La Esfinge Maragata: Novela - 12

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bárbara crudeza, con alarde infantil.
Sorprendido y emocionado la vió Terán hundirse en la ardiente calle.
No había él ido a Valdecruces para hacer llorar a las mujeres, y su
experiencia, un poco mundana, le advertía de misteriosas culpas en
el llanto de aquella joven. _Mariflor_ le había dicho que su prima
gozaba poca salud, que padecía de tristezas y lloros, y que desde la
noche de la farsa se había puesto mucho más inapetente y melancólica,
más trasoñada y sensible. Por dos veces la encontraron escribiendo el
romance de la _Musa_ entre lágrimas y suspiros. Y Olalla, su compañera
de lecho, contó que la niña por la noche no pegaba los ojos, y que si
acaso al amanecer se adormecía era para soñar con voz alucinante los
versos de la farandulera.
También supo el forastero por don Miguel, con otros muchos pormenores,
que la zagala tenía vocación de monja. Pero, con su penetrante vista de
buen lector de almas, el poeta adivinó aquella tarde un nuevo aspecto
en la enfermedad complicada de la niña.
Dióse a estudiar el conflicto con inquietud y lástima, ruano y
meditabundo, al través del pueblo inmóvil, sin advertir que se había
borrado en el rojizo suelo la sombra exigua de las paredes, y que ardía
la luz, como un volcán, vertida a plomo en las silentes calzadas.





XIV
ALMA Y TIERRA

DESDE aquel medio día luminoso en que Rogelio Terán llegó a
Maragatería, soñador y aventurero, a semejanza de Don Quijote, habían
transcurrido dos semanas apenas, tiempo harto breve para curiosear la
tierra y el alma de este país incógnito y huraño, tosca reliquia de las
viejas edades, remanso pobre y oscuro de los siglos de hierro.
Deslizábanse los amores de _Mariflor_ y el poeta como idilio sereno
y apacible en la vida un poco fatigada del mozo, mientras se le iba
mostrando la dulce novia aún más gentil que en el primer encuentro
inolvidable, más esbelta y pensativa, luciendo más su innato señorío
sobre el fondo gris de Valdecruces.
Cuantas impresiones recibió aquí el artista en sus andanzas tuvieron
una fuerte originalidad. Con grande asombro y compasión aprendía la
dura existencia de este pueblo de mujeres, bravo y taciturno, que
ni el tiempo ni el olvido lograron borrar de las crueldades de la
estepa al través de las centurias: hábitos y costumbres, semblantes
y caracteres, mostráronse al novelista esquivos y asequibles a la
vez, como si el rostro de la aldea, tan cándido y tan rudo, guardara
hondos misterios bajo las tenaces arrugas de los siglos... Calzadas
escabrosas, rúas cenicientas, míseras cabañas, casucas de adobes,
techumbres de bálago, trajes, palabras y tipos, descubiertos al primer
vistazo en toda su interesante rusticidad, callaban la certeza de su
origen y escondían su historia en la penumbra de caminos ignotos:
un marco de nieblas y de sombras envolvió a Valdecruces delante del
forastero, a la luz espléndida del sol.
En la romántica incertidumbre de sus observaciones veía el poeta surgir
a cada instante el vivo enigma de unos ojos claros, de una boca muda,
de un talle macizo y un lento ademán; la humilde y robusta silueta de
una mujer, de una esfinge tímida, silenciosa, persistente: ¡la esfinge
maragata, el recio arquetipo de la madre antigua, la estampa de ese
pueblo singular petrificado en la llanura como un islote inconmovible
sobre los oleajes de la historia!
Esta imagen perenne, más diminuta y simple, más asustadiza y torpe,
repetíase pródigamente en los niños: la cara redonda, elevado el
frontal, cóncavo el perfil, los ojos pardos, verdes o azules, con una
vaga tendencia oblicua, daban a todos un aire primitivo de candor y
timidez, un viso triste de pesadumbre y esclavitud. El sesgo leve
de la mirada era nota de cobardía y sumisión más que de recelo o
disimulo; y los gestos pausados, los calmosos debates de la palabra y
el pensamiento para resolver la más sencilla de las dudas, delataban un
cultivo intelectual muy rudimentario, un secular abandono de aquellas
mustias imaginaciones.
Ningún rasgo masculino altivecía el semblante fusco de la aldea; los
pocos viejos que allí se refugiaban habían perdido la energía viril
lustrando por ajenos países, y en el esfuerzo bravío que sacudía a las
mujeres sobre el páramo, no asomaba ese alarde varonil de que algunas
hembras suelen revestirse al trabajar como los hombres: todo el ímpetu
fuerte de estos brazos, cultivadores del erial, derivaba del materno
amor, fuente inagotable de renunciaciones y heroísmos, divino poder que
allí se manifestaba callado, fatal y oscuro en las almas femeninas.
A tales conclusiones fué conducido el forastero al través de sus
íntimas charlas con el cura.
—¿Qué hay—preguntaba Rogelio cada vez más curioso—en estos corazones
tan recatados y sufridos?
—Hay madres solamente—respondía, melancólico, don Miguel.
—¿Y el amor sexual, esa lozanísima planta de la juventud que florece
en todos los países del mundo?
—Estas mujeres sólo conocen la obligación de la esposa que debe
concebir.
—Pero el sentimiento, la exaltación del espíritu hacia el hombre que
eligen, ¿tampoco lo conocen?
—No eligen: se les da un marido, y ellas le acatan mientras puede
sostener a la familia.
—Habrá excepciones.
—Ninguna.
—¿En toda la región?
—En toda... si algún elemento extraño no se mezcla en la vida
maragata...; que no suele mezclarse.
Bajo el tono apacible de la respuesta creyó Terán percibir una embozada
reconvención. Hallábanse ambos amigos a solas en el despacho del
sacerdote, estimulando su plática con el humo de los cigarros, mientras
el tío Cristóbal agonizaba en la mies.
Parecía que de intento el cura no quisiera aludir directamente a los
discutidos amores del poeta y _Mariflor_. Y en esta actitud sentía el
mozo latir una sorda hostilidad.
—¿Yo «sería» en Valdecruces ese «elemento extraño» que tú
dices?—preguntó de repente.
—¡Quién sabe!—respondióle con tristeza don Miguel.
—¿Estorbo?
—¡En mi casa nunca! Pero...—dijo el párroco suavemente—contra
ti se vuelve la realidad; yo dudo que estés destinado a cumplir en
Maragatería una misión redentora, como tú supones.
—¿Ni siquiera la de salvar a una sola mujer?... ¿no tendrá ella
bastante con mi corazón y con mi vida?
—Tu vida no depende de ti... Tu corazón... ¡quizá tampoco!
—¡Hombre!
—Acuérdate...
—Si, ya me acuerdo—interrumpió desconcertado el poeta—; pero esa
lúgubre memoria no ha de apartarme para siempre de la felicidad.
—La felicidad no es de este mundo...
—Si argumentas así, a lo asceta...
—¡A lo maragato!—sonrió acerbamente don Miguel.
—¿Y juzgas que Florinda ha nacido para sacrificarse?
—Florinda ha nacido para obrar el bien...
—Como todo fiel cristiano.
—Pero con especial misión de bienhechora... Oye, Rogelio—añadió el
cura, mirando de frente a su amigo y hablando recio, como quien tomase
de pronto una determinación—. Tus intenciones son muy hermosas.
Viniste a Valdecruces generosamente equivocado detrás de una mujer: si
la quieres «salvar», como tú dices, no interrumpas sus pasos hacia la
más segura y definitiva de las salvaciones.
—Estorbo: es indudable.
—Para que ella siga su trazado camino, sí.
—¿Por qué no me hablaste con esta franqueza desde el primer día?
—Porque vuestro idilio me perturbó un poco... porque no juzgué tan
firme la perseverancia de _Mariflor_.
—¿Y ahora?
—Veo más claro: sacudo la romántica influencia de vuestras
confesiones; miro la realidad de las cosas... No tenemos derecho, ni tú
por egoísmo, ni yo por sensiblería, a impedir la obra de compasión que
ella se propone realizar... Creo, en fin, que debes retirarte en tanto
_Mariflor_ pacta con su primo.
—Pero, ¿ha sonado la hora?
—Está al caer. A instancias mías, Antonio adelanta su viaje: llegará
esta semana, cuando menos se piense.
—Y mi marcha en este caso, ¿no parecerá una cobardía?... Te equivocas
si piensas que me retiene aquí el egoísmo, cuando me asalta la más viva
piedad.
—¿De una sola y linda mujer?
—¡Ojalá pudiera yo redimir a otras!
—¿Y si pudiera Antonio?
El pretendiente, amoscado, casi ofendido, respondió con ironía:
—Consintiendo el esposo que la esposa le hable de usted, le sirva y le
acate como a un dios, y reviente en el páramo mientras él se regodea en
la ciudad, ¿así quieres que yo suponga grandes hazañas de un maragato
para su familia?... Aquí tiene «tu protegido» a su gente pudriéndose de
miseria, y no la socorre...
—El móvil del amor puede inducirle...
—¡Qué amor ni qué ocho cuartos, hombre! Vosotros hacéis las bodas con
un poco de rutina y otro poco de interés...—Detúvose temiendo ofender
a su huésped, templando la vehemencia de la voz para añadir:—Eso me
has dicho tú...
—Y es la verdad—repuso don Miguel sin alterarse—. Pero quizá en
otros pueblos más adelantados y felices no se hacen las bodas de más
digna manera: ingredientes distintos, colores más brillantes, disimulo
y finura para dorar la píldora... Al fin y al cabo, matrimonios sin
amor.
—No siempre.
—Muy a menudo.
—Siquiera esos matrimonios no llevarán consigo la injusticia irritante
de causar una víctima sola.
—Muchas veces, sí: ¡la mujer!
Alzóse Terán de la silla, nervioso, confundido con el recuerdo de su
madre, que de pronto le pesaba como una losa. También el sacerdote dejó
su escabel; tiró la punta del cigarro y comenzó a decir con la voz
persuasiva y amable:
—Mira, Rogelio, amigo mío: el amor, ese sentimiento exaltado,
ambicioso, inmortal que nos sacude y nos enciende, esa divina escala
que nos conduce a Dios desde la tierra, sólo por singular prodigio
tiene un peldaño donde puedan abrazarse para ascender unidas dos
criaturas...
—Bien; y ese peldaño...
—No se consigue por la curiosidad romántica ni por la compasión que
sientes hacia Florinda Salvadores. De no poder subir con ella en
triunfo por la divina escala, déjala en Valdecruces, que labre aquí
consuelos...
—¿Y martirios?
—El hacer bien mitiga el propio dolor, le cura, le recompensa. Quien
más ama, con más brío se inmola...
—Es decir: ¿que me desahucias definitivamente?
—No; te aconsejo. Escucha. Ni de este amor que yo digo, ni de ese
otro que tú decías antes—impulsos, deseos y simpatías más o menos
sutiles—, suelen darse aquí las flores; ya te lo he confesado. Pero de
la llama sagrada, del divino soplo, tenemos un trasunto inconsciente
en el amor fortísimo de las madres. Florinda no quedaría huérfana de
todo goce; de este amor puede ella disfrutar con más cordura que otras
mujeres, con más sazón y gracia.
—¡También con más tristeza!
—Si se resigna y se conforma, no. Toda la felicidad del mundo
consiste, a mi parecer, en eso: en conformarse.
Una pausa y un suspiro detuvieron el discurso de don Miguel mientras el
artista murmuraba:
—¡No has dicho poco!
Blanda y persuasivamente siguió explicando el cura:
—En estos matrimonios que, como tú dices bien, ayuntan la costumbre y
la conveniencia, hay, sin embargo, un fondo de respeto y de fidelidad
muy ejemplares. Es cierto que la mujer come en la cocina, sirve
al marido a la mesa, le dice de vos, le teme y le desconoce; que
trabaja en la mies como una sierva y le ve partir sin despecho ni
disgusto. Pero en esto que ella hace y él consiente, no hay deliberada
humillación por una parte ni despotismo por la otra: hay en ambas
actitudes una llaneza antigua, una ruda conformidad. Aquí el alma es
primitiva y simple; las costumbres se han estancado con la vida; ello
es fruto del aislamiento, de la necesidad, de la pobreza: estamos aún
en los tiempos medioevales.
—Pero los maragatos emigran todos; ¿cómo no toman ejemplo de los
países más cultos?
—No les impulsa fuera de aquí la ambición tanto como la miseria. Los
que en sus luchas lograron vencer a la ignorancia, han sabido entrar
de lleno en la civilización y honrar a su país. Tenemos en América
letrados, industriales, fundadores de pueblos que han hecho prevalecer
su traje regional y sus familiares virtudes al través de influencias
muy extrañas... Tú sabes que los afortunados son muy pocos. Y la
mayoría de nuestros emigrantes sigue padeciendo la estrechez de la
inteligencia en precaria vida, trabajando en vulgarísimos trajines.
Ellos se consideran una casta aparte en el mundo, y tan apegados están
a sus leyes morales, que no adoptan de las ajenas cosa alguna, ni buena
ni mala. Son padres excelentes, ciudadanos trabajadores, económicos,
fieles y pacíficos. Si no saben sonreir a su esposa ni compadecerla,
tampoco saben engañarla ni pervertirla: no la tratan ni bien ni mal,
porque apenas la tratan. La toman para crear una familia, la sostienen
con arreglo a su posición; y la reciedumbre de estas naturalezas
inalterables descarga ciegamente todo el peso de su brusquedad sobre la
pasiva condición de la mujer; pero sin ensañamiento ni perfidia, con el
fatal poderío del más fuerte.
—¿Lo encuentras justo?
—Lo encuentro humano.
—¿Y lo disculpas?
—No: lo compadezco. Toda fuente de ternura cegada me produce sed y
tristeza.
Brillaron húmedos los ojos del sacerdote, al evocar tal vez una
doliente memoria, y Rogelio preguntó, mirándole con suma curiosidad:
—¿Tu discurso me quiere convencer de que _Mariflor_ necesite uno de
esos maridos... de la Edad Media? Porque todavía no me lo has probado.
—Nada pretendo probarte; quiero que conozcas toda la posible situación
de Florinda casada con ese hombre que, en el peor de los casos para
ella, no la impediría vivir con desahogo y socorrer a la familia;
quiero que pienses cómo puede ocurrir que la muchacha gane el corazón
de su primo para remediar las desventuras de la abuela.
—¿Mediante la boda?
—O sin la boda: lo que ha de suceder no lo sabemos. Y necesito también
decirte que para mí, procurador y abogado de esta pobre gente, no se
trata sólo de Florinda, sino de dos madres infortunadas, de dos hijos
emigrantes y tristes, de cinco criaturas más, cuyo porvenir parece
cifrado en el destino de esa joven...
—Pero yo sería un cobarde si desmintiera sus esperanzas de felicidad.
—¡Y dale con la felicidad! Si _Mariflor_ no te hubiera conocido, se
consideraría feliz al hallar un esposo acaudalado y fiel.
—No sólo de pan se vive... Sería muy desgraciada en la vulgaridad y el
abandono de una existencia semejante...
Parecía el sacerdote otra vez distraído en lejanas memorias, cuando
murmuró con solemne acento:
—No es vulgar si solitaria una vida donde el bien se reproduce; el
sacrificio es obra de alto linaje que recibe muy ocultas recompensas.
—Pero, ¿tú eres un maragato positivista o un místico delirante?
—Soy un pobre cura de almas que desea cumplir con su deber. La misión
mía es de paz y de amor, y en la dura tierra que labro no puedo soñar
con frutos sino a costa de dolores: me esfuerzo en adulcirlos cuando es
imposible evitarlos.
—No así con Florinda.
—Si ella acepta una cruz y yo la enseño a llevarla, ¿no habré
dulcificado su camino?
—Todos tenemos derecho a buscar un camino sin cruces.
—No hay quien lo encuentre.
—Mientras se busca y se confía...
—Se pierde el tiempo.
—Se vive con ilusiones.
—Antes que verlas perecer, es mejor encumbrarlas.
—Ya ya; siempre el mismo asunto: la otra vida. Dios nos manda también
lograr ésta.
Abismado nuevamente en remotas membranzas, exclamó el cura:
—_¡La mujer es un ser misterioso nacido para amar y para sufrir!_
—Eso, ¿lo discurres tú?—preguntó impaciente el artista.
—Son palabras de un filósofo cristiano. Yo las he visto cumplidas en
muchas ocasiones.
Posó una amarga tristeza en la rotunda afirmación. Terán, absorto,
sombrío, interrogó casi huraño:
—En fin, ¿qué me pides?
—Poca cosa: que no reveles a Florinda esta confidencia; que procures
no turbar sus planes; que esperes con prudente actitud, sin desanimar a
la muchacha ni comprometerla.
—Y ¿crees que debo partir?
Vaciló don Miguel.
—Mi casa es siempre tuya—pronunció cordialmente—, pero sería de mal
efecto que Antonio se creyera suplantado antes de negociar con su prima.
—Nadie más que tú y Olalla sabe de nuestras relaciones.
—Y todo Valdecruces. Ya te dije por qué el tío Cristóbal quería hacer
patente el inevitable rumor de este amorío; hoy supe, por mi sobrina,
que, valiéndose de _Rosicler_, otros rapaces y algunas mozas, el viejo
trata de que esta misma noche os echen «el rastro».
—¿Y eso qué es?
—Una costumbre del país: cuando las zagalas sospechan de una
negociación matrimonial, van de noche, callandito, a poner un reguero
de paja, visible y ufano, desde la vivienda del novio a la de la novia,
con ramificaciones a otras casas, indicando convites al casamiento. A
la puerta de la presunta desposada tejen una especie de colchón con
ramaje y rastrojos.
—El lecho nupcial—sonrió el artista encantado.
—Sí; un remedo a la vez insolente y candoroso, increíble en el enorme
pudor de estas mujeres.
—Pues yo no sé si aquí la castidad sin luchas ni peligros,
eternamente dormida, tendrá mucho mérito a los ojos de Dios...
—No negarás que es una virtud.
—O un signo acaso de bárbara esquivez.
—¿Quién sabe si la civilización al sensibilizarnos y pulirnos, nos
hace más o menos asequibles al mal?
—Nos hace conscientes, hombre, que es tanto como hacernos
responsables: qué, ¿tiras a retrógrado?
—Tiro a párroco de Valdecruces, por ahora.
—Bueno. ¿Y el rastro ése?
—Es un compromiso oficial de casorio si la moza no protesta. Si
rechaza al pretendiente, o los rumores del noviazgo son inciertos,
ella conduce el surco hasta una laguna, charco o regajal, durante la
siguiente noche.
—Es curioso.
—Da margen a una salida nocturna, llena de sigilo y moderación, por
supuesto. He tomado mis precauciones para evitar que os comprometan con
la broma, aunque si persiste el propósito...
—Marcharé en seguida—dijo Terán reflexionando—, Anunciaré a
_Mariflor_ la posibilidad de que una carta urgente me obligue a
partir... pero mi viaje no será una retirada, sino una tregua: sólo con
esa condición te daré gusto.
—Ni yo te pido más. Una tregua precisamente, que te dará también
espacio para posar tus impresiones y resolver con toda cordura en
negocio tan importante.
—Entonces, pasado mañana, si te parece...
—Muy bien. Dios te ayude.
Y mucho más satisfechos de lo que hubieran podido suponer durante el
curso de la conversación, bajaron los dos amigos a pedir el yantar.
* * * * *
Una hora después, sin cuidarse del sol, rondaba Rogelio la calle de
Florinda, avisado por ella de que estaría sola y podrían hablar un
rato.
No tardó en aparecer sobre la sebe mazorral, entre rubos y agavanzas,
la gentil cabeza de la moza. Presentóse con una de esas dulces sonrisas
que nacen en los ojos y crecen en los labios, y acogió con apasionada
ternura el credo fervoroso del amante. Él, con mucha suavidad,
deslizó en la plática el temor de una repentina ausencia: sus asuntos
amenazaban llamarle a Madrid de un momento a otro.
La súbita emoción que encendió el semblante de la joven, mostróla tan
triste, tan pesarosa y estrujada por la vida, allí muda y trémula entre
las zarzas del vallado, que el mozo, vivamente conmovido, le prestó mil
espontáneos juramentos de constancia y fidelidad.
—Volveré pronto—decía—, cuando tú me asegures que estás dispuesta a
venirte conmigo.
La miraba, gozoso de saberse profundamente amado, y sufriendo al verla
tan atormentada y dolorosa, visibles ya en su cara los esfuerzos de la
lucha que sostenía con el duro trabajo, apenas caído sobre los débiles
hombros. ¿Qué iba a ser de ella prolongando la amarga situación? De la
cruel servidumbre, ¿la había de redimir el oro del primo o el amor del
poeta?
Como si la joven adivinase que aquella duda cabía en el pensamiento del
amado, murmuró con furtiva esperanza:
—¡Sí; volverás pronto!
Y pudo sonreir: aún dijo alegres frases y devolvió promesas de ardorosa
pasión, cauta y firme contra el primer asalto de una sorda inquietud
que le empañó el terciopelo oscuro de las pupilas, igual que si la
pálida sonrisa de los labios ya no pudiese volver nunca hasta los ojos
donde había nacido.
Quedaron los novios en verse por la tarde en la mies. Pensaba Florinda
salir a la caída del sol, cuando el agua corriera por los liños en la
hanegada de la Urz, ya vencido el trabajo del riego que traía a la moza
desvelada.
Despidióse Terán rendidamente, y se alejó despreocupado, con una
ligereza de espíritu indefinible y extraña en aquel momento: sentíase
optimista, lleno de dulces seguridades que apenas tenían raiz en su
conciencia, mecido en vagas ilusiones no menos gratas por imprecisas y
locas. Iba envuelto quizá, en cendales de amor, en el divino manto que
cubre con infinita dulzura a quien lo recibe, y destroza las manos que
lo tejen.
Así encontró a Marinela, que huía de él y que cayó en sus brazos
derretida en lágrimas. Cuando la dejó partir transido de compasión,
perdió de repente la serena beatitud que le envolvía y hallóse
despierto a sus íntimos cuidados, pesaroso de tocar tantas tristezas,
perdido en confusiones y recelos, como si la zagala enfermiza le
hubiese contagiado con los zollozos todas sus inquietudes y ansiedades.
Horas enteras vagó irresoluto y febril al través de Valdecruces,
acosado por la opresora sensación de hallarse prisionero. Una angustia
de cárcel le martirizó en cada rúa triste y ardiente. Y el cansancio
y la sed le llevaron a la entrada silenciosa de la taberna, sobre la
cual un lienzo inmóvil y de dudoso color denotaba a estilo del país el
tráfico de vinos.
Pidió el forastero un vaso y una silla, no sin dar grandes voces, a las
que acudió un anciano. Servido con mucha parsimonia, contemplado con
asombro por una vieja que llegó tras el viejo, supo allí que el tío
Cristóbal Paz había fallecido de un sofoco en la mies.
—¿Trabajando?—preguntó con lástima.
—¡Quiá!; no, señor; mirando cómo andaban al riego unas mujeres.
—¿Las de Salvadores?
—Esas; ya fué allá don Miguel con el Santolio pero no le alcanzó arma
ninguna; ahora están esperando a la Justicia para levantarle.
Descansó el poeta unos minutos, pagó con esplendidez el vaso de agua
con vino, y buscó una salida al campo, orientándose hacia naciente. Era
casi la hora de su cita con _Mariflor_; y el trágico acontecimiento de
la tarde parecía propicio a que la presencia del galán en la mies no
inspirase desconfianzas.
Ya en el libre camino aparece un poco nublado el cielo: tenues vellones
grises circundan el ocaso donde el sol se inclina malherido por la
noche, implacable y rojo sobre la sedienta planicie.
Cuando Rogelio rinde la finísima senda de la mies y se asoma al campo
baldío donde el cauce se tiende hacia el arroyo, un espectáculo de
tremenda emoción le pasma y le sacude.
Allí, donde la rotura brava del erial toca en suave cima con el borde
del regatuelo, se yerguen Olalla y Ramona sobre los cárdenos fulgores
de la luz poniente. El ronco retumbar de sus azadas repercute áspero y
terrible, lo mismo que una cava de sepultura; avanzan y tunden las dos
mujeres, solemnes y misteriosas frente al ocaso como si le estuvieran
abriendo una sagrada fosa al astro moribundo; con mucha prisa, antes de
que le envuelva la noche en el sudario gris de la llanura.
El cadáver del tío Cristóbal duerme en la rastrojera, a medio cubrir
por un piadoso abrazo de retamas; junto a él la tía Dolores reza o
llora, y vigila en una expectación delirante; y en el otro confín del
horizonte una orla de nubes pálidas tiende su pesadumbre a la orilla
del cielo.
* * * * *
La respetada hora de la siesta había pasado magnánima aquel día sobre
las cavadoras de la mies de Urdiales.
Aprovechó Olalla el reglamentario reposo para satisfacer un repentino
impulso de su corazón. Y destacándose valiente en el abrasado rebujal,
cortó en la mustia ribera del arroyo un haz tan grande de retamas como
pudo ceñirle entre sus brazos, bien abiertos, robustos y acogedores.
Aún supo esmerarse con paciente solicitud, escogiendo en el retamal las
flores menos tristes; quería cubrir al muerto contra las moscas y el
sol, y hacerle los honores de la mies con un poco de dulzura.
Mientras hacinó la pálida genesta sobre el cadáver, las otras dos
mujeres rezaban el rosario, acurrucadas en la linde del plantío.
Contaba Ramona las avemarías por los dedos, murmurando al final de cada
decena, a guisa de responso:—_Requiescanquinpace_. Dijo después la
letanía de la Virgen, en el mismo bárbaro latín, y comenzó a hilvanar
una serie formidable de padrenuestros por las obligaciones del difunto.
Tranquila, hierática, agotó la mujer el repertorio de las oportunas
preces, con la calmosa ayuda de la vieja, cuando fué Olalla a sentarse
entre las dos, murmurando:
—¿Qué hará Tirso, el heredero, con nosotras?
—Quedarse con todo; quitarnos la casa; ese hereda las codicias con los
intereses—respondió la madre—. Su cara morena parecía más oscura, y
su acento, siempre brusco, sonaba más enrudecido.
Callaron las tres un instante, sobrecogidas bajo la dureza de aquella
afirmación.
Tirso Paz tenía fama de avaricioso; recibía el caudal paterno después
de una larga vida de privaciones, despechado contra la injusta suerte
del hijo pobre que tiene un padre rico; de seguro heredaba ansioso,
violento, impaciente de poseer, sin lástimas que para su miseria nadie
tuvo, sin treguas piadosas que su mismo padre le enseñó a negar.
Esta certidumbre tembló, fatídica, al borde de la mies, en el ardiente
silencio lleno de luz, y ahogó sus ansiedades al imperioso aviso de
Ramona que, consultando al sol, pronunció gravemente:
—Acabóse la sosiega.
Avanzó hacia el cauce con la azada al hombro; la anciana y la niña la
imitaron y, al pasar junto al muerto, las tres hicieron reverentes la
señal de la cruz. Inició Ramona otra vez la cava con un brío salvaje,
como si la tierra le fuese violentamente aborrecida, como si en cada
golpe de los tundentes brazos pusiera un ímpetu de odio.
Así avanzó la rotura al correr de las horas, entre una nube de polvo
estéril, pálida sangre de las sequizas entrañas abiertas a la sed del
centeno en furiosa persecución del regajal.
A menudo la tremenda mujer volvíase hacia la muchacha para decir
sordamente:
—¡Aguanta, niña!
Y la pobre bisoña, sin aliento, empapada en sudor, seguía los pasos
de su madre, ya lejos de la abuela, que se quedaba atrás alisando
maquinalmente los terrones movidos, sin saber lo que hacía, como un
instrumento inútil y abandonado.
Una súbita parálisis de todas sus fuerzas aplastaba a la tía Dolores
en la hendedura, triste y absorta, escarbando el polvo. Sentíase
impotente en el campo por primera vez en su vida. Sobre la infeliz,
esclavizada a la tierra por un amor recio y sombrío, caía el dolor de
la incapacidad con angustiosa certidumbre. Y cuanto más irremediable
era su desventura, más sensible se alzaba en su pecho un oscuro rencor
hacia aquella otra mujer, fuerte y joven que, arrebatándose en el
trabajo como una furia, ordenaba soberbia:
—¡Aguanta, niña!
La esposa, inflexible para recibir al esposo pobre y enfermo, podía
enorgullecerse como madre, capaz de acoger a un hijo desgraciado. Pero
la mujer vieja, la inútil labradora, ya no tenía derecho ni a ser madre.
Así pensaba turbiamente la tía Dolores, recordando, para mayor
pesadumbre, el peligroso albur de sus hipotecas en poder de Tirso Paz,
más temible que el propio tío Cristóbal. Sin mies, sin casa y sin
arrestos para el trabajo, ya no lograría recibir a Isidoro, ni valerle
ni ampararle; ¡ya se había acabado todo para ella en el mundo!
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