La Esfinge Maragata: Novela - 17

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BIEN acogida _Mariflor_ por las viajeras, tuvo asiento propicio en las
anchas jamugas de la novia, mientras la madre de ésta asilaba a los
pichones en su mulo, prometiendo venderlos ella misma, más artera en
estos negocios que la niña ciudadana.
—Tú, en cambio—le dijo—, acompañas a Ascensión, faceis compras y
visitas, que ya la boda está adiada y no hay que descuidarse con los
encargos y los aconvidos...
El cielo, muy tocado de arreboles, anunciaba un día bochornoso, y las
amazonas se proponían llegar a la ciudad antes de que arreciase el
calor, para volver a Valdecruces con la fresca.
Iba la novia hablando con mucho empaque de los obsequios que había
recibido y de los que aún esperaba: mantellinas con recamos, medias de
seda, lienzos y estofas, anillos, pendientes y collares; ¡le faltaba un
reloj!
Sintió Florinda triste sobresalto allí donde llevaba oculta la alhaja
de su madre, al lado del corazón. Había resuelto vender el relojito
en Astorga para evitarse el pesar de verle en manos ajenas, y la
humillación de seguir pidiendo mezquinos favores entre gente conocida.
De pronto, considera que es preciso hacerle a la novia un regalo, un
regalo que debe extremarse como prueba de gratitud a don Miguel: y el
deseo expresado por Ascensión le parece un providente aviso contra el
propósito de hurtar la preciada joya a las ilusiones de la maestruca.
Teme que haya poca generosidad en el intento: recuerda con pesadumbre
su baúl vaciado en los cofres de la amiga a cambio de una menguada
limosna; pero aquella amiga fué antes dulce y noble con _Mariflor_, la
recibió en triunfo en el pueblo, colmándola de atenciones, cediéndola
homenajes que ella sola disfrutaba. Y ahora mismo la lleva al lado
suyo cogida por el talle con blandura, la mira y la sonríe confiada y
amable, aunque un poco embaída con su próspera suerte.
Segura de que en casa de la abuela no habrá un lindo regalo para
Ascensión, va cediendo Florinda al bondadoso impulso de ofrecerle el
relojito que oculta. Al instante se confunde, reflexionando: ¿cómo
entonces comprará lo que Marinela necesita?
Mejor le parece vender la joya, sumar el dinero con lo que valgan los
palomos, y después de adquirir los menesteres para la enferma y los
zapatos de los niños, comprar también el obsequio para la desposada.
Tendrá que separarse de sus amigas con disimulo antes de hacer la
venta. Entrará en una relojería y... ¿cómo va a decir cuando le
pregunten: ¿qué desea usted?
Un aturdimiento penosísimo le embarga: oye apenas el palique animado
de Ascensión, procura sostenerle, y teme, al hablar, que el transido
acento delate las interiores cuitas.
Compadeciendo el propio infortunio, en el alma opulenta de _Mariflor_
se desborda una gran ternura que sube a los pelados serrijones, corre
por llecas y cambronales, y unge de lástima los abietes ariscos, las
mustias amapolas, los matojos humildes, todo el vago confín de las
veredas blanquecinas.
¡Qué tristes son estos senderos solitarios! Arden y huyen al través
de pasturajes descoloridos y de rediles temblorosos, sin escuchar la
sonatina de una fuente ni percibir el aroma de una flor. Persíguelos
Florinda con mirada soñadora: parece que van a derramarse en la
infinitud de los horizontes para seguir corriendo a la insondable
eternidad, sin rumbo ni destino. Pero advierte que algunos,
deslizándose entre sebes y hormazos, se confunden a la par de una aldea
en los firmes renglones de una mies y mueren en los surcos, rectos y
hondos, como trazo de una ferviente plegaria dirigida hacia Dios.
Al descubrir en el erial estas conmovedoras señales de esperanza y
trabajo, la niña triste lanza su imaginación por las llanuras de la
fantasía, y alentada supone que ya está cerca el premio de su martirio.
Quizá Antonio se decide a portarse bien con la abuela; quizá aquella
misma tarde llegue a Valdecruces el esperado aviso de la felicidad: una
carta detenida por azares que nada tengan que ver con la ingratitud y
el desamor.
Harto encendido el día en resplandores, tocan en la ciudad las
maragatas: intérnase la madre por el callado laberinto de las rúas, y
no se detienen las mozas hasta la puerta del convento. Habían tomado un
camino vecinal junto a la milagrosa ermita del Ecce Homo; dieron desde
allí en el puente del Gerga, rozaron la Fuente Encalada, y por «el
reguero de las monjas» posaron en el umbral de las clarisas.
Después de un patio silencioso, encuentran dos portalones bajo las alas
del edificio, grande y pesado: se adelantan por uno de ellos, llaman al
torno con suaves golpecitos, y al cabo de prolija explicación les hacen
bir a la «Reja pequeña», un locutorio humilde con apretada celosía.
La novicia de Oviedo, amiga de Ascensión, recibe con otra monja a las
maragatas. A poco llegan unos señores preguntando por la abadesa, y
aparece la Madre Rosario, fina y dulce, sonriendo en el nimbo de su
manto virginal.
De un lado y otro de la reja se forman dos grupos susurrantes, y
_Mariflor_, un poco aislada, escucha, distraída primero, interesada al
fin, el relato con que la abadesa satisface la curiosidad de la visita.
—Sí—murmura—, a mediados del siglo trece, una clarisa del convento
de Salamanca, oriunda de Astorga, vino a fundar aquí. Poco después,
el muy alto y respetable señor don Álvaro Núñez de Trastamara, donó a
la Comunidad este edificio, que en aquella época lucía muy hermosas
proporciones y elegante arquitectura, y que hubo pertenecido con su
templo y aledaños a los ilustres caballeros de Alcántara.
Habla la Madre con sentida y reposada voz, su figura se yergue
majestuosa entre los pliegues blancos del ropaje; eleva los ojos,
suspira y prosigue:
—Reyes y próceres de otras centurias concedieron tantos favores a
esta santa Comunidad, que nuestra casa pudo llamarse _Real Convento_;
en testimonio de tal honor conservamos un escudo con castillos y
leones sobre la vivienda del capellán, y en nuestro archivo, bulas y
documentos de esclarecida memoria para la fundación.
Al otro lado del locutorio decae la charla bajo el dominio que ejerce
el suave acento de la abadesa.
—¡Qué lista debe de ser!—alude la maestruca mirándola con arrobo.
Y la novicia responde llena de orgullo:
—Viene de alto linaje: una antepasada suya fué canóniga de la Catedral
de León.
—¿De verdá? ¿Pueden ser canónigas las mujeres?
—En tierras de Castilla, sí.
La monja que presenciaba la visita quebrantó su grave silencio
argumentando con mucha erudición:
—El noble señorío de Villalobos goza, como los reyes, privilegio de
canonicato, que por falta de sucesión varonil recayó un tiempo en la
condesa doña Inés, ascendiente de nuestra Madre.
Por mandato de la cual, sin duda, abrióse de pronto una puertecilla
para que los visitantes pudiesen admirar un bello claustro de arcadas
góticas, bañado en suavísima luz.
—Es lo único que del antiguo edificio conservamos—dijo la abadesa—;
en el fondo está el jardín; todo ello pertenece a la clausura.
De la extraña claridad sin tonalidades, trascendía exquisito perfume
de rosas y jazmines, cándido aliento del misterioso vergel; aromas y
resplandores invadieron el locutorio con deleite; y penetrada Florinda
por la singular impresión, dícese codiciosa:
—¡Qué bien estaría aquí la pobre Marinela!
Aún responde la Madre Rosario a preguntas de los caballeros:
—Trastamaras y Osorios—encarece—han sido nuestros más cabales
protectores; al primero debe la Comunidad, entre inmensas mercedes,
el reguero que desde hace siglos viene desde Fuente Encalada a calmar
nuestra sed; todos los días pedimos a Dios por el ánima del insigne
castellano.
Como si la blandura de la evocación hubiese tenido mágico poder, un
hilo de agua rompió a cantar en el misterio del jardín. Le acordó la
Madre con su cristalino acento para responder a los señores visitantes:
—Nuestra regla es de mucha pobreza y humildad; comemos de vigilia todo
el año y usamos ropa interior de lana muy gorda, tejida en San Justo...
Cerróse lentamente el postigo recién abierto, y extinguidos la luz, el
aroma y el rumor que desde el claustro seducían como ilusiones de otro
mundo, vibraron las últimas palabras de la abadesa en la austeridad
penitente del locutorio.
Un instante después las dos niñas maragatas recobraron su mulo en el
umbral del convento y buscaron las calles céntricas de Astorga, que,
amodorrada al sol, yacía soñolienta y muda.
Iba _Mariflor_ leyendo los rótulos de las tiendas sin hallar aquel
que temía y deseaba. Cuando hicieron alto en un almacén de tejidos de
la rúa Antigua, Ascensión, sentada cómodamente, titubeando infinitas
veces antes de elegir, parecía dispuesta a no levantarse nunca. Con
el pretexto de ir a la botica, logró la de Salvadores dejarla allí,
perpleja entre nubes de holandas. Y sola ya en la calle, tomó un rumbo
al azar, encomendándose a Dios.
Antes de salir de Valdecruces había puesto Florinda en marcha el
relojito para romper la inmovilidad de aquella manecilla implacable,
siempre evocadora; le sentía latir junto a su corazón y le dolía en el
pecho acerbamente aquel tenue latido.
Anduvo apresurada, dobló una esquina y luego otra, registrando carteles
comerciales, hasta que en una vidriera vió algunos relojes de acero
entre dijes y gargantillas. Al otro lado del cristal, en menguado
tenducho, un hombre de triste catadura la recibió sorprendido:
—¿Qué desea usted, joven?
Un gato negro levantó perezoso la cabeza y un enjambre de moscas zumbó
en torno a la pregunta.
—Deseo—balbució la muchacha turbadísima—vender este reloj.
Tras un prolijo examen de la joya, el comerciante dijo receloso:
—¿Cuánto pide por él?
—Sesenta pesetas.
—Si quiere quince...
—¡Ah, no!—protestó indignada la infeliz. Y casi arrebatando su tesoro
de las manos extrañas, lanzóse de nuevo a la aventura por las calles.
Guardaba el relojito entre los dedos convulsamente apretados, y
parecíale sentir en la sangre trasfundido el pulso de metal, como si
otra vida se derramara en la suya. Todo el ímpetu de los recuerdos
latía doloroso en las potentes venas de la moza, bajo aquel doble
ritmo; ternuras maternales, goces de la niñez y florecidas esperanzas
del amor, cegaron con visiones de imposible felicidad los dulces ojos
de la viajera.
Como llevaba el paso indeciso y extasiado el semblante, los escasos
transeuntes la miraban curiosos. Ella seguía vagando sin rumbo,
repitiendo con mecánica obstinación los nombres de las calles: la
_Redecilla_, la _Culebra_, _Santa Marta_, _Plaza del Seminario_,
_Puerta Obispo_... allí se detuvo sin saber por qué, y quedóse mirando
fijamente al escudo de una casa antigua y señorial. Era el blasón
aparatoso; en campo de gules esplendía un castillo flanqueado por
torres de sable; dos águilas de oro sujetaban una cartela, que decía:
_Soy morena, pero hermosa._
Varias veces leyó la muchacha el mote, con aquella porfía maquinal
interpuesta como una nube entre sus actos y sus pensamientos.
Bajo el dintel macizo de la portalada aparecieron unas damiselas con
sombreros de moda, abanicos y quitasoles. Mirándolas Florinda recordó,
como un tiempo muy distante, sus años de burguesa ciudadana con arreos
pueriles y melindrosas costumbres.
Las señoritas, al perder la frescura del portal, comenzaron a darse
aire con mucho ahinco. Entonces _Mariflor_ cayó en la cuenta de que el
bochorno la mortificaba, pero continuó detenida, releyendo con absurda
tenacidad:
_Soy morena, pero hermosa._
De pronto la llamaron:
—¡Eh, rapaza, _Mariflor_! ¿qué haces ahí?
La hermana de don Miguel esperaba atónita, contemplando a la niña.
Ella, al volverse, quedó un momento confusa, y al cabo acertó a decir:
—Pues buscaba una botica y me he perdido... Ascensión está en un
almacén de la rúa Antigua comprando telas...
Conforme y calmosa, preguntó la maragata:
—¿Gustábate el escudo?
—Sí.
—Era de un corregidor perpetuo de toda la provincia, consejero del rey
y mayorazgo tan haberoso, que al morirse dejó mil misas añales por su
ánima.
—¡Ah!...
—Y escucha: ya que te encontré aquí, sube tú a llevar a doña Serafina
estos dos pichones de parte de mi hermano.
—¿Cómo?...
Explicó la mujer que doña Serafina, una astorgana linajuda, era esposa
del actual dueño de la casa, ambos excelentes amigos de don Miguel,
quien les debía grandes favores.
—Solemos ofrecerles alguna fineza—dijo—y agora pensé guardar para
ellos, a cuenta mía, tus más llocidos palombos... dejé el mulo en la
posada y aquí los traigo... pero me da mucha cortedad subir.
Ocultó Florinda su joya y, tomando del escriño las aves, entró en el
portal diciéndose:
—Estos señores deben ser los que le han facilitado al cura la dote de
Ascensión.
Quedó sorprendida al encontrarse en un claustro, antiguo y apacible
como el del convento, alrededor de un jardín. Siguiéndole, halló la
escalera principal, y al cabo de la misma una puerta franca donde llamó.
Poco después, por la ancha galería tendida sobre el claustro, se
adelantó una dama hermosa y morena, a tono con el mote de su escudo.
Bajo los negros rizos de la frente resplandecían con singular fulgor
los bellísimos ojos de aquella señora.
—¿Preguntabas por mí?—dijo con acento afable y triste.
Segura de que hablaba con doña Serafina, _Mariflor_ le entregó los
pichones de parte de don Miguel Fidalgo.
Las azoradas avecillas lanzaron el columbino temblor de sus ojuelos de
una a otra mujer, y ambas sintieron, con inefable ternura, palpitar
entre sus manos aquellas vidas cándidas y medrosas.
Bañado en suave luz cenital yacía el corredor en muda calma, y una rosa
que se asomaba en él desde el jardín, parecía doblegarse al peso de una
idea.
También Florinda se inclinó de repente para decir con súbita
inspiración:
—¿Quisiera usted, por casualidad, comprarme este relojito?
Y mostróle, tan afanosa y conmovida, que la dama dijo al punto:
—¡Será un recuerdo!
—De mi madre...
—¿Cómo te llamas?
—_Mariflor_ Salvadores.
—¡Ah, eres tú!—pronunció la señora, avizorando con sabia dulzura el
encendido rostro de la joven—. Aguarda—añadió, desapareciendo en la
galería.
Volvió al instante, y sobre el reloj que alargaba la moza, puso un
billete de cincuenta pesetas, murmurando:
—Guarda tu recuerdo, y éste para ti, en nombre de una niña que se
muere.
—¿Hija de usted?
Respondieron unos ojos llenos de lágrimas, y los labios mudos de la
madre rozaron en silenciosa despedida la frente de _Mariflor_.
Duró la escena breves minutos, alucinantes y peregrinos.
Al verse en la escalera otra vez, el escudo, el mote y la dama hubiesen
girado en la imaginación de Florinda igual que fantásticas visiones, si
el generoso billete no la ofreciera una sensación de realidad. Quiso
contemplar en él un augurio feliz y despertar a los presentimientos
venturosos, mas se detuvo, escuchando unas voces crueles y tranquilas,
fatales como el destino.
Bajaba un criado detrás de la joven y subía una doncella, que
recatadamente le preguntó:
—¿Conoces a ésa?
—Es una pobre maragata de Valdecruces: la señorita le ha dado limosna.
Y Florinda, con el corazón derribado, abatió la frente una vez más,
humilde al castigo de los sueños...





XX
DULCINEA LABRADORA

YA crece agosto, rubio en los centenos, azul en las nubes, cándido en
el aire: el sol abrasa, el viento perfuma; están dormidas las fuentes,
despiertas las dalladoras y animado Valdecruces como nunca lo suele
estar.
Es que han venido los hombres; cruzan reposadamente las anchurosas
calzadas y las callejas hostiles, en paseos y visitas de anual
conmemoración, y cuando el día languidece, se asoman un poco a los
abrasados caminos de la mies.
En estas rondas pausadas, algo serias, suelen ir juntos los paisanos
recién venidos; hablan a un mismo tono sereno y amigable, no discuten
ni se alteran jamás, como si para ellos no tuviese problemas la vida ni
dobleces el corazón.
Por encima de los carrillos colorados y de las bocas sonrientes, al
confortable calor de las sosegadas digestiones, los buenos maragatos
miran a Valdecruces con seráfica beatitud. Olvidaron su dolorosa
infancia de pastores o motiles, de escolares con la ruín troja al
hombro, siempre camino de Piedralbina, entre soles o nieves, acosados
por la miseria del hogar. Y aceptan hoy, como tributo merecido, que el
pueblo se vista de gala para hospedarles, que las esposas y las hijas
les respeten como siervas, y que los niños les huyan con saludable
miedo, como a la suprema representación de la Autoridad y del Poder.
Durante la magnífica semana de la fiesta Sacramental, sólo en la fecha
culminante del día 15, el clásico «día de Agosto», se suspenden en
Valdecruces las labores del campo.
No importa que en cada corral las plumas de las aves anuncien
holocaustos festivos; las mujeres se multiplican para servir
regaladamente a los hombres en sus casas y para segar y recoger en las
mieses los centenos maduros.
Como si el aguijón del servilismo se les hundiera en la carne más
brioso que nunca, fuerzan las maragatas el impulso mecánico de sus
energías, exaltan la pasiva corriente de sus humillaciones, y en un
absoluto renunciamiento a toda beligerancia social, se quedan al margen
de la vida, fuertes, ignorantes, insólitas, ofreciendo a «los amos»,
con el más primitivo de los gestos serviciales, la visión placentera
de los hijos criados y felices, de la mesa servida y colmada, del
campo fecundo y alegre: las apariencias de estas horas decorativas
y relumbrantes llenan a los maridos de orgullo entre los forasteros
invitados.
De Astorga, de León y de otras ciudades más lejanas acuden siempre
algunos curiosos a las típicas fiestas de Maragatería, y son alojados
con singular esplendidez en las casas más pudientes de cada población.
Las comilonas se suceden entonces con frecuencia y abundancia
increíbles; las cocinas pierden su medrosa oscuridad, iluminadas
por «ramayos» crepitantes, y detonan y esplenden como volcanes;
sacrifícanse allí vacas enteras, aves a montones, lechoncillos y
corderos; los manteles no se levantan, no reposan los jarros de vino ni
se disipa el humo de los cigarros.
Al través del continuo festín, atraviesa la maragata como una sombra
providencial; a todo atiende: sirve, corre, huye asustadiza, recatando
bajo las alas del pañuelo su invencible rubor. Aún suele quedarle
tiempo aquella tarde para _amorenar_ en la mies o echar a remojo las
_garañuelas_ en el regato campesino. Y no dejará de asistir a la
verbena ataviada con su vestido más lujoso, grave, muda y bailadora, en
actitud de ejercer una profesional obligación...
Este agosto en Valdecruces se suma a los festejos oficiales, los que se
celebrarán en la boda de Ascensión Fidalgo, y la pobre aldea, acosada
por el calor de la llanura y arrostrando con brazos femeninos los rudos
trajines de la recolección, se aturde sorprendida por el sacudimiento
del placer...
Las de Salvadores no esperan convidados ni preparan festines; callan y
sufren, trabajando con furiosa actividad que arrebata a _Mariflor_ y la
empuja una tarde a la mies.
Ya Marinela se puede quedar sola: baja a la cocina, sale al corral y al
huerto, cose y atiende un poco a los niños. El médico la supone curada:
hace recomendaciones de higiene y alimentación, y al despedirse asegura
que se debe a la enfermera aquel triunfo. Con la salud retornan los
místicos anhelos de la niña, encaminados y crecientes hacia el convento
de Santa Clara. Y la madre sigue encogiéndose de hombros: no fía mucho
en la robustez ni en la vocación de la mozuela.
De América no escriben; el párroco evita, compasivo, los interrogadores
ojos de _Mariflor_, a los cuales no sabe qué decir, y ella apura
silenciosa las crueles desesperanzas, dejándose caer en la mansedumbre
secular de aquella vida que la va absorbiendo.
Cuando sube al grado máximo la fiebre labradora de las mujeres, ya en
torno de las fiestas, hasta la tía Dolores hace gavillas, anda Pedro
muy afanoso, de motil, y _Mariflor_ dice resueltamente a Olalla:
—Esta tarde voy a la era contigo.
—¿A trabajar?
—¡Claro!
No pareció sorprenderse mucho la maragata rubia.
—Bueno—responde saliendo del _estradín_, donde aguardan la hora del
jornal.
—Esa tocha—indicó Marinela cuando vió salir a Olalla—no está en sus
cinco desde el arribaje de Antonio.
La madre, que dormitaba en una silla, alzó el rostro para decir con
acento desabrido:
—Y tú, ¿criarás verdete por non fablar?
—Es que _Mariflor_ no debe ir a la trilla—responde la mozuela con
pesadumbre.
—¡Ella lo quiso!—exclama Ramona de mal talante.
Y remanece Olalla, advirtiendo que ha pasado la tregua del medio día.
Camino de la mies se adelanta la madre con brusca precipitación. Olalla
y su prima salen detrás cogidas del brazo.
—¿La abuela no viene?—pregunta _Mariflor_ disimulando su angustia.
—No viene: acerbará en la troje.
—Y nosotras, ¿qué hacemos?
—Pues como ya todo está segado, juntaremos gavillas en manojos, ¿sabes?
—Nada sé; tú me enseñarás.
Se crece Olalla algo jactanciosa:
—Sí, mujer; aprendes en un volido. Mira: agora vamos a la arada
del _Gatiñal_, donde ayer estuvimos engavillando madre y yo. Con las
garañuelas, que son cañas de centeno remojadicas y amorosas, atamos las
gavillas en manojos y las amorenamos en un montón.
—¿En una «morena»?
—¡Velaí! De allí se cogen para cargar los carros; y en la era se hacen
con la mies pilas muy grandes, hasta que se trille: ¿nunca lo has visto?
—Nunca. Y aunque mi padre me lo explicaba, confundo las memorias.
Una nube de pena oscurece la frase, haciéndola temblar. Olalla se anima
y prosigue:
—Es que las majas llevan muchas labores: luego de tender los manojos,
desfacerlos y echar el trillo, se dan bien de vueltas hasta que se
pone la corona a la trilla. Después hay que atroparla con el calomón,
ponerla en parva, hacerle la limpia con los bieldos y acerandarla con
los cribos.
—¿Así se recoge?
—Sí; medímoslo en cuartales de seis heminas, bien limpio de granzas
y de coscojo, y ya tenemos pan seguro. En l’intre van juntando otras
obreras la paja que sirve para cuelmo y la menuda que se llama bálago...
Recuerda _Mariflor_ estas lecciones con profundo pesar: le sonaron
un tiempo a dulcísima parábola llena de símbolos felices, y ahora le
punzan la carne y el espíritu como anuncios de miseria y esclavitud.
En el campo anchuroso halla la moza borrados los fugaces senderos de
otros días. Las hoces, al segar la mies, tendieron por el llano una
alfombra rubia y caliente que reverbera al sol.
Blando soplo de viento besa la cara de las labradoras. Olalla se
recoge, oteando los confines del paisaje con inteligente curiosidad, y
anuncia:
—Corre una bufina mansa que ayuda mucho a los bieldos en la era.
—Luego sonríe y añade:
—Hoy no acongoja tanto la calor; tienes suerte, rapaza.
Viendo que Florinda no contesta aún, dice alentadora:
—Y quizabes esta noche dormamos en la trilla toda la mocedad.
—¡Ah! ¿Sí?
—Es la costumbre.
—¿Pero no lo dejáis para la última jornada?
—Según: hay que facerlo cuando están aquí los hombres, y en pasando
el día de agosto, ya marchan. Estamos a 13 y mañana es la boda; conque
tiene que premitirse bien aina.
Tocan la arada del _Gatiñal_, y trémula _Mariflor_, pregunta de repente:
—Dime, Olalla, dime; oye: ¿tú quieres a Antonio?
—¿El primo?
—Sí: ¿le quieres... con amor?
—¡Mujer!
—¡Contesta!
—No te entiendo.
—¿Te gustaría ser su esposa?
—Con mis padres no pactaron los suyos: ¡la elegida eres tú!
—Pero, ¿serías feliz si te eligiese?
Una súbita emoción encendió a Olalla el semblante: quizá en el reino
milagroso del entusiasmo brillaron para ella los únicos resplandores de
su vida.
Pasó como una ráfaga el dominio de aquella claridad, sobre la placidez
oscura de la moza, que se detuvo, miró a Florinda con los ojos vacíos
de ilusiones, y respondió solemne:
—Todos seríamos felices si tú le quisieras elegir.
* * * * *
Se deslizó clemente la tarde, según Olalla había previsto. La mansa
«bufina» de los llanos de León pasó amable por las mieses y aligeró
los bieldos en la era, con regocijo de las trilladoras.
Ligeras nubes tremolaron en el firmamento como nuncios de una pálida
noche, y antes de sonar la hora del reposo ya se dió por seguro que la
mocedad cenaría en el campo y dormiría «a la rasa», en cumplimiento de
su fiesta bucólica, celebrada siempre con las solemnidades de un rito.
Fueron llegando algunos hombres solteros y casados que, muy benévolos,
ayudaron con galante solicitud a las últimas faenas de la tarde.
Quién se entretuvo en rematar una parva, quién manejó las tornaderas
o las maromas del _calomón_, y hasta hubo arrestados varones que se
atrevieron a conducir desde la mies a la era descomunales carros de
«seis en pico»: reinó allí la fraternidad más apacible y acarició el
ventalle de los bieldos muchas dulces sonrisas de mujer.
El descanso fué alegre: sobre el respeto y el rubor con que las
maragatas trataban a los hombres, puso la anchura de los campos un
generoso perfume de libertad, que desentumeció un poco las almas
femeninas.
La cena, copiosa y rociada con abundante vino, acabó de infundir
cordiales sentimientos entre el concurso, sin quebrantar el humilde
_vos_ con que las mujeres hablaban a sus esposos.
Pareció a los maragatos forastera la niña ciudadana de Salvadores,
miráronla con escondida curiosidad, que fué creciendo al advertir el
mutismo de la moza, triste y pasiva, precisamente cuando el raro placer
de la confianza quería dar en Valdecruces su transitoria flor.
Murmuróse que la tristeza de Florinda había nacido con la ausencia de
un señor «escribiente», prendado de la rapaza en extraño suelo. Se
atribuyó también aquella visible pesadumbre a la situación económica de
la familia, presa en apuros que nunca se pudieron suponer.
Enlazados con las de Salvadores por vínculos de sangre y lazos de
antigua vecindad, todos en aquel día de expansión hubieran sentido
impulsos compasivos hacia los arruinados parientes, cuyas adversidades
tenían que ser más duras para la forastera, crecida en regalada
juventud.
Pero mediaba Tirso Paz, asegurando que la tía Dolores levantaría su
quebrantada hacienda cuando en el próximo diciembre se celebrase
la boda de sus nietos Antonio y _Mariflor_, ya que el novio estaba
conforme con servir de sostén al derrumbado hogar; su reciente viaje
parecía confirmarlo así. Decíase que había pactado con el señor cura
las bases de un arreglo definitivo en los asuntos de la abuela, y
que Tirso entraba como acreedor en aquel previo ajuste, aplazado
para realizarse a la par de la boda. Y estos rumores, tan propicios
al bienestar de la niña, se estrellaban contra su actitud visionaria
y doliente; no cabía en la espesura de aquellos espíritus la sutil
posibilidad de que _Mariflor_ rechazase un matrimonio que tales
beneficios reportaría a ella y a los suyos.—¿Estará picada de la bruja
como la otra rapaza?—se había dicho en Valdecruces más de una vez.
Ahora, en la fiesta, los hombres miran con respeto aquel rostro mudo y
ardiente, como ninguno esquivo; el soberano dolor que irradia, infunde
admiración por su penetrante claridad, desconocida en este país de
sombríos dolores.
Cuando la flauta y el tamboril acuden a completar el holgorio, nadie
insiste cerca de _Mariflor_ para que baile, y a la orilla se queda sola
y meditabunda, sin que la danza respete a ninguna otra mujer.
Allá van todas, lentas y obedientes, muchas sin ganas de bailar,
destrozados los cuerpos en la brega del campo, escondidas las almas
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