La Esfinge Maragata: Novela - 13

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Probó la triste anciana a reanimar sus bríos, aún recientes, sobre
la bien amada tierra. Quiso sentirla con la fuerte pasión de otras
horas, y dominarla como en días mejores. Se inclinó audaz en el fondo
del cauce, con la azada entre las dos manos, como disponiéndose a
desenterrar con loca angustia sus fuerzas sepultadas y, al impulso del
imposible deseo, cayó de rodillas hasta dar con la frente en el polvo.
El chasquido agrio de los huesos no resonó tan fuerte como los golpes
de la cava, y la vieja se alzó sin escándalo, vencida y pesarosa como
nunca, a tiempo que una voz apremiaba, cada vez más distante:
—¡Aguanta, niña!
Se iba quedando la tía Dolores sola con el muerto; le miró pávida y
entontecida. Sobre él languidecía la genesta, formando un bulto largo y
amarillo a ras de los rastrojos, en el borde de la rota.
Sentóse cerca la mujer, con los recuerdos medio borrados y la seguridad
de su impotencia convertida en lágrimas y oraciones.
Algunas veces Olalla, viendo a la abuelita en tan singular actitud,
llegóse a preguntarle si le hacía daño el sol. Ella negaba con un gesto
del mortecino semblante, y la moza corría miseranda al arroyo para
humedecer aquellos labios mudos, preguntando:
—¿Por qué no busca la solombra? ¿Por qué no quiere descansar dello?
La abuela balbucía en vago deliquio:
—¡Aguanta, aguanta!
Y volvía a quedarse con el difunto, lejos de las cavadoras.
Comenzó a llegar gente por los senderos de la mies; algunos rapaces,
prófugos de la escuela, algunas ancianas compasivas, el cura, el
sacristán y el enterrador.
Don Miguel reconoció ligeramente el cadáver, habló con las testigos de
la imprevista muerte, y se volvió a marchar.
Las mujerucas, sin interrumpir el trabajo de sus vecinas, repitieron
con unción:—¡Biendichoso!
Fuése el sepulturero a preparar la fosa, con serena delectación, y tío
Rosendín, el sacristán, devolvió respetuosamente a la parroquia los
sagrados óleos que habían acompañado a don Miguel.
También los chiquillos desfilaron curiosos de ver llegar a la Justicia:
impacientes por escoltarla, y por correr en las callejas del pueblo la
trágica novedad.
—Hasta la noche no pueden venir los de Piedralbina—había dicho el
sacerdote—. Al paso lento de Facunda es imposible que les llegue el
mensaje antes de las seis.
Y toda la expectación quedó suspendida para el anunciado desfile.
Mientras tanto el cauce tocaba ya la ribera del arroyo, y Ramona mandó
a su hija hacer algunos sabios cortes en el terreno de la mies, para
cuando el agua corriese.
Arrastrándose entre los liños, la moza abrió con un destral leves
surcos en la cabecera de la «hanegada». Y alzóse pronto, ardiendo en
el calor reconcentrado de los panes, congestionada por la postura y el
esfuerzo, para correr a la cumbre de la rota, obediente a la sugestión
del terrible grito:
—¡Aguanta, niña!
Unos zarpazos más; un anhelo bravío de respiraciones; la suprema
tensión de los músculos, el último temblor desesperado de los nervios,
y las dos mujeres ven cómo el agua corre, humilde y fácil, convirtiendo
la dura zanja en blando atanor de promesas bienhechoras.
Tiembla y canta el arroyo, el sol se pone, los panes beben y las
heroínas de la cava, febriles y deshechas, reposan junto al muerto...
Cuando avanza Terán en el grave escenario, otra sombra le sigue.
Florinda registra también la rastrojera desde el borde de un sendero.
Llegan los dos al grupo singular, le miran silenciosos y escuchan cómo
la abuela dice con furtiva emoción, que parece escapada de un delirio:
—¡Ya no podré recibir a Isidoro!
Se vuelve Ramona hacia aquel acento profundo, y sorprendiendo toda la
amargura de la incapacitada madre, piensa de pronto en la propia vejez,
ve de ella un ejemplo en la sombría inutilidad de la anciana, y llora
con violentos sollozos, lívido el semblante reluciente de sudores,
temblando el cuerpo, que despide un áspero olor montuno.
Florinda y su novio retroceden espantados, sin adivinar el origen de
tan repentino desconsuelo: quizá piensan huir de aquel brusco drama
incomprensible cuando una atracción fuerte les inclina sobre el cadáver
del tío Cristóbal.
A la dormida luz del anochecer, bajo las retamas que ha movido la
curiosidad, sólo enseña el viejo sus garrosas manos, con las uñas
henchidas de la tierra arrebatada a los rastrojos en el arañazo supremo.





XV
EL MENSAJE DE LAS PALOMAS

HOY parte el poeta: después de medio día vendrá junto a los tapiales
del huerto para despedirse de su amada.
«Volverá pronto». Esta frase se ha repetido muchas veces en pocas
horas, entre enamoradas ponderaciones. Meditándola con invencible
angustia, _Mariflor_, convertida en lavandera, encrespa ropa junto a
Olalla en el caz vecino de su calle.
Muéstrase el cielo un poco aborrascado, y la temperatura, apacible,
tiene el sutil frescor de la humedad.
Silenciosas trabajan las dos jóvenes, mucho más hábil _Mariflor_
de lo que su impericia pudiese prometer. La tristeza le aploma el
pensamiento; mueve las delicadas manos entre espumas como una dócil
máquina insensible.
Mira Olalla las nubes pensando en la inutilidad del riego, y suspira
al acordarse de la próxima siega: tampoco habrá un jornal para los
segadores, ni un respiro para el descanso, ni una tregua en el bárbaro
trajín, superior al esfuerzo de las pobres mujeres.
Un vendedor ambulante pasa con su mulo cargado de baratijas y pregona
cansado:
—¡Tienda... tienda!
—Vende hilo, agujas, adornos y otras cosas—dice Olalla a su prima con
cierto orgullo.
—Pero, ¿vende, de veras?
—¡Natural!
—Como aquí no hay quien compre...
—¿No ha de haber? Se le cambian por las mercancías, huevos, lardo,
palomas, simientes... gana mucho.
En un silencio inalterable y sordo, repercute el eco del pregón:
—¡Tienda... tienda!
Al final de la calle, por la plazoleta de la fuente, cruza un maragato
en alta cabalgadura, con equipaje y espolique.
—¿Tirso Paz?—interroga Olalla con zozobra.
—Parece joven. Tirso, ¿no es viejo?
—Dicen que sí: yo no le conozco.
Se quedan mudas y violentas, procurando ocultarse mutuamente las
íntimas preocupaciones. Y al mediar la mañana terminan su labor.
No hay nadie en el _estradín_ por donde las dos mozas buscan los
pasillos, tornando a la casa por el corral.
Marinela, doliente, calla en su dormitorio; y cuando Florinda quiere
abrir el suyo, tropieza un fardo en el suelo y ve sobre la cama ropas
de hombre, unas bragas y una almilla, llenas de polvo.
—Ha venido tu primo, de repente, sin avisar—dice Ramona detrás de la
muchacha—, y como ésta es la habitación de los forasteros...
Florinda parece de piedra ante aquel masculino traje maragato. Y
Olalla, que también se asoma al camarín, prorrumpe azorada:
—¡Ha venido Antonio!... Era aquel viajero que vimos pasar.
Y palidece como una muerta.
—Sí; entró por la otra rúa—corrobora la madre con la voz menos agria
que de costumbre.
—¿Y dónde está? pregunta al cabo Florinda, con aire estúpido.
—En cuanto se mudó de traje marchó a casa del señor cura: dice que le
ha llamado él y que viene sobre lo de la boda.
—Pues voy allá, ahora mismo.
—¿Tú?
—¡Claro!
—Nunca vi cosa semejante: ¡una rapaza tratando con el novio del
casamiento!
—Mi primo no es mi novio; pero si lo fuera, con mucha más razón
necesitaría hablar con él inmediatamente.
Tan firme era el acento de la niña y tan rotunda su determinación, que
Ramona, obligada a transigir, quiso imponer su autoridad exigiendo:
—Olalla irá contigo.
—Que venga.
Y al volverse hacia su prima, asombróse _Mariflor_ de hallarla sin
colores, desconcertada y absorta.
—¿No vamos?—le dice.
—Pero así, sin componernos un poco...
—Si no tardas...
—De un volido acabo.
La maragata rubia desaparece seguida de su madre, mientras Florinda,
sin entrar en la habitación, aguarda impaciente, sufriendo el brusco
asalto de contradictorias emociones. ¿Qué va a conseguir de Antonio?
¿Cómo es él, y cómo la juzgará a ella? Su suerte se decide sin duda
en este día nublado y grave que pasa por Valdecruces tan sigiloso, tan
descolorido...
Le parece a _Mariflor_ que su prima tarda; se sorprende al considerar
que se está componiendo como para una fiesta, sólo porque ha llegado
Antonio. Y con un inevitable gesto de coquetería, ella se alisa también
con las manos los cabellos, se sacude el vestido y repara los pliegues
del jubón: quizá entrase al gabinete para corregir con más detalles
el tocado, si una instintiva repulsión no la dejara otra vez tan
meditabunda que no se fija en el atavío lujoso con que Olalla vuelve,
ni en su semblante, ya compuesto y servicial.
Hasta la vivienda del párroco no cruzan las dos primas una sola frase;
pero ya en la puerta de don Miguel, Olalla detiene ansiosa a Florinda,
y murmura difícilmente:
—¿Qué le vas a decir?
—Que nos salve.
—Y... ¿no le quieres?
—Para marido, no.
—¡Piénsalo bien!; si le venenas las intenciones, nos dejará en la
misma tribulanza.
—¡No puedo hacer más!
Ahora es _Mariflor_ la que palidece y tiembla con un gusto amargo en la
boca y un velo de turbaciones en las pupilas.
—¿Está arriba Antonio?—pregunta a Ascensión, que la recibe.
—Está.
—¿Y... Rogelio?
—No le he visto salir.
—Pero, ¿estaba con don Miguel?
—Estaba.
—Entonces...
—No oigo hablar más que a dos personas... Don Rogelio entra y sale a
menudo.
Cuando la valiente muchacha preguntó a la puerta del despacho:—¿Se
puede?...—un silencio de expectación dió margen al permiso, y la
visita nueva fué acogida con el mayor asombro.
Hacía poco más de un cuarto de hora que la misma Ascensión pidió allí
audiencia para Antonio Salvadores.
—Está abajo, preguntando por usted—había anunciado la muchacha a su
tío.
El sacerdote, sin titubear, contestó:
—Que suba.
En tanto que Rogelio decía apresuradamente:
—Yo me voy.
Pero con una repentina inspiración le aconsejó su amigo:
—Entra en mi alcoba.
—¿A qué?... ¿a escuchar?
—A enterarte.
—¿Como en las comedias?
—Y como en la vida.
—No; no me gusta...
—Si te asaltan escrúpulos, hay un falsete; pero quizá te interese lo
que oigas.
Y como ya resonaban en el pasillo los zapatones del forastero, don
Miguel cerró la puerta acristalada, delante del artista, y le dejó
allí, azorado, a media luz, detenido a pesar suyo por la curiosidad.
Primero oyó cómo se cruzaron los saludos de rúbrica: una voz recia y
joven alternaba con la de don Miguel. Según aquella voz, el viajero
no había encontrado en casa de la abuela más que a la tía Ramona, y
sin tomar descanso alguno acudía impaciente a la cita con el párroco.
El cual, atacado también de la impaciencia, no anduvo con rodeos
para llegar al fondo de la conversación; y la primera novedad que el
maragato supo, fué que su prima ya no tenía dote.
—Entonces retiro mi palabra de casamiento—dijo la voz firme, no sin
barruntos de contrariedad.
Volvióse el poeta con indignación hacia los cristales: los visillos de
tul dejaban entrever la salita mucho más alumbrada que la alcoba, y el
enamorado pudo distinguir al hombre que fué hasta aquel instante su
rival.
—Tu abuela está en ruina como sus hijos—decía don Miguel, disimulando
con palabras corteses la cólera de su acento—; tiene toda la hacienda
empeñada y padece una vida miserable; tus primas andan al campo como
las más infelices del país, y tú eres rico, y es menester que no las
abandones, por caridad y por obligación.
La temblorosa llamada de Florinda atajó en los labios de su primo un
reproche violento.
—¿Obligación?—iba a clamar—. ¿Y para decirme esta me fuerzan a venir?
Entraron las jóvenes con silenciosa acogida. Olalla, en actitud muy
recoleta, bajaba los ojos jugando con el floquecillo de su elegante
pañuelo; _Mariflor_ paseó por la sala un relámpago febril de sus
pupilas oscuras, y viendo solos al maragato y al sacerdote, recobró un
poco de serenidad.
—Esta será la hija de mi tío Martín—masculló Antonio después de
saludar embarazosamente.
—Esta es—dijo el cura.
—Por muchos años...
Y se quedó el mozo sin saber cómo atormentar a su sombrero entre las
manos gordinflonas.
Habíase parado _Mariflor_ junto a su primo, espiándole en muda
pesquisa, llena de esperanza y de inquietud.
Era ancho, fuerte, carilucio; tenía cortos los brazos, cándidos los
ojos, tímido el porte. Vestía rumboso traje, compuesto de pespunteada
camisa, chaleco rojo con flores y botonadura de plata, bragas de rosel,
sayo de haldetas, atacado por sedoso cordón, botines de paño con ligas
de «viva mi dueño», y churrigueresco cinto donde esplendía otro
galante mote de amorosa finura; bajo las polainas, unos enormes zapatos
de oreja tomaban firme posesión del suelo.
Para abreviar los enojosos preliminares de la conferencia, don Miguel,
ceñudo, molesto, se apresuró a decir a la muchacha:
—Antonio ya conoce vuestra situación. Y la tuya, particularmente, le
inclina, por lo visto, a no insistir en sus pretensiones de casamiento.
Al singular descanso que estas palabras ofrecieron a la moza, mezclóse,
al punto, una viva impresión de repugnancia. ¿Qué iba a pedir al
mezquino corazón de aquel hombre? ¿Cómo sería posible conmoverle, ni
con qué dignidad intentarlo en aquel instante?
El estupor y la vergüenza no la hicieron bajar los ojos: se los clavó a
su primo honda y calladamente, hasta hacerle sudar y retroceder: nadie
le había mirado así.
Viéndole tan confuso y torpe, sacrificó ella un fácil desquite,
diciendo, con toda la dulzura de su voz y toda la generosidad de su
espíritu:
—No te hemos llamado para tratar de bodas, sino para pedirte que
remedies a la abuela hasta que mi padre logre remediarla. Hace tres
meses que vine aquí sin sospechar lo que ocurría, y trato con don
Miguel, nuestro protector, de salvar la hacienda, que se está perdiendo
por ignorancia y timidez... No se atrevió la pobre vieja a confiarse a
ti, que eres rico y dadivoso...
Subrayó Florinda este prudente discurso con una leve sonrisa irónica,
dulce mohín con el cual perdonaba desde luego el áspero desdén de su
pariente.
—¿No respondes?—añadió con asombro ante el silencio del maragato.
Y como aún callase, sudoroso, deshilando las borlas del sombrero,
avanzó la niña y le puso las dos manos en los hombros suavemente, con
familiar llaneza.
—¡Vamos, primo! Tú eres un hombre educado, un caballero, y no puedes
consentir que la abuela, por faltarle un apoyo, se quede en mitad de la
calle, tan viejecilla, tan triste... ¿No la has visto? Se ha vuelto un
poco chocha con los años y las lágrimas y los dolores... Si tú no la
proteges, se quedará sin tierras y sin yuntas, sin huerto y sin casa.
Todo se lo debe a Tirso Paz, por un puñado del dinero que a ti te sobra.
—¡Diablo de chiquilla!—musitó el cura.
Olalla rompió a llorar con grandes hipos, y en la alcoba parecía que
alguien se revolviese.
Pero Antonio, inmóvil, petrificado bajo los finos dedos de _Mariflor_,
no resollaba. Nunca tuvo cerca de la suya una cara tan hermosa;
jamás una voz parecida sonó tan suave y angelical en aquel oído de
comerciante; ni el mozo suponía que en el mundo existiesen criaturas
con tanta labia, tanto atractivo y tamaño corazón.
—¿No respondes?—insistió ella, intentando zarandearle con blando
movimiento.
No consiguió moverle; creyó inútil su generosa hazaña, y los lindos
brazos, afanosos, cayeron sobre el delantal en desfallecida actitud.
Como si sólo entonces fuese el muchacho dueño de su albedrío, levantó
sus claras pupilas con arrobamiento hacia los ojos que le acechaban.
Los halló impenetrables, sumergidos en solemnes tinieblas, y volvió a
bajar los suyos con invencible respeto. En tanto, _Mariflor_ leyó en la
repentina mirada tal propósito, que retrocedió convulsa hasta apoyarse
en un escabel.
—Pues, hablaremos del asunto aquí el párroco y yo—dijo de repente
Antonio con cierto brío.
Olalla cesó de llorar y Florinda no supo qué decir; sentía congelada
su elocuencia, y no se hubiese atrevido a tender de nuevo los brazos,
persuasiva y deprecante.
Nadie se había sentado. Don Miguel, perplejo, irresoluto, liaba un
cigarrillo para Antonio, paseando entre la mesa y el balcón, sin
atreverse a hablar por miedo a arrepentirse. Iba cayendo en la cuenta
de que lo hubiera echado todo a perder si Florinda no le acude con el
dominio de su voluntad y el «ángel» de su persona. Mas ¿no iban ya
demasiado lejos las influencias de la muchacha?
El cura lo temía, viéndola tan ansiosa y escuchando las amigables
razones del primo.
Se desgarraron doce campanadas en un viejo reloj mural y casi al mismo
tiempo vibró en el aire el agudo tañido de la esquila, volteada en la
parroquia.
Don Miguel comenzó a rezar «las oraciones»; un murmullo piadoso zumbó
en el aposento; parecía que unas alas invisibles agitasen brisas de paz
sobre las inclinadas frentes. Cuando se alzaron ungidas por la señal
de la cruz, los ojos benignos del sacerdote se posaron en _Mariflor_
con misericordia. Ella inició una desconcertada sonrisa que pudo ser de
aliento o de quebranto, y don Miguel se resolvió a decir:
—Bueno, pues Antonio y yo trataremos con calma de vuestros intereses.
—¡Eso!—aseveró con energía el aludido.
—Vosotras—añadió el cura—avisaréis en casa que el viajero come hoy
aquí.
Unas fugaces excusas del invitado, una leve porfía de Olalla para que
les acompañase, y las mozas partieron con la promesa de que Antonio
iría más tarde a visitar a la abuelita.
Por el camino, la maragata rubia dice muy alegre:
—De ese lado abesedo sopla mucho el aire; va a llover.
Y la fresca brisa del Norte que les azota el rostro, le parece a
_Mariflor_ que corre triste, con amargura de lágrimas. Se detiene la
moza a escuchar aquel sordo gemido, inquietante para ella como un
augurio, y Olalla se admira.
—¿Qué oyes?...—pregunta—. Es el pregón del quincallero.
Entre los silbos del aire tormentoso, una voz repite con errabunda
melancolía:
—¡Tienda..., tienda!...
* * * * *
Supo Antonio Salvadores que don Miguel tenía en casa un amigo
forastero, el cual aquella misma tarde regresaba a Madrid. Y, de
acuerdo con el cura, consintió el maragato en aplazar toda gestión para
después de la anunciada partida.
El huésped hizo las presentaciones entre sus comensales con mucha
delicadeza; pero la hora de comer transcurrió silenciosa, bajo la
respectiva preocupación de cada uno, acentuada en Antonio por su gran
cortedad y su recelo al trato con gente de pluma, novelistas a caza de
tipos y de observaciones que, a lo mejor, sacan en los papeles a los
pacíficos ciudadanos.
Miraba el comerciante de reojo al poeta, sin perder el apetito ni
acertar a decir una palabra. Y el poeta sorprendía con poco disimulo
la ordinariez de aquellos dedos glotones y de aquella boca bezuda,
reluciente de grasa, con tendencia a sonreir y a tragar en golosa
premeditación.
—¡Un hombre semejante despreciaba a Florinda!
Esta idea, produciendo sublevaciones bizarras en el ánimo de Terán,
ponía, sin embargo, a sus ojos una sombra de humillación sobre las
excelencias de su novia.
Mansamente, contra todos los impulsos de la voluntad, un cierto
desencanto se adentraba, furtivo, en el pecho del vate, y galopaba,
rebelde, por tierras de la fantasía, a la vanguardia de los
sentimientos más nobles. Al desaparecer las dificultades en torno de
aquel cariño, en las ambiciones de Terán enfriábase el astro del deseo:
¡humano tributo a la vasta inquietud de la imaginación, que en los
poetas suele tener un dominio incurable!
Como si una racha de viento borrase de repente en las nubes la colosal
figura de un águila, dejándola convertida en mariposa, así la imagen
de _Mariflor_ venía a quedar en la mente de Rogelio al nivel de
otra zagala, sin ventura y sin novio; el brutal desdén del maragato
desvanecía las fantásticas nubes.
Acababa el poeta de despedirse de la niña, asaltado por la turbia
impresión de todas aquellas novedades.
Mostróse cautivo y devoto como siempre, y renovó sus promesas y
afirmaciones con las mismas palabras de otros días; pero en la alta
emoción de aquel instante, solamente los labios de la moza guardaron a
los profundos sentimientos una santa fidelidad.
—Ahora sí que volverás pronto—dijo la muchacha, tratando de
sonreir—. Ya soy libre como el aire. Mi primo no me quiere porque no
tengo dote, y ya no depende de mi boda el bienestar de la familia; ¿te
lo ha contado don Miguel?
Ocultaba, modesta, la intención de aquella singular mirada sorprendida
en Antonio. Y sintió el caballero enrojecer su frente al acordarse de
la grosería con que fué rechazada su novia.
—Algo me ha dicho—balbució, añadiendo en la acerbidad de su encono—.
Tú no debías dirigir la palabra a ese hombre; eres demasiado humilde.
—¡Si él ayuda a la abuela!...
—Aunque la ayude.
Dulcificó al punto sus frases y su acento mientras callaba la niña con
todo el dolor reconcentrado en los ojos.
Rogelio tenía prisa; le aguardaban para comer y debía salir muy
temprano de Valdecruces a tomar en Astorga el tren de las cinco.
Buscaría el camino más corto por la carretera, huyendo del erial.
También a _Mariflor_ la esperaban en la cocina delante de la olla,
entre coloquios y comentarios.
—Te escribiré muchas cartas—prometió el poeta, cada vez más compasivo.
—¿Y versos?...
—¡Muchos!
Sonrió él con deleite, alucinado por la repentina ambición de entonar
canciones pastoriles a la bella musa de los zarzales, allí amorosa en
medio del escaramujo y de las urces.
Los últimos adioses se cruzaron fervientes; una emoción de arte
prevalecía sobre todos los peligros de la inconstancia. Florinda
acompañó a su novio a lo largo de la rúa con una mirada de ingenua
adoración.
En la explanada de la fuente el recuerdo de Marinela Salvadores detuvo
al caminante. El candor del agua y los matices verdes y azulinos del
suave manantial, le trajeron con ternura a la memoria la imagen de
la niña, sus ojos zarcos y volubles y aquel saludo lírico que tanto
la asustó a la llegada del forastero; ¿qué había sido de ella? Lo
preguntaría antes de marchar, arrepentido de haber olvidado en absoluto
a la triste zagala que una tarde le dejó sobre el pecho la limosna de
su llanto misterioso.
Todas las impresiones de aquellos quince días extraños, remansaban de
pronto seductoras en la conciencia del artista, como recordación de un
sueño peregrino que le obligase a sonreir.
Junto a la parroquia levantó los ojos a la torre, y el lecho vetusto
de la cigüeña le dejó extático una vez más. Ya crotoraban audazmente
los hijuelos bajo las alas regias de la madre, mientras el macho,
solícito como nunca, limpiaba de reptiles la mies y nutría la prole en
incesantes revuelos alrededor del nido.
El silencio de la calzada, la cobardía de la luz y el semblante
rústico del cuadro, sumergieron a Terán en artísticas divagaciones.
Y se abandonó a gustarlas con el íntimo gozo de saber que las iba a
sustituir por otras nuevas. Puso en sus pensamientos, como romántica
aureola, un incitante sabor de despedida, la dulce lástima de un
abandono que no punza, la perfidia sutil de quien siente por cada
placer desflorado vivas ansias de placeres en flor...
De toda aquella despiadada dulzura, sólo queda ahora enfrente de
Antonio Salvadores un movimiento de disgusto hacia el zafio mercader
que despertó al prócer caminante embelesado en el más lindo sueño de
su vida. Quiere el soñador compadecerse a sí mismo, como si Antonio
le hubiese causado un grave mal obligándole a partir; y no analiza la
miseria de aquel secreto goce con que parte, ni la llama oscura de
egoísmos que arde en su corazón desde que Florinda se le aparece libre.
Ni siquiera se le ocurre pensar que su viaje ya no es urgente, ni quizá
oportuno; el corazón y la lógica no dicen al novio y al caballero que
la felicidad y el amor le debían detener...
Se habla en la mesa de que llegó por la mañana, procedente de León, el
heredero del tío Cristóbal Paz. Rogelio calla y apenas come, nervioso y
susceptible, mientras el maragato devora. Don Miguel observa a su amigo
con alguna confusión, y el _Chosco_ avisa que ya está preparado el mulo
con el equipaje.
Las despedidas son breves, porque el viajero no sabe disimular su
impaciencia; y el enterrador, que oficia de espolique, toma el camino
con la cabalgadura, delante de Terán, a quien acompaña un rato el
sacerdote.
Ya en mitad de la calle, se vuelve el mozo como si algo se le olvidara.
Ascensión, que aún le despide desde la puerta, averigua complaciente:
—Qué, ¿dejó alguna cosa?
—A Marinela Salvadores, ¿qué le ocurre?... No la he visto...
—Dicen que adolece de medrosía.
—¡Pobre!
—Ya le contaré que preguntó por ella.
—Gracias.
—Condiós; buen viaje.
—¡Adiós!...
Una tirantez extraña enmudece a los dos amigos en los primeros pasos,
camino de la libertadora carretera.
No habían tenido tiempo de cambiar impresiones desde la llegada del
maragato, y don Miguel mostrábase receloso de la singular actitud del
vate. Éste rompe el silencio con alguna vacilación:
—¿Has visto qué rufián?—alude, sacudiendo la tierra con un mimbre
espoleador que agita entre los dedos.
—Ya tienes libre a la paloma—responde el cura, sin declarar que le
inspiran desconfianza las apariencias de Antonio.
Rogelio, evasivo, empeñándose en tener que estar muy enojado, adopta un
aire de víctima:
—Si, sí; pero es insufrible someterse a regateos y tapujos con un tipo
semejante.
—Tú ahora nada arriesgas con la caridad de Florinda, independiente ya
de vuestro amor y de vuestros propósitos.
—Pues, sin embargo, me duelen estas luchas tan mezquinas y pueriles en
que se apasionan corazones grandes, cuando hay fuera de aquí una vida
fuerte y ancha donde luchar y vencer.
—¿Vencer?—murmuró el cura incrédulo—. ¡Ay, amigo!, a cualquier cosa
le llamáis en el mundo éxito y logro... La pobre humanidad es en todas
partes la misma; nació propensa a la ambición y al delirio. Mas para
soñar es menester vivir, y para vivir... ¡es preciso comer! Todas las
redenciones espirituales tienen, por culpa de nuestra humana condición,
sus raíces en lo material. Yo me afano porque mis feligreses coman, a
fin de que puedan soñar con algo firme y duradero; si _Mariflor_ me
ayuda esta vez, ¡bendita sea!
Bajó el poeta la frente un poco avergonzado y taciturno, sobrecogido
por el recuerdo de aquella impetuosa caridad escondida de pronto, y
que dos semanas antes le inflamó con su divina lumbre al través de la
llanura.
—¡Bravo luchador, que puedes vivir escarbando la tierra y soñando con
el cielo!—exclamó en un arranque de involuntaria admiración.
—Cumplo mi destino—respondió sencillamente el cura.
Y ambos permanecieron mudos contemplando el paisaje, siempre raso y
pobre, extendido entre besasanas y calveros, surcado por imperceptibles
rutas hacia la pálida cinta de una carretera que iba a perderse en
el horizonte: era el mismo que Florinda entrevió una tarde de abril,
llegando a Valdecruces enamorada y triste.
—Hay que aguantar, señor, si no quiere que se le escape el
tren—advirtió el _Chosco_.
—Sí; nos despediremos—dijo Terán—. A ti también te esperan.
Y el sacerdote preguntó con un leve acento de ironía:
—¿Volverás pronto?
Aquella frase, tan acariciada en las últimas horas, sacudió la
conciencia del viajero.
—¿Qué duda cabe?... En cuanto me aviséis—aseguró cordial.
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