La Esfinge Maragata: Novela - 16

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ternuras se encogen relajadas bajo la explosiva fuerza de un solo
anhelo.
Y audazmente, sin escrúpulos ni rubores, con absoluta necesidad de
asirse a un hilo de esperanza para poder vivir, pregunta la niña:
—¿No sabe usted nada, nada «de él», ni una palabra siquiera?
—¡Ni una palabra!—responde el cura con indefinible tono, lleno a la
vez de piedad y acusaciones. Advierte en seguida que su respuesta corta
como un puñal, y ve a la sentenciada palidecer y levantarse al filo de
la rotunda negativa.
Un violento espasmo sacude la fuerte juventud de _Mariflor_, crispa en
sus labios el pesar una sonrisa helada, y tiembla en sus ojos un ramo
de locura.
La convulsión de aquella pobre vida y el estrabismo del torturado
entendimiento, piden un socorro eficaz: pero, buscándole con la más
compasiva solicitud, sólo encuentra don Miguel revulsivos y cauterios
que, fundentes, contribuyen a derretir los caudales de bondad
constreñidos en el robusto corazón.
—Tu padre te escribe—anuncia, fingiendo que no siente ni descubre
aquel martirio—. Aquí está la carta.
Como la moza no tiende su mano a la misiva y continúa vacilante en los
trágicos límites de la demencia y el desaliento, añade el cura:
—Tu padre sufre y trabaja por ti; es menester que le confortes.
—¡Ah, mi padre!—exclama ella como un eco de lejanos cariños y
palabras antiguas.
—Sí; él, que sólo vive para volver a verte... Y Marinela... ¡escucha!,
Marinela se muere pronto si no la cuidas tú.
—¿Se muere?
—¡Claro; nadie la socorre!
—¡Virgen santa!...
El párroco ya sabe que el alma de Florinda se resistirá a sucumbir
ante el dolor; la ve arrastrarse hacia la derrota, fascinada por el
abismo de la pena, tornar luego sumisa a los requerimientos del deber;
apagarse, encenderse al soplo de corrientes misteriosas, como una
llama recia y combatida. Él la espera, la busca, y asiste conmovido al
ardoroso combate sentimental.
Pero la infeliz combatiente descubre el acecho de otra alma y se
esconde, replegada en sí misma, con el supremo recato de los más
íntimos pesares. Y el cura, al fin, ignora qué propósitos triunfan
en la conciencia de _Mariflor_, mientras ella se despide con el aire
pasmado, llevándose la carta.
* * * * *
Desfallecen las luces del crepúsculo, y la noche se levanta en el
llano; le parece a Florinda que el silencio cae como una gran oscuridad
sobre la aldea.
Unos niños juegan al «columbón» en la explanada, pero se columpian sin
hablar ni hacer ruido, y con el propio secreto cunde la cancioncilla de
la fuente, gota a gota.
El pobre hogar que la enamorada encuentra, está sombrío y silencioso,
lo mismo que Valdecruces. Ella lo pisa con atroz angustia, mas a poco
de acostumbrarse al taciturno ambiente oye cómo también una lágrima
horada este silencio, manando, a hilo, como la fuente de la calle: es
la voz humilde con que Marinela suspira. Al segundo reclamo de esta
gota de pena, siente _Mariflor_ un formidable sacudimiento en todas las
fibras de su alma, y corre hacia el plañido suave.
—¡Estás sola!—compadece, dando a sus palabras una profunda entonación
de caridad y desagravio.
—¡Ah, eres tú!—responde la enferma con todo el brío de su acento
débil.
Y en el abrazo con que se unen en la sombra las dos primas, hay la
dulce solemnidad de una reconciliación.
—¿Dónde está la abuela? ¿Y los niños?—dice la recién llegada, como si
volviese de un viaje, sin ánimos para preguntar por las esclavas de la
mies.
—La abuela... por ahí. Los rapaces contentos porque mañana les darán
vacaciones.
—Y tú, ¿no estás mejor?
—Al contrario... Pero agora dicen que la hechicera hace igual de
ensalmadora, y que puede curarme.
—¿La tía Gertrudis?
—¡Velaí! Si ella me hizo el daño, que me lo quite.
—Antes tú no creías esas patrañas—protesta Florinda.
Luego se estremece al recordar que ella también las ha creído:
¿cuándo?... Una vertiginosa sucesión de imágenes la conturba.
—¿Cuándo?—repite—. ¿En otra vida? ¿En sueños?...
No; aquella misma tarde, bajo la realidad siniestra de la desgracia.
Medrosa de hundirse en los suplicios del amoroso padecer, quiere
Florinda esclavizarse a otras emociones que la subyugan el corazón.
Enciende el candil y busca en el rostro de la enferma y en la estancia
miserable el tangible drama familiar. Necesita poner las manos en el
palpitante dolor, en la carne lacerada y febril; necesita escuchar
llantos y gritos, sentir repugnancias y miedos, hasta ahogar las
secretas desesperaciones en una borrachera de amarguras.
Y lo consigue en parte. Marinela, muy blanca, muy tenue, sin poder
soportar la impresión de la luz, echa sobre las pupilas el lívido
velo de los párpados y sonríe enseñando unos dientes iguales, un poco
amarillentos; su cara infantil se transfigura bajo la corona violenta
de los cabellos esparcidos y vedijosos, y un conjunto indefinible
de alegría y de quebranto presta a las dulces facciones singular
expresión. El lecho, desaseado y hundido, parece un roto bajel, donde
la mozuela sentenciada boga con lentitud hacia la siniestra orilla.
En los rincones del dormitorio emergen sombras y miasmas, y cuando
Florinda alza el candil para juntar en una sola visión todas las
tristezas presentes, alumbra una imagen de Cristo, moribundo en la cruz.
—Si no es la bruja, ¿quién nos persigue?—balbuce Marinela, recogiendo
el reproche de su prima. Y ésta, sugestionada por el pálido Crucifijo
que se le aparece como emblema del más sublime dolor, pregunta a su
vez.
—¿Siempre estuvo aquí esta efigie?
—Siempre.
—Ahora la veo...
Bajo el corpiño de la muchacha cruje un papel, quizá empujado por el
tumbo fuerte del corazón que aviva sus emociones. Ella posa la luz en
el suelo y despliega impaciente la carta de su padre. De hinojos, para
mejor alumbrar su lectura, confirma en los renglones amados cuanto
dijera don Miguel; pero añade a lo ya sabido algunos descubrimientos
que la envuelven en su fatal pesadilla de la boda con Antonio.
El ausente, lleno de cariño y de inquietudes, trata a _Mariflor_ como a
una niña; quiere dejarla en libertad para elegir esposo, y oculta mal
sus temores de que no acierte a lograrlo con serena disposición. En los
consejos que la envía rebosan inconscientes las antiguas esperanzas de
los desposorios con el primo. «Es honrado y bueno, muy traficante; la
ayuda que su capital pudiera prestarnos, sería en estas circunstancias
definitiva para todos». Esto escribe el señor Martín sin conocer aún la
crítica situación de su madre.
Luego, contestando a las confidencias de la joven, desliza entre
palabras recelosas el sentimiento de una contrariedad:
«Esa gente de pluma—repite como un eco de todos los pareceres
maragatos—no me inspira confianza; suelen ser hombres andariegos,
imaginantes y lucidos, muy artificiosos y escasos de intereses; en fin,
hija mía, aconséjate mucho del señor cura y que Dios nos auxilie».
Al través de todo el pliego, un hálito de alarma y de tristeza confunde
a la lectora: el padre se duele de no mandar «posibles», de no tener
con qué realizar el viaje de Pedro ni la repatriación de Isidoro. Y la
nublada frente de la niña se dobla con desmayo sobre la carta, como si
la venciese el agobio de otra nueva responsabilidad.
Mientras Florinda leyó, fué Marinela haciéndose a la luz amortiguada
desde el suelo, y levantó los párpados poco a poco: el perfil de su
prima, trazado por la sombra con gigante dibujo, llenaba la pared y
tocaba en la techumbre.
Sonrió la enferma, alegre de encontrar la figura gentil de sus
ensueños, difundida como por milagro en todo el mezquino gabinete,
y deslizóse a orilla de la cama para verla en realidad. Pero un
sobresalto la trastorna cuando descubre la carta entre los dedos
temblones de _Mariflor_. ¿Será del forastero? ¡No parece que está en
romance!... ¡Y si fuera de «él»?...
Todas las perturbaciones y las incoherencias con que la zagala se
consume en inaudita pasión, se agolpan a los descoloridos labios para
balbucir aquella pregunta. Va a derramarse el ávido acento lo mismo que
un roto caudal de incertidumbres, y al borde sonoro de la palabra se
asustan de repente las emociones silenciosas de la niña. Tanto aprendió
a esconderlas, en el tiempo que vive encerrada con sus incógnitos
pesares, que le han crecido las sombras y los temores alrededor de los
pensamientos y ya el instintivo recato de su alma se cierra, oscuro
para siempre, en la propia timidez y confusión. Al levantar Florinda
los ojos, dócil a la penetrante consulta de otra mirada, ve Marinela
como en un espejo el desastre interior de aquella vida tan hermosa,
y le tiende los brazos en caritativo impulso de socorro. Menguada y
triste es la esperanza que ofrecen desde la navecilla del dolor unos
remos tan frágiles, mas en ellos se apoya con gratitud Florinda, y
levantándose firme, con ellos se abraza, sostenida en el naufragio de
la felicidad.
—¿Quién nos persigue?—clama otra vez Marinela entre sollozos—. Y
como su prima no responde, añade:
—La bruja es también sortílega, adivinadora, ¿entiendes?... ¡Vamos a
pedirle que nos ayude!
_Mariflor_ desciñe sus brazos en torno de la enferma, y señalando en la
pared al Cristo, murmura inspirada:
—No: ¡a Este!...





XVIII
LA HEROICA HUMILDAD

ARROJADAS como dos náufragos a los rigores de la suerte, Olalla y
Ramona siegan sus panes y los ajenos, hacen gavillas y manojos,
_acerandan_ y criban, mueven el trillo, el bieldo y el _calomón_.
Ningún fiero trabajo se resiste a la necesidad y al brío de estas
mujeres silenciosas y duras, imperturbables. Si Olalla desfallece un
minuto, ebria de calor y de esfuerzo, su madre la sostiene y aguza con
unas sílabas certeras, rápidas como un latigazo:
—¡Aguanta!—balbuce roncamente.
Y la moza, bajo el violento acicate de este sordo grito de guerra,
endurece sus músculos y esclaviza su voluntad como una veterana
obrera de la mies. Con tan buenas disposiciones, abundan los jornales
para entrambas, cuando la propia labor les permite aceptarlos, y el
desvalido hogar navega a remolque de las bravas remadoras.
_Mariflor_ secunda estos afanes con la más ardiente solicitud; su
dolor, reconcentrado y prisionero, yace sin rebeldías, cargado de
cadenas en el fondo del alma juvenil.
Pero en la valentía con que la muchacha se yergue sobre su desventura,
de frente a la existencia, late el humano propósito de vencer
al Destino a fuerza de abnegación. Encauzado el tumulto de sus
desolaciones, manso ya el torbellino de sus pensamientos, Florinda ha
fijado los ojos en Dios con suprema esperanza; pretende conseguir del
Cristo moribundo, en memoria de su excelso martirio, una revocación de
la sentencia que la confina en Valdecruces, sin amor y sin pan, bajo
el cruel dilema de una boda repugnante o de una miseria definitiva y
horrible.
Aún confía en el hombre amado, aún le defiende contra las acusaciones
de la realidad. El frío silencio que la persigue con presunciones de
abandono se lo explica como un castigo de la tardanza y resistencia con
que acude a los brazos abiertos de la Cruz.
Exigente consigo misma, ansiosa de purificarse en el tamiz de todas
las virtudes para merecer la divina compasión, se acusa de no haber
compadecido bastante, de no haber rechazado aversiones y repugnancias
con diligente voluntad; quiere ahora poner sus sacrificios a la
altura de sus anhelos, y se debate en tremendas luchas, porque todos
los dolores le parecen poco finos y apurados para subir por ellos
a la soñada cumbre, y con tales sutilezas se desarrolla su nativa
sensibilidad, que ya teme asomarse al huerto por no interrumpir el
canto de los pájaros y levanta las zarzas del camino para no herirlas
con el pie.
Al influjo de tan extremada compasión, un poco enfermiza y delirante,
adquiere la casona de la abuela un cariz de blandura, humano y dulce.
La enamorada realiza prodigios de orden y habilidad en torno suyo;
están los niños más aseados y alegres; el menaje más enderezado y
compuesto, y hasta la abuelita menos torpe y abrumada. Sobre todo,
Marinela es quien más plenamente recibe los favores de esta ternura que
invade el hogar como suave regolfo de una marejada asoladora.
Para traer al médico, luego de saldar la antigua cuenta, Florinda
registró su baúl de ciudadana, y, al cabo de muy tristes y secretas
negociaciones, obtuvo de la sobrina del cura el dinero preciso en
cambio de algunas chucherías que sedujeron a la muchacha.
La propia _Mariflor_ fué a Piedralbina con las siete pesetas, y a la
tarde siguiente el médico llamó con mucha solemnidad en casa de la tía
Dolores, después de atar a la vilorta del huertecillo las bridas de un
jaco semejante al de Fabián Alonso.
Joven, endeble y taciturno, el facultativo parecía tan necesitado de
asistencia como poco amigo de prestarla. Comenzó por renegar de la
lobreguez de la alcoba adonde le condujo _Mariflor_, y acabó por decir
que examinaría a la paciente cuando para ello dispusiera de aire y de
luz.
—La casa es grande—vociferó enojado—; ¿no encuentran ustedes más que
un escondrijo oscuro para esta criatura?
La abuela se santiguó llena de asombro. ¡Andanda con el mediquín nuevo;
oscura la alcoba, después de haber comprado una vela de las finas para
cuando él llegase!
Sintió _Mariflor_ mucha vergüenza por lo mismo que le pareció evidente
la justicia con que se censuraban las condiciones del aposento, y
prometió sustituirle al punto por el mejor del edificio.
Un poco amansado el médico, pulsó a la niña, le miró los ojos y la
lengua, preguntó antecedentes de los progenitores, y, después que la
anciana, con el auxilio de _Mariflor_, hizo un dificultoso relato de
muertes prematuras, recomendó a la enferma sanos alimentos, un tónico
de la botica y baños progresivos de sol.
Despidióse maravillado de la inteligencia y el interés conque Florinda
le escuchaba, dando señales de comprenderle, y cuando volvió, al cabo
de dos días, halló en mitad de la sala el lecho de Marinela, aireado y
a plena luz.
No costó poco trabajo subirle allí; tuvieron por loca a quien lo
proponía, y sólo a fuerza de obstinadas solicitudes logróse al cabo la
piadosa intención.
—¿Un catre en la sala?... ¡Válgame Dios; ya no me queda más que
ver!—había respondido la abuela a las primeras indicaciones de
Florinda, las cuales produjeron igual asombro en las otras mujeres.
Después de agotar la valerosa enfermera todos sus convincentes
argumentos, comenzó Olalla a mostrarse indecisa.
—¡Si es necesario!...—insinuó.
Ramona, siempre con su aire de bestia parda, alzó los hombros en
indefinible actitud. Y Marinela confortó su cuerpo con el sol y las
brisas, mientras la tía Dolores se hacía cruces.
Para conseguir los sanos alimentos y traer el tónico de Astorga,
volvieron la necesidad por un lado y por otro la codicia, a establecer
secretas relaciones entre el baúl de _Mariflor_ y los armarios de la
maestruca.
De rodillas, inclinada con desconsuelo sobre los despojos de sus
tiempos felices, buscó la pobre muchas veces algo que cambiar por
dinero. Y poco a poco, la ropa blanca, el rosario de coral, el bolsillo
de piel, las cintas y los adornos señoriles, fueron con mucha cautela a
pulir el equipo de la novia. Como todo ello eran frivolidades de valor
escaso, Florinda dejaba tímidamente que la generosidad de Ascensión
pusiera el precio. Y Ascensión, poco escrupulosa, influída por el
espíritu mercantil de la raza, fué abusando cada vez más de aquellos
apuros y llegó a poseer casi entero el humilde tesoro de su amiga. Ya
no le quedaba a ésta más recurso que el reloj de su madre; era de oro,
de una sola tapa, lindo y pequeño.
Postrada ante el cofre exhausto, contemplaba la niña su joya con
terrible perplejidad. Hubiera querido no sentir hacia ella un apego
entrañable, no estremecerse con profunda emoción mirando la saetilla,
parada en las tres, como recuerdo de una trágica hora.
Varias veces, aquel mismo día, salió el estuche rojo de su escondite,
llevado y traído por una mano trémula: _Mariflor_ quería ofrecérselo
a la novia y sonreir valiente al realizar el nuevo sacrificio. Pero
ante sus ojos, turbios de llanto, la vira del reloj temblaba como dedo
convulso que señalase con infinita pena una dulce memoria próxima a
extinguirse.
En vano la joven apelaba a sus firmes propósitos de someterse bajo el
purgativo dolor con ánimo eficaz; en la sedosa red de sus pestañas
tejía el humano sentimiento una niebla entre el alma y la Cruz...
* * * * *
Marinela ha mejorado un poco. Tempranito, antes que abrase el día, baña
su débil pecho en los rayos milagrosos del sol. La pócima confortante
y las comidas, apetitosas algunas veces, la van fortaleciendo; se
levanta, sale al colgadizo cuando la tarde se dulcifica, y percibe sin
cesar el tónico de las brisas puras.
El médico ha ordenado que duerma sola, con el balcón abierto; pero
ella, lo mismo que su hermana, temen a la noche libre como a emboscado
enemigo, y Florinda tiende su colchón al lado de la enferma para
infundirle ánimos; ambas reposan a pleno aire, al amparo de la luna,
con estupefacción de cuantos vecinos conocen este nuevo sistema de
curar.
De él se duele Ramona cada vez con más ostensible disgusto; ha querido
oponerle resistencia, pero las súplicas de Florinda obran milagros hace
algún tiempo en aquella singular mujer. Cuando se le acerca la joven
a solicitar su permiso para alguna cosa, reprime un movimiento duro,
esconde la torva decisión de su mirada, y suele decir:—Bueno—alzando
los hombros con su acostumbrada indiferencia—. Sin duda, evoca el
aviso de don Miguel: «Florinda no tiene madre; ¡acuérdate!
Desde que la muchacha se ocupa con humilde abnegación del hogar y de
los niños, y especialmente de Marinela, diríase que acentúa Ramona
aquella pasiva tolerancia con que recibe cuanto de Florinda procede.
No pregunta de dónde saca ella dineros y entusiasmos para mimar a su
prima; supone vagamente que el párroco la ayuda por compasión, y finge,
como Olalla, no comprenderlo, algo confundidas ambas entre flojos
estímulos de vanidad y gratitud...
Hoy _Mariflor_ arrostra muy azorada el pálido mirar de la madre; es
menester adquirir un nuevo frasco de medicina, que vale cinco pesetas.
Lo dice así de pronto, seguido, para no amedrentarse demasiado.
—¡Cinco!—balbuce Ramona.
Su ronca voz, sin inflexiones, rueda sombría.
—Malas artes dañaron a la rapaza—murmura—. Y muy peor será acudir
a fabulaciones de ciudades para ponerla buena. Con darle boticas y
cuchifritus, acostarla a la santimperie y tenerla a todas horas a las
clemencias del cielo, no se consigue desfacer el hechizo de la bruja.
—¡No crea usted en hechicerías!—ruega _Mariflor_ tímidamente.
Pero Ramona, exaltándose, arguye:
—¿Voy a creer que es Dios el que me comalece los rapaces y el
esposo, me rebata la hacienda y me tosiga en la sumidad de todos los
trabajos?... ¡No lo tengo merecido! Dios es justo y no puede consentir
que unos gocen de mogollón y otros pujen todas las pestilencias de la
vida.
Palidece la doncella, creyéndose alcanzada como otras veces por el
despecho de las alusiones, pero la mujerona, mirándola de frente como
no acostumbra, adulce todo lo posible el desabrimiento de su voz, y
añade:
—Tú eres una párvula sin hiel y no conoces al diablo.
Suspensa _Mariflor_ ante la benigna frase, atrévese a profundizar con
la mirada en los ojos propicios de Ramona, y le parece sentir cómo se
rompe el hielo del explorado corazón, y un arroyo de ternura rueda
escondido en él...
Están de sobremesa las cuatro mujeres de la casa, después de cenar.
Alcanzaron permiso los rapaces para correr un rato al fresco de la
noche, y ellas parecen detenidas por una involuntaria laxitud.
El cansancio y la tristeza ponen su languidez amarga sobre aquellas
actitudes de indecisión y cortedad; el humo las envuelve y el silencio
las colma de profunda melancolía.
Abre la abuela en prolongando bostezo su desdentada boca, y la voz
suave de Florinda insiste:
—Marinela sanará si seguimos cuidándola...
Ramona interrumpe sordamente:
—No sana, como la bruja no la ensalme.
—¡Pero si está mucho mejor!... ¿Verdad, Olalla?
La aludida se estremece lo mismo que si volviera de un desmayo o
despertara de un sueño. Hay que repetirle la pregunta y explicarle el
asunto de la conversación; sólo entonces dice con vaga certidumbre:
—La meiga puede sanarla.
—¡Por Dios!... La tía Gertrudis no es meiga. ¿Tú también vas a dudarlo?
Se encoge de hombros la maragata rubia, igual que suele hacerlo su
madre. Parece que las sensaciones delicadas son ya desconocidas para la
moza, como si con los músculos y la voluntad se le hubiese endurecido
el corazón, palpitando sobre la mies.
Ramona espabila el candil, junta impaciente los regojos de pan en un
pico de la mesa, y no pudiendo contener el ímpetu de las indignaciones
que la obligan a moverse, prorrumpe:
—¿Conque no es meiga la tía Gertrudis?... ¿Cómo padeces tú el aojo de
la su visita, si no en la salud en tantas de cosas?... ¿Quién trujo al
forastero trufaldín y te aquerenció con él?... ¿Quién te ofusca para no
reamar a un pretendiente de la garrideza de Antonio?... ¡Ay, rapaza;
afánate por tu prima y verás lo que consigues, si no logras trincar la
intención que nos ofende!...
No solía Ramona componer tan largos discursos; su voz, escandecida,
tiñóse de emocionante desconsuelo, cuando añadió:
Yo bien conozco el daño que Marinela padece; por eso fuyo de oyirla
balitar como un corderín, con la secura en la boca y en los ojos la
medrosía... Pedido hube su curación al Santísimo por los alzamientos
del cálice; pero Dios, con ser tan compasionado, permite que Lucifer
conjure contra el pobre manojuelo de mis entrañas...
Extinguióse la burda queja en un sollozo, y el busto de la madre se
inclinó hacia la orilla de la mesa; algunas lágrimas cayeron sobre los
mendrugos de pan.
—¡No llore!—murmuró Florinda traspasada de compasión—; ¡no llore!
Dios no deja que el Diablo dañe a los suyos, estoy segura de ello; lo
aprendí en sermones y libros: lo dice don Miguel.
Ramona movía la cabeza con incredulidad, reprimiendo el llanto.
—¿Y quién busca el dinero de las medicinas?—dijo al fin, como si
se diese a partido—. Sus ojos enigmáticos se posaban en la moza con
inquietud.
Ella se ruborizó, y muy emocionada, pensando en su relojito, repuso:
—Yo buscaré lo suficiente para algunos días; pero ya se me acaba el...
la... el medio de encontrarlo.
Suspiró la mujer con alivio, sin mostrar desconfianza, admiración
ni curiosidades; secóse los párpados con la punta del mandil, y
comunicativa como jamás lo estuvo, dijo:
—Mañana van las de Fidalgo a Astorga, y como no tenemos cabalgaduras,
yo había pensado que Olalla fuese con ellas a vender unos palombos; la
prestarían compaña y montaje, y ocasión de mercar zapatos para que los
críos no nos avergüencen el día de la fiesta; pero nos han ofrecido a
las dos jornal.
—Yo iré—apresuróse a decir _Mariflor_, inspirada en un doble
propósito.
Admitida inmediatamente la promesa, Ramona tuvo que gritársela a su
hija:
—¿Te duermes o pasmaste?—voceó adusta.
—¡Estoy cansa!—lamentó sin bríos la infeliz.
—¡Pobre!—dijo Florinda entrañando el acento.
Y un gato flacucho y pintojo lanzó a la mesa elocuentes maullidos...
La imagen desfallecida de Olalla persiguió a _Mariflor_ toda la noche
como un punzante remordimiento; ¡ella también debía salir al campo,
jornalera y labradora sin condiciones, lo mismo que su prima!...
Aun en las blandas horas en que el sueño ata las existencias y las
somete a su apacible dominio, velaban los pesares de la joven ocultos
en las sombras del reposo, para erguirse más crueles a la luz de la
realidad, cuando la víctima despertase.
De tal modo iba ella robusteciendo sus ánimos contra el dolor, que
después de sobreponerse al cobarde anhelo de morir, se lanzaba a
padecer, delirante de heroísmo. Convertida en lavandera y hortelana, la
señorita melindrosa comía el rancho del hogar sin aparente esfuerzo,
mostraba un buen talante a todos los reveses de la pobreza, y se dolía
de no haber pagado su tributo de sudor a la mies. Pero la seguridad
de marchitarse aspada en el potro del trabajo, le causaba terror; ya
le parecía sentir en su florido cuerpo el menoscabo de la belleza, la
invisible garra del sacrificio hundiéndole en el rostro las facciones,
borrando la tersura y la sonrisa de la juventud. Hasta en la raíz
de los cabellos percibía la moza el temblor de tales amenazas: una
crispatura y un frío que acaso la hiciera encanecer.
Como dormía sin que durmiese su dolor, despertábase algunas mañanas
con el espanto de las pesadillas, creyéndose ya desjarretada y mustia,
igual que tantas infelices de Valdecruces.
Así recela hoy mismo, y una invencible zozobra la empuja hacia el
espejo. Entre las nubes del cristal resplandecen los veinte años
con tales promesas, que la medrosa no puede menos de sonreir. Se
aproxima al azogue donde irradia la imagen, busca bien en sus rasgos
la hermosura y descubre la piel fina un poco tostada por el sol, las
ojeras teñidas por la preciosa untura de las lágrimas, la boca grave
y dulce, profundo y noble el duelo de los ojos, todo el semblante
embellecido con gracias y tristezas.
En el nublado espejo de la tía Dolores tembló la luz de una mirada
agradecida, que, al volverse luego, descubrió a Marinela con los ojos
clavados en el Cristo moribundo, ya inseparable compañero de la niña
doliente.
Avergonzada _Mariflor_ por el contraste que ofrece su frívola consulta
con aquella otra, acude hacia su prima, hunde la cara entre los brazos
de ella para disimular el sonrojo, y pregunta:
—¿Rezabas?
—Eso mismo.
—¿Por quién?
—Por ti.
—¡Dios te lo pague!
La enferma alisa blandamente los cabellos de _Mariflor_, que de pronto
balbuce:
—¿Tengo canas?
—¡Josús, mujer!... ¿Canas a tu edade?... Tienes un pelo tan largo y
amoroso que da gusto cariciarlo.
—¿Sabes que voy a Astorga a vender los pichones?—dice Florinda,
incorporándose para acabar de vestirse.
—¿Tú? ¿Pues cómo?
—Anoche ya estabas durmiendo cuando lo dispusimos: tu madre y Olalla
tienen hoy jornal.
—¿Y quién me cuida?
—La abuela.
—¡Ay, no quiere que me bañe el pecho al sol; se duerme, riñe o llora!
—Yo vuelvo al anochecer. Te traeré la medicina y yemas escarchadas
sólo para ti: son de mucho alimento.
—¿Pero sabes el camino?
—Voy con las de Fidalgo.
—Entonces verás a las clarisas... ¡Dichosa tú!
—¿Sientes la vocación otra vez?
—¿Otra vez?—repite Marinela encendida como una rosa.
—Creí que ya no te acordabas del convento.
—Acordarme, sí...—murmura la enferma con tan balbuciente seguridad,
que _Mariflor_ la mira llena de asombro: ve que hace esfuerzos para
contener el llanto, se acerca a consolarla, y el incógnito dolor de
aquel pecho herido estalla en sollozante crisis.
—¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? ¡Dime, dime tus penas!
La sin ventura no responde; gime anhelante, y Olalla sorprende a las
dos primas juntas, en un abrazo tristísimo.
—¿La despedida os hace duelo?—prorrumpe atónita. Sin esperar la
contestación, añade:
—Aquí están los palombos: diez parejas.
Y coloca sobre la cama un escriño pequeño, donde las aves cautivas se
revuelven temblorosas.
Florinda acaricia a Marinela, que procura serenarse y que poco después
se queda sola frente al balcón abierto, lanzando sus miradas, húmedas
aún, desde la agonía de Cristo a la serenidad resplandeciente de las
nubes.





XIX
EL CASTIGO DE LOS SUEÑOS

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