La Esfinge Maragata: Novela - 01

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LA ESFINGE MARAGATA
Novela
Premiada por la Real Academia Española
(Tercera Edición)

* * * * * *
OBRAS DE CONCHA ESPINA

LA NIÑA DE LUZMELA (Novela), 2.ª edición.
DESPERTAR PARA MORIR (Novela), 2.ª edición.
AGUA DE NIEVE (Novela), 3.ª edición.
LA ESFINGE MARAGATA (Novela premiada con el premio
Fastenrath por la Real Academia Española), 3.ª edición.
LA ROSA DE LOS VIENTOS (Novela), 2.ª edición.
AL AMOR DE LAS ESTRELLAS (_Mujeres del «Quijote»_).
RUECAS DE MARFIL (Novelas), 2.ª edición.
EL JAYÓN (Drama en tres actos).
PASTORELAS.
EL METAL DE LOS MUERTOS (Novela), 2.ª edición.

TRADUCCIONES:
AL INGLÉS:
LA ESFINGE MARAGATA.
LA ROSA DE LOS VIENTOS.
EL JAYÓN.
EL METAL DE LOS MUERTOS.
AL ALEMÁN:
LA ESFINGE MARAGATA.
EL JAYÓN.
EL METAL DE LOS MUERTOS.
AL ITALIANO:
LA ESFINGE MARAGATA.
EL JAYÓN.
PASTORELAS.
EL METAL DE LOS MUERTOS.
AL AMOR DE LAS ESTRELLAS, 2.ª edición.
* * * * * *

[Illustration:

CONCHA ESPINA
LA ESFINGE MARAGATA
Novela
Premiada por la Real Academia Española



Gil Blas
Renacimiento
10º Millar Madrid


Es propiedad de la autora.
Derechos de reproducción y traducción
reservados para todos los países,
comprendidos Suecia, Noruega y
Rusia.
Copyright 1920 by Concepción Espina
y Tagle.
Hechos los depósitos que marca la
Ley para las Repúblicas Americanas.

MADRID.—Imprenta de Miguel Albero.—Santa Engracia 155.




I
EL SUEÑO DE LA HERMOSURA

VIBRA el soplo estridente de la máquina que desaloja vapor, cruje con
recio choque una portezuela, algunos pasos vigorosos repercuten en el
andén, silba un pito, tañe una campana, y el convoy trajina, resuella y
huye, dejando la pequeña estación muda y sola, con el ojo de su farol
vigilante encendido en la torva oscuridad de la noche.
El único viajero que ha subido en San Pedro de Oza es joven, ágil,
buen mozo; lleva un billete de segunda para Madrid, y, apenas salta al
vagón, acomoda su equipaje—una maleta y el portamantas—en la rejilla
del coche. Luego desciñe el tahalí que trae debajo del gabán y lo
asegura cuidadosamente en un rincón. Dentro de su escarcela de viaje
guarda Rogelio Terán—que así se llama el mozo—toda su fortuna: poco
dinero y hartas ilusiones; el manuscrito de una novela; un libro de
memorias con apuntes de peregrino artista, versos, postales y retratos.
Ocupan el departamento dos señoras. Al tenue claror que la lucecilla
del techo difunde, sólo se logra averiguar que entrambas duermen: la
una sentada a un extremo, con la cabeza envuelta en un abrigo que le
oculta la cara; tendida la otra en sosegada postura bajo la caricia
confortadora de un chal. Las dos permanecen ajenas al arribo del
nuevo viajero; las dos yacen con igual reposo y oscilan con el tren,
esfumadas en la penumbra del breve recinto, insensibles a la vida
maquinal del convoy, como los inanimados contornos de los almohadones
vacíos y los equipajes inertes.
Distrae el caballero unos minutos en cambiar el hongo por la gorra,
ceñirse una manta a las rodillas y limpiar los lentes con mucha pausa
y pulcritud. Luego previene un cigarrillo, le coloca en los labios con
esa petulancia habitual del fumador, y enciende una cerilla.
Mas antes de dar lumbre a su tabaco, inclina curioso el busto hacia la
dama, dormida enfrente, de la cual ya ha sorprendido un cándido perfil,
rodeado de cabellos oscuros, en el fonje lecho de la almohada. Con
más audaz resolución descubre ahora las hermosuras de aquel semblante
serenísimo que duerme y sonríe. La llama tembladora del fósforo quema
los dedos cómplices sin que el viajero artista deje de ver y de
admirar: la tez morena clara, de suavísimo color; puras las facciones y
graciosas; párpados grandes y tersos; orla riza y doble de pestañas que
acentúan con apacible sombra el romántico livor de las ojeras; mejillas
carnosas y rosadas; correcta la nariz y encendida la boca, y en las
sienes un oleaje de cabellos negros desprendidos del peinado, que caen
sobre las cejas y nimban la cara como una fuerte corona...
Tales maravillas cuenta la temblorosa luz al extinguirse de un
soplo, semejante a un suspiro, mientras el ocioso mirón falla en
silencio:—¡Admirable!, ¡admirable!—Y se respalda en el sofá
escudriñando con golosa mirada a la otra incógnita dormida.
Inútilmente: la mantilla o toca que la cela el rostro, no ofrece el
menor señuelo a las audacias del furtivo y galante explorador. El cual,
entonces, se decide a encender su olvidado cigarrillo, y fuma con
impaciente y nervioso afán, puestos los ojos y el corazón en el dulce
misterio de aquella hermosa mujer...
El tren correo salió de La Coruña a las nueve de la noche; aunque estas
señoras procedan de la capital, ¿cómo a las diez y media se han rendido
ya tan profundamente a la pesadumbre del sueño? Parece que vinieran de
lejanos países, acosadas por la fatiga de muchas horas de insomnio...
¿Viajan las dos juntas?... ¿Las reune el acaso?... ¿Adónde van?...
¿Quiénes son?...
—Madre e hija—sospecha el curioso, pensando que una moza tan gentil
no anda bien sola por el mundo. Y saborea, con refinamiento exquisito,
la emoción de hallarse de repente, en un recodo de su inquieto
peregrinaje, al lado de una bella desconocida que, en la placidez de la
más absoluta confianza, rueda con él por un camino oscuro.
El peso voluptuoso de esta meditación inclina otra vez al viajero hacia
la joven.
—¿Soltera?... ¿Casada?...—murmura interiormente—. Soltera—concluye,
adivinando en las facciones suaves la pureza de la virginidad bajo la
gracia de la primera juventud—. ¡Si parece una niña!...
La contemplación se hace tan próxima, tan impulsiva y profunda; brilla
en los claros ojos varoniles un deseo de hurto, tan voraz, que la dama
_lo siente_, mortificador, al través del sueño; suspira, se impacienta,
parece que lucha con la imposibilidad de despertarse, y en voz chita,
con enojo y con mimo, protesta:
—¡Vaya!...
Iníciase a lo largo del confortable chal una rápida agitación, y, al
punto, la tan sutilmente importunada vuelve a quedar en serena actitud.
De su lindo rostro se ha borrado la repentina mueca infantil que lo
alteró un instante, y la sonrisa florece ahora más clara, más dulce,
mientras el atrevido admirador, replegado en su asiento con mesura, oye
confusamente la voz de la conciencia hidalga, reprobadora de apetitos
locos, y aun el aviso discreto de aquel adagio que dice:
_Un beso por sorpresa,_
_es una tontería del que besa._
Pero estos estímulos saludables de la prudencia y la honestidad no
penetran mucho en el ánimo del viajero, absorto en otras imprevistas
revelaciones.
La bella durmiente, al sacudir con disgusto su arrogante cabeza en la
almohada, ha dejado rodar sobre el cuello, libre y redondo, una roja
sarta de corales.
Y la tercera inclinación de Rogelio Terán hacia el encanto de aquella
mujer, es lúgubre y angustiosa: el hilo encarnado se aparece de pronto
en la dulzura morena de la piel como borde sangriento de una herida;
el semblante, al cambiar de postura, resalta más pálido, en escorzo
bajo la macilenta luz, con la aureola de cabellos brunos en rebelde
y hermosísimo desorden. Ha cambiado así tan de súbito el aspecto de
la viajera, que el asombrado mozo apenas la reconoce: tiene ahora una
belleza trágica, el desolado rostro de una víctima; parece que la
circuyen sombras de fatal predestinación.
De nuevo, muy de cerca, mas con respeto y solicitud, los zarcos ojos
miopes atisban el femenino perfil y sólo entonces aquella respiración
suave, aquella sonrisa difusa, devuelven al caballero la tranquilidad.
A este punto una nota blanca ha roto las sombras en el ángulo donde
la viajera apoya los pies, y el artista, triunfante en el abierto
campo de sus exploraciones, distingue una media inmaculada, ceñida a
un alto empeine en el escote del zapato de oreja, bordado y elegante,
nuevos motivos de asombro y cavilación: aquel collar, aquel zapato,
¿pertenecen a una bailarina que viaja en traje de luces, o a una señora
vestida de aldeana por capricho y con lujo?
La primera suposición parece más verosímil: quizá bajo la estameña
oscura del abrigo, un relámpago de falsa pedrería serpea entre livianos
tules en torno a la farandulera errante. De todas suertes, aquella
mujer no es, de seguro, una campesina auténtica viajando con el vestido
regional de Galicia. Cierto perfume señoril que de la ropa trasciende,
la finura del semblante, el pie lindo y curvado, la garganta mórbida y
dócil, sugieren la idea de una más noble calidad.
Feliz el caballero con esta certidumbre, se decide a proteger,
solícito, el confiado reposo de la dama. Y mirándola, en tan profundo
sosiego, recuerda haber leído, no sabe dónde, que sólo en la pujante
mocedad se duerme así, con absoluto abandono, con dulzura y pesadez, y
que a este primer descanso antes de las doce de la noche, por lo mucho
que repara y embellece, lo designó cierta famosa actriz con la frase de
_el sueño de la hermosura_.
Despiertas con esta membranza las más sutiles curiosidades del artista,
muerden la sombra queriendo descubrir cómo la gracia de aquel beleño
reparador presta a los músculos sedante laxitud, y, con una pincelada
invisible, extiende sobre el reposo de las facciones toda la infinita
serenidad de la belleza.
—_¡El sueño de la hermosura!_—corrobora el viajero, sumido en la
poética sugestión de la frase cuando, de pronto, sobrevienen el taque
brusco de una portezuela, el uniforme del revisor y unas palabras
requeridoras, con barruntos de cortesía:
—Buenas noches... ¿los billetes?...
Rogelio busca el suyo sin apartar los ojos del frontero sofá, y mira
atónito cómo la manta encubridora, estremecida por un tardo movimiento,
se yergue, resbala y descubre un peregrino traje de mujer, bajo cuyo
jubón de seda negra se solivia un gallardo busto, mientras una voz
insegura, blanca y musical, prorrumpe:
—¡Abuela, los billetes!...
Y el brazo primoroso de la joven se tiende hacia la dama oculta en el
rincón, la mueve, la despierta con mimo y la ayuda a desembarazarse de
ropas y envoltorios.
Surgen de ellos una cara senil y una mano rugosa; taladra el revisor
los cartoncillos, y se despide con otro portazo.
Los tres viajeros se miran de hito en hito, con vago asombro de las
dos señoras e interés creciente por parte de Terán, que se lanza a
la cumbre de las más arduas imaginaciones ante aquellas dos mujeres
tan distintas, ataviadas de igual manera exótica, unidas por cercano
parentesco, tal vez precipitadas por la suerte en idéntico destino...
Y, sin embargo, representan dos castas, dos épocas, dos civilizaciones.
En un momento, la perspicaz observación del novelista sorprende, separa
y define: la abuela es una tosca mujer del campo, una esclava del
terruño; tiene el ademán sumiso y torpe, la expresión estólida, y en la
tostada piel surcos y huellas de trabajo y dolor; diríase que la traen
cautiva, que unos grillos feudales la oprimen y torturan, que viene del
pasado, de la edad de las ciegas servidumbres, en tanto que la moza,
linda y elegante, acusa independencia y señorío: todo su porte bizarro
lleva el distintivo moderno de la gracia a la cultura. En esta niña el
traje campesino parece un disfraz caprichoso, mientras en la anciana
tiene un aire de rudeza y humildad, como librea de esclavitud.
Al discernir de una sola ojeada estas dos existencias, la percepción
delicada y pronta del artista advierte que aquellos ojos, súbitamente
abiertos ante él, le están mirando sin verle. Porque la vieja parece
azorada, distraída en el confín de un pensamiento remoto, del cual
extrae alguna razón muy turbia y difícil; mientras que en las pupilas
de la joven no ha despertado el alma todavía. Y una rara inquietud
acosa al mozo, aguardando que torne aquel espíritu ausente; que luzca
y se agite; que diga su linaje; que descubra algún florido secreto del
mundo interior donde se nutre y sueña. Crece tanto el ansia con que
Rogelio invoca a la dormida esencia de aquel sér, que al fin acude y se
despierta y mira desde los ojos flavos de la dama, sin comprender las
razones de tan extraña sugestión.
—Duerme, duerme otro rato—murmura la vieja, viendo a la muchacha
revolverse perezosa con los dedos entre los desmandados bucles.
—Sí; tengo mucho sueño... tengo frío...
—Te arroparé con la frisa.
Y la abuela, con gran solicitud, mueve las manos rudas para abrigar a
la joven, otra vez acostada en el sofá.
Cruza la niña sus pestañas dobles, suspira y se aquieta, alzando el
vuelo de la manta a la altura del rostro, como para recatarlo a las
voraces miradas del viajero: el alma dormida no llegó a despertarse
con toda lucidez en las pupilas soñolientas; si se asomó un momento,
requerida por el audaz reclamo de otro espíritu, cayó otra vez desde la
linde misteriosa en la región del sueño, en el profundo _sueño de la
hermosura_.
* * * * *
Así crece la noche, majestuosa y sombría. Rogelio Terán, acosado
por un enjambre de pensamientos, atisba el paisaje tras los vidrios
empañecidos por la escarcha: huyen los árboles y los montes, los
abismos y las cumbres, como un galope de tinieblas en los flancos de
la vía; tiemblan con agudo fulgor las estrellas lejanas en un cielo
inclemente, crudo y glacial.
Evoca el viajero las veces que se ha sentido, como en este instante,
impresionado por la belleza de una mujer. Y revolviendo las memorias de
su vida, halla en el fondo de cada galante recuerdo una lástima tierna
y aguda, una ardiente conmiseración hacia todas las bellas por él
adoradas un minuto, unas horas quizá, desde una ventanilla transitoria,
en la blandura de un carruaje, en la cubierta de un buque, al compás de
una danza, a los acordes místicos de un órgano... ¡En tantas ocasiones
era posible amar a una mujer!
Las amó a todas con alma de poeta y persiguió en cada una la sombra de
un misterio, el halo de un sacrificio, la huella de una pesadumbre.
Hijo de una desventurada, a quien vió llorar mucho y morir sonriendo en
plena juventud, padecía la obsesión de los dolores femeninos, como si
en su sangre latiera siempre el temblor de aquellas lágrimas queridas.
Muy sensible por esto, muy humano, ardía en amores vertidos con
suavidad infinita sobre las criaturas y las cosas bellas y humildes;
creyendo vislumbrar un arcano de tristeza detrás de cada hermosura de
mujer, sentíase atacado de melancolía al encuentro de una hermosa.
Jugaba al amor con timidez, en aventuras fugaces, buscando y huyendo
con sagrados terrores la grande y definitiva pasión de la juventud, la
raíz de la vida, recia y profunda, enhestada desde la tierra al cielo
como una llama, como un grito, como una corona. Quería vivir a flor
de pasiones, amándolo todo con el ímpetu de muchas piedades, cifradas
en el recuerdo de aquella sonrisa maternal que maduró con el reposo
codiciado de la muerte, pero sin esclavizarse a los latidos de un solo
corazón, porque amar al mundo entero era ya un triunfo hermoso del
sentimiento y de la bondad, y lanzarse al abismo del amor único, al
paso de una mujer, era enroscar el alma a la tremenda raiz, que lo
mismo puede erguirse al cielo como una corona victoriosa, que como un
grito lacerante, como una llama fatal.
Y este pavor augusto a la orilla de las grandes pasiones no carecía de
egoísmo y de pereza. Como un _dilettante_ del amor, pretendía Terán
embellecer su existencia con rasgos de Quijote, al estilo moderno, sin
lastimarse las manos señoriles, sin descomponer la gallarda postura
ni encadenar el voluble corazón. Hidalguía y curiosidad, émulas en el
carácter veleidoso de este hombre, se disputaban la victoria de los
sentidos bajo la guarda prudente de una equilibrada naturaleza y al
través de un temperamento de artista y de epicúreo. En tan complejo
bagaje sentimental no había una sola nota de bellaquería ejercitada ni
de daño propio; pero sí muchos versos ungidos de ternura al margen de
cada amor: de donde se infiere que el poeta andariego era más hidalgo
que curioso, más compasivo que sensual y más artista que mundano,
aunque tuviera mucha sed de novedades, sensaciones y aventuras...
Mientras avanza el ferrocarril al través de la noche, en pleno
interlunio, Rogelio Terán agita en la memoria el poso romántico de sus
añoranzas, y vuelve con frecuencia los ojos hacia la mocita dormilona,
que, inmóvil, trasunta la estatuaria rigidez de un velado cadáver.
Supone el viajero que no ha dejado de contemplar aquel perfil inerte,
cuando se despierta y mira el reloj. Son las tres de la mañana y el
tren se ha detenido ante un letrero que dice: «San Clodio». Aquí el
artista se incorpora, sacude el cansancio un minuto, y en pie detrás
de la portezuela, saluda con reverente pensamiento al peregrino autor
de las _Sonatas_, al poeta de _Flor de santidad_, cuya musa galante y
campesina trovó en estas silvestres espesuras páginas deleitosas.
Y cuando el tren arranca, jadeante y sonoro, Terán, invadido de sueño,
da una vuelta en los almohadones con el fastidio de hallarse mal a
gusto: guarda los lentes, se encasqueta la gorra, y refugiado en un
rincón procura olvidar a su vecina para dormirse, en tanto que la vieja
ha vuelto a desaparecer bajo la nube de sus tocas.





II
MARIFLOR

YA la sombra se repliega a los rincones del recinto, y se levanta
sobre el paisaje la peregrina claridad del amanecer, cuando Rogelio
siente una aguda atracción que le estimula y aturde, entre despierto
y dormido, llamándole con fuerza a la realidad desde el confín ignoto
de los sueños. Se endereza al punto, corrige su descuidada actitud, y
clava la ondulante memoria en el sofá de enfrente, murmurando con vivo
azoramiento:
—Buenos días.
Responde la dama al saludo matinal, y luego, pensativa, se pregunta
dónde ha oído una voz como aquélla; cuándo viajó, como ahora, con
un mozo rubio, de ojos azules, fino y elegante, que la miraba
mucho:—Nunca—se dice interiormente—; ¡lo he soñado!...
Al recordar que se despertó un momento antes, enfrente de aquel hombre
dormido, vacila entre la idea remota de haberle visto llegar o de haber
soñado que llegaba. Una rara inquietud la sobrecoge: toda la púrpura
de la sangre se agolpa bajo la tersa piel de sus mejillas; vuelve
los fugitivos ojos hacia la abuela, que aún duerme, y después, para
disimular la turbación, trata de bajar uno de los cristales del coche.
Le ayuda Terán, inmediatamente, pesaroso de haberse abandonado en
postura tal vez ridícula delante de la hermosa. Ella finge mucho
interés por el indeciso horizonte que clarea en la curva lejana de
las nubes con soñolienta luz. Y él, entretanto, examina afanoso aquel
traje, peculiar de un país que no conoce, aquella figura juvenil donde
reposa la belleza como en ánfora insigne.
Lleva la niña el clásico manteo, usual en varias regiones españolas:
falda de negro paño con orla recamada, abierta por detrás sobre
un refajo rojo, y encima del jubón un dengue oscuro guarnecido de
terciopelo; delantal de raso con adornos sutiles, gayas flores, aves,
aplicaciones pintorescas y dos cintas bordadas de letreros con borlas
en las puntas; y al busto, bajo la sarta de corales, un gualdo pañuelo
de seda, ornado también de primorosos dibujos.
Sobre aquel extraordinario golpe de telas joyantes y placenteros
matices, se alzaron para delicia de Terán dos manos lindas, azoradas
como palomas: querían componer unos rizos, mudar unos alfileres,
hurtar la sién a la intrusión huraña de los cabellos sublevados en
los azares de la noche; mas no lograron ninguno de estos propósitos,
y estremecidas de frío, trataron de cerrar otra vez la vidriera.
Interviene de nuevo Terán con galante premura, y después de algunas
frases de agrado y cortesía, los dos mozos se quedan frente a frente,
sentados y amigos, sonriendo con la franca expresión propia de su
vecindad y su juventud; ella, más propicia a responder que a preguntar,
dice que marcha a Astorga con la abuela para vivir en el campo hasta
que regrese su padre, el cual viaja con rumbo a la Argentina.
¿Que si es maragata? Sí: nació allá abajo, en Valdecruces, silencioso
rincón de Maragatería, pero no conoce el país; muy pequeña, la llevaron
a La Coruña y nunca volvió al pueblo natal, porque a su madre le
gustaba poco. Su madre era costanera, de una playa de Galicia, Bayona,
el vergel más hermoso del mundo... Y la viajera dilata la expresión
infantil de sus ojos garzos, con las plácidas señales de un recuerdo
que huye...
—Desde que mi madre murió—murmura—tampoco he vuelto allá. Todo me ha
sido adverso desde entonces—añade—: con ella se me fué la alegría, la
fortuna y hasta el mar y la tierra que yo quiero; hasta el traje y el
nombre que yo tuve...
—¡Cómo!... ¿De verdad?—inquiere el poeta, subyugado por la voz herida
que suena a cristal roto y que se apaga en el estrépito del tren.
—De verdad: mi padre perdió sus intereses en menos de un año, después
de vivir muchos con holgura, y se embarca pobre, soñando ganar dinero
para mí, enviándome lejos de mi costa, de mis campiñas, de mis
placeres...
—¿Y de un amor?—pregunta osado el mozo.
—De todos los amores—dice ella con negligente sonrisa—. Luego
contesta, amable, a muchas cosas que su interlocutor quiere averiguar:
Sí; ha cambiado de nombre. Se llamaba Florinda, pero la abuela dice que
en tierra de maragatos los nombres «finos» no se usan; que allí suelen
llamar a las mujeres «Marijuana», «Maripepa», «Marirrosa», y que deben
nombrarla _Mariflor_.
—¡Delicioso!—interrumpe Terán.
Lleva Florinda sus arreos de maragata, porque el traje de la región es
allí sagrado como un rito, pero no sufrirá la vida de los labradores
en toda su rudeza: ¡le han dicho que es tan triste! El animoso
emigrante ha podido librarla de aquel atroz cautiverio hasta que logre
llevársela consigo o asegurarle definitivamente la independencia.
—Mediante una boda—insinúa Terán con vaga pesadumbre, entre celoso
y compadecido, sin advertir que quiere penetrar muy de prisa en las
intimidades de la joven.
Ella no da importancia a la pregunta, y responde con sinceridad:
—Tal vez casándome sería muy feliz como mi madre, que vivió libre,
alegre y mimada; pero como el padre mío hay pocos hombres...
Quédase Florinda meditabunda, adormilados los ojos entre las pestañas,
triste soñadora del inseguro porvenir.
Terán la contempla conmovido ante la dulce ingenuidad que no se recela
ni ofende en aquel interrogatorio de todo punto inesperado: allí están
las íntimas confidencias que él acució unas horas antes, ambicioso y
febril, en las bellas pupilas asombradas de sueño; parece que bajo el
cutis delicado de la viajera se ven pasar las emociones, se sienten los
latidos cordiales de aquella vida, se oye el compás armonioso de aquel
espíritu, como si toda _Mariflor_ se convirtiera en alma de cristal que
vibrase en una voz apacible y se derramara en una sonrisa tenue.
El foco de compasiones que arde en el corazón del poeta, sube de
improviso hasta los audaces pensamientos, inundando de misericordia la
conciencia varonil. Y Terán presiente, condolecido, la desventura de
aquella mujer que desde la vida muelle y dulce de la ribera mimosa, se
ve empujada, inocente y pobre, al más duro y yermo solar del páramo
legionense, a la tierra mísera y adusta que él recuerda haber cruzado
en rápida correría a los montes del Teleno, y de cuya fosca imagen
guarda una trágica impresión.
Fué al iniciarse la primavera, como ahora. Varios socios del Club
Alpino español cruzaron la región maragata al firme y lento paso de
las caballerías del país, como perdidas sombras de mundano regocijo,
fuyentes por azar en las yermas soledades de la vida: eran mozos
festeros, exploradores felices de las sierras bravas, jamás cautivos en
una llanura tan triste y tan inútil, sembrada de pueblos estancados y
ruines; llanura esquiva, donde la sangre de la tierra castellana, las
frescas amapolas, corre con estéril pesadumbre, como flujo de entrañas
infecundas. Una mordaza de melancolía hizo enmudecer a los viajeros
desde el puente romano del Gerga, a la salida de Astorga, hasta Boisán,
donde la Naturaleza se embravece y se engalana con raros alardes de
hermosura para subir al Teleno: tomando la «senda de los peregrinos»,
Murias de Rechivaldo, Castrillo de los Polvazares y otras poblaciones
de nombre sonoro y muerta fisonomía, se aparecieron en el páramo como
esfinges, al través de los medioevales caminos de herradura; y en el
trágico umbral de estos pueblos mudos, se erguía, como un símbolo de
abandono y desolación, la figura dolorosa de la maragata en brava
intimidad con el trabajo, luchando estoica y ruda contra la invalidez
miserable de la tierra...
Al fogonazo de aquel recuerdo, Rogelio Terán reconoce el traje y
el tipo de la anciana que duerme; es la misma mujer empedernida y
triste, vieja y sacrificada, que el mozo sorprendió firme en el suelo
como heráldico atributo de esclavitud, en las torvas llanuras de
Maragatería. Pero la muchacha que al otro extremo del coche medita y
sonríe, parece separada de la abuela por siglos de generosidad y de
dulzura: en el cuerpo y en el alma de esta niña gentil, ha posado el
amor un indulto con todo su cortejo de blandas piedades.
Prende el artista otra vez su atención en la moza, y para disimular un
tumulto loco de reflexiones, por decir algo, dice:
—¡Es precioso el vestido de usted!...
—Llevo el de las fiestas—responde Florinda, que sacude con mucha
gracia la flocadura espesa del pañuelo—; lo encargó mi padre para que
yo me hiciese un retrato, y la abuela me lo mandó poner ahora, porque
así dice que no pareceré en el pueblo una extraña... Tendré que hacerme
otro más humilde para todos los días... Con lo que no transijo es en
llevar en la cabeza un pañuelo como la abuelita, ¿lo ha visto usted?
—Yo sólo quiero ver los espléndidos cabellos de mi amiga _Mariflor_...
¿_Mariflor_, qué?
—Salvadores. En Valdecruces casi todas las familias se apellidan así.
—Serán todos parientes.
—Sí; se casan unos con otros, por lo general.
—A usted ya le tendrán destinado algún primito.
—Eso dicen.
—¿Y se llama...?—insinúa incómodo Terán.
—Antonio Salvadores. Pero...
Este _pero_, largo y sonriente, acompañado de un delicioso mohín,
desarruga el entrecejo del poeta.
—Pero, ¿qué?—interroga apremiante.
—Que sólo nos conocemos por fotografía.
—¿Y por cartas?
—¡Quiá!... Los novios maragatos no se escriben.
—¿De manera que son ustedes novios, ya de hecho?
—A estilo del país. El padre de Antonio y el mío eran hermanos y
deseaban esa boda, pero me dejan en libertad de decidirla yo. Y si el
mozo no me gusta...
—¿Qué tipo tiene?
—Por el retrato y las noticias que me dan, es grande, moreno,
colorado...
—¡No se parece a mí!—interrumpe Terán con ingenua lamentación.
—¿Por qué había de parecerse?—pregunta la muchacha—. Y su risa, que
finge asombro, tiene un matiz muy femenino de curiosidad. Después, en
tono de confidencia, recelando del sueño de la anciana, añade:
—Mi primo tiene una tienda de comestibles en Valladolid; este año irá
a Valdecruces para la fiesta sacramental, y yo aguardo a conocerle para
decir «que no simpatizamos», y quedar libre de ese compromiso...
—¡Si usted ha dado ya su consentimiento!...—se duele el joven.
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