Memorias de un vagón de ferrocarril - 15

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diez...
--¡Qué horror!...
--El tren que debió usted tomar no era éste, el “expreso” de las ocho y
veinte, sino el “correo” que sale cuarenta minutos después, a las nueve,
y llega a Baeza a las seis y media. Hubiera usted podido dormir
cómodamente en él hasta esa hora, y así la espera hasta el momento de
tomar el “correo” de Almería habría sido más corta.
Ella, un tanto molesta, replicó:
--¡Naturalmente!... ¿Por qué no tuvo usted la bondad de explicarme todo
eso cuando aún era tiempo?
--Por egoísmo.
--No le comprendo.
--Por egoísmo, sí, señora: por no privarme del placer de viajar con
usted.
Hallábanse sentados frente a frente, y podían mirarse bien a los ojos.
--¡Caballero--exclamó la joven embridando mal su despecho--en el fondo
de esa galantería no hallo más que una impertinencia inexcusable!
Se había puesto roja y, como antes la ansiedad, ahora la hermoseaba el
despecho. El contestó con una naturalidad desconcertante, por lo
sincera:
--No se enoje usted conmigo, porque sería inútil. Todo cuanto está
sucediendo y ha de suceder esta noche, es inevitable. Medite usted en el
alcance de ese concepto, según los casos, divino o maldito: “lo
inevitable”. Señora: no por la fuerza de mis manos, que antes me
cortaría que emplearlas en contra de usted, sino por dictados de la
simpatía que ya existe entre ambos, y que es la más irrecusable de las
órdenes, ni usted estará mañana en Almería, ni yo llegaré mañana a
Huelva.
Ella inquirió, atónita:
--¿Por qué?...
--Porque usted misma, dentro de un rato y en virtud de una maravillosa
revolución que ya está verificándose en su alma, sentirá, como yo, la
necesidad de abrir en nuestros respectivos viajes un paréntesis de
veinticuatro horas. Sobre la realidad monótona de esos rincones
provincianos adonde nos dirigimos, acaso más que por nuestra propia
alegría para repartir alegría entre los seres que nos aman, está el
ensueño, la casualidad novelesca de habernos encontrado.
Ella, a la vez escandalizada y seducida, creyóse obligada a protestar en
nombre de su honestidad; pero él, por momentos más apremiante y buen
tracista, la redujo a silencio:
--¿No juzgaría usted desfavorablemente--decía--a quien, después de
comprar un billete de teatro, no fuese a ver la función? Pues he ahí el
caso de quien, teniendo un billete para el teatro de la Vida... ¡no
entra en la vida!... Y usted, desde que cruzamos las primeras palabras,
tiene un billete para ese teatro; se lo dió la madre Aventura... la
mejor de las madres... ¡aprovéchelo usted!... Créame; cuando la
Casualidad ríe junto a nosotros, debemos imitarla...
Repelió ella estas teorías con vigor, pero yo, que leía en su
conciencia, me maravillaba de la ninguna fe de sus opiniones, y de la
rapidez con que su gaitero colocutor la había ganado la voluntad. Tan
fué así que, una hora más tarde, el diálogo había cambiado el grave
entrecejo de la polémica por la sonrisa pícara del coqueteo, y
enfrentábamos Castillejo cuando ella y él, sentados ya el uno al lado
del otro, se apretaban las manos con una vehemencia que aceleró el latir
de sus pulsos. Verdaderamente el galán, sabiendo mostrarse con
oportunidad alegre o melancólico, optimista o desengañado, era un
emérito cazador de almas.
--Todo nos acerca--insistía--y, más que la soledad, el misterio, lleno
de intimidad familiar, de la Nochebuena. Es la noche en que todos se
abrazan, en que nadie, ni aun los más infelices están solos...; la noche
que los hijos calaveras aprovechan para volver a su hogar y ser
perdonados... Y por eso, por ser esta noche de perdón, usted escuchó mis
ruegos misericordiosa. Acompañémonos, defendámonos mutuamente de la
soledad... ¡abriguémonos contra el espantoso frío de no ser amados por
quien quisiéramos serlo!...
Hizo ademán de escuchar, y unos segundos permaneció así, el cuello
erguido, las pupilas fulgentes; y agregó misterioso y festivo:
--¿Oye usted lo que dice el vagón?... En este momento nuestro coche
corre con un traqueteo trisílabo, y en esos tres tiempos de su marcha
yo percibo distintamente las tres sílabas del imperativo más dulce:
“Quié-re-le...” “Quié-re-le”... El vagón aconseja a usted quererme; no
se lo aconseja; se lo manda... “Quié-re-le...” No piense usted ni un
instante en desobedecerle, porque podría irritarse y descarrilar.
¡Oigale!...
La tercería que el diestro embaucador me achacaba en su amoroso pleito
me hizo gracia, y desde luego le deseé la victoria. Divertida y risueña,
la joven escuchó también. Luego exclamó:
--¡Es cierto!... Ya le oigo... ¡Ah, es maravilloso!... pero me ordena
todo lo contrario de lo que usted supone; usted ha traducido mal...
Usted percibe tres sílabas y yo distingo cuatro... El vagón dice: “No le
cre-as...” “No le cre-as...” “No le cre-as...”
El se inclinó sobre las manos que la Deseada tenía cruzadas a la altura
del pecho, y, lentamente, devotamente, con unción mística, las besó.
Volvió a incorporarse, acercó su rostro al de ella y mirándola
intensamente a los ojos:
--El vagón dirá--murmuró--lo que tu corazón quiera hacerle decir; porque
todas las interrogaciones y todas las respuestas de la vida están en
nuestro propio corazón. Fuera de nosotros no hay nada. Cuando tú crees
que el mundo te ha dicho algo, es que tu alma se ha contestado a sí
misma.
La joven no respondió, y toda su belleza se cubrió de melancolía,
circunstancia que juzgué bonísimo agüero para él, pues nada como la
Melancolía mulle las camas que luego deshace el Amor. Hubo una corta
tregua. ¿Qué hacía ella?... ¿Soñaba... escuchaba?... Al fin,
lánguidamente, con aquella su voz suave de derrota, de entrega, que
tanto me había impresionado, y como hablándose a sí misma, murmuró:
--Usted tenía razón: el vagón dice: “Quié-re-le...” “Quié-re-le...”
Y cerró los párpados, que él, férvido, se apresuró a besar. Cerca de un
minuto permaneció así, sumido en el éxtasis de aquella felicidad.
Después, sin apartar los labios de donde tan a su gusto los tenía
apoyados, preguntó:
--¿Oyes bien lo que el vagón te manda?
--Sí--replicó ella reclinando su cabeza enajenada sobre el pecho del
hombre--; antes no le oía... pero ahora sí...
--¿Por momentos le comprendes mejor, verdad?...
--Mejor--repitió--, mejor... Creo que ya toda mi vida he de estar
oyéndolo...
Y, feliz de sentirse vencida, y como para agradecerle el bien que la
hizo limpiando su alma de escrúpulos, le echó al cuello los brazos.
El expreso acababa de detenerse, y ante los coches apagados y
herméticos, una voz indolente pregonaba:
--¡Alcázar de San Juan!... ¡Cambio de tren para las líneas de Valencia,
Alicante, Cartagena y Murcia!...
Ibamos, como en la jerga ferroviaria se dice, “a la hora”; eran las once
y diez.
El enamorado habló, susurrante:
--Todo parece caminar al compás de nuestro deseo. Nos quedaremos en
Valdepeñas, adonde llegaremos a las doce menos cinco. Inmediato a la
estación hay un hotel. Aún podemos ir a la Misa del Gallo... y completar
así nuestra Nochebuena... una Nochebuena que recordaremos toda nuestra
vida.
El convoy volvía a moverse, y el estremecimiento que tuve al arrancar
restituyó a la Seducida la conciencia de sus deberes.
--¿Qué dice usted?... ¡Yo no puedo quedarme en Valdepeñas!
Parecía despertar de un letargo profundo, y había espanto en sus ojos.
El indagó, sereno:
--¿Por qué?... ¿No quieres?...
--Sí; querer, sí quiero... Pero es que en Almería está aguardándome
mi...
No concluyó la frase, porque él, rápido, con una mano la cerró la boca.
--¡Calla!--suplicó--; pues no quiero saber quién te aguarda. ¿Son tus
padres?... ¿Tu marido?... No necesito saberlo... ni tú debes decírmelo.
Pero considera que esas personas, a quienes con un telegrama puedes
tranquilizar, te aguardarán siempre... ¡Abarca bien la significación de
esa terrible palabra: “siempre”!... Mientras la aventura que yo te
ofrezco no espera, porque sólo es un sueño...; un bello sueño que se
desvanecerá con esta noche; mi amor es como esos encantamientos de los
cuentos de hadas, que se rompen no bien el día despierta...
Ella le miraba asombrada; no le comprendía.
--¿Y después?--interrogó.
--No entiendo: ¿qué significa ese “después”?...
--Más adelante, ¿cómo haríamos para vernos?... Usted me dijo que iba a
Huelva: ¿reside usted allí?...
--No pienses en eso: que no te interese saber dónde yo vivo, como a mí
no debe interesarme dónde habitas tú: Huelva, Almería, Madrid... ¿qué
importa, si nuestra noche de hoy no ha de repetirse nunca y si jamás
volveremos a saber el uno del otro?...
Calló unos instantes, sinceramente entristecido, tal vez. Los hermosos
ojos negros de la Deseada se habían humedecido.
--¡No volver a vernos!--suspiró.
--Nunca--afirmó él--; porque en eso... ¡sólo en eso!... estriba el
secreto de amarnos siempre. ¿No reconoces que, entre todas las personas
que llenan tu biografía, te sientes, como yo, un poco sola?... Lo cual
significa que ninguna logró acercarse completamente a tu alma. ¿Qué
adelantaría yo, de consiguiente, informándome de tus ocupaciones, y de
con quién habitas, y de todo ese fárrago de monotonía, de tristeza, “de
prosa”, en fin, qué pinta de gris tu vivir cotidiano? Si a mí sólo me
cautiva tu espíritu, ¿a qué preocuparme de cuanto permanece fuera de
él?... Haz tú lo mismo. Yo no quiero, óyelo bien, “no quiero” saber nada
de ti, ni siquiera tu nombre, porque el nombre es una “materialización”
del alma; algo que la vulgariza, que la ensucia un poco; y, además,
porque llegando a mí y marchándote sin quitarte el antifaz del anónimo,
no ofenderemos a las personas que, a su modo, te aman. Date a mí esta
noche, que más adelante, en el ingrato filar del tiempo, no llamaremos
Nochebuena, sino “Noche-Unica”; y mañana, en trenes distintos, huyamos
el uno del otro.
Seguía ella sin interpretar bien lo que el desconocido la proponía; pero
su corazón, impulsivo y sentimental, ya le amaba.
--Te quiero--balbuceó--, te quiero, dueño...
Su violenta confesión tuvo más de sollozo que de alegría. El replicó:
--Nos querremos siempre, y voy a explicarte la razón. Di: desde tu
primera juventud, ¿no acariciaste la alegría de pertenecer a un hombre
que te adoraba y en quien tú adorabas?
La ingenua exclamó:
--¡Es cierto!
--¿Tenía un semblante determinado ese hombre?
--No.
--¿Cómo se llamaba?
Ella repuso, sorprendida de cómo aquel breve diálogo esclarecía su
comprensión, todavía remisa:
--No lo sé; nunca le puse nombre.
--¿Ves?... Luego, si jamás tuvo cara ni nombre, ¿por qué no sería yo?...
Y eso, puntualmente, me sucede contigo. Si, dóciles a la universal
rutina, nos dijésemos nuestros nombres, en el acto tendríamos un punto
de semejanza con los millones de mujeres y de hombres tocayos nuestros;
mientras que, manteniéndonos innominados, tú siempre serás para mí
“Ella”... ¿comprendes?... la “Sin Nombre”... la “Unica”..., y yo, para
ti, igual...
Desfallecida, emborrachada por el pique novelesco de aquella aventura,
la joven repetía:
--Lo que tú quieras... decide tú...
--Mañana, después de haber sido muy dichosa, ¿tendrás resolución para
irte?...
Y, como no obtuviese respuesta, añadió:
--Bien; así me gusta; no te pesará... porque más adelante, cuando tu
experiencia madure, reconocerás que el más esforzado amor dura menos que
nuestra breve vida, y es con relación a ella--¡oh, dolor!--como un traje
“que nos hubiesen cortado pequeño”...
Estábamos en Valdepeñas. Una voz anunciaba:
--¡Valdepeñas!... ¡Un minuto!...
Instantáneamente los dos enamorados se levantaron, acelerándose en
recoger sus equipajes.
--¿Oyes?--exclamó él triunfante--: la felicidad pasa, y para llevarnos
consigo nos otorga un minuto. ¡Lo justo!...
Bajaron al andén y les vi dirigirse, con andar célere, hacia la puerta
de salida de la estación.
A lo lejos, en la obscuridad fría y estrellada de la noche, las campanas
volteaban felices anunciando que Jesús había abierto los ojos...


XXII

Al Barítono, que rodaba delante de mí, le referí por pasatiempo el
original idilio que acababa de presenciar.
--¡Dichoso tú!--interrumpió desabridamente--, pues tuviste la suerte de
tropezar con gente limpia. ¡Si supieras cómo voy!...
--¿Qué te sucede?...
--No me lo preguntes; estoy como para que me metan en lejía ocho días
seguidos.
Le rogué que no mortificase por más tiempo mi curiosidad, y que
desembuchase sus cuitas procurando desfigurar la verdad lo menos
posible; y dije esto, porque tenía entre nosotros fama merecidísima de
fantaseador y embustero.
--Sucede--explicó--que viaja conmigo el tipo más extravagante y gracioso
que puedes soñar. Va solo, y cuando se quitó el gabán advertí que iba
vestido de “smoking”. “¿De dónde sale este hombre?”--pensé. Es pequeño y
rubio, muy rubio, casi albino; usa monóculo; parece inglés, pero es
español, acaso del riñón de Castilla la Vieja, porque, al hablar, ni de
milagro se come una letra. Apenas dejamos Madrid, extrajo de un maletín
una suculenta merienda, dos botellas de vino de Rioja, otras dos de
Champagne y un frasco de Ginebra. Sirvióse a continuación una copa de
“Rioja”, y con mucha elegancia y enfática ceremonia se puso en pie:
“Señores--exclamó dirigiéndose a unos circunstantes imaginarios--: yo
agradezco infinito esta comida que la cortesía de todos organizó en mi
honor; y lo agradezco tanto más efusivamente, cuanto que el pasar solo
esta Nochebuena hubiera sido muy doloroso para mí. Queridos amigos: yo
brindo a vuestra salud, y hago votos por que el año próximo, en esta
misma fecha, volvamos a estar juntos.” Llevóse la copa a los labios,
bebió parsimoniosamente y en seguida comenzó a batir palmas,
tributándose una calurosa ovación. “Está ofreciéndose un banquete a sí
mismo”--pensaba yo. Con empaque correcto y frío de _gentleman_, “el
hombre del monóculo” se sentó, desdobló su servilleta y empezó a comer.
A intervalos demostraba sostener con los comensales más próximos a él
diálogos breves, para lo cual se interrogaba y respondía
urbanamente:--“¿Otra rodajita de salchichón, marqués?”--“Muchas
gracias.”--“¿Una copita de vino, don Eugenio?”--“Se acepta, sí, señor;
¡y con mucho gusto!...”--“Salud, don Eugenio.”--“¡Salud, señores!...”
Cada vez que libaba, esto es, de tres en tres minutos, se ponía de pie.
No por esto dejaba de charlar.--“Para obsequiarme--decía--no podían
ustedes haber elegido lugar más a propósito. Este hotel es bueno, la
cocina excelente, y desde ese mirador, si hubiese luna, veríamos un
paisaje magnífico. Cuando llegué aquí, hace unos momentos, estaba
triste; pero ya mi melancolía se desvaneció y dentro del corazón oigo
sonar un cascabel. ¡Oh, qué bella es la vida para el hombre que, cual
yo, consigue verse a todas horas rodeado de amigos decidores y
fraternos!...”--“¡Bravo!... ¡Viva don Eugenio!...”--“Mil gracias,
compañeros: y, pues las dos botellas de Rioja, rendidas bajo nuestras
caricias, yacen exánimes, opino que bebamos Champagne.”--“¡¡Muy
bien!!...”
--Con la maestría de un viejo camarero--prosiguió contando El
Barítono--don Eugenio, que así debe de llamarse mi huésped, destapó una
benemérita botella de Clicquot, sonó una detonación, un chorro de espuma
mojó mis asientos y en mi techumbre recibí un taponazo. El hombre “del
monóculo y del smoking” tornó a levantarse: su diestra, que ya
empezaba a temblar, sostenía una copa llena de sol hasta los
bordes.--“¡Señores--exclamó--: con este vino, rubio como las trenzas de
María Antonieta; con este vino que lleva en su alegre frivolidad la
imagen de lo que nuestra vida debía ser, brindemos por la gloria de
Francia!...”--“¡Hurra!... ¡Bravo!...” Don Eugenio se inclinó:--“Gracias,
hermanos: que la Borrachera sea con vosotros...” Tales disparates los
decía muy serio, sin sonreir ni una vez y dentro de la más impecable
corrección de ademanes, cual si estuviese, efectivamente, entre personas
de su mayor respeto. Esta farsa la prolongó más de una hora: poco a poco
se enrojecían sus mejillas, y sus ojos brillantes empezaron a divagar.
La embriaguez le invadía y la lengua se le enredaba, como los
pensamientos. Olvidado de las sombras que le acompañaban, habló consigo
mismo. Le pesaban los párpados y tenía, para levantarlos, que hacer un
gran esfuerzo.--“¿Quieren ustedes más vino?--monologueaba--; ¿no?...
¿Por qué?... ¿Nadie responde?... ¿Eh?... ¿Nadie responde?...” Abrió los
ojos.--“¡Ah!... ¿Todos se han ido?... ¡Cobardes; tenían miedo a
emborracharse y se han ido!... Bueno; me es igual. Beberé yo solo:
afortunadamente, para hacer de mi cabeza lo que quiero, no necesito a
nadie... Venga champagne...” Destapó la segunda botella y un chorro de
vino le empapó la pechera.--“Gracias--continuó--, este frío hace
bien...” De un puntapié arrojó, hasta el tránsito, la maleta que hasta
allí retuvo entre las rodillas y le había servido de mesa.--“¡Se acabó
el banquete!--exclamó--; ya no estoy en un hotel, sino en mi casa; una
casa que se mueve, que está borracha, como yo... ¿Qué hora será?...” Con
mucho trabajo halló su reloj.--“Las once y cuarenta minutos. ¡Bravo!...
A las doce iré a la Misa del Gallo...” Este propósito echó raíces en su
espíritu, y lo repitió cien veces. Permanecía sentado, y mis traqueteos,
que yo procuraba fuesen rudos, le zarandeaban sobre sí mismo con mucha
gracia: tan pequeñito, tan rubio, con los carrillos encendidos, el
monóculo, la corbata ladeada y vestido de smoking, parecía un muñeco. Al
intentar servirse otra copa de champagne, se apercibió de que la botella
estaba vacía.--“¿También tú has muerto?...”--exclamó. La inspeccionó al
trasluz; la agitó en el aire, y su silencio le convenció de que no
quedaba champagne. Entonces, con un gesto triste de desengaño, la tiró
al suelo.--“Vete--gruñó--, no te necesito; perdiste tu alegría; estás
más seca que un corazón. Pero no creas, ingrata, que estoy solo: mira,
me acompaña éste...--empuñó el frasco de la Ginebra--; ¿qué te habías
figurado?... ¿Que iba a serte fiel?... ¡Nunca!... Hay muchas bebidas,
como hay muchos amores. ¡Cambiemos... renovémonos!... Nuestra vida no
puede reducirse a adorar en una sola mujer, ni a beber una sola clase de
vino; la vida es una suma...--reía--: una suma de amores y de
botellas...” Quedó silencioso y como amodorrado, unos minutos; de súbito
le vi recobrarse. Miró su reloj. La idea de ir a la Misa del Gallo le
obsesionaba. Inmediatamente cogió el frasco de la Ginebra. “--Yo
también--barbotó--sé rezar... aunque a mi modo. Jesús mío: por tu divina
tontería de querer redimirnos...” Llevóse el frasco a la boca y trasegó
un buen buche. “--Por los azotes que recibiste atado a la columna...”
Otro buche. “--Por las tres caídas que sufriste en tu calle de
Amargura...” Tercer buche. “--Por la corona de espinas que te
pusieron...” Nuevo trago. “--Por la herida de tu costado...” Otro, y van
cinco. De repente se desplomó sobre el asiento, el frasco cayó al suelo
y la poca ginebra que quedaba en él me la bebí yo. El pobre hombre
empezó a llevarse las manos a la cabeza; estaba lívido. “--Qué mal me
encuentro--balbuceaba--, me duelen las sienes... tengo náuseas... parece
que voy a morirme...” Mis zarandeos agravaban su padecer. Comprendí que
el calor contribuía a marearle y que intentó incorporarse para abrir una
ventanilla; pero el desdichado no podía moverse. Levantó la cabeza y sus
ojos agónicos fueron de un lado a otro, buscando quizás el timbre de
alarma. En mi vida fuí testigo de una borrachera más ejemplar. Yo no
cesaba, ni un instante, de mirarle la boca... ¡ya supondrás por qué!...
El pobre Barítono hizo un gesto de asco, que me removió las entrañas.
--¡Cállate!--interrumpí.
--Hasta que las arcadas que sufría produjeron su efecto natural.
¡Maldita sea mi suerte!...
--Motivos tienes para renegar y darte a los diablos, compañero--le
repliqué--; pero reconoce que un tipo que tiene el “humor inglés” de
endosarse un smoking para ofrecerse a sí mismo un banquete en un vagón
de ferrocarril, es extraordinario.
--Conformes; mas si lo que te he contado te sucede a ti, que eres tan
limpio, revientas de rabia. ¡Si le vieses ahora!
--¿Qué hace?
--Duerme. Se ha caído del asiento y yace en el suelo, sobre un charco de
vino. Parece una vasija rota...
Así charlando acabamos el viaje, y cuando a las ocho y minutos de la
mañana La Sabrosa nos dejó en la estación de Sevilla iba ya tan cansado
que, apenas los mozos encargados de mi limpieza terminaron de barrerme y
fregarme, cuando me quedé sumido en sueño profundísimo. Un empujoncillo
del Barítono me despertó nueve o diez horas después; era de noche y me
sorprendió ver en uno de mis departamentos “de cabeza” un viajero
acostado; me sorprendió porque aún faltaban dos horas, lo menos, para la
salida del “expreso”, y advertí que, según costumbre, todas mis puertas
estaban cerradas. ¿Cómo entonces aquel individuo pudo meterse allí?...
“Será algún empleado de la Compañía”--pensé. El recuerdo de lo que el
Barítono me había referido la víspera, y la circunstancia de hallarnos
en la fecha subsiguiente a la de Navidad, me movieron a sospechar que
aquel intruso estuviese borracho.
“Bien podía suceder--me dije--que fuese amigo del inspector, y éste le
hubiese encerrado a dormir aquí.”
Aquel hombre hallábase tendido en el asiento contrario al lado de la
máquina--hago hincapié en este detalle por ser esencial--; era delgado y
de corta estatura; llevaba pantalón negro y botas de charol, nuevecitas,
y la cabeza perfectamente escondida entre la visera de una gorra de
viaje, que debía de estarle muy grande, y el cuello levantado de un
gabán de color gris. Lo que antes hirió mi atención fué que tuviese
ambas manos sepultadas en los bolsillos del abrigo. Había en aquel
hombrecito algo de muñeco. Después de observarle un rato, mi atención,
como sucede siempre que creemos haber examinado bastante una idea u
objeto, se distrajo y comenzó a mariposear sobre todos los pequeños
incidentes que a mi alrededor se producían.
Empezaban a llegar viajeros, y yo estaba cierto de que, como otros años,
el pasaje sería reducidísimo. Enfrente de mí había un caballero de
aspecto distinguido y atrayente, pero que tenía “cara de muerto”. Quiero
decir, que su rostro, grave y amarillo, inducía a pensar en la muerte,
al igual que otros semblantes, por una u otra razón, mueven a pensar en
la vida. Este hecho es innegable. A cada rato oímos decir:--“Fulano ha
muerto.” Y la noticia no nos sorprende; la hallamos natural, porque ya,
de siempre, en nuestra imaginación, le habíamos visto difunto. En
cambio, nos dicen:--“Mengano falleció anoche...” Y nos negamos a
creerlo, porque en Mengano todo era fuerza, risa, expansión... En esto
mi espíritu observador pocas veces falla. Yo, por ejemplo, veo pasar a
un individuo con el sombrero puesto, y, sin saber por qué, me
digo:--“Ese señor debe de ser calvo.” O bien:--“Ese señor debe de ser
tartamudo...” Y, ¡casualidad extraña!, nunca me equivoco.
Pues bien: el señor “de la cara de muerto”, que largo rato había
permanecido en el andén como esperando a alguien, que al cabo no llegó,
un minuto antes de partir el “expreso” trepó a mí, seguido de un mozo
que resoplaba bajo dos pesadísimas maletas, y fué a instalarse en el
compartimiento donde “el hombre de la gorra” continuaba dormido.
--Buenas noches--dijo al entrar.
El mozo, con mucho esfuerzo, colocó el equipaje sobre una de mis
redecillas, que gimió; y se fué. Casi al mismo tiempo, apareció el
interventor.
--Si el caballero no está bien aquí--dijo--puede pasar a otro
departamento: el coche va casi vacío.
El interpelado repuso:
--Muchas gracias.
--Seguramente en otro lado cualquiera iría usted mejor.
El viajero acaso iba a ceder; lo leí en su rostro; pero miró su
impedimenta, consideró su peso, e instantáneamente se reafirmó en su
intención de no moverse. Además, hacía frío; mucho frío...
--Gracias--dijo--, aquí no somos más que dos personas y podremos dormir
bien.
El interventor parecía indeciso, y renovó su oferta.
--Viajar solo siempre es agradable. Las maletas, si usted me autoriza,
puedo transportarlas yo mismo...
Su porfía empezaba a molestarme, tanto más cuanto que aquel hombre, de
rostro traicionero y obscuro, siempre me había sido antipático. Mi
huésped, irritado también, le replicó muy seco:
--Prefiero quedarme aquí.
El interventor se marchó, para regresar a poco con una tablita, que
decía “Alquilado”, y que colocó a la entrada del compartimiento.
--De este modo--explicó--podrán ustedes descansar, seguros de que nadie
ha de molestarles...
Para corresponder a tanta fineza, el viajero quiso darle un duro, pero
el interventor se negó a aceptarlo; y después de picar el billete del
señor “de la cara de muerto”, se marchó, sin pedirle el suyo al “hombre
de la gorra”. ¿Por qué? Esto me inquietó, y como no hallase la
explicación que buscaba, volví a pensar:
“Serán amigos...”
Transcurridos unos minutos, empecé a sentir que, a pesar mío, “el hombre
de la gorra” me preocupaba. ¿Cómo dormía tanto? Mi correr tronitronante
le sacudía extrañamente; sus brazos, sus piernas, parecían rotos. Pero
lo que más encandilaba mi curiosidad era su rostro invisible, con el
mento apoyado y cual ahincado sobre el pecho. Contribuía a aguijar mi
sobresalto la frecuencia con que, a cada momento, el interventor, o un
“ruta”--que prestaba servicio en otro coche--, o los dos, recorrían mi
tránsito. ¿Qué buscaban allí?... Y en sus ojos mi sagacidad descubrió un
terror, una angustia. También al viajero “de la cara de muerto” le chocó
aquel ir y venir insólito.
--Me espían--pensó.
Las estaciones de Guadajoz, de Lora del Río, de Palma y de Posadas,
habían quedado atrás. El interventor, al fin, se marchó a hacer la
requisa de billetes; el “ruta” también se fué. Yo empecé a tener miedo:
adivinaba la vecindad de algo inexplicable, la secreta presencia de una
amenaza. Me dije: “Este hombre, con cara de difunto, es un aojador.”
Hasta que, de súbito, ocurrió lo que yo vagamente esperaba. En una
curva, la inercia arrancó al pasajero del gabán gris del asiento y lo
tiró al suelo: con el cachapazo, la gorra se le fué hacia atrás, y las
manos se le salieron de los bolsillos. Las tenía amoratadas,
convulsionadas, tumefactas, y el rostro horriblemente maquillado por la
asfixia. Aquel hombre no estaba dormido ni borracho, sino muerto: le
habían estrangulado.
Al verle caer así, con ese ruido turbio y esa pesadez que sólo tienen
los cadáveres, el viajero “de la cara de muerto” lanzó un grito y se
puso de pie; su semblante, convertido bajo el imperio del terror en
espantosa máscara, era indescriptible. ¡Ah, cuántos fotógrafos hubiesen
querido retratarle!... Yo, que le espiaba, paso a paso seguí las
mutaciones rapidísimas, más breves que segundos, que experimentó su
espíritu. Su primer movimiento fué precipitarse sobre el timbre de
alarma; pero, en el acto, casi sin transición, se arrepintió. Se vió
detenido, envuelto en un proceso resonante, acusado, tal vez, de
homicidio... Y tuvo miedo. El infeliz miraba al difunto como si él,
realmente, le hubiese asesinado: su mandíbula temblaba, los ojos,
horripilados, se le salían de las órbitas. ¿Qué hacer?... Una idea
folletinesca le iluminó el cerebro. El “expreso” acababa de salir de la
estación de Córdoba, y antes de volver a detenerse transcurriría cerca
de una hora. Rápido el señor “de la cara de muerto” se asomó al pasillo
para cerciorarse de que allí no había nadie; inmediatamente regresó a su
departamento, abrió una ventanilla, cogió el cadáver y, a empellones, lo
precipitó a la vía. Levantó en seguida el cristal, se sentó y aparentó
leer en un libro.
En aquel instante reaparecían el interventor y el “ruta”, y aún me
estremece la lividez espectral que les desfiguró al encontrar solo al
viajero “de la cara de muerto”. Les vi apoyarse al uno contra el otro,
temblando, y sus labios se tiñeron de violeta. Sus piernas se doblaban.
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