La Esfinge Maragata: Novela - 07

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por encima de mis inquietudes y de tu reserva; óyeme con tu afable
sonrisa de tolerancia: de mi corazón, que tú conoces de memoria, voy a
mostrarte una página «inédita», que casi yo mismo ignoro.
»—Ya «te siento pensar» con reflexiva compasión:—¡Cree que está
enamorado!...
»Tú sabes muchas leyendas de mis amores, y sonríes con incredulidad,
al verme perseguir de buena fe otra dulce mentira... Nada profetizo,
porque me he equivocado muchas veces; mas, honradamente te aseguro que
si éste de hoy no es el «definitivo» amor... está muy cerca de serlo...»
No acertó el comunicante, suponiendo que el sacerdote hubiera sonreído
en la lectura de esta carta. Aun recordándola ahora, palidecía
ligeramente y plegaba con nueva incertidumbre el entrecejo. Ninguna
personal zozobra le suscitó el escrito del poeta; a las particulares
alusiones con que Rogelio Terán le saludaba, fuéle a don Miguel muy
llano contestar con serena desenvoltura:
«Cumple ese espontáneo juramento y renuncia de una vez a tus pesquisas
novelables; ni una mala copla podrías ensayar a cuenta de los «secretos
blancos» que me atribuyes, y que sólo existen en tu imaginación.»
Mayores dificultades tuvo que vencer el cura para contestar al resto
de la carta, donde el artista, en pleno asunto de novela, contaba con
lírico entusiasmo la despedida y el encuentro, origen «aquella nueva
página de un corazón». Desde _el sueño de la hermosura_ sorprendido en
el viaje, hasta el adiós penoso en el andén astorgano, toda la historia
linda y triste pasaba lo mismo que una centella por los enamorados
renglones. Y don Miguel, ingenuamente conmovido por aquella relación
fervorosa y rara, hallóse lejos de sonreir; repercutían en su espíritu
con singulares ecos las exaltaciones generosas reveladas en aquel
párrafo:
«... Esta niña tan llena de atractivos, que merece llamarse María y
llamarse Flor, me ha mirado con deleite y ternura en dulcísimo abandono
de su alma, y dejándome vivir como un sonámbulo a orilla de la hermosa
realidad, hundióse en desierto camino paramés, al lado de una vieja
lamentable y torpe, con rumbo sabe Dios a cuántas amarguras...»
—¡Sabe Dios a cuántas!—repetía el sacerdote, saturándose en el
latente aroma de caridad vertido de la pluma del poeta.
Delatada por el santo perfume, la pura doctrina de un noble corazón
daba su fruto en estas otras frases:
«Yo sé que esa pobre familia te aprecia como confidente y amigo de su
más íntima confianza; que ponen en tus manos sus asuntos y proyectos,
y que entre _Mariflor_ y un primo suyo median planes de boda no
sancionados aún completamente. ¿Quieres hablarme de estos propósitos?
¿Quieres decirme si dañaré los intereses de la muchacha yendo a
solazarme con su presencia al amparo de tu amistad? Siento la violenta
tentación de volverla a ver.—¿Con qué intenciones?—me preguntas—. Yo
mismo las ignoro en definitiva; desde luego con las de hacerle todo el
bien posible, y ni una sombra de mal siquiera.»
Al llegar mentalmente a este punto de la lectura, todos los días
repetida de memoria, el párroco de Valdecruces hizo una pausa en su
agitado raciocinio, acodóse en el tosco rastel del antepecho y encendió
con lentitud un cigarro.
A espaldas del fumador aposentábase la sombra en la modesta salita,
diseñando apenas el perfil de un pupitre y de un sillón y el contorno
de unos altos escabeles. Fuera, se amortecía bajo el crepúsculo un
huertecillo, cuyas legumbres posaban pálido tapiz de verdura sobre el
color ocre de la tierra, y en la apacible lontananza del erial tenía la
muerte de la tarde una serenidad purísima.
Paseó don Miguel sus claros ojos por el asombrado huerto, por el
deleznable caserío asignado entre calzadas y rúas silenciosas, y los
clavó después en el lueñe horizonte, allí donde sangraba la agonía de
un magnífico sol de mayo, en la serena curva del cielo azul: evocaba el
sacerdote aquel momento en que acudiera _Mariflor_ a su llamada para
responder con claridad a dos trascendentales preguntas:—¿Quería a su
primo por esposo?
—No, señor—dijo rotundamente la moza sin asomo de vacilaciones.
—¿Y a Rogelio Terán?
Aquí, una súbita sorpresa tiñó de grana el semblante de Florinda, la
cual bajó los ojos, torció nerviosa el pico del pañuelo y exclamó lo
mismo que la heroína de Campoamor:
—«Cómo sabe usted?...»
Aunque el cura de esta _dolora_ no era «un viejo», para él tuvo la
niña «el pecho de cristal», como en la fábula; y apenas dejó traslucir
los amorosos afanes, tuvo también la palabra expedita para defender
sus preferencias y los libres fueros de su corazón. Ya para entonces
habíase mostrado transparente como el pecho, el cristal de unos ojos
que miraban al párroco de hito en hito, y en los cuales fulgía la
esperanza como un rayo de luna sobre el mar.
Sintióse conmovido el sacerdote en la contemplación de aquella moza que
miraba de frente como él, sin duda porque tenía muchas cosas buenas
que decir con los ojos oscuros y anhelantes. Y al cabo de innumerables
observaciones y temperamentos, se convino en la plática, requeridora
una triple resolución: escribir al padre el fiel relato de la amorosa
cuita; tratar con el primo, sólo verbalmente, «del asunto», sin
corroborarle entretanto promesa alguna de matrimonio; y responder a
Terán «en la forma que el señor cura lo creyera discreto», dando margen
a las ilusiones que la niña compartía con el poeta.
Así, _Mariflor_ y don Miguel se propusieron en amigable complicidad
servir a los corazones y a los intereses, con un sentimiento doblemente
caritativo por parte del sacerdote; avaro y generoso a la vez, en el
espíritu ferviente de la enamorada.
—Yo misma—concluyó por decir aquella tarde—explicaré a Antonio este
verano los motivos de mi negativa y le pediré la protección de su
fortuna para la abuela. Si es bueno y es rico, tanto como dicen, ¿ha
de negarse a salvarnos a todos? Cuanto más que yo no pretendo que nos
regale nada; bastará que nos preste sin usura...
Y como don Miguel acogiera en silencio el vehemente propósito, añadió
la muchacha con vivísima zozobra:
—¿Cree usted muy difícil un milagro?
—Según y conforme...
—Es que yo le he prometido a Olalla hacer uno, con la ayuda de Dios,
para librar la hacienda de abuelita.
—¿Y será a base de lo que Antonio te conceda y tú le niegues?
—¡Eso mismo! ¿Le parece a usted imposible de lograr?
—¡Oh transparente corazón de mujer—meditó el cura sonriendo—.
¡Mezcla humanísima de egoísmo y caridad, de obstinación y de
ternura!... En fin—dijo sentencioso—: la fe mueve las montañas...
Para Dios no hay imposibles...
Las últimas palabras del sacerdote extendieron por el dulce rostro de
la niña una expresión de singular confianza. Así, férvida y creyente,
se había despedido _Mariflor_ en aquella entrevista.
Desde el mismo barandaje donde el cura se apoya, la vió cruzar el
huerto y salir a la penumbra del camino en el preciso instante en que
pasaba _Rosicler_ balanceando su chivata de pastor al compás de una
copla.
Se saludaron los dos mozos bajo las alas de la brisa, mientras el
paisaje se quedaba dormido en la mansedumbre de la noche y florecía
en astros el profundo cielo. Y cuando ambas siluetas se dibujaron
levemente, ya separadas en la oscuridad, la canción de _Rosicler_ vibró
engreída, dejando en el aire una letra de boda, el jirón de un romance
popular que pregonaba:
«Mira, niña, lo que haces,
mira lo que vas a hacer,
que el cordón de oro torcido
no se vuelve a destorcer...»
Trovó un pájaro en su última ronda por el huerto, rodó en las nubes
una estrella rubia, y don Miguel sintió los ojos turbios de lágrimas,
quizá nacidas de la melancolía de la hora, o de aquel recuerdo «blanco
y triste» mentado por el poeta, removido por los acentos de la copla,
por la visión juvenil de la niña y el zagal...
En este otro crepúsculo, tan espléndido como aquél, la honda meditación
del señor cura tiene cambiantes y matices como la piedra ónice, y el
relámpago de alguna sonrisa aclara a veces el frunce del entrecejo en
la frente del apóstol. El cual, como si hallase súbito remedio a una de
sus perplejidades, arroja por el balcón la punta apagada de su cigarro,
y asomándose a la puerta de la salita, llama de pronto:
—¡Ascensión!... ¿puedes venir?
—Voy ahora mismo—responde en el fondo de la casa un agudo acento de
mujer. Y una moza acude en seguida, diciendo al entrar:
—¿Enciendo luz?
—Todavía no. Te quería preguntar si conseguiste que Marinela
Salvadores te confiase aquel secreto que tú adivinabas.
—Y acerté, mismamente.
—Vamos a ver: ya sabes que no me impulsa la curiosidad a estas
averiguaciones en que tú me ayudas: quiero el bien de la rapaza; curar
esa dolencia, esa misteriosa pesadumbre que nadie conocía... ¿Qué
tiene, en fin?
—Tiene... vocación de monja.
—¿Así, en firme, de verdad?—exclama absorto el párroco.
—De verdad, tío. Si no entra clarisa, se comalece.
—Pero, ¿de qué le ha quedado eso?
—De que un día fuimos juntas a Astorga y llevamos de parte de usted un
mandado para la madre abadesa: fué en el mes de abril...
La muchacha se sienta en un escabel, y el cura, reclinándose en otro,
cerca de la sobrina, escucha con atención, ya bien entrado en el
aposento el silencioso temblor de la noche.
—Fué en el mes de abril—repite Ascensión después de una pausa,
dando mucho alcance a su confidencia—. Con la madre Rosario salió
al locutorio una novicia a quien yo conocí en la Normal de Oviedo.
Nos dijo que estaba muy gozosa en la clausura, que tenían un jardín
precioso donde cultivaban flores para la Virgen, y que se disfrutaba
un deleite divino en aquella vida. Marinela, que no habló una palabra,
salió de allí tocada de la vocación como por milagro, y desde entonces
conozco que se muere por ser monja.
—Pero, ¿y la dote?—prorrumpe don Miguel con impaciencia.
—Por eso la zagala padece; hoy me ha confesado sus pesares al volver
de Piedralbina: ni por soñación espera conseguir los dineros para
entrar en Santa Clara... ¡y llora tanto!
—¿Y por qué ha de ser en Santa Clara precisamente? Si tiene verdadera
vocación religiosa, bien puede buscar otro convento donde no necesite
llevar mil duros por delante.
—Ya se lo he dicho yo; pero ella quiere en ese, en ese nada más. ¡Usan
las monjas un traje tan precioso, todo blanco! Y se dedican a plegar la
ropa de los altares, a hacer dulces y labores; ¡cosas finas y santas!
—Sí—replica el cura remedando el tonillo alabancioso de la moza—, y
a practicar ayunos y vigilias, penitencias y sacrificios.
Tras un breve silencio, Ascensión añade con tenue ironía:
—En su casa ayuna Marinela y vive sacrificada... Ser clarisa es
destino envidiable.
—¿También para ti?
—¡Yo, como tengo dote y haré buena boda!
—Porque Máximo tiene dinero, ¿no?
—¡Claro está! Pero Olalla y Marinela no han de casarse: todo el mundo
dice que la tía Dolores ha perdido el caudal.
—¿De manera que te parece envidiable el destino de monja para esa
niña, porque no tiene un céntimo?
—Ya ve... Estar a la sombra en un claustro hermoso, vestida de
azucena, cuidando un jardín para la Virgen, ganando el cielo entre
oraciones y suspiros... es mucha mejor suerte que trabajar la mies como
una mula para comer el pan negro y escaso, y envejecer en la flor de la
mocedad: yo que Marinela, también entraba clarisa.
—Pero, criatura y ¿la dote? ¿No ves que si ahora le diesen veinte mil
reales a Marinela para profesar en Santa Clara, lo mismo le servían
para casarse? Menos tienes tú y sólo por lo que tienes vas a hacer
una «buena boda», según dices: la pobreza no justifica la vocación
religiosa en este caso, y más vale así, aunque sea imposible realizar
los deseos de tu amiga.
Ascensión, la maestra elemental, sobrina del señor cura, no enrojece al
sentirse envuelta en tan desnudos comentarios, sino que, reflexiva y
avisada, advierte a la sapiencia y lógica de su tío:
—Repare que muchos prelados reciben herencias para dotar a las
novicias pobres, pero nunca para dotar a las novias... Hay devotos
ricos que protegen con grande caridad las vocaciones religiosas; hay
plazas de favor en los conventos; y, en un caso de apuro, no teniendo
una mujer nada más que la tierra abajo y el cielo arriba... menos
difícil me parece entrar en la clausura con el hábito que entrar en la
parroquia con el novio... ¿No es verdad?
La pregunta, certera y amarga, hiende como un dardo la sombra, y el
sacerdote álzase al recibirla y se lleva la mano al pecho igual que si
le sintiese herido.
Suspira sin responder, da unos pasos a tientas por la estancia y, de
pronto, se dirige hacia el balcón, donde acaba de asomarse la luna bajo
un pálido velo de niebla.
—¿Enciendo luz?—vuelve a preguntar la moza, dando por concluído el
interrogatorio.
Y con grave intención, que ella no comprende, el párroco de Valdecruces
avanza en la oscuridad hacia el claror divino y, señalando al cielo,
responde:
—Deja que ésta me alumbre...




IX
¡SALVE, MARAGATA!

AQUEL jinete que cruzaba la estepa en un mulo, a pleno sol, vagoroso
y audaz, con aires de aventura, parecía, de lejos, _Don Quijote_;
cenceño, flexible, impaciente, exploraba los horizontes y caminos
ensoñando quimeras, igual que el caballero de la _Triste Figura_. Un
pobre _Sancho_ de a pie le acompañaba, ni gordo ni contento, alquilado
en Astorga a la par del mulo; no iban de palique el criado y el señor,
como sucede en las novelas, donde un hidalgo curioso cabalga por país
desconocido a la vera de un guía, y todo se le vuelve al intruso
preguntar al indígena por esto, por lo otro y por lo de más allá.
Este espolique de ahora no era muy explícito que digamos: corto de
palabras y largo de piernas, quizá pretendiese economizar en saliva lo
que derrochaba en pasos, y así holgaba su boca mientras sudaban sus
pies.
Tampoco las preguntas del caballero parecían a propósito para
quebrantar la pasiva reserva del peón: interrogaba aquél, confusamente,
sobre agricultura, historia, costumbres y privilegios de la tierra, y
el pobre maragato encogíase de hombros bajo su parda almilla, con ruda
perplejidad.
—Aquí, de agricultura—supo al fin responder—, pues... el centeno;
de costumbres... nacer, emigrar, morirse, ¡como en todas partes! De
historia... los cuentos de las viejas, patrañas de godos y romanos...
¡vaya usté a averiguar! y de eso otro que usted dice... ¡diájule! non
lo oí mentar nunca...
Era el espolique un hombre, tosco por su innata rudeza, condenado a
servidumbre, que a la sazón padecía en una posada de la capital.
El andante caballero, visto de cerca, había trocado el yelmo de
Mambrino por un _jipi_, y la célebre lanza por un vástago de roble;
llevaba un maletín a la grupa, finos guantes en contacto con las
bridas, y áureos lentes sobre los ojos azules; era joven y parecía
feliz.
Según iba creciendo la mañana, aparecíase, bajo la fuerza del sol, más
vasto el erial, más estéril y solitario. Caía la luz con arrogancia,
en toda la plenitud del mes de junio, y extendía el purísimo celaje
su amplia curva sobre la planicie con una majestad acogedora, llena
de resplandores. Los cascos de la caballería alzaban un eco sordo al
herir el camino polvoriento, y en la orilla de tímidos bancales algunos
brezos violados desfallecían de sed y de tristeza.
Cansado ya el viajero de pretender la esquiva conversación del
espolique, iba poblando de visiones y recuerdos aquella muda soledad.
Comenzó por discurrir, con acalorada fantasía, si a tales senderos
confusos, todos aridez y desolación, haría referencia aquel fiero
relato de una lucha terrible en que el godo Teodorico destruyó las
tropas del rey suevo, Rechiario, en las _llanuras parámicas_, un
célebre día 3, _antes de las Nonas de octubre_... Apenas evocada esta
bárbara memoria, un nuevo relámpago de la imaginación encendía delante
del viajero las recordaciones caballerescas de cierto famosísimo
hecho de armas que en el siglo XV tuvo lugar a la orilla del _Camino
francés_, en el ancho país de «los pueblos olvidados».
Y ya no eran indómitas mesnadas las que en sangrientas imágenes
cruzaron la llanura en torno del jinete soñador: los más bizarros
adalides de la Edad Media, en marcial apostura de torneo, acudían
ahora a las brillantes justas del _Paso honroso_, mantenidas por Suero
de Quiñones y otros nueve gentiles caballeros; hasta sesenta y ocho
de lejanos reinos y ciudades sorprendieron con el trote bravo de sus
corceles el silencio profundo de la estepa, codiciando un puesto en la
peregrina lid, donde los defensores se proponían correr _trescientas
lanzas, rompidas por el asta con fierros de Milán_...
Un caliente arrebato de bravura agitó el renuevo de roble en las ancas
del mulo; dió la bestia un respingo cobarde, y el viajero creyóse
transportado a la famosa liza sobre las relucientes crines de un potro
andaluz. Le enardecieron con singulares bríos los sones de aguda
trompetería _en tono rasgado_ para _romper en batalla_, y vislumbró
en el marco de la insigne fiesta la hermosura exquisita de doña Inés,
doña Beatriz y doña Sol: iban a rescatar sus guantes empeñados por la
galantería de los combatientes.
De pronto una imagen viva, cándida y humilde, alzó en el polvo del
camino su miserable silueta; llevóse el visionario la mano al _jipi_
con rendimiento cortés, y una pobre maragata, cabalgadora en lenta
burra, pasó con los ojos bajos, murmurando apenas:
—Buenos días.
Al tímido rumor de tal saludo quedó roto el encanto del caballero, el
cual en aquel mismo instante imaginaba descubrirse ante doña Mencía,
la celebrada esposa de don Gonzalo Ruiz de la Vega, dama ilustre cuyo
guante había de rescatar en el _Paso honroso_ el conde de Benavente...
Suspiró _Don Quijote_, sonriendo; volvió en torno suyo la mirada y
quedó atónito, como sobrecogido por la austeridad infinita del paisaje:
ni una nube corría por el cielo, ni un átomo de vida palpitaba en
el llano. La tierra infecunda se resquebrajaba a trechos, rugosa y
amarilla como el cadáver de una madre vieja en cuyo rostro las lágrimas
dejaron surcos hondos y fríos.
Al roce súbito de aquella trágica impresión, la fantasía del ecuestre
viajero volvió a encresparse lo mismo que una ola, y tornaron a poblar
la gris llanura un tropel de personajes, surgentes de leyendas y
becerros, códices y archivos; desfilaban en la más pintoresca de las
confusiones; algunos tan despacio como si les adormeciese el son remoto
de antiguos cantares. Mezcláronse las preces sordas de una bárbara
religión primitiva con los salmos rudos del pueblo romano y con las
cristianas oraciones de aquellos devotos que, viviendo en la tierra
la Madre del Salvador, _le mandaron desde Astorga un mensaje verbal a
Palestina_... La figura pálida y lastimera del «Rey Monje», iba, con
los ojos vacíos y los hábitos en túrdigas, arrastrando su pesadumbre
junto al brutal perjeño del rey Mauregato, legislador en fabuloso
tributo _de las cien doncellas_. Después, en la desnuda lejanía,
se perfiló el fantástico ejército que en vísperas de la batalla de
las Navas acudió a las puertas del monasterio de San Isidoro, en la
ciudad de León, a llamar con recios golpes: capitaneaban la hueste
romancesca el Conde Fernán González y el Cid, buscando en su sepulcro
al rey Fernando I para que asistiese con ellos al combate... A la par
de estas visiones legendarias, amacos, asturicenses, celtas, iberos
y romanos, judíos y moros, surgían en quimérico rolde, edificando
y destruyendo con febril ansiedad. Augusto, Vespasiano, Teodorico,
Witiza, Tarik, Almanzor, una apretada nube de conquistadores y vencidos
posaba su ambición y su ideal en los solares rotos, hundiendo bajo la
tierra lanzas y semillas, regándola con lágrimas y con sudores. Mas el
yermo, silencioso, inmutable como la eternidad, no sintió la herida
de los hierros ni la amargura de los llantos; no fecundó una sola
grana de simiente ni ablandó su dureza con el sudor de las audaces
generaciones. Sin amansar su esquivez ni merecerle una sonrisa, le
anduvieron de hinojos ilustres obispos y fervientes misioneros; rudo
campo de penitencia donde sólo florecían sacrificios y austeridades, le
santificaron legiones de creyentes en pos de anacoretas y de apóstoles:
Jenadio, Fructuoso, Valerio, Froilán, Domingo (aquel que se llamó _de
la Calzada_, porque ayudó a labrar con sus manos el _Camino francés_),
santos eran que en el «desierto» de León y de Castilla, con abundantes
compañeros y discípulos, clavaron la Cruz y la oración en gloriosa
campaña espiritual. Y ¿no hubo, entre tantos amores, heroísmos y
proezas, bastante calor humano para dar vida a los eriales solariegos,
para resucitar la muerta llanura?... ¿Cuántos siglos yacía yerto,
insensible como un cadáver, el pobre suelo, hendido igual que un viejo
rostro donde el llanto labró surcos?... ¿Qué pretéritas edades, qué
desconocidas criaturas le sintieron latir rico y preñado como fecunda
tierra del corazón de una patria?...
¡Eran éstas demasiadas interrogaciones! Aunque el viajero había
refrescado sus memorias y lecturas antes de ponerse en camino, ya le
faltaban a su mental soliloquio documentos y recursos para discutir
las causas de aquella perpetua desolación. Quiso hurtar el fatigado
pensamiento a la sutil y complicada red de tales raciocinios, pero su
noble conciencia de hidalgo y de patriota le acusó de un tanto de
culpa en el abandono y la ingratitud que lamentaba sobre el muerto
camino. ¿Quién mejor que un poeta para abrir a las modernas corrientes
de cultura y piedad un ancho cauce, y fundir en mieses de oro las
entrañas estériles del páramo?
Alzó el jinete la juvenil cabeza con arrogante impulso, y posó la
caricia de sus ojos azules sobre los escobajos del sendero: quería
enamorarse de aquel vago propósito que de repente le asaltaba; sentir
fuerte y grande el entusiasmo por la liberación de aquella tierra,
solar de una raza insigne, testigo y campo de una historia inmortal,
madre eternamente condenada a la esclavitud de la miseria en el mismo
seno de su floreciente nación.
Que era empresa de locos aquel sueño, le decía al hidalgo su prudente
egoísmo. Pero las ansiedades del artista y las inquietudes del quijote
respondieron al punto: ¿Acaso con la pluma no tiene una palanca
invencible cada escritor moderno?... ¿No son ahora el libro y el
periódico los vencedores propagandistas de la idea?...
El mulo se había parado: lanzó un sordo relincho; olfateaba, y tenía en
los belfos una ligera espuma.
—¿Qué le sucede?—preguntó el caballero mientras arreaba el espolique.
—Le desazona el secaño—respondió el aludido parcamente.
Y a la sola noticia de que el animal tenía sed, cambiaron de rumbo
los pensamientos del poeta: sintió el desamparo de la ruta con una
sensación de punzante disgusto; un antojo violento de agua viva,
de agua corriente y bienhechora, le secó las fauces y le enardeció
la frente. Desconcertado y pesaroso, escudriñó la monotonía de los
horizontes con la angustia del náufrago que persigue una vela salvadora
en las desiertas lontananzas del mar. Pero en la vibrante luz ni
las alas de un insecto se mecían; hasta el aire parecía dormido en
la llanura, y la llama del sol, derramando su lumbre en el erial,
semejaba una lámpara encendida sobre enorme sepulcro.
En vano buscó el jinete algún semblante amigo donde poner con beatitud
la mirada, sedienta de piedad; por toda respuesta a tan ávida pesquisa,
dió el implacable suelo una gris vegetación de cardos marchitos y de
rastreras gatuñas.
Entonces al poeta le asaltaron enjambres de visiones fugitivas: cortes
y ejércitos, potentados y magnates, artistas y labradores, huían hacia
los valles, hacia los ríos y las costas; buscaban la dulzura de los
bosques y la riqueza de las mieses. Los reyes castellanos, Ordoños
y Bermudos, Urracas y Berenguelas, Fernandos y Alfonsos, sentían en
la pujanza de su corona temblar el espanto del yermo como un trágico
soplo de muerte y exterminio. Y por fin abdicaba—con el abandono y
la expatriación—su omnímodo poder sobre la estepa aquel noble señor
de _diez mil vasallos, siete villas y ochenta y tres pueblos_, Alvar
Pérez Osorio, marqués de Astorga, alférez mayor del Rey, mantenedor
valiente de la bendita Seña en la batalla de Clavijo, el que a los
veintiséis títulos de sus blasones unió la singular grandeza de poderse
llamar «Señor del Páramo»... La solariega casa de Osorio, descendiente
de emperadores orientales, prima de reyes, madre de los condados de
Altamira, de Luna, de Guzmán, de León, de Trastamara y de Cabrera,
raíz y origen de los más puros abolengos españoles, árbitra de las
libertades de Castilla, levantó su hidalgo señorío de los cabezos del
erial, y olvidando la aspereza de tal cuna, indómita y fuerte como el
destino, huyó también a refugiarse en más hospitalario país...
Allá lejos, donde el cielo y la tierra parecen confundidos en infinita
comunión de inmensidades, aparecióse un punto blanco. Viéndole flamear
distintamente, veloz en el aire con arrogancia majestuosa, murmuraba el
quijote «modernista» en la embriaguez de sus evagaciones:
—¿Será el lienzo de un barco?... ¿Será la bandera de Clavijo?...
Historia, fantasía y leyenda, bailaban, locas de remate, bajo la frente
rubia del mozo soñador; preso en la terrible pesadilla del llano,
confundido entre realidades y quimeras, sentía vagamente la sombra del
ensueño, el cansancio del viaje y la amargura del lugar. Quiso vencer
aquel estado de modorra, sacudir el delirio y la fatiga; hizo al cabo
un esfuerzo para recobrar su aplomo, y advirtió, al conseguirlo, que
tenía hambre y que le dolía un poco la cabeza. Miró el reloj: iban a
dar las once. Había salido de Astorga con muy ligero desayuno, y el
camino y el sol estimulaban ahora sus buenas disposiciones para el
almuerzo.
—¿Qué se ve allí?—preguntó al guía, señalando la única mancha del
horizonte.
—Es la cigüeña—dijo el maragato, y añadió—: Ya no está lejos
Valdecruces.
—Ni lienzo navegante, ni enseña heroica—pensó el joven, burlándose
de su visionaria turbación—; son unas alas potentes; por su destino
libres, cautivas por su fidelidad.
Y quedóse el viajero sumergido en regalada laxitud, en el sedante baño
de poesía que la contemplación del ave le brindaba.
Todo era manso y fuerte en la vida singular del enorme pájaro: la
reciedumbre de su nido, centenario a veces, puesto en la torre
parroquial debajo de la Cruz, en el apacible corazón de las aldeas;
la ternura delicadísima para con los hijuelos; aquella gracia seria y
noble con que vigila las sembraduras y convive entre los campesinos;
la rara y firme condición de su boda sexual _para toda la vida_; de su
vuelta al mismo terruño para todos los años, y la reposada actitud de
la figura, el paso y el vuelo, que componen armoniosa grandeza con el
matiz austero del paisaje... Cuanto del animal amigo de los hombres
pudo enaltecer el curioso viajero, parecióle conmovedor y simbólico.
—Una maragata y una cigüeña me han «hecho los honores» del
páramo—meditó, engolfándose en la repentina emoción.
En aquel momento la breve caravana, doblando una ligera loma, alcanzó
al ave, quieta en el camino; tenía el largo cuello ondulante, y el
pico un poco inclinado hacia la tierra; miraba pensativa los áridos
terrones, como la mujer que al paso del caballero musitó humildemente:
«buenos días». Y siguió esperando, inmóvil en su habitual postura de
meditación y reposo, hasta que llegaron los caminantes: alzó entonces
lentamente sus ojillos de indefinible color, pardos y cenicientos igual
que la estepa; dió algunos pasos con dignidad y compostura, erguido el
cuerpo, mesurado el ademán, y abrió, por fin, las espléndidas alas con
un vuelo fácil y gracioso, desapareciendo del horizonte en majestuosas
espirales.
No tuvo tiempo el poeta para glosar con sus admiraciones tan peregrino
espectáculo, porque al rendir la imperceptible cumbre, mostró el duro
sendero repetidas señales de dulzura.
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