Memorias de un vagón de ferrocarril - 07

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enganchado a la zaga de un “mercancías”, el cual, parándose en todas las
estaciones, tardó más de veinticuatro horas en llevarme a Madrid.
¡Cuánto me aburrí durante aquel éxodo que a mí, acostumbrado a las
grandes celeridades, me pareció interminable! ¡Qué vulgares se me
antojaron mis compañeros de ruta, y qué insignificantes, qué
horriblemente tristes, esos andenes ante los cuales mi aristocracia de
“vagón de lujo” no se había detenido nunca!... Y entonces fué cuando
empecé a comprender esta gran verdad: que para poder traspasar la
epidermis de la vida, es indispensable vivir despacio.
Como mi salud continuaba siendo excelentísima, en el taller permanecí
pocos días: los justos para que me cambiasen algunas alfombras y el
forro de los asientos, y me cerrasen las heridas de los balazos.
Seguidamente me trasladaron a la estación, y sin otras dilaciones
metiéronme en la composición del “directo” que cubre en treinta y seis
horas los ochocientos y tantos kilómetros del trayecto Madrid-Coruña.
No quiero recordar lo que sufrí. Los primeros viajes los hice sin cruzar
la palabra con nadie. ¡Cuánto echaba de menos la rapidez y la limpieza
de mi antiguo convoy!... Sin ser orgulloso, precisamente, mi distinción,
mi selecta crianza, me vedaban allanarme a compartir la plebeyez de un
tren correo. Los vagones rotulados de “primera clase”, habían nacido en
España y eran, evidentemente, muy inferiores a mí. Y no hablaré de las
unidades de “segunda”, pretenciosas y cursis; y menos de la grosería de
las de “tercera”: vehículos pequeños, sucios, maltratados, apestando a
humanidad... Me molesta el vulgacho y aborrezco también la mesocracia.
Soy, desde la cuna, artista y prócer: adoro la elegancia, la alegría
discreta, lo que es bello, lo que es rico... A mi mutismo, ellos, los
muy ramplones, correspondían con mezquindades y desdenes propios de su
estofa ruin: pasaban a mi lado sin saludarme, y luego, aunque
comprendiesen que yo podía oirles, en sus corrillos murmuraban de mí. Mi
procedencia exótica les molestaba, y cuando advirtieron que en las
estaciones los viajeros distinguidos me preferían, su antipatía mudóse
en odio. Por fortuna yo era el más fuerte de todos, y cuando la máquina,
en sus maniobras, nos hizo chocar a unos con otros, puse gran esmero en
lastimarles.
Mucho padecí, sin embargo, al extremo que pensé enfermar de tristeza.
Andaba con el espíritu orientado hacia atrás; vivía de recuerdos; y como
para estimar bien las cosas nada hay mejor que distanciarse un poco de
ellas, en mi evocación los años idos se me ofrecían más placenteros y
hermosos que nunca. Rememoraba límpidamente la ufanía loca con que en
Irún, y por vez primera, salí al camino; el aspecto de aquellos aledaños
bravíos, en los que los tonos graves de la tierra y del cielo se
armonizan en un acorde de rara majestad; las casas de frontis obscuros y
largos balconajes de madera, que a la hora de la sobretarde con sus
ventanas iluminadas me hablaban de quietud; los valles arbolados, la
altivez de los Pirineos, y más que otro monte ninguno el muy belicoso de
San Marcial, que ha bebido sangre de los pueblos más fuertes de Europa.
Recordaba asímismo mis emociones sobre el puente internacional, en cuyo
comedio me parecía pertenecer, a la vez, a dos naciones, y tener dos
almas; el recelo que me producían los discos y las campanas de las
estaciones, y las distintas maneras con que las manos, según fuesen
francesas o españolas, despedían al convoy: las manos francesas son más
dulces; saludan mostrándonos la palma y bajando los dedos; quieren
despedirnos y nos llaman; todavía--cuando ya no hay remedio, cuando ya
nos vamos--quieren retenernos: mientras en las manos españolas, que
vuelven hacia nosotros su dorso, el “adiós” es definitivo...
Tampoco podía olvidar un lance que, habiéndome causado al principio
agudísimo miedo, luego me emocionó y removió hasta enternecerme.
Llevaba yo más de un año de vida ferroviaria, y conocía al dedillo todas
las “señales” de la locomotora: sabía que ésta, con dos silbidos cortos
y seguidos manda apretar los frenos, y aflojarlos con un pitido breve;
que muchos silbidos cortos anuncian peligro inminente, así como que en
los empalmes, o lugares donde las líneas se bifurcan, tres silbidos
prolongados dicen que el tren tomará la vía de la derecha, y un solo
silbido que seguirá la zurda, etc.
Corríamos aquella noche entre Villabona y Tolosa, cuando la máquina
empezó a silbar como nunca lo hizo: no lanzaba la serie de silbidos
rápidos que pregonan riesgo, sino que pitaba caprichosamente. El terror
me sobrecogió. Los gritos ensordecedores del vapor eran tan pronto
agudos como graves, y todos largos, desesperados, de una polifonía nueva
y acongojadora. Pensé que íbamos a chocar con otro tren, o a despeñarnos
en el Oria.
--¿Por qué la máquina grita así?--pregunté a un compañero.
--No te asustes--dijo--; el padre de nuestro maquinista vive cerca de
aquí, y su hijo silba para que el viejo sepa que “no ocurre novedad”, y
que se acuerda de él...
También citaré un episodio algo infantil, quizás, pero que me dió la
primera impresión de la muerte.
Era una tibia mañana azul, de mayo o de junio; los prados se habían
vestido de verde y sobre los hilos del telégrafo cantaban centenares de
pájaros: en la blancura de las alquerías, en el murmullo de los regatos
emigradores, en la jocunda lozanía de los árboles, triunfaba un júbilo
de resurrección. Advertí, de pronto, que un pajarito, volando a la
altura de mis ventanillas y paralelamente al tren, parecía divertirse en
acompañarnos. Yo le oía piar alegremente; jugaba, parecía borracho de
sol, era feliz... Luego, probando el vigor de sus alas, adelantó hasta
situarse a la cabeza del convoy; después intentó remontarse para cruzar
la vía; no pudo: al pasar sobre la máquina, la terrible columna de
ardiente vapor que exhalaba la chimenea lo alcanzó, lo elevó, casi
perpendicularmente, a considerable altura, y lo arrojó asfixiado, casi
quemado, a un lado del camino. Yo lo vi caer exánime, y chocar contra el
suelo...
--Lo ha matado--me dijo un compañero que había seguido, como yo, los
incidentes del pequeño drama.
--¿Y ya no podrá moverse?--interrogué candoroso.
Mi colega se burló de mí.
--¿Eres tonto?... ¿Cómo quieres que se mueva?... ¿No acabas de oir que
la máquina lo ha matado?...
Entonces me puse a reflexionar, y de mis meditaciones deduje que “morir
era no moverse más”. Así brotó en mí la idea de la muerte.
¡Oh, aquellas escenas, aquellas conversaciones vibrantes de emotividad
moceril, aquellos camaradas de mis primeros años, qué lejos están!...
Ahora la vida se me aparece distinta, y en torno mío todo adquiere la
tonalidad gris de mis asientos; ya nada es muy bueno ni muy malo; todo
“está bien” y se parece a todo; el negro y el blanco se hicieron grises:
el gris es el color de las conciencias usadas... y la mía empieza a
estarlo.
Mas si es evidente que el tiempo nos arruina y satura de melancolía,
también nos transforma, y al hacerlo sigilosamente se lleva aquellos
mismos dolores que nos dió: de donde colijo que vivir no es envejecer,
sino renovarse, y que la idea luctuosa de la vejez más visos tiene de
espejismo que de realidad.
Digo esto a propósito de mi encuentro con El Misántropo y los Hermanos
Sommier, en la estación de Madrid. Ellos me informaron de que Doña
Catástrofe había vuelto a la vía de Hendaya con otro convoy, y que se
cruzaban con él todos los días; y que El Tímido y El Presumido formaban
parte del “rápido” de Asturias.
--Esos dos--añadieron mis camaradas--han progresado: ruedan menos que
antes y viajan de día.
Luego preguntaron:
--¿Y tú, Cabal?... ¡Pobre!... Tú no tuviste suerte; tú no mereces estar
en un “correo”.
Estas palabras, que meses atrás me hubiesen lastimado mucho, no me
produjeron impresión. ¿Por qué? ¿Acaso mi sensibilidad se había
embotado? ¿Era que la resignación penetraba en mí?...
--Mejor andaba con vosotros--repuse--pero tampoco diré que vivo mal. Es
cierto que mis jornadas actuales son de treinta y seis horas, pero en
cambio camino más despacio, por lo cual los peligros de la ruta no son
tan graves...
¿Era el amor propio, la vanidad de no aparecer dolorido a los ojos de
mis compañeros lo que me obligaba a hablar así?... No: era,
sencillamente, porque, sin yo mismo advertirlo, había ido acoplándome al
nuevo ambiente.
En los comienzos de aquella segunda etapa, lo extrañaba todo: las
locomotoras, los coches, el camino, las paradas frecuentes y, a mi
juicio, interminables.
Todos los hombres parecen iguales y son distintos, como las hojas del
mismo árbol. Así las máquinas: todas las de una “serie”, en teoría,
tiran semejantemente, y arrastran igual peso, y calientan y frenan de
idéntico modo; y, sin embargo, yo respondo de que cada una arranca y
frena y sirve la calefacción, de manera distinta. Al principio todo esto
molesta: lo inesperado, lo que sorprende, siempre desazona un poco;
luego, en fuerza de repetirse, dijérase que se domestica y convierte en
costumbre, y ya lo toleramos y hasta es probable que presto nos guste.
Así me acaeció con mis nuevas dueñas. Desde Madrid a Coruña, cambiamos
de máquina cuatro veces. Es imposible precisar la cantidad exacta de
carbón que se consume en cada kilómetro: esto depende de la naturaleza
del terreno, del peso del convoy, de la dirección del aire--hay
ocasiones en que el viento opone a la marcha del tren una resistencia
inconcebible--; y, finalmente, del fogonero y de la acertada
disposición interior de la máquina. Sin embargo, la locomotora que
transportaba a mi “correo” desde Madrid a Valladolid asombraba a los
peritos por el escaso carbón que gastaba, y de aquí su remoquete de La
Económica. Pertenecía a la “serie cuatro mil”; había nacido en los
talleres gigantescos de Granfenstaden, podía arrastrar hasta
cuatrocientas toneladas, y tenía un caminar silencioso y seguido. De
Valladolid a León nos llevaba La Impetuosa--por otro nombre La Casa
Real--que frenaba casi instantáneamente, lo que producía en el convoy
repercusiones muy desagradables. En León nos recogía La Triste, así
apodada por lo callado de su caminar y las lúgubres inflexiones de sus
silbidos; yo juro que nunca, ni antes ni después, he conocido otra
locomotora que pitase igual. La trajeron de América, y era gigantesca;
correspondía a la “serie cuatro mil quinientas”. Con ella arribábamos a
Monforte, donde nos esperaba, bulliciosa y resoplante, La Enanita, que
en la parvedad de su cuerpo llevaba la razón de su nombre.
Con todas ellas llegué a hermanar, pues basta acercarse a las cosas y
atisbar el dolor en que viven, para comprender los móviles de sus
acciones y disculparlas; porque comprender es perdonar...
Lo propio me acaeció con mis doce compañeros del convoy. En los
comienzos se me manifestaron hostiles, especialmente el que rodaba
delante de mí y a quien apellidaban Dos-Caras, por ser la mitad de
“primera clase” y de “segunda clase” la otra mitad. Varias semanas
convivimos sin hablarnos: él tiraba de mí, yo halaba del “segunda” que
me seguía, cada cual cumplía su deber y así todos, mutuamente, nos
pagábamos. Hasta que cierta noche, en la felonía de una curva y a causa
de la helada, estuvimos abocados a descarrilar los dos. Con el
miedo--enemigo de las etiquetas--yo le dije algo que demostraba mi
interés hacia él; replicóme en seguida y con calurosa solicitud, y ya
fuimos amigos. No me pesó. Dos-Caras, que había viajado harto, era bueno
y muy querido en el convoy, por lo que su afecto me valió en seguida el
de los otros coches. Mucho me alegré: sin embargo, ninguno de ellos
descollaba: eran pobres vagones indisciplinados y vulgares, sin historia
ni relieve.
Con las pequeñas estaciones del tránsito me sucedió igual: la vida, así
la de los objetos que parecen inanimados como la de los hombres, es una
constante adaptación, y yo me adapté. Mientras pertenecí a un “expreso”,
apenas si llegué a conocer de vista esos andenes que, por minúsculos, mi
lujoso convoy desdeñaba; ni concebía que ningún tren pudiera detenerse
en ellos, ni siquiera que fuesen de utilidad. Detestaba los coches de
carga, sucios y pesados; adoraba la velocidad y las paradas breves, y me
reía de los “mixtos” cachazudos y de los “mercancías”, que aguardan
media hora y aún más, en cada estación.
Cuando supe caminar despacio mi alma cambió, y mi carácter tornóse más
dulce, y mi observación más minuciosa y sutil. La Naturaleza siempre es
la misma, y no obstante, para los niños tiene un aspecto, y otro para
los jóvenes, y una tercera expresión, completamente distinta, para los
viejos. Y conmigo fué igual. El trayecto de Madrid a Venta de Baños,
que recorrí durante cerca de dos lustros, y que creía no reservaba
disimulos para mí, ahora me parecía nuevo. Era como un libro que yo
hubiera jurado saberme de memoria, y que, en realidad, no hubiese leído.
La mayoría de sus detalles me sorprendían con su novedad, y admiraba la
grandeza de ciertos aspectos que veces innúmeras pasaron ante mis ojos y
en los cuales no reparé: árboles, montañas, cañadas pintorescas, un
torreón elevado en la cumbre de un cerro, un cementerio medio escondido
en el declive de una loma...
A cada rato, me preguntaba:
--Pero... ¿es posible que esto, que ahora veo, haya estado aquí
siempre?...
Y, según meditaba, es decir, según me ejercitaba en la preexcelente
gimnasia de la autoinspección, mi “yo” crecía, porque nada reafirma ni
ensancha tanto nuestra personalidad como la reflexión.
Esas estaciones pueblerinas que nunca figuran sobre el itinerario de los
“expresos” ni de los “rápidos”, me divertían ahora, y llegué a sentirme
feliz junto a sus andenes señeros. Me interesaban sus “cantinas”, a las
cuales el pasaje sediento acudía a beber; los viejos mendigos, que el
arado encorvó y convirtió en harapos humanos; las mozas que, con un vaso
en la mano y un botijo sobre la cadera, pregonaban delante del
convoy con voz musical:--“¡Agua! ¿Quién quiere agua?...” El empleado
que gritaba mientras, sin prisa, iba cerrando nuestras
portezuelas:--“¡Señores viajeros... al tren!...”
También me cautivaba el público allí congregado; gentes sencillas,
efusivas, cargadas de mantas y de alforjas, que se precipitaban en masa
al asalto de los coches de “tercera”, y los llenaban de alegre
estrépito; multitud campesina que requebraba a las mujeres y solía
llevar guitarras y aun cantar una copla--si el maquinista daba tiempo--y
que esparcía a su alrededor un alboroto de feria.
¿Y qué diré de esas señoritas pueblerinas que todos los días, y
generalmente a la hora del crepúsculo, acuden a la estación “a ver pasar
el tren”?... A ellas no las interesan el “rápido”, ni los “expresos”
que, soberbios, cruzan silbando y sin pararse. ¿Qué pueden importarlas
esos lujosos convoyes, de alma cosmopolita, que corren envueltos en humo
y con todas sus ventanillas cerradas, y a los que ellas, si alguna vez
viajasen, no subirían? En cambio el “correo”, que se detiene dos o tres
o cinco minutos, sí las atrae, porque acaso “lo inesperado”...--que es
el amor que esperan--va en él: porque el “Príncipe Azul” de los cuentos
ya no peregrina a caballo, sino en ferrocarril, pero no se ha ido del
mundo... y “Ellas” lo saben.
Yo las veo divagar por los andenes, cogidas de la cintura y vestidas
sencillamente de negro, de blanco o de rosa... según el tiempo, y el
deseo de ideal que las agita me conmueve. Algunas, por su mayor belleza,
llegaron a impresionarme excepcionalmente, y al acercarme a la estación
donde estaban pensaba más en ellas. Todavía recuerdo a “la muchacha del
lunar”, en Cercedilla; y a “la niña rubia”, de Venta de Baños...
Otra silueta que perdura en mi memoria es la de un preso a quien dos
guardias civiles conducían esposado. Los curiosos le miraban ávidos:
era “uno”, que se iba, que se lo llevaban, como a los muertos; “uno” que
nadie volvería a ver... El, humillado, bajaba la frente. Los guardias,
graves como sepultureros, y como éstos avezados a sacar de las ciudades
lo nocivo, lo podrido, lo inútil, le seguían impasibles. Le vi subir a
un coche de “tercera” y supe que le llevaban a la cárcel de Valladolid.
Me impresionó la reconcentrada expresión de dolor, de vencimiento, de
cólera estéril, de aquel hombre, y durante todo el camino pensé en él;
en el bárbaro contraste entre sus muñecas esclavizadas y la emoción de
libertad que sugiere la carrera de un tren.
Día por día la llaneza--no deliberada, sino espontánea--de mi carácter,
me granjeaba afectos mejores entre mis compañeros. Las paradas largas,
en vez de irritarme como antaño, me complacían, y supe hallar
interesante la conversación de los “tercera”, y aun de los “mercancías”,
porque hablándome de sus trabajos me informaban de particularidades
nuevas para mí.
De este modo acabé por volver a sentirme feliz, con ese bienestar sólido
que no es inocencia ni ceguera, sino razonamiento y equilibrio, y
entonces reconocí que el secreto de la felicidad está en ser alegre y en
amarlo todo.


XII

Como los trasatlánticos--según dicen--la vida ferroviaria, en sus
distintos aspectos, brinda al observador exposiciones magníficas de
caracteres y excelentes muestrarios de tipos. Yo miro constantemente
fuera y dentro de mí, y conforme mi perspicacia se asotila, veo
multiplicarse las figuras y vestirse de importancia cosas y hechos que
antaño estimé baladíes. A mi alrededor el mundo me parece,
simultáneamente, más sencillo en su esencia, y en su aspecto más
polifacético, vario y heterogéneo: donde antes no distinguía nada o muy
poco, ahora percibo mucho: una atención bien disciplinada vale un
microscopio.
Entre las emociones que primero llegaron a mí, he consignado la que me
produjeron los discos blancos, verdes y rojos, en la obscuridad de la
noche; en cambio, en los banderines, de iguales colores, de los
guardabarreras, no reparé hasta mucho después, quizás porque de día,
bajo el imperio analéptico del sol, el peligro asusta menos. Luego
reconocí mi injusticia, mi ingratitud, hacia esos empleados obscuros
que, con calor, con frío o con lluvia, a la hora bochornosa de la
siesta, en Castilla, y entre las nieves de las madrugadas cántabras,
aguardan el paso de los trenes y con su banderín--como el espada con su
muleta--parecen engañar a la Muerte y apartarla de nuestro camino.
¡Cuántas veces, en las noches de niebla, la locomotora marchaba despacio
y pitando, y los vagones, empavorecidos, nos estrechábamos unos a otros,
cuando, de súbito, la bandera blanca de un guardabarrera nos devolvió a
todos la serenidad!... ¡Y cuántas veces también, en uno de esos momentos
en que el sueño o la excesiva confianza parecen vendarle los ojos al
maquinista, un banderín rojo nos atajó y detuvo a pocos metros del
desastre!...
De ciertos guardabarreras me acuerdo como si les tuviese delante: cerca
de Burgos había un mocetón de barbas mal rapadas y pelambrera intonsa,
que nos miraba foscamente; parecía aborrecernos y cargarnos de
maldiciones, y, sin embargo, sus banderines siempre nos fueron
propicios. Había un cojo que parecía conocernos, pues nos sonreía a
todos: a los Hermanos Sommier, al Misántropo, a Doña Catástrofe, a
mí..., y su sonrisa era tan alegre como lo que su bandera blanca
prometía. Hasta que una tarde en que--con razón--su banderín rojo mandó
parar el expreso--vimos que también sonreía--, y desde entonces su
placidez dejó de inspirarnos confianza. Tampoco he olvidado a una pobre
mujer, parva y gorda, que vigilaba el paso a nivel de una carretera,
cerca de Dueñas, y que siempre estaba embarazada...
De los tipos que yo llamo “de casa”--me refiero a los empleados que
ambulan con nosotros--el principal, el más pintoresco, es el
interventor.
A los interventores les debo muchos ratos deliciosos de hilaridad. Un
buen interventor es, exactamente, lo contrario de un despertador: porque
éste despierta al dormido cuando debe, y aquél cuando menos debiera
hacerlo. Cien veces fuí testigo de la siguiente escena:
Empieza la noche y todos los viajeros duermen; ¡todos... menos uno!...
Este infeliz está fatigadísimo, se cae de sueño, los huesos doloridos se
le derrumban, y, sin embargo, sus ojos se niegan absolutamente a
cerrarse. ¿Qué puede desvelarle así? ¿Algún remordimiento, tal vez...
alguna ambición? No: mi sensibilidad me coloca muy cerca de él, y
reconozco su alma limpia, blanca: no padece de celos, no teme nada, sus
negocios marchan bien... Su única preocupación es descansar; ¡y no lo
consigue!... Acaso, por obra de esos raros magnetismos a que las
personas son tan accesibles, es, precisamente, la beatitud con que los
demás pasajeros duermen y roncan, lo que a él le conserva tan
despabilado...
A mí, que nací compasivo, su tortura me enternece: el compartimiento
está a obscuras y en la sombra el desvelado suspira y roe maldiciones.
Por mucho que rebusco, no comprendo su nerviosidad: la temperatura es
buena, el asiento blando, nada cruje dentro de mí, freno sin ruido y
tengo un rodar suave que no pierdo ni aun en los máximos arrebatos de
velocidad. Mi huésped, sin embargo, continúa sin hallar aquella actitud
grata que, poco a poco, ha de encalmarle. Su espíritu está lleno de luz;
es como si dentro del cráneo se le hubiese quedado olvidado un rayo de
sol. Monótonamente transcurre una hora. El insomne, la cabeza en la
almohada y el cuerpo medio caído sobre el codo derecho, continúa
llamando al sueño: pasan unos minutos, no logra su deseo y muda de
actitud. Ahora es el codo izquierdo el que le sustenta: una mano se le
ha enfriado y la mete en un bolsillo; el cuello le molesta y lo
desabotona; le hormiguean las piernas; se le entumece un brazo; una bota
le oprime: con objeto de olvidar estas importunidades, ora se alarga en
su asiento, ya se recoge... De pronto siente--¡oh, alegría!--que los
párpados empiezan a pesarle; sus esfuerzos van a ser recompensados; al
fin, sigiloso, astuto, lentamente el duende divino del sueño se acerca.
El viajero abre la boca, sus articulaciones y sus músculos se aflojan, y
por instantes el traqueteo de mis ruedas le parece más lejano; todo se
esfuma; la conciencia va apagando sus luminarias; ya sólo arde una luz,
la más pequeña... y cuando este último fulgor se extinga, el espíritu
dulcísimamente, se inmergerá en la sombra...
Y es entonces, en ese momento de indescriptible beatitud, cuando el
viajero siente que le tocan en un brazo, y una voz que dice, con cierta
impaciencia:
--¡Caballero... chist, caballero!... ¡El billete!...
Es el interventor. Este hecho se repite varias veces todas las noches.
El interventor nunca aparecerá cuando el viajero está despierto, ni
mucho después de haberse dormido, sino en el mismo divino instante de
dormirse; con precisión tal, con exactitud tan estricta, que he llegado
a sospecharles movidos por un mecanismo de relojería.
Habitualmente los viajeros reciben al inspector sin protesta; quizás
algún viajante de comercio refunfuñe algo, pero sin excederse. Los
pasajeros temibles son los pusilánimes--futuros enfermos, quizás, de
delirio persecutorio--que, al subir a un tren, siempre lo hacen con el
miedo a ser robados. Uno de éstos, en el trayecto de Palencia a Sahagún,
no reconoció al interventor que le despertaba, y creyendo habérselas con
un ladrón abalanzóse sobre él y de un puñetazo le partió la nariz. Los
interventores, que ya conocen estas historias, van prevenidos.
Respecto de los viajeros hay mucho que escribir. Desde luego--y antes de
entrometernos en particularidades--deben dividirse en dos grandes
grupos; a saber: viajeros que “pagan billete”, y viajeros que “no
pagan”. Pertenecen al primero el pasaje de “tercera” y de “segunda”
clase; el menos atendido, precisamente; y al segundo, los señores de
“primera”, para quienes, no obstante, son todos los respetos y
flexibilidades de los empleados del convoy. La costumbre de viajar de
balde en los ferrocarriles es tan antigua que constituye una especie de
“lugar común” en la biografía de toda persona de cierto prestigio, al
extremo de que pagar es casi una demostración de insignificancia. Yo lo
observo: cuando llega la revisión de billetes, este viajero presentará
un papel amarillo; aquél, un pase de color encarnado; otro, un “carnet”
azul, o verde, o gris... cual si en cada uno de los siete colores del
espectro hubiese una razón para no pagar. Y tan es así, que si el
revisor tropieza--por casualidad rarísima--con un billete “entero”,
apenas si podrá abstenerse de mirar a su dueño con una expresión hecha
de desdén y de asombro, como diciéndole:
--¿Por qué se deja usted robar por las Compañías? ¿No le da a usted
lástima tirar su dinero?...
He llegado a adquirir un conocimiento tan inmediato y justo de las
personas, que, a poco de conocerlas, ya sé en qué categoría debo
incluirlas. Las figuras rebeldes, las dueñas de una fuerte personalidad,
escasean; algunas, muy pocas, viajaron conmigo; pero la mayoría de los
tipos--no en cuanto tienen de epidérmico o formal, sino en lo
substantivo--se parecen unos a otros asombrosamente, y son de muy fácil
clasificación.
Entre las mujeres honestas--vayan solas o acompañadas--sólo admito dos
tipos: las desenvueltas, que no parecen preocuparse de nadie, y acaso
abusen de las cortesías debidas a su sexo para expugnar un asiento
cómodo; y las tímidas, que no hablan con nadie, ni se atreven a cruzar
las piernas, si están cansadas, ni son capaces de ir al cuarto-tocador
si no es de madrugada y cuando suponen que nadie ha de verlas.
A los hombres su libertad les hace más variados y pintorescos.
Empezaré esta rápida enumeración por el viajero “madrugador”. Es un tipo
que sólo existe en las estaciones de donde arranca el tren, en las
llamadas “de cabeza de línea”, y es el primero que sube al convoy. La
idea de pasar cómodamente la noche le obsesiona. Como los vagones aún
están vacíos los recorre todos, buscando el mejor asiento: va, vuelve,
tantea la solidez de las redecillas para equipajes, examina si las
ventanillas cierran bien, palpa las colchonetas, se fatiga, se ensucia
las manos... y, al fin, elige sitio. En seguida y para que los viajeros
que lleguen después crean todo aquel compartimiento ocupado, empieza a
repartir sus trebejos: aquí dejará un libro y un par de guantes; allí,
la almohada y un gabán; acullá, una maleta... Luego se sienta, mira su
reloj y reconoce con melancolía que todavía faltan cincuenta minutos
para la salida del tren. De todos modos, no se arrepiente de haber
corrido tanto; cree que la Suerte favorece a “los madrugadores”, y la
idea de viajar solo le encanta: es un ingenuo. Poco a poco el andén se
anima, el público afluye. A la vez todas las luces del convoy acaban de
encenderse, y “el madrugador” experimenta la inquietud del fugitivo que
se cree descubierto. En la puerta del compartimiento surge un viajero a
quien aquellos objetos diseminados teatralmente no parecen intimidar.
--Caballero--pregunta--, ¿son de usted este libro y estos guantes?...
“El madrugador” no se atreve a mentir.
--Sí, señor.
Y, solícito, acude a recoger sus guantes y sus libros. El recién llegado
saluda, sonríe y se instala.
A los pocos instantes aparece un tercer viajero; desde el pasillo
observa y adivina que aquellos asientos van desocupados. Indaga:
--¿A quién de ustedes pertenece esta maleta?
“El madrugador”, que, esquivando aclaraciones, se había asomado a una
ventanilla, se ve constreñido a volver la cabeza.
--Es mía, caballero--responde ruborizándose.
Y la retira. Así, una tras otra, todas las plazas se ocupan. “El
madrugador” ha perdido su tiempo.
La idiosincrasia del viajero “soñoliento” es otra. A él no le importa
que sus compañeros de viaje sean pocos o muchos, ni que haya mujeres.
Nunca compra periódicos, y, por lo mismo, le tiene sin cuidado que las
luces de su compartimiento alumbren mal. ¡Ni siquiera ha preguntado si
el tren lleva coche-comedor! El viajero “soñoliento” no habla con nadie,
y cualquier sitio lo estima bueno. Su única preocupación es dormir,
quizás para que el viaje le parezca más corto. Aunque le empujen, aunque
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