Memorias de un vagón de ferrocarril - 11

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Además, me preocupaba aquel maleficio rojo que, según Dos-Caras, actuaba
sobre mí. “La sangre llama a la sangre”--había asegurado el viejo
compañero; y la Muerte, que me visitó cuatro veces en menos de veinte
años, podía volver...
De Valladolid me rodaron hasta Madrid, donde estuve olvidado varios
días, y luego me agregaron al “rápido” de Asturias en substitución de un
“primera”, que, sin gloria, hallábase “de maniobras”, descarriló y se
partió un eje. Este regreso a mis antiguos días de esplendor me causó
gran satisfacción; equivalía a haber resucitado. Durante los siete u
ocho años que formé en el correo de Galicia, donde los vagones no se
comunicaban, mis fuelles estuvieron inactivos; yo los sentía
anquilosarse poco a poco en la ociosidad, y eran para mí como esos
muebles de lujo que hablan a sus dueños arruinados de un pretérito
mejor. Al usarlos de nuevo, al apreciar cómo su esfuerzo me acercaba y
ligaba a mis camaradas, el orgullo de clase tornó a cosquillearme: los
“correos”, como los “mixtos”, son convoyes heterogéneos, trenes de
acarreo, a quienes la mezcla de categorías sociales desposee de unidad;
en ellos los vagones, aunque rueden juntos, no pueden hallarse
verdaderamente unidos, porque se desprecian o se odian entre sí, como
sus viajeros; mientras los “expresos” y los “rápidos”, cuyos coches
tienen dimensiones iguales y peso análogo, trepidan menos, corren y
frenan mejor, y representan un núcleo, una casta.
Sobre la línea de Asturias trabajé dos meses; lo suficiente para conocer
la imponente hermosura selvática del Puerto de Pajares, que, desde
Busdongo, donde empieza el célebre túnel de La Perruca, a la estación de
Puente de los Fierros, es, según dictamen de muchos viajeros, uno de los
parajes más bravos, ariscos y maravillosamente accidentados del mundo.
Cierta mañana, a poco de regresar a Madrid, supe que los guardavías
tenían recibidas órdenes de trasladar todas las “primeras” del “rápido”
asturiano a una vía de descarga. ¿Por qué? Ni mis compañeros ni yo
sospechábamos el motivo de tal resolución. A la mañana siguiente, a la
hora acostumbrada, vimos partir el “rápido”, que había sido “nuestro”,
provisto de unidades nuevas, y con la pena de no marchar sufrimos la
vergüenza de la preterición. A nosotros, veteranos del camino, se nos
posponía a aquellos coches bisoños, probablemente mal construídos.
Transcurrieron varios días; unos días de septiembre, lloviznosos y
tristes, que agravaban nuestra pesadumbre. Nos sentíamos despedidos;
estábamos cesantes. Pasó otra semana. Y, entretanto, el sempiterno ir y
venir de los trenes, el traqueteo animador de las locomotoras
resoplantes, el parlar misterioso de los discos, toda aquella
enfebrecida existencia de estación, en fin, junto a la cual nuestra
inmovilidad parecía aún más trágica.
Al cabo, una tarde recibimos la visita de tres señores, muy apersonados
y de muy tacaña conversación, que iban a examinarnos; y por lo que
hablaron supimos que la Compañía de ferrocarriles del Norte vendía
doscientos vagones a la Compañía Madrid-Zaragoza-Alicante, y que en el
lote figurábamos nosotros. Al reconocerme--y lo hizo con severa
escrupulosidad--uno de aquellos caballeros exclamó:
--¡Este coche no parece malo!
El señor a quien dirigía la observación repuso:
--Lo repararon hace poco: puede decirse que está nuevo.
Reflexiones ambas que me entristecieron y ofendieron con la compasión
que demostraban hacia mí. Mis examinadores, al justipreciarme, lo hacían
recordando mis años de servicio, como convencidos de que no en mi
presente, sino en mi propia historia, estaba mi mayor éxito. Respecto de
esto no me era posible dudar, pues cuando de algún individuo u objeto
decimos que “no parece malo”, es que tampoco lo juzgamos bueno. Fuimos
aceptados, sin embargo, mis compañeros y yo, y otra mañana una
máquina-piloto tiró de nosotros y, circunvalando la capital por líneas
que jamás habíamos visto, nos dejó cerca de la estación del Mediodía, en
un sitio desde el cual divisábamos la parte superior de un hermoso
edificio, que más tarde supe era el Ministerio de Fomento.
Este cambio contrarió a todos mis camaradas, menos a mí. Realmente mi
juventud más tenía de simulada que de real: el accidente de Toral de los
Vados me había modificado: a intervalos experimentaba, aquí y allá,
dolores profundos, y en las grandes velocidades mis vargueros gemían. A
mí, antes tan sólido, tan callado, ahora todo me hacía suspirar: a veces
era un eje lo que se quejaba, otras el marco de una puerta; en aquella
parte, especialmente, donde mis últimos carpinteros habían creído
sorprender varias rodaduras, mis maderas, no bien se recalentaban con el
movimiento, producían un quejido monótono, fino, casi musical; algo
parecido a ese “soplo” que los médicos escuchan en los corazones
gastados. Era evidente que el reuma, el seguro enemigo de los organismos
que empiezan a cansarse, iba infiltrándose en mí; las lluvias, y más aún
la escarcha, me dañaban, así como los caminos en cuesta, que,
desnivelándome, imponían a mis paredes un esfuerzo mayor; por todo lo
cual me holgué de verme destinado al Mediodía, donde la llanura del
terreno suaviza el trabajo, y el sol calienta con mejor ahinco, y el
aire es más seco.
--Cualquiera de las líneas que llevan a Andalucía o a las regiones
levantinas--pensé--será cordial para mí como una estación de invierno.
Grande fué mi alegría al verme añadido al expreso de Sevilla, que salía
de Madrid a las ocho y veinte de la noche. Por la mañana--y como para
borrar mi pasado--, dos hombres se ocuparon en substituir la mayoría de
los anuncios y paisajes que exornaban mi corredor por otros
correspondientes a la región Sur. A las bebidas espumosas del Norte,
sucedieron los vinos de Jerez y de Málaga, y las fotografías de San
Sebastián, Bilbao, La Coruña y Gijón, fueron reemplazadas por otras
flamantes de Sevilla, de Granada y de Córdoba. Yo estaba inquieto y
alegre, así por la novedad del camino, como por la curiosidad de conocer
a mis compañeros de ruta.
A media tarde fuí colocado en el tercer lugar del convoy, empezando a
contar por la cabeza. Detrás del primer furgón iba un “primera”, a
quien, por hacer justicia a su color, llamaban El Negro; luego, yo; y a
mi zaga otro “primera”, muy fachendoso y contento de sí, apodado El
Majo, y que disfrutaba fama de matón, porque una vez, yendo de maniobras
con la máquina, embistió contra dos “terceras” abandonados en una vía, y
los descarriló. Tenía unos topes bruñidos y poderosos, hablaba
campanudamente y con señalado ceceo andaluz, y gloriábase de poseer un
peso neto de treinta y ocho toneladas. Estas circunstancias le erigieron
en jaque del expreso, y todos, hasta los mismos coches-camas, le
testimoniaban respeto.
Mientras llegaba la hora de partir, mis camaradas me dijeron sus nombres
y quisieron, a su vez, saber quién yo era y de dónde venía. Sucintamente
respondí a sus averiguaciones--pues nunca me gustó caminar de prisa en
la amistad--; les manifesté haber servido cerca de nueve años en la
línea de Hendaya, que más tarde pasé a la de La Coruña--callé que en un
“correo”--y que después del choque de Toral de los Vados trabajé dos
meses en la ruta de Asturias, de donde venía. Mi acento, marcadamente
castellano, pero con inflexiones, a veces, gallegas y vascas, divertía a
mis oyentes. Todos, para mirarme, adoptaban un empaque de superioridad;
debí de parecerles desabrido, sencillote y hasta un poco tonto, quizás.
Me sentí mal acompañado; aquellos majaderos se proponían amedrentarme
para reir a mi costa; yo acababa de llegar y querían hacerme pagar la
“novatada”; era algo de lo que--según muchas veces he oído contar--les
sucede en las academias militares a los alumnos recién llegados.
--¡Buen chasco vais a llevaros!--meditaba yo.
Bruscamente, con su aire atropellador de perdonavidas, El Majo me
interrogó:
--¿De dónde eres tú?
--¿Y tú?--repliqué en el mismo tono insolente.
--De Zaragoza.
--Yo nací en Saint-Denis.
--¿San... qué?...
--Saint-Denis--repetí.
--Franchute, entonces...
--No; franchute, no; francés. Y, desde que llegué a España, me llaman El
Cabal, nombre que te explicará mi condición; y es que soy completo; o,
lo que es igual: que, como nada me falta, nadie puede tener más que yo.
--Así debe ser--repuso El Majo.
Pero sentí que lo decía a regañadientes y que me guardaba rencor.
Habían dado la entrada en el andén a los viajeros de Andalucía; nuestros
asientos comenzaron a ocuparse aceleradamente y las risas y voces del
exuberante carácter meridional apresaron mi atención por completo. Nada
sorprende tanto a los extranjeros, como este radical polifacetismo del
alma española. Un viaje alrededor de España equivale a una excursión por
cinco o seis países totalmente diversos. Cada región hispana tiene su
carácter, su arquitectura, su música, sus bailes, sus trajes: los
romanos no pudieron vencer a los cántabros, y vascos y astures--aunque
muy distintos entre sí--conservan la sangre de los iberos primitivos;
los gallegos son celtas; los andaluces y valencianos descienden de
árabes; los godos, los francos y los fenicios, influyeron en
Cataluña...; ¡y divierte observar cómo cada una de estas regiones
proyecta en los andenes madrileños, a la hora de salida de sus
respectivos trenes, una especie de aliento! Cada convoy es una
prolongación de aquella provincia lejana que le impone su nombre, un
reflejo de su alma. En el expreso de Hendaya, no obstante su
cosmopolitismo, predominan las espaldas anchas y huesudas, las largas
narices aguileñas, los pómulos descarnados y los ojos claros, de la raza
vasca; los huéspedes de los convoyes galaicos y astures son hombres
serios, prudentes y de trato a la vez respetuoso y cordial; se oye
platicar en gallego y en bable mesuradamente, y suele haber para las
mujeres que ambulan solas un respeto hidalgo. El Mediodía es más
turbulento: en los expresos y correos que van a Barcelona--años después
lo comprobé por mí mismo--sólo se habla catalán; en los de Valencia,
valenciano, y andaluz en los de las líneas andaluzas. Por las noches,
durante ese par de horas en que la mayoría de los trenes se va, cada una
de las dos grandes estaciones ferroviarias de la Corte reasume el
“plano moral” de media Península.
El buen humor español que, la verdad, nunca me pareció muy grande, es
patrimonio exclusivo de las regiones frías: las provincias Vascongadas,
Aragón, Galicia y Asturias son alegres: lo proclaman sus músicas, sus
bailes, su inclinación a los deportes físicos, su potencia estomacal, y
algo candoroso que preside los regocijos populares bajo las pomaradas
norteñas. En cambio, Castilla, y más aún Andalucía--la vieja
Vandalia--son tristes, como la llanura. El regocijo del andaluz es
epidérmico; el andaluz se ríe con la piel; ríe por elegancia, por
altruísmo, porque sabe que el dolor es desagradable; pero su carne, toda
su carne sensual, es trágica. No incurramos en la vulgaridad, harto
extendida, de confundir la alegría con la gracia. Un hombre puede ser
muy gracioso y estar siempre muy triste, como aquel clown protagonista
de un cuento célebre; o, por el contrario, hallarse de felicísimo humor
y con muchas ganas de reir, y carecer absolutamente de gracia. Estos dos
conceptos, no obstante su diversidad evidente, suelen enredarse en
nuestro espíritu por obra de aquella costumbre--reflejo de nuestro
egoísmo--que tenemos de creer a los demás en la misma disposición de
ánimo que nosotros. Alguien, con sus donaires, pellizca nuestra
hilaridad, y en el acto suponemos que también él se ríe; e,
inversamente: calificaremos de triste a quien, por placentero que sea,
no acierte a divertirnos. Así los andaluces, aunque en secreto lloren o
se aburran, se nos antojan felices, pues poseen, como ningún otro pueblo
de la tierra, el misterio de la buena risa. El contento es para ellos
una especie de traje, y cada cual se esfuerza en comparecer mejor
vestido que nadie: si éste triunfa con un dichete, aquél procurará
acertar con dos: para el andaluz la gracia es la forma más usual de la
filantropía. “A nuestro interlocutor--piensa--debo entretenerle,
consolarle, ayudarle a olvidar sus penas, que más de una tendrá.” Al
aludido le sucede lo propio, cada cual pone sobre su drama interior una
pirueta, y así, del dolor secular--dolor de raza--de todos los
andaluces, brota paradójicamente la eterna gracia proverbial de
Andalucía.
Yo, en siete años que rodé por aquellas tierras inolvidables de Córdoba
y de Sevilla, me divertí mucho con el inagotable picante humor de las
charlas, la pimienta de las preguntas, la oportunidad traviesa--a veces
corrosiva--de las réplicas, y toda aquella sal prodigada sin medida no
bien la conversación se enciende.
La noche a que antes me refería--la de mi primer viaje a Sevilla--era
una de las últimas de junio, y el mucho calor parecía desentumecer en
todos el deseo de hablar. Peregrinaba con nosotros, rumbo a Cádiz, una
compañía de comedias, y la mayoría de los actores se repartieron entre
mis compartimientos y los del Negro. Todos, o casi todos, eran
andaluces. La primera actriz, Matilde Manzano, a quien yo había llevado
a San Sebastián y a La Coruña otros años, iba en el primer coche; el
“galán joven”, cuyo nombre no pude saber porque sus camaradas le
llamaban “Pedro Domecq” haciendo honor al mucho coñac que bebía, viajaba
conmigo. Desde sus respectivas ventanillas, la Manzano y el comediante
hablaban a gritos:
--¿Sabe usted a quién le dí un pellizco esta tarde?--decía él.
--A una gorda, sería.
--Se equivoca usted: a una flaca.
--¡Jesús, qué mal gusto!
--A Pilar Gil.
--No me diga usted dónde la pellizcó.
--Donde me pareció que tenía más carne.
--De todos modos llegaría usted al hueso en seguida.
--¿Que si llegué?... ¡Como que perdí la uña!...
El picante discreteo continuó. “Pedro Domecq” quería atraer a la actriz
a su departamento; ella resistía y coqueteaba:
--Véngase usted aquí, criatura...
--¿Hay algún asiento desocupado?
--¿Pero usted cree que yo iba a ofrecerla un asiento, como a una vieja?
--¿Entonces, qué?
--Mis rodillas, que parecen hechas de plumas, por lo blandas.
--No me convienen.
--¿Iba usted a tener mucho calor?
--Demasiado frío, porque es usted muy fresco. Mejor voy aquí, y así no
podrá usted negar después que ha venido siguiéndome toda la noche...
--No hay inconveniente, con tal de que en Cádiz se deje usted alcanzar.
Atajó el diálogo la aparición en el andén del empresario, que iba a
despedir a su compañía. “Pedro Domecq” le interpeló en seguida, y por la
confianza irreverente con que se trataban comprendí que eran amigos
rancios:
--¿Qué quiere usted que le traiga de Sevilla, don Emilio?...
--Hombre... ¡qué sé yo!...
--Pida usted sin miedo, que con lo grandecita que tiene usted la boca ya
puede hacerlo. ¡Venga! ¿Qué le traigo? ¿La Giralda?
--Como traer... me gustaría que trajeses un poquito más de gracia de la
que te llevas.
--¡Eso es muy difícil!... ¿No le sería a usted igual que le trajese,
para su uso particular, cien gramos, siquiera, de vergüenza?...
--¿Dónde ibas a comprarla?
--Yo preguntaría dónde la venden buena.
--Como quieras: pero considera, niño, que tú no entiendes de eso y van a
engañarte...
En el momento de arrancar el tren, los alegres servidores de la
farándula empezaron a aplaudir a don Emilio, que les saludaba con el
sombrero.
--¡No gastéis los aplausos--repetía el empresario--; no los gastéis, que
luego os harán falta!...
Desde todos los coches, muchos pañuelos blancos y muchas manos de mujer,
decían “adiós”.
Apenas caminamos un poco, una ráfaga de aire oreó nuestro abrasado
interior; el calor, no obstante, era fuerte, y las caras de mis
huéspedes aparecían bruñidas y como barnizadas, por el sudor. Pasamos
raudos ante las estaciones de Villaverde, de Getafe y de Pinto, en cuyo
castillo corrieron las lágrimas de la Princesa de Eboli, y al detenernos
en Valdemoro, “Pedro Domecq” empezó a llamar desde una ventanilla:
--¡Señorita Manzano!... ¡Señorita Manzano!...
La actriz se asomó:
--¿Qué quiere usted?...
--Hacerla una pregunta.
--Diga.
--¿No cree usted que hace un calor impropio de esta estación?...
Matilde Manzano se echó a reir, y con ella muchos pasajeros. De
ventanilla en ventanilla volaban donaires; un buen humor pueril, una
alacridad de feria, estremecía el convoy. Transcurrió otro cuarto de
hora, y, al llegar a Aranjuez, nuevamente “Pedro Domecq” volvió a
gritar:
--¡Señorita Manzano!... ¡Señorita Manzano!...
Por segunda vez, la gentil comedianta dejó ver su rostro picaresco:
--¿Qué necesita usted, fiebre tifoidea?...
--¿No piensa usted, como yo, que sigue haciendo un calor impropio de
esta estación?...
Algunos de mis inquilinos habían pasado al _dining-car_, pero la
mayoría, en la que figuraba “Pedro Domecq”, cenaba dentro de mí, lo
cual, como siempre, alarmaba gravemente mi afición a la pulcritud.
Más allá de Castillejo, donde estacionamos dos minutos, empezó a herir
mi atención la desolación de la llanura manchega, más triste aún que las
planicies de la Nueva Castilla. Todo yacía muerto, horriblemente seco,
bajo la luna lívida; lo que no era polvo, era piedra, y entre los
repechos amarillentos sobre los cuales los viajeros, asomados a las
ventanillas iluminadas, recortaban sus sombras, el estrépito del convoy
resonaba como los ruidos en las casas desamuebladas. Aridos, pajizos,
teñidos por una melancolía de osamenta, los pueblos de Villasequilla,
Tembleque y Villacañas, fueron quedando atrás; mas no bien hacíamos
alto, resonaba la voz irónica de “Pedro Domecq”, que indagaba:
--Señorita Manzano: ¿no cree usted que reina un calor impropio de esta
estación?...
Desvelados por la temperatura bochornosa, muchos pasajeros celebraban
con carcajadas aquella interrogación que, cuanto más repetida, mayor
gracia parecía tener.
--¿Qué tal máquina llevamos?--pregunté al Negro.
--Superiorísima--contestó cayendo en seguida, a fuer de andaluz
legítimo, del lado pintoresco de la hipérbole--; cuatro años hace que
ruedo con ella y no me ha dado un disgusto. Frena bien y en invierno
administra el calor como ninguna. Si no echase más agua que humo, sería
perfecta; nosotros, por eso, la llamamos La Regadera. En Córdoba nos
recogerá La Sabrosa: ¡un dije!... blanda, voluntariosa y suave; una
locomotora que cuando dice “¡allá voy!”, parece una paloma...
Estas noticias me tranquilizaron: a pesar de ser bisoño en aquel
expreso, me satisfacía hallarme entre vagones distinguidos, y con un
“jefe de tren” y un “guardafreno” y “vigilantes” y “rutas”, a mi
servicio, como antes, en mis años prósperos. La Regadera tenía un andar
rítmico y cómodo, favorable al sueño; mis inquilinos iban sosegándose y
su silencio me invitaba a dormir: la mayoría de mis luces estaban
apagadas y una laxitud inefable me invadía: poco a poco dejé de oir,
dejé de ver; mis sensaciones quedamente, como de puntillas, se
alejaban... Una detención súbita me despertó; estábamos en Baeza y
empezaba a clarear.
La voz, enronquecida por el coñac y el frío del amanecer, de “Pedro
Domecq”, repetía inútilmente:
--¡Señorita Manzano..., señorita Manzano!... ¿Verdad que hace un calor
impropio de esta estación?...


XVIII

Hecho a viajar, en pocas semanas mi bien ejercitada atención conoció
detalladamente las particularidades y horizontes de la principal línea
andaluza; y cuanto más recapacito en las sorpresas que me dió su
estudio, pasmo mayor me causa la pluralidad de máscaras o facetas de la
psicología hispana. Aquí, más que en ninguna otra nación, un monte, un
río, una falla del terreno, poseen capacidades aisladoras inverosímiles.
Conocer Andalucía, conocer Galicia, o Castilla, o Aragón, o Valencia...
no faculta al extranjero a decir: “Conozco España”. ¿Y cómo no sería así
cuando la variedad de pueblos, rudos y combativos, que por aquí pasaron,
no pudiendo fundirse totalmente unos con otros, hicieron de ella, más
que “un alma”, un increíble “racimo de almas”? Si aplicásemos a nuestra
península las reglas de la metoposcopia, sacaríamos en limpio que
España, con sus estepas tristes, desjugadas, amarillentas y rugosas,
parece un viejo rostro cansado de llorar. Sus montes pelados, sus
planicies estériles, sus ríos sin agua--aquellos mismos que hace siglos
prodigaron su riqueza y hoy corren humildes como millonarios
arruinados--, nos hablan de un larguísimo historial de guerras y de
salvajes fanatismos, y los odios centenarios que separaron a unas
ciudades de otras, aunque pulidos por la cultura, duermen todavía en lo
inconsciente de la raza y hace de cada español un sujeto poco
gobernable.
Como antes el carácter de las provincias Vascongadas, y luego el
espíritu de la región gallega, así el alma andaluza, rápidamente,
penetró en mí. Mis relaciones con El Majo continuaban siendo de las más
ácidas, y estábamos ciertos de que acabaríamos golpeándonos, pues ni él
renunciaba a sus pragmáticas de baratero, ni yo se las toleraba; en
cambio, las restantes unidades del convoy me querían mucho,
especialmente El Negro, que siempre iba a mi lado, y otro coche apodado
El Rubio y no por su color, sino por el considerable número de ingleses
que había viajado en él; ambos me profesaban conmovedora devoción, y se
hacían lenguas cuando se trataba de elogiar mi sutileza en el arte de
conocer, y mi memoria.
En los quinientos sesenta y tantos kilómetros que hay entre Madrid y
Sevilla, los paisajes que más interesaron mi sensibilidad fueron los
alrededores de Tembleque, por cuyas alturas, sembradas de molinos, pasa
la línea que divide las cuencas del Guadiana y del Tajo. Vienen después
las llanuras quijotescas de la Mancha; las tierras malditas--tierras de
sal--de Villacañas; el castillo morisco de Alcázar de San Juan; el
pueblo de Manzanares, construído sobre los belicosos cimientos de una
fortaleza; y más adelante los de Valdepeñas y Santa Cruz de Mudela,
famosos por sus inmensos viñedos. La estación de Almuradiel ocupa la
altura máxima de la vía, que muy luego, al penetrar en la cuenca del
Guadalquivir, empieza a descender, llega a Venta de Cárdenas y horada la
cordillera Mariánica por el célebre desfiladero o garganta de
Despeñaperros. Los túneles, las curvas peligrosas, los tajos
tableteantes, se suceden, y corremos entre bloques gigantescos cortados
perpendicularmente, como a cuchillo; peñascos áridos y obscuros, de una
adustez castellana. Llegamos a Santa Elena, primera estación andaluza, y
después de Vilches, a la que un viejo castillo señorea, y de Vadollano,
descansamos cinco minutos en Baeza, arrancadero de los trenes para
Granada y Almería. Pasan luego--y sólo he de citar las villas
principales--Menjíbar, que fijó en tiempos pretéritos el límite de las
Españas “citerior” y “ulterior”; Espelúy, en donde deben apearse los
viajeros que vayan a Jaén; la iglesia, con trazas hoscas de alcazaba, de
Villanueva de la Reina; Andújar, a la que sus alcarrazas y botijos
dieron renombre; y más allá de Montoro y de Pedro Abad saludaremos las
siete torres--diez veces centenarias--del castillo de Bujalance,
construído a expensas del tercer Abderramán. Un poco más y ganamos
Córdoba, triste, augusta y hermética--según el público decir--como un
altar: y después Villarrubia, donde una vez don Pedro el Cruel escondió
sus tesoros; Posadas, que acrecienta la blancura de sus edificaciones
con el lozano verdor de sus tupidos naranjales; Peñaflor, que parece
enorgullecerse de su nombre; Lora del Río, a la que sus trigales ponen
un nimbo de oro; Tocina, de donde parte el ramal que guía a Mérida, la
romana; y, finalmente, Brenes, en cuyo horizonte la Giralda, maravilla
de Andalucía, parece rezar a la vez al Islam y a la Cruz...
Las apreciaciones, siempre justas, de mi mejor amigo El Negro, me
ayudaron a registrar en los arcanos morales de las tierras por donde
pasábamos.
--Pertenecemos--decía mi compañero--a un país milagroso; y lo califico
así, pues vive a despecho de cuanto sus habitantes hicieron por
destruirlo. De esa Castilla que tú has recorrido más que yo, la falta de
árboles ahuyentó a los pájaros, que tanto benefician los campos, porque
persiguen a los insectos; y como los árboles faltan, las nubes emigran y
con ellas la lluvia, que todo lo enverdece. ¿Vas contando bien los
eslabones de esta terrible cadena? En Castilla los cambios atmosféricos
son atroces; la sequía te resquebraja, el polvo te ciega y, entretanto,
la langosta fecundiza la tierra endurecida por la incuria de los
hombres. Tú no imaginas el poder asolador de ese insecto: llega en nubes
constituídas por millones de millones de individuos que, al caer, cubren
los sembrados, borran los caminos, desnudan en pocos momentos a los
árboles de su follaje y detienen los trenes. Hace un bienio la langosta
nos paró al salir de Tembleque: no se veían los rieles y todo el campo,
a nuestro alrededor, aparecía negro; la nube había acertado a caer
justamente sobre la vía férrea, y como estos animalitos, al ser
aplastados, expelen una baba oleaginosa, pronto la locomotora empezó a
patinar. Era grotesco, era increíble, que unos bichitos así pudiesen
tanto. La pobre Regadera despedía, como nunca, agua y vapor; jamás la
habíamos visto tan furiosa. El maquinista, para ayudarla, echó en los
rieles arena; pero ésta, al revolverse con el aceite de las langostas
estrujadas, formó una masa que, adhiriéndose a nuestros rodajes, nos
obligó a inmovilidad.
Calló los instantes que tardamos en franquear un puente, y continuó:
--En Andalucía, donde la actividad agrícola es algo mayor, la langosta
no suele presentarse; pero si por allí no hay langostas, hay caciques, y
no sabría explicarte cuál de estas dos calamidades me parece mayor.
¡Casi estoy por decir que al cacique le tiene miedo la langosta!...
--El cacique--interrumpí--descendiente caricaturesco del señor feudal,
es un tipo que abunda en Castilla, en Galicia y, probablemente, en otras
muchas partes.
--Sí--replicó El Negro--, el caciquismo es dolencia muy española; mas no
puede ser grave en las provincias norteñas, donde la tierra está
hermosamente dividida entre pequeños terratenientes; mientras la
desventurada Andalucía, por obra del abandono o mala fe de nuestros
gobernantes, languidece entre unas cuantas manos, generalmente ociosas.
Aquí los terrenos mejores se dedican a ganaderías de reses bravas o a
cotos de caza, y hay millares de braceros que necesitan emigrar en busca
de trabajo. ¡Júralo conmigo, Cabal!... Nuestros hombres se van, no
porque América les deslumbre con su oro, sino porque con su miseria
España les despide. Cabal, en este país, quien no sea militar o fraile o
político, o siquiera empleado de cierta categoría, debe marcharse. Aquí,
los ricos no le dan al necesitado empleo, sino limosna; es más cómodo
para ellos y, desde luego, más teatral.
Estas meditaciones resucitaron en mi memoria las que, a propósito de un
tema bien diferente, me expuso una noche, saliendo de Hendaya, mi viejo
amigo Doña Catástrofe. España se halla depauperada y abúlica; en este
país nuestro, donde el gobernar no es un deber ingrato, sino un negocio,
los pobres no pueden vivir; ¡ni siquiera robar!... Convencida de su
desamparo, la legión trabajadora se encorva pasivamente bajo la
autoridad del cacique y del cura. “Lo que me regatea el
mundo--discurre--me lo dará el cielo.” Porque en los hombres la fe en el
“más allá” crece según la fe en sí propios disminuye. Y, de este modo,
llegan a la muerte sin haber vivido. La riqueza de una nación se mide
por su agricultura, por sus minas, por sus fábricas; cada predio, cada
filón, cada chimenea humeante, es una cifra...; y también, pero
inversamente, por sus catedrales, sus cuarteles y sus alcázares. Esos
mendigos que limosnean a la sombra de las torres de las iglesias,
representan el verdadero cimiento de esas torres, porque lo que las
levantó y mantiene en pie, es el dolor. ¡Ah!... ¿Cómo es posible que los
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