
los discos de señales en cada uno de cuyos cristales, blancos, verdes o
rojos, había una advertencia...
Desde entonces, ¡cuántas enseñanzas y cuántas aventuras, me aportaron
los años!... Conozco bien las principales regiones españolas, he
atravesado todas las cordilleras, desde la Cantábrica a la Mariánica, y
bajo mis ruedas han pasado todos sus ríos, desde el Bidasoa al
Guadalquivir. Cerca de diez años consecutivos trabajé en la línea
Madrid-Hendaya, una de las más bellas y más duras de la Península; luego
pasé al “correo” de Galicia, y después de rodar una breve temporada
sobre la vía de Asturias, la Compañía “Madrid, Zaragoza y Alicante” me
compró y trabajé ocho años en la línea de Sevilla. Más tarde conocí la
de Valencia. Ultimamente, y durante dos lustros, fuí uno de los nueve
vagones del expreso Madrid-Barcelona. Asímismo he rodado por el litoral
catalán hasta Cerbere. Tengo, pues, motivos sobradísimos para conocer el
tumultuoso trajín de los caminos de hierro.
Hablaré primeramente de la máquina:
Antes las compañías ferroviarias imponían a sus locomotoras nombres de
ciudades o de ríos. Con el ansia de velocidad que distingue a la vida
moderna, aquella costumbre pintoresca se extinguió y los primitivos
nombres fueron substituídos por números; los números hablan más de prisa
que las letras. Pero nosotros, los vagones, continuamos designando a las
máquinas con quienes hemos trabajado por medio de remoquetes o apodos
inspirados en el carácter de aquéllas. Además de “La Recelosa”, cuyo
miedo invencible a los abismos hacía sonreir al convoy, recordaré a “La
Fanfarrona”, que murió en el terrible choque de Venta de Baños; “La
Tirones”, llamada así por los muy fuertes que nos daba al arrancar, y
los encontronazos que nos infligía al detenerse; la pobre frenaba mal y
también finó trágicamente; “La Caliente”, que abrasaba, como ninguna
otra, nuestros tubos de calefacción; “La Económica”, que sorprendía a
los maquinistas y fogoneros por el poco carbón que gastaba; “La
Impetuosa”, a quien desde un verano en que llevó a los Reyes a Santander
la apodamos “La Casa Real”; aunque vieja, todavía trabaja; “La
Regadera”, “La Enanita”, “La Millanes”, “La Sin-Miedo”...
No ofrecen los diccionarios palabras que expresen el aplomo ufano, la
confianza optimista, que inspira a los vagones una de esas enormes
locomotoras alemanas o yanquis cuyo precio no baja de doscientas mil
pesetas, y que con su fuerza y sus ciento veinte toneladas de peso, así
pueden inmovilizar al tren casi instantáneamente, como arrastrarlo a una
velocidad de noventa y aun de cien kilómetros por hora. La máquina es el
alma del convoy, su voluntad embestidora, su verbo. Todas las
iniciativas y todas las responsabilidades, suyas son. Ella silbará
pidiendo “vía libre”, ella sabrá si debe avanzar o detenerse, y de noche
sus ojos enormes--uno blanco, otro púrpura--aclararán el misterio
entintado de los caminos. Ella nos envía el calor sagrado y escucha los
llamamientos de nuestros aparatos de auxilio. Ella nos impulsa y con sus
frenos nos agarrota. Un espíritu heroico de sacrificio la obliga a
marchar siempre delante, como venteando los riesgos de la ruta; muchas
veces, al tomar una curva, se despeñó ella sola. En cambio, por donde
pase, su séquito puede avanzar también. En los choques--más de uno he
sufrido--ella fué la primera víctima, y en el acto su despedazada mole,
bermeja y humeante, se irguió ante el convoy como un escudo. Ella es la
unidad y los coches los ceros; los coches son “hembras”, aunque la
gramática los incluya en el género masculino. Cuando ella emprende
alguna carrera vertiginosa, nosotros la seguimos contentos y dóciles,
transmitiéndonos fielmente el vigor que nos manda, y la retorcida
columna de humo de su chimenea tiene, a nuestros ojos, la petulancia
retadora de un airón. Desobedecerla equivaldría a morir. Pero, ¿quién
discutiría sus órdenes cuando su fuerza es la del Destino. La
locomotora es el macho, es el sol...
El cariño de unos vagones para con otros no reviste este aspecto
admirativo: es tan sincero como aquél, pero más llano, más íntimo, más
“de igual a igual”; que, al cabo, aunque los _sleepings_ creen merecer
más que nosotros, los de “primera clase”, como nosotros desdeñamos a
nuestros camaradas de “segunda”, y éstos a los de “tercera”, y los
“tercera” a los furgones, quienes a su vez entre sí se invectivan y
desprecian según la calidad de las cargas que suelen transportar--pues
nuestra vanidad, como la de los hombres, aun a lo mínimo se agarra para
papelonear y empinarse--, lo cierto es que todos somos hermanos, pues
ante el peligro valemos lo mismo, y que nuestra vulgaridad y pasividad
nos obliga a constantes armonía y obediencia.
Las unidades de los trenes llamados “de lujo”, no se desenganchan casi
nunca; tanto por efecto de la natural desidia de los individuos
encargados de su limpieza, como por aquella escasez de “material
rodante” de que frecuentemente se lamentan las Compañías. De manera que
el convoy llegado a Madrid por la mañana, procedente, verbigracia, de
Barcelona, será el mismo que, anochecido, tras nueve o diez horas de
descanso, salga para la ciudad condal. Esto, indudablemente, aprieta los
lazos de nuestro mutuo afecto, y una convivencia diaria de meses y aun
de años, nos permite conocernos íntimamente. Sabemos cuándo vamos bien o
mal frenados, cuándo las cañerías del vapor de agua están expeditas,
cuándo la vía ofrece peligros y si alguno de nosotros, al subir una
pendiente o al coger una curva, necesita ayuda... Yo, viajando en el
“expreso” de Hendaya, llegué a conocer los cambios atmosféricos en los
crujidos del vagón que rodaba delante de mí. Lo apodábamos “Doña
Catástrofe”, por haber descarrilado varias veces, y todos, aunque le
queríamos, nos burlábamos de él: era un viejo coche a quien las
humedades norteñas afligieron mucho. Su tablazón se hinchaba, y en las
épocas lluviosas el infeliz gemía y tenía, de derecha a izquierda, un
vaivén particular que nunca me engañaba.
Los convoyes de los “mixtos” y de los “mercancías”, se reforman a cada
momento: en unas estaciones les añaden coches, en otras se los quitan;
son organismos de aluvión, desprovistos de majestad y pergeñados
exclusivamente para servir al comercio y a los pobres viajeros de
“tercera clase”. Su aspecto abúlico y cobarde de rebaño, siempre me ha
inspirado pena. Sus locomotoras son viejas y las gobiernan los
maquinistas menos hábiles; cada vagón tiene un color y un tamaño, y los
destinados al acarreo de ganados exhalan olores pestilenciales. Cuando
el tren hace alto, los coches, mal ligados, chocan violentamente entre
sí. ¡Bien se advierte que son los parias de la Compañía y que, sobre
trabajar sin gusto, no se quieren!...
Por el contrario, nosotros, los “distinguidos”, fraternizamos bien y
somos aventureros y alegres, como una compañía de comediantes. Por tales
se tenían mis excelentes compañeros de la ruta de Sevilla, y con
términos de la amable farándula nos burlábamos en nuestros breves ratos
de descanso. La locomotora era “La Empresa”; el furgón de cola, por ser
el más viejo, lo llamábamos “El Barba”; un “primera” era “El Barítono”,
y el _sleeping_, testigo presencial de innumerables escenas de alcoba,
“La Primera Actriz”. A mí, aunque conocían mi verdadero nombre, por lo
nuevo y buen mozo, me apodaron “El Representante”.
En las estaciones del tránsito cuchicheábamos:
--La Empresa parece cansada; hoy llegamos con treinta minutos de
retraso.
--Quien está fatigadísima es La Primera Actriz.
--No habrá dormido.
--¿Cómo iba a dormir, si anoche subieron a ella, en Córdoba, unos recién
casados?
Mucho he peleado, pero también mucho reí sobre todos los caminos de
España. Sin embargo, el convoy que recuerdo con cariño más férvido, es
el primero; el del expreso Madrid-Hendaya. Lo componían el
coche-correo--el coche de las almas, porque en él sólo viajan ideas--;
los dos furgones para equipajes, dos _sleeping-cars_, apellidados los
“Hermanos Sommier”, y cuatro vagones de primera clase: “El Tímido”, que
no podía curarse de su miedo a los túneles y años después acabó en el
mismo descarrilamiento en que “La Tirones” halló la muerte; “Doña
Catástrofe”, el decano; “El Presumido”, que se movía mucho,
particularmente en la tierra llana; “El Misántropo”, a quien adjudicamos
este epíteto por su escasísima inclinación a hablar, y yo. Todos ellos
viven en mi memoria, y no puedo evocarlos sin emoción. Son mi infancia y
a su lado, fortalecido por ellos--todos eran más viejos que yo--afronté
los primeros riesgos.
¡Cuánta experiencia--que es sabiduría de “primera clase”--acumulé en el
transcurso de mis largos éxodos!... ¡Cómo aprendí a conocer la vida y a
desmenuzarla!... Yo he sido hostal ambulante de militares, de curas, de
monjas, de comediantes, de estudiantes, de toreros, de ministros, de
ladrones, de enamorados, de ricachos holgazanes, de hastiados que huían
de sí mismos...; y tanto convivieron conmigo, tantas veces me rozó el
aliento de sus lacerías y de sus ansias, que ahora la envidia, la
ambición, la traición, la avaricia, la hipocresía, el disimulo... todo
ese venenoso manojo de víboras que dormitan en el fondo del alma humana,
me son familiares y... ¿a qué negarlo?... casi son mías también. Además,
en esa “velocidad”, en esa inquietud perpetua, rasgo-cumbre de mi
arquitectura moral, hay mucho de ansiedad, de impaciencia, de pavura, de
furor...
No me sorprendería, pues, que a veces mis lectores se olvidasen de que
es un vagón quien habla: porque mis confesiones son tan humanas, corren
por ellas tantos jugos de maldad y de dolor, que obra de hombre
parecen.


IV

¡Cuánto envejecen la lucha y el miedo a morir! Las emociones que nos da
el peligro, ¡cuán hondamente se clavan en el alma!... Yo, al emprender
mi primer viaje, era un niño, y al arribar a Madrid, catorce horas
después, podía considerarme mayor de edad. Estaba cansado, cubierto de
humo y de polvo, trágicamente sucio por fuera y por dentro, pero
engreído de mi aguante. Toda una noche mis rodajes trabajaron sin
recalentarse, y mi dínamo, mi calefacción y mis tuberías para la
limpieza, funcionaron bien. Por tanto, mi valor, como el de los
militares que fueron a campaña, estaba “probado”; lo que otro vagón
hiciese, podía hacerlo yo. Mi personalidad, congestionada de amor
propio, se había puesto en pie.
Todavía el furgón de cola corría bajo la marquesina de la estación de
Irún, cuando El Tímido, que iba detrás de mí, comenzó a temblar. Su
miedo me turbó.
--¿Sucede algo?--le pregunté.
--Los túneles--balbuceó--; ya empiezan... ¡horribles!... No puedo con
ellos...
Callé: yo no sabía lo que eran túneles, ni lo que eran puentes...
Además, no podía pensar: la locomotora aceleraba su marcha y yo ponía
toda mi atención en rodar bien. La oí silbar; entre los ribazos
acantilados, cada vez más altos, que bordeaban el camino, su grito
tableteó ensordecedor. Inquirí:
--¿Por qué silba La Recelosa?...
El Tímido repitió:
--Los túneles... los túneles... ¡Hazte cuenta de que has muerto y de que
te entierran!...
No pude oir sus últimas palabras, porque súbitamente vi, bajo mis
ruedas, un vacío, lleno de claridad. Me sentí en el aire; me pareció
volar...; sin embargo, allí el estrépito del expreso era mayor.
--¡Estamos sobre el Oyarzun!--gritó un _sleeping_.
Casi al mismo tiempo aquella claridad extraña, que venía de abajo, y la
otra claridad, la del crepúsculo, se apagaron instantáneamente. Una
horrible tiniebla nos envolvió; el ruido ensordecía; el humo de la
máquina nos envolvía y lo sentíamos deslizarse sobre nuestras techumbres
arremolinado, pegajoso y caliente. De pronto, también cual por arte de
magia, el fragor que se apacigua, el soplo refrescante del aire libre,
la alegría del cielo que empieza a estrellarse...
--¡Ya sabes lo que es un túnel!--me dijo el _sleeping_ que iba a mi
lado, y a quien mi inocencia divertía.
El Hermano Sommier se equivocaba: yo ignoraba aún lo que fuera un túnel;
había penetrado en él tan inesperadamente y lo recorrí en un estado de
aturdimiento tal, que “no lo vi”; mi conciencia acongojada no pudo
apoderarse de la impresión. La imagen del puente tampoco reaparecía en
mi espíritu diáfanamente. Preocupado con cuanto dentro de mí sucedía,
las estaciones de Pasajes y San Sebastián me escaparon inadvertidas. En
los diez y seis kilómetros que separan Tolosa de Beasaín, atravesamos
cuatro túneles y cruzamos quince veces el Oria. Pero yo continuaba medio
inconsciente: nuestra marcha era demasiado rápida, las sensaciones,
todas, fuertes y nuevas, se sucedían y, acumulándose, se emborronaban.
Mi mismo ahinco por entender, me impedía entender. Apenas veía, apenas
oía. Añádase a esto que el miedo a descarrilar ocupaba todo mi espíritu:
me sucedía lo que a los malos jinetes, que embarazados con el rendaje y
los estribos, y temerosos de que la cabalgadura les tire al suelo, no
atienden al paisaje.
Hasta más allá de Miranda de Ebro no empecé a serenarme.
Desgraciadamente, con la serenidad me vino el miedo. Muchas veces
llamamos heroísmo a una ceguera, y miedo a una mayor comprensión. ¡Y yo
iba comprendiendo! Cruzar un puente era lanzar sobre dos cintas de
hierro las trescientas toneladas que pesaba nuestro convoy; bordear un
abismo confiándonos a la gracia resbaladiza y felona de una curva, era
exponerse a despeñarnos; atravesar un túnel equivalía a echarse una
montaña a cuestas. En los puentes, el expreso, cuya sombra temblaba allá
abajo, sobre el cristal de algún río o el árido carrascal de una
hondonada, tenía algo de pájaro; y, cuando se soterraba, algo de reptil:
bajo la tierra, donde todo es negro, rezumante y húmedo, parecía un
gusano; y en los viaductos, donde todo es luz, aire y libertad, parecía
una saeta. En el horror de los túneles, se compadece a los mineros; en
la alegría de los puentes, se envidia a los pájaros...
Ya en Castilla, a la sazón llena de luna--era próxima la media noche--la
tranquilidad me volvió. Con su enorme horizonte sin ecos, la meseta
ibérica invita a la contemplación. Por ella los trenes corren
silenciosamente, el humo se va y el augusto reposo de la planicie satura
las almas de equilibrio.
Al salir de Medina del Campo, donde un empleado, provisto de un farol,
me examinó y aceitó las ruedas, yo me hallaba bien. Había recorrido,
casi sin detenerme, más de cuatrocientos kilómetros y, sin embargo, no
estaba cansado.
El _sleeping_ se interesaba por mí; lo aprecié en la ayuda que, más de
una vez, me prestó en los momentos difíciles del camino.
--¿Cómo marchas, chaval?--indagó.
--Bien.
--¿Te duele el cuerpo?
--No.
--Duro eres, muchacho, porque La Tirones, que nos arrastra desde
Miranda, tiene muy brusco el trato.
Yo no me había percatado de que en Miranda de Ebro La Recelosa había
sido substituída por La Tirones, más ligera y mejor corredora. El
Hermano Sommier me informó de que este cambio era obligatorio, y de que
en Avila volveríamos a cambiar de máquina.
--De Avila a Madrid--agregó--nos llevará La Caliente, que, como La
Recelosa, pertenece a la “serie cuatro mil”. Es una de las locomotoras
de mayor arrastre de la Compañía.
Enfrentábamos la estación de Ataquines, último pueblo de la provincia
de Valladolid. El Tímido terció en el diálogo; mostrábase jovial:
--En pasando de Burgos--exclamó--lo mismo me da una máquina que otra. Yo
adoro en Castilla; adoro esta tierra noble y franca--tierra sin
dobleces--donde se camina en línea recta; en Castilla ves llegar el
peligro, y puedes evitarlo. Pero en los países montuosos la muerte te
hiere a traición: la montaña es el disimulo, la celada... Y no soy yo
solo quien discurre así: pregúntaselo a El Presumido, que viene detrás,
y que en cuanto pasamos de los tres túneles de La Brújula y cruzamos el
Arlanzón, empieza a cimbrearse más que una tonadillera.
El Tímido y yo llegamos a ser camaradas fraternos. Procedía también de
los talleres de Saint-Denis, y aunque llevaba más de veinte años en
España, suspiraba por Francia, donde apenas hay túneles. Había sido
reparado y barnizado varias veces, hasta que la intemperie y el humo lo
pintaron de negro definitivamente.
Nuestros compañeros le creían neurasténico, pero no era la neurastenia,
sino el reuma, lo que le afligía, y de ahí su miedo a viajar bajo
tierra. Yo le quise mucho; tenía el andar ágil y nunca se hizo el
remolón en las cuestas arriba.
Traspuesta Avila, la reliquia de las nueve puertas y de las noventa y
seis torres, El Tímido me habló con terror evidente del viaducto de la
Lagartera, al que seguían tres túneles de los cuales el último, llamado
de Navalgrande, medía más de mil metros. Según mi colocutor, era un paso
peligroso. Tanto dijo, que consiguió preocuparme.
--¡Calla ya!--le supliqué--; ¿qué mejoras con asustarme?
No me hizo caso: como todos los aprensivos, hallaba placer en transmitir
su miedo.
--Tú has de verlo--repetía--, tú has de verlo; un día ese maldito nos
tragará a todos.
Empezaba a clarear. Sin saber por qué, las agorerías de mi compañero me
colmaron de espanto. ¿Y si su vaticinio se cumpliese? Me sentí roto,
condenado a eterna podredumbre y a eterna sombra, bajo la montaña
ingente, y quise huir. Di un tirón, para arrancarme de los rieles.
--¿Qué haces?--murmuraron malhumorados los _sleeping_.
Sin responder, realicé un segundo esfuerzo; prefería descarrilar a
seguir. Ibamos a lanzarnos sobre el viaducto y La Caliente empezó a
silbar; luego apretó los frenos y mis ruedas patinaron. Tuve un nuevo
arranque de rebeldía, sin embargo.
--¿Qué haces, muchacho?--repitió el _sleeping_.
Y El Tímido:
--Sigue, sigue... En este oficio, se obedece o se muere. ¡Sigue!...
Un _sleeping_ tiraba de mí; El Tímido me empujaba; La Caliente acababa
de quitarme la voluntad. Furioso, convulso, arrastrado por el invencible
imperativo de la inercia, crucé el viaducto; pero al entrever la boca
del primer túnel inicié--no me explico cómo--un ademán de retroceso que
se extendió desapaciblemente a todo el convoy. Merced a mi rebeldía hubo
un tempestuoso entrechocar de topes. Detrás y delante de mí, un murmullo
de desconfianza y de cólera se produjo: rezongaban el coche-correo, los
furgones, Los Hermanos Sommier, El Tímido, El Presumido, Doña
Catástrofe. Hasta El Misántropo protestó:
--¿Qué sucede? ¿Quién se para?...
Así, impelido, magullado, indefenso, me hundí en el túnel de
Navalgrande, y cuando salí de él una alegría, que instantáneamente se
resolvió en resignación y obediencia, me poseyó. Tuve vergüenza de mi
cobardía. “Nunca más volveré a rebelarme”--decidí. Reanimado por esta
noble determinación, me lancé a través del Puerto de Avila, gané las
alturas de Herradón y a las siete exactamente de la mañana llegaba a
Madrid.
Mientras nuestros pasajeros se marchaban, y los mozos de andén
descargaban nuestros furgones, Los Hermanos Sommier me interrogaron:
--¿Cómo te sientes?...
--Bien--repuse.
Todo el convoy se preocupaba de mí.
--¿Estás cansado?
--No.
--¿Nada te duele?
--Nada.
¡Y era verdad! Mi salud era perfecta. En mi organismo atlético ni un
solo tornillo se había movido. Mis compañeros me observaban, me
admiraban.
--Propongo--dijo un _sleeping_--que a este buen mozo le llamemos El
Cabal.
Todos asintieron; y así, sin otra ceremonia, quedé bautizado.
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