La Esfinge Maragata: Novela - 04

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puestas a secar y «espigos» de legumbres envueltos, con mucha cautela,
para que la simiente en sazón quedase recogida.
Todos estos detalles sorprendieron los ojos inquiridores que, después,
se posaron con cierta ansiedad en la saluca.
La cual era espaciosa, baja de techo, con rudo viguetaje pintado de
amarillo, igual que el camarín de _Mariflor_; las paredes, de anémica
palidez, se hundían en muchos sitios, entre mal blanquete y hondas
arrugas, como la faz de viejas presuntuosas en las ciudades festivas.
Un sofá de anea con almohadones de satén, floreados y henchidos,
se extendía en el testero principal, y, encima, elevado y turbio,
inclinábase un espejito, con el alinde picado y el marco negro, en
reverencia inútil ante una visita que jamás llegaba; alrededor de
aquella luna triste y a lo largo de las otras paredes, sendos cromos
con patética historia memoraban la vida de una santa mártir, moza
y gentil; fotografías pálidas, casi incognoscibles, prisioneras en
listones de un dorado remoto, ceñidas por cristales heridos, trepaban
en desordenada ascensión, en una verdadera república de colgajos,
desde las decoraciones viejas de almanaques y el ramo seco de laurel,
hasta las pieles corderinas abiertas en cruz, a medio curtir. Entre
las sillas, muy numerosas, juntas y apretadas en hilera como aguerrida
hueste, delataban, algunas, otros tiempos de más prosperidad para la
familia Salvadores: aquellas de _reps_ y de caoba con el pelote del
asiento mal contenido por desmañadas costuras, con la color verde
convertida en marchitez dorada, como el follaje de otoño; aquellos
dos sillones de gutapercha, despellejados y hundidos, con respaldares
profundos y solícitos brazos; la clásica consola y el amigable velador,
cuentan las abundancias de unos desposorios en que la abuela y su primo
Juan unieron con sus manos las más pudientes fortunas de Valdecruces,
en gran porción de «arrotos» y centenales, «cortinas» y recuas...
En estas reflexiones se para _Mariflor_, que por su aguda sensibilidad
tiene el privilegio exquisito y amargo de evocar y sufrir el fuyente
roce de las cosas, prestándoles la ternura de su propio sentimiento.
Inconsciente de este raro don, que preside las existencias escogidas
con la facultad doble de gozar y padecer en grado sumo, la muchacha
reconstruye en un momento la dura cuesta de dolores por la cual los
años, los hijos y la miseria torva del país, han derrumbado casa y
heredad en torno de la abuela envejecida. Y una lástima aguda empaña
aquellos ojos, aún sonrientes a la orgía de luz cuajada en el páramo.
—La vida de Santa Genoveva, ¿la sabes?—dice Olalla con beatitud,
señalando los historiados cromos que circundan las paredes—. Y viendo
que la prima no da señales de conocer el ejemplar relato, apunta sobre
una imagen de pergeño bravío, y añade con edificadora gracia:
—Este era el traidor Golo... Aquí—indica en otro cuadro—está la
cierva que criaba en el desierto al niño...
El dedo bronceado va posándose en cada cristal empañecido y roto, y se
detiene a lo largo de una incisión más hundida y más negra, mientras la
voz enunciadora prorrumpe:
—Están los vidrios llenos de sedaduras... ¡Los rapaces acaban con todo!
—Vamos, vamos a ver las palomas—pide Florinda con impaciente
actitud—. Pero Olalla la detiene sin prisa ninguna:
—¡Ah, fíjate! Estas flores las hizo Marinela...
Las dos primas, altos los ojos y entreabiertos los labios, contemplan
con aire estúpido una malla colgante del techo, labrada a punto de
aguja y teñida de bermellón, toda ornada de trapos vistosos que la
maestra de Piedralbina ha bautizado con el remoquete ideal de «flores».
—Muy bien—murmura la forastera, sonriendo generosamente.
Todavía, antes de salir, Olalla abre una puerta primero y otra después,
frente al carasol, para mostrar a su prima dos habitaciones pequeñas,
llenas de trastos, sin ventanas ni lechos.
—Mira qué atropos—alude señalando los fardeles, seras y alforjas, en
abandonada confusión—. ¡Todo quedó sin arreglar anoche!
Y a Florinda le parece descubrir en aquellas palabras un aire brusco,
de tedio y de cansancio.
—Ahora seremos dos a trajinar en casa—responde afable.
—¿En casa...? Yo aquí no subo nunca; tengo otras cosas que hacer.
—Pero no sales al campo—dice _Mariflor_ inquieta, a pesar del
convencimiento que tiene en lo que afirma.
—¿No es campo el caz de agua donde se lava la ropa, y el huerto de las
legumbres, y la cortina de los panes de trigo...?
Olalla enumera los diferentes campos de sus labores con cierto calor
impropio de su palabra cantarina y premiosa, pero sin asomo de reproche
o lamento, y aun con vaga sonrisa de orgullo y fortaleza.
—Hay que coser; hay que guisar—sigue diciendo enfática, engreída en
los altos deberes de su destino.
—¿Y la _Chosca_?—pregunta _Mariflor_ con desolado acento—,¿Qué hace,
entonces?
—Servir a las caballerías, mujer, y a los bueyes; andar a las aradas
con las obreras y con mi madre; atropar la leña de más fuste...
—¿También tu madre...?
—Agora sí—responde Olalla con imperceptible amargura.
Se han quedado las dos mozas en la última de las habitaciones, frente
al vano del colgadizo, que extiende en la salita un esplendoroso tapiz
de sol. Con el aire tibio, levemente impregnado en aromas de huertos,
humo de hogares y vahos de pesebres, entra el hondo silencio de la
aldea hasta el rincón donde Olalla y Florinda enmudecen de pronto,
atónitas y mustias, entre mochilas y zurrones, enjalmas y capachos...
Así las sorprende una cadencia ronca y triste, repetida a lento compás
como un latido que sonara a pena.
—Son las palomas que arrullan—dice Olalla, levantando los ojos.
—Llévame donde estén—repite Florinda, hablando quedo, como si temiese
turbar con sus palabras el arrullo.
La toma su prima por la mano, y en saliendo al corredor cierra la
puerta de modo que la más profunda oscuridad envuelve los pasos de las
dos maragatas. Hácense otra vez torpes los de Florinda.
—¿Por qué cierras?—murmura—. No tenemos ni una chispa de luz.
—Es que el gato entra al carasol y escarrama las simientes.
Como si quisiera protestar del mal propósito que la joven le atribuye,
el animal guaya en la sombra, lastimero y humilde.
—¡Micho...! ¡Micho—ordena Olalla varias veces, espantándole.
Palpando de nuevo en las tinieblas, dan las niñas en unos gemidores
peldaños, muy hostiles y maltrechos y llegan al desván, oscuro y
ruinoso, lleno de bálago resbaladizo. Una pared de madera y una
puertecilla, resquebrajadas, transfloran dorado resplandor, dividiendo
en dos mitades el local: allí, al otro lado de la medianería, donde
irradia la luz, suena el arrullo.
Con suave remezón del maderaje, abre Olalla la palomera, y de pronto
Florinda no ve más que la luz, igual que le sucedió poco antes en el
colgadizo. Recorta el alto ventanal un pedazo de cielo que se convierte
en un chorro de sol dentro del libre refugio de las palomas: blandos
nidales, al arrimo de los adobes, cobijan a las hembras en gestación
y a los polluelos temblorosos; y desde cada nido ocupado, entre
esponjadas plumas, se vuelven los ojitos de las aves a mirar con recelo
en torno suyo.
—¡Qué preciosas!... ¡Cuántas!... ¡Y no huyen!—exclama con embeleso
_Mariflor_.
—Son medrosicas, pero no se asedan—dice Olalla, prodigando, graciosa,
una caricia a cada nidal—. Y como su prima quiere ver los pichones
en la mano, toma dos chiquitines bajo las alas de la madre y se los
ofrece. Ella los acoge en el delantal, por temor a que se lastimen
entre los dedos, y también porque la retrae de tocarlos un escrúpulo
repentino.
—En guarrapas son feucos—pronuncia Olalla sonriente; y antes de
volverlos junto a la azorada paloma, los besa y los guarda entre las
dos manos un instante, encima de su corazón, con dulce gesto maternal.
Del regazo de una hembra febril, levanta después un huevecillo cálido y
terso, y se lo acerca a _Mariflor_, anunciando ponderativa:
—¡Ponen dos todos los meses!
—Tendréis un bando muy numeroso.
—¡Quiá, mujer! Se mueren muchas en la invernada, con el frío y la
nieve, y los pichones más llocidos los vendemos para el mercado de
Astorga y de León.
—¿No te da lástima?
—¡Como son para eso!
Florinda se aturde ante la respuesta razonable y fría, que del reciente
beso y el impulso cordial borra la impresión de ternura y oscurece con
raro misterio el alma de la campesina doncella.
El cariñoso halago al borde del nido dejó adherida una pluma sutil en
el jubón de Olalla: ¿nada más que esta huella deleznable habrá marcado
la amorosa caricia sobre aquel macizo pecho de mujer?... ¿Nada más?
Lo duda _Mariflor_ mientras, acuciosa, estudia aquel semblante moreno y
gracioso que cierra a toda asechanza de íntima curiosidad los secretos
de un corazón femenino: sellado con una placidez austera, ecuánime y
dulce, un poco triste, el rostro de Olalla Salvadores es un enigma,
la noble máscara de unos sentimientos absolutamente ignorados y
silenciosos.
Al contemplarla su prima interrogadora, ella dice amable:
—Voy a llamar a todo el bando.
—¿Cuántas parejas tienes?
—Treinta y tres; aquí dentro no hay ni la mitad.
—¿Y son todas de la misma casta?
—Abundan las palomariegas; pero téngolas también de monjil, calzadas,
moñudas, reales, tripolinas...
De un arcón pequeño, separado del piso por toscos bastidores, vierte
la moza en su delantal una porción de cebada y sube ágilmente hasta
la tronera, apoyando los pies en las quebraduras del muro: acodada en
los umbrales, lanza desde allí con voz atrayente y melosa el familiar
reclamo:
—Zura, zura... zurita...
Se remecen los nidos en el palomar, y fuera, un lozano batir de alas
azota la luz; en parejas veloces acude el bando entero a picar en
las manos de la muchacha: hay palomas con rizos; las hay con toca,
con moño, con espuelas; las hay grises, verdosas, azuladas plomizas;
algunas lucen el collar blanco, otras el pico de oro, otras las
patas de luto; aquellas los reflejos metálicos en la pechuga, en las
alas, en las plumitas del colodrillo. Todas las distintas variedades
son domésticas, aclimatadas al campo mediante cruces con las castas
silvestres y tributo de crecida mortandad en los bravos inviernos.
Rozando las mejillas de la joven, las madres anidadas salieron a
comer; ella hace en la ventana un sitio para que se asomen los ojos de
_Mariflor_, y enumera y define la variedad del bando, junto en apretado
racimo de codicias y de temblores.
Ha trepado la niña forastera hasta descubrir la techumbre muelle y
sinuosa donde las aves, en montón, arrullan y solicitan el sustento.
Pero la prima Olalla, más complaciente aún, discurre:
—Te las voy a mandar todas a la palomera.
Y arroja, sonoro, el contenido de su delantal dentro de la estancia.
Entonces una impaciente agitación de vuelos lánzase a la ventanuca
desde el techado humilde, entre el pecho de Olalla y la cabeza de
Florinda. Salta al suelo la joven para ver más de cerca a las palomas,
y ellas la miran extrañadas, de medio lado, con un ojo nada más,
mientras que alas y picos sacuden en el aire y en el tillado raudas
notas de instinto y de pasión, sorda y ávida música de picotazos,
aleteos y arrullos, donde la voracidad y los amores cantan con gráficos
acentos sus leyes y sus prerrogativas: las hembras, que en el nido
padecen sagrada calentura maternal, han bajado en volandas sus pichones
al ruedo y les incitan a comer, disputando la ración a las glotonas
más tímidas; muéstranse los machos galantes y los padres solícitos,
se colman los buches, se aquieta el tropel, y Florinda, saturada del
perfume bravío que exhala el palomar, seducida por los iris de las
plumas, agitada por las palpitaciones de las aves, ebria de sol y de
placer, siente con ardorosa plenitud la belleza potente de aquella
vida cándida y salvaje, libre y fecunda, que ahora despliega el vuelo
alto y feliz, en parejas de amor, por el llano luminoso y sin tasa,
nuncio de lo infinito...
En pos de las palomas, los deslumbrados ojos de Florinda tropiezan con
la figura intrépida de Olalla, exaltada allí en la cumbre del palomar,
en el foco de la cruda luz, con el sereno perfil de realce sobre el
índigo raso de las nubes: despide la muchacha al bando con mimosa
delicia; le riñe y le aconseja con familiares voces; su acento casi
infantil, truncado y leve en aquel íntimo soliloquio, se aduna con los
arrullos de las fugitivas y se pierde en el aire manso, que al roce de
las alas se hace sonoro; el pañizuelo de la cabeza, caído a la espalda,
descubre un rodete rubio, apretado y firme, rutilante sobre la nuca
morena, como una corona de sol encima del trigo segal; mírase el cielo
en los claros ojos, de un azul más profundo en esta hora; las rosas
aldeanas en las mejillas arden con calor juvenil; la melada tez luce su
fino vello de sabrosa fruta y muestran los labios, mórbidos y abiertos,
unos dientes, duros, iguales, blanquísimos.
Toda la figura de la joven, propicia al atavío regional, señora del
paraje romancesco, sublimada por la fortaleza del sol, se yergue
bellísima y extraña, con la silvestre dulzura de una roja flor de
sangre y de salud, con el donaire rústico de la fuerte amapola,
espontánea sonrisa del erial.
Atónita _Mariflor_, cual si de pronto viera a su prima convertirse en
otra mujer, sólo recordaba de sus recientes emociones la que incendió
el copo de pluma dejando en el jubón de Olalla la estela de singular
caricia.
Un toque gemebundo y cansado resonó en el palomar desde las
profundidades del edificio, y al romper el silencio estremeció a la
moza ensalzada en la ventanuca.
Cuando Olalla saltó diligente junto a su prima, parecía que hubiese
perdido en un segundo el trono sublime de la belleza: en el lago azul
de sus ojos ninguna expresión grande navegaba, un leve azoramiento
físico rizaba apenas en las pupilas el sereno cristal; y en la plebeya
boca, el gesto brusco y la placidez ausente daban aire de abandono
y hastío a la maragata rubia. Quizá era su porte demasiado recio
y su cara harto redonda; tal vez los pies y las manos fuesen muy
varoniles... El copo de pluma había desaparecido de su jubón.
—No te pongas el pañuelo—suplicó Florinda, viéndole hacer un vivo
ademán para cubrirse la cabeza. Y Olalla, realizando su propósito sin
replicar, lamentóse:
—¡Las diez sonaron; tendré asurada la olla y la lumbre muerta!...
Detrás de la débil puertecilla quedábanse la luz y los arrullos,
el aroma agreste de los tálamos, la pura libertad de las alas, y
_Mariflor_, a tiendas por los oscuros escalones, apretaba la mano de su
prima, repitiendo:
—¡Tienes unas trenzas tan hermosas!... ¿Por qué no las quieres lucir?
—No se usa.
—Ponemos esa moda tú y yo.
—Para ti es diferente...
—Estás mucho más guapa sin pañuelo.
Se adensaba la oscuridad delante de sus pasos, como si la noche subiera
del fondo de la casa, y un hálito frío sobrecogió a Florinda, recién
bañada en sol.
Por los penumbrosos corredores del piso bajo hicieron las dos mozas
rumbo a la cocina, grande y poco alumbrada, con el llar humillado y el
suelo de tierra; taburetes de roble, escaño vetusto, ahumados vasares,
mesa «perezosa» y espetera profusa, decoraban la habitación: pendiente
de las _abregancias_, a plomo sobre el llar, esplendía una caldera
enorme.
Como Olalla se abismase de hinojos, hurgando la lumbre, soplando en la
ceniza y sacudiendo la olla reseca, dijo _Mariflor_, tímida y sonriente:
—¿Y mi desayuno?
—¡Cierto!... ¡Si hoy no sé lo que hago!—murmura Olalla,
impacientándose entre los pucheros—. Mira, aquí tienes sopas... ¿te
gustan?
—¿Sopas?... ¿De qué?
—De patatas.
Una salsa con mucho pimentón subía hasta los bordes de menuda tartera.
—¿Llamáis sopa a este guiso?—preguntó Florinda, colocando otra vez la
tapa con pulcritud.
—En el falaje de la tierra se dice así.
—Pero ¡si hubiese otra cosa!—encareció la pobre ciudadana, mirando
alrededor.
—Del orco de chorizos puedes cortar.
—No; algo ligero...
—Chocolate, café ni cosas finas, eso no hay.
—¿Y un poco de leche?
—De las cabras, un poquitín para Tomás y Marinela..., pero te daré
parte.
—No, no; ya pronto es medio día: aguardo así.
—¿Vas a fambrear, criatura?... ¡Y anoche apenas cenaste!... Los
nuestros guisotes caldudos no te prestan; tú tienes otro enseño, ¡y
aquí todo es tan mísero!...
—Olalla, de rodillas, levantando entre el humo del hogar su cara
bondadosa, adquirió nuevamente una expresión de cansancio y pesadumbre,
que la envejeció de pronto, hasta semejarse su sonrisa a la de la
abuela.
—Me gusta todo; ya lo verás—pronunció _Mariflor_ entonces. Y probó
heroicamente la sopa de patata.
Se aventuró después en las habitaciones que aún desconocía, en el
corral y el huerto, mientras Olalla, trajinadora, atizaba la lumbre con
raíces de _urz_, hundida en la sombra cenicienta y humeante.
Los tres dormitorios donde se repartían las mujeres y los niños,
tampoco estaban muy aventajados de claridad: pequeños tragaluces
cruzados de rejas, dábanles aspecto de prisión. Las camas, esponjosas
y limpias, lucían sendos rodapiés de colores; era el piso de tabla,
muy pobre el mueblaje, apretado y confuso. Una pieza que llamaban
_estradín_, y que pudiera haber sido comedor, daba acceso al corral
y a la cocina, y más luz a esta última que su ventana, pequeña y con
cristales completamente ahumados, abierta sobre la silenciosa rúa en
disposición contraria a todo intento de atisbo. A la misma fachada
Norte correspondían la puerta principal y los tragaluces de los
dormitorios. Abríanse al solano, sobre el corral y el huertecillo, la
cuadra, corrida y profunda, el _estradín_ y el gabinete de _Mariflor_,
encima se asomaban a la luz el colgadizo, la sala y el palomar.
Así que en un periquete visitó Florinda las dependencias interiores,
salió a la corralada y de allí pasó al huerto.
Era verdad que tenían brotes los dos únicos rosales, precisamente
al pie de aquella ventanuca parecida a la de un camarote. Un solo
arbolito, que a la muchacha le pareció un peral, señoreaba el «vergel»,
donde las berzas y los repollos, con las demás vulgares hortalizas
caseras, bien cuidadas en simétricos cuadros, erguían el talante
animoso a los rayos del sol.
A la vera de árbol, un escañuelo convidaba a sentarse, y aunque
las floridas ramas no fuesen muy frondosas, allí buscó la joven un
refugio a su breve soledad; el perfume delicado de la yema en flor,
el verde tierno de la rizosas legumbres, las débiles ondulaciones de
los rosales y, en las pálidas orillas, las flores de la retama y del
escaramujo escalando la sebe, todos los distintos semblantes del huerto
ruín, tuvieron para _Mariflor_ una vida profunda en aquella hora.
Sutiles emociones la turbaron; sobre la pobreza del paterno solar, la
melancolía insondable del país y el oscuro misterio de las entrevistas
existencias, la moza derramaba la ternura de su abundante corazón, con
el firme propósito de amar y de sufrir... ¿Para merecer...? Sí, para
alcanzar una dicha tan alta y tan ilustre que parecía un sueño, un
imposible. Era preciso que ella, _Mariflor_ Salvadores, la niña mimada
y consentida, conocedora de holguras y de halagos, arrostrase, fuerte
y audaz, las privaciones y los sacrificios, para que Dios, en premio,
la nombrara triunfalmente esposa de un artista, musa de un poeta...
¿Por qué lado, por cuál camino milagroso llegaría a libertarla _Don
Quijote_...? ¡Aún no levanta en sus hombros la cruz y ya la pobre
soñadora se impacienta por la redención!
Hacia el corral se oyeron unos pasos y Florinda estremecióse
alucinante. Era Olalla, que desde el postigo sonrió, diciendo:
—¡Qué esfrayadica te quedaste, rapaza!
—¿No vienes?
—Tengo que rachar unos tánganos, porque la lumbre no quiere arder.
Y con gesto prometedor, algo pomposo, añadió alegre:
—Al escurificar, de fijo recibes alguna visita.
Quedó el anuncio ondulante en el espacio como una loca patraña contada
por el viento. El cual, presentándose de súbito, llegaba jadeando, con
la respiración férvida y mugiente, lo mismo que una bocanada de siroco.
Se estremecieron en la falda sequiza del bancal las flores de retama
y agavanzo; el hacha leñadora hendía troncos de brezos con premura
al otro lado de la sebe, y algunos cendales de niebla empañaban el
firmamento azul.
_Mariflor_ pensaba confusamente en la posibilidad de que en aquellas
casas que vió inclinarse bajo techumbres de cuelmo, hubiese cocinas
oscuras y tristes huertecillos y mozas bellas...; quizá, también, gatos
misteriosos y relojes ocultos, que de cuando en cuando hiciesen rodar
en el silencio un gañido tremulante y una campanada rota...





VI
REALIDAD Y FANTASÍA

—A la rapaza forastera, ¿la nombráis _Mariflor_?
—Nombrámosla.
—Pues tengo para ella una carta aquí.
Reposadamente, desde su caballo roano, luengo de crines y
hundido de lomos, abrió el hombruco la remendada valija, sacó
un sobre y leyó en él con lentitud: «León.—Señorita _Mariflor_
Salvadores.—Astorga.—Valdecruces.»
—Véla—murmuró, dándosela a Ramona.
Como ésta llamase a la interesada, el tío Fabián Alonso esperó que
saliera, y, a la luz falleciente del ocaso, la miró de hito en hito así
que ella pareció sobre el fondo oscuro del umbral.
—¡Guapa moza!—pronunció el viejo.
Se iba, rumbo adelante, cuando volvió de pronto para decir:
—¿Conociste «allá abajo» a Fermín Paz?
—¿El tío Fermín, pariente nuestro, que vive en La Coruña?
—Ese.
—Sí que le conozco.
—Es yerno mío.
—Sea por muchos años—replicó solícita _Mariflor_, rasgando el
sobre con un alfiler—. Y el cartero hizo dar otra media vuelta a su
cabalgadura, que desapareció cansina en el turbio horizonte del camino.
Ya en los dedos gentiles de la niña temblaba una esquela.
—¿Es de tu padre?—preguntó impaciente Ramona.
—Es—dijo la muchacha enrojeciendo al ver la firma—de un señor que
venía con nosotras en el tren.
—¿Y te escribe?
—Prometió que «nos» iba a escribir.
—¿Le conocías?
—Le conocí entonces...
Quedóse Ramona seria, un poco ceñuda. Era una mujer áspera, fuerte y
triste; contaba apenas cuarenta años, y si alguna vez gastó hermosura
no conservaba de ella el menor vestigio; tenía los senos derribados y
marchitas las facciones: seca y dura de miembros, alta y silenciosa,
inspiraba a Florinda un invencible temor.
Sin saber qué actitud adoptar, con la carta entre las manos, fué la
moza alejándose poco a poco por el pasillo. Ya en su aposento, de
pie sobre una silla para recibir la muriente claridad de la empinada
ventanuca, leyó la esquela, que empezaba en prosa con mucha galanía, y
terminaba en verso, enamorado y sutil. Decía de esta suerte:
«_Mariflor_ preciosa: ¿Se acuerda usted de nuestra dulce amistad? ¿Se
acuerda usted de nuestra triste despedida? Una semana ha transcurrido
desde entonces y aún se me resiste la certidumbre de aquel encuentro
dichoso, de aquella brusca separación. ¿Fué realidad o fantasía? De
ambas cosas se vale el amor para rendirnos: los grandes amores son el
hallazgo en la realidad de las venturas imaginadas.
»Dormida la conocí, _Mariflor_, y aún me parece, cuando cierro los
ojos, que la veo dormir, que «la siento» soñar. Usted y el sol
amanecieron a un tiempo en la divina mañana de nuestro viaje; pero
aunque fué tan hermoso el despertar del día, vi que era usted mucho más
bella que la aurora. Bendito el sueño aquél y bendita la jornada que me
hicieron gozar de una alborada tan espléndida. ¡Qué símbolo más noble!
La vida es viaje y sueño: el amor despertar, amanecer...
»Y volver a vivir lo ya soñado y prometido. Quizás en vez de un
hallazgo sólo sea un reconocimiento. La imagen de usted se me reproduce
en la memoria como trasunto de otra imagen: la de una niña que en la
playa de Vigo conocí hace años y a quien por rara sugestión no he
podido olvidar. Escríbame usted diciendo si se acuerda de haberme visto
antes de ahora; si presiente que nos volveremos a ver pronto. Yo la
escribiré mucho, si usted me lo permite; la mandaré muchos versos; iré
algún día a Valdecruces...
»No es nueva, no, nuestra amistad: el nombre de usted, su voz y su
semblante despiertan en mi alma el recuerdo de otra dulce entrevista,
las sensaciones imborrables de otro feliz encuentro...
Tal vez un día en la niñez dichosa
me miraste, al pasar, como una hermana...
¿No eras tú aquella niña primorosa,
morenita y gitana,
que me besó en la frente, y en mis cabellos rubios
puso sus manos blancas?
¿No te acuerdas?... Riendo me dijiste
al darme el beso aquel: ¿Cómo te llamas?
Y al escuchar la blanda melodía
de tu pregunta, me nacieron alas,
sentíme ciego de emoción, y el cuento
de mi junquillo se tornó en aljaba.
Y una voz en los aires repetía:
—Soy el amor que pasa,
el niño amor que encontrarás un día
tras de las tempestades de tu alma...
Sobre la última frase feneció la luz con tales agonías, que _Mariflor_
leyó el nombre del poeta sólo con el pensamiento, cerrando lentamente
los ojos atormentados en la lectura por la escasez de claridad. Bajo
las pestañas espesas tornáronse entonces visionarias las pupilas,
y persiguieron en remoto confín la figura de un niño ledo y rubio,
con alas y linjavera como el dios amor. ¿Era Rogelio Terán? ¿Era
una cándida imagen de la fantasía, un recuerdo traído a la tierra
misteriosamente desde otro mundo, desde otra existencia olvidada
y oscura? ¿Tornaría alguna vez el viajero para llevar consigo a
_Mariflor_?
Clara luz de estas firmes ilusiones era la visión continua de unos ojos
azules, pensativos y ardientes... Tenía Florinda la certeza de haberlos
contemplado desde el fondo de su alma, no una vez sola, sino muchas, al
través de toda su vida, quizá en la cara apacible de un niño rubio, en
el semblante audaz del mozo marino que tantos días la miró en el muelle
coruñés, en el rostro varonil del viajero artista que la dijo tristezas
y amores con fina voluntad una mañana...; ¿dónde, dónde había visto
muchas veces aquellos ojos claros y profundos?
—¿Estás aquí?—preguntaba Marinela entrando pasito.
Escondió Florinda el billete en el jubón y tendió a su prima la mano
respondiendo negligente:
—Aquí estaba...
—¡Qué tenebregura! No te veo.
Entonces _Mariflor_ se hizo buscar, agazapada y juguetona, hasta que la
chiquilla, zarandeándola suavemente, murmuró contenta:
—No me espasmas, no—. Y su voz infantil adquirió grave acento para
anunciar:—Ahí está don Miguel, que viene a visitarte.
Había quedado la témpora de Sur; el ábrego caliente zumbaba en
la llanura y plegaba sus ropajes sonoros contra los hormazos de
las «cortinas» y los adobes del caserío: desde el pajonal de las
techumbres, el bálago, dócil, tendía en los aleros su despeinada
cabellera rubia.
En el _estradín_, la tía Dolores y Ramona recibían cortésmente al
párroco de Valdecruces, mientras Olalla en la cocina daba de cenar a
los niños. La comunicación con el corral estaba abierta como en el
estío, y el quinqué de petróleo, encendido en honor del señor cura,
ardía resguardándose del viento, cuyas ráfagas ondulantes henchían en
pompa el arambel de la puerta, resto sin duda de más prósperas jornadas.
En rústico sillón, ni cómodo ni firme, se aposentaba junto a la camilla
don Miguel Fidalgo. Era un sacerdote mozo y arrogante: recién terminada
su carrera había recibido la parroquia de Valdecruces, hasta que un
concurso le permitiese ganar en oposición otra más lucratitiva y bien
dispuesta para lucir sus dotes, las cuales eran muchas y raras.
Cursó este joven sus estudios en aquel seminario famoso donde se
alcanza autoridad preponderante en las sagradas letras: fué seminarista
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