La Esfinge Maragata: Novela - 20
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Blanco de aquella lucha, la sagrada efigie atrajo también las miradas
de Florinda, que las estuvo meciendo desde el dolor humano hasta el
dolor divino, con fuertes emociones de piedad. Cerrando los ojos para
mirarse la alterada conciencia, imaginó que volvía a henchírsele
de lágrimas el pecho como en los días en que su desgracia era toda
compasión y ternura: creyó juntar su llanto con el de la enferma y
le pareció que sentía levantarse en su alma el infinito poder del
sacrificio, libre ya de egoístas propósitos, santo y puro, a humilde
semejanza del que probó Jesús agonizante.
Pero cuando un gemido la hizo recordar, halló sus párpados enjutos y
rebeldes sus pensamientos: ¡sin duda había soñado!...
Marinela, otra vez delirante, musitó:
—¡Mira qué volada echó aquella estrellica!... ¿a ver si aflama el
cielo?... Agora la planura es un mar de nieve...
Tuvo después miedo al gato que maullaba, y estremecióse con los toques
del reloj. Al amanecer, un perro lastimoso la hizo gritar de espanto,
un perro que gañía desesperadamente.
También se alarmó Florinda con los aullidos lúgubres, pero sin
manifestarlo; puso mucha persuasión en sus palabras tranquilizadoras,
consiguiendo al fin que se durmiese la niña.
Entonces el frío y el cansancio la inmovilizaron, envuelta en un
chal junto a los cristales: otra vez cerró los ojos abismándose en
desconsoladas meditaciones. Ya estaba allí el cano invierno con su
amenaza de pesadumbres: los lobos a la puerta, el hogar miserable,
dolientes un padre y una hija, cerrados los caminos, yertas las
esperanzas.
Poco a poco fué rodando la cabeza de _Mariflor_ hasta quedar vencida
sobre el pecho y apoyada en los vidrios. Oía la moza llorar, llorar
mucho a la abuela, a las primas y a los rapaces: una voz, triste y
oscura, clamaba también, entre condolida y furiosa. _Mariflor_ quiso
levantarse para saber el motivo de los llantos aquellos; pero la
detuvo un aire de tempestad que soplaba desde sombría nube. ¿Volvían
los huracanes de la nevasca?... ¡Ah, no!; este viento y esta sombra
eran pliegues alborotados en el manteo de un cura. Don Miguel llegaba
agitadísimo:—¿Oyes llorar?—preguntó—. ¿Quieres tú ser el paño de
todas esas lágrimas?... ¿Di?... ¿quieres?—. Iba la moza a responder y,
como antes Marinela en su delirio, sólo acertó a balbucir el romance de
la comedianta:
En este corazón, todo llanuras
y bosques y desiertos,
ha nacido un amor...
Por suerte, la desatinada respuesta quedó ahogada en unos gañidos
resonantes que despertaron a Florinda.
—¡Otra vez el perro!—murmuró anhelosa. Y aún dominada por la
pesadilla reciente, llevóse las manos al rostro que sentía húmedo:
¿habría llorado?...
La blancura del paisaje llamó a las ensoñadas pupilas, que al punto se
nublaron de lástima: todo el bando de palomas, hambriento y alicaído,
esperaba en el carasol, y el gesto de la muchacha, al sorprenderle,
inició un arrullo largo y hondo, humilde como el de los niños cuando
piden una caridad por el amor de Dios...
* * * * *
Cerca de dos meses guardó en su bolsillo don Miguel una carta de
Rogelio Terán. Solía decirse todas las mañanas: «Hoy se la enseñaré a
_Mariflor_». Y luego sentía una piedad inmensa por aquella esperanza
muda que a veces resurgía en los labios de la moza.
Ultimamente la pobre enamorada había cambiado mucho. Aparte de aquel
fuego sombrío de sus pupilas y algunos éxtasis profundos que iban a
sorprenderla cuando menos lo esperaba, fué envolviéndola un abatimiento
implacable y empujándola al fatalismo un cansancio lleno de trágicas
inquietudes.
Y al verla hundirse en el infortunio, dudaba el sacerdote si la lectura
de aquella carta cruel sería un cable salvador tendido por el desengaño
a las últimas energías de la infeliz, o un golpe definitivo para
quebrantárselas sin remedio.
Esta duda acomete a don Miguel una vez más cuando se dirige hoy a
casa de la tía Dolores. Le acaban de decir que Marinela ha sufrido
la víspera un grave desmayo, y aunque los detalles del suceso le
escandalizan un poco, acude a consolar en lo posible las cuitas de
aquella gente.
En el portal encontró a Olalla, que le dijo:
—Voy por el médico.
—¿Tan mal sigue la enferma para que te arriesgues así?
—No está el día tempestuoso como ayer.
—Pero los caminos se han borrado.
—Acertaré por la lindera del regajal.
—Aguarda, al menos, que yo suba, y si es preciso buscaremos quien te
acompañe.
Apareció Ramona, que bajo la mirada severa del sacerdote abatía la suya
enrojeciendo.
—De modo—pronunció don Miguel—¿que es imposible curarte de la
superstición?... ¡No esperaba yo eso de ti!
Ella, sin defenderse, comenzó temblorosa a relatar las noticias de
América: el esposo tornaba moribundo y el hijo había de partir agora
mesmo.
—En l’intre—añadió sollozante—peyora la zagala... y yo dejo la
cordura no sé onde.
—¡Vaya, vaya por Dios!—compadece el párroco.
Y suben todos detrás de él, mientras Ramona va diciendo:
—Anoche la coitada non quiso junto a sí más que a la prima, y hubimos
de acostarnos. Yo acodí madruguera y las hallé a las dos adormentadas:
andamos a modín pa non las recordar.
—Pues mira tú si duermen.
Asomó la mujer en la salita y volvióse al punto con un gesto negativo.
—Pase, pase.
Don Miguel halló a Marinela con los ojos febriles clavados en la Cruz
y a Florinda con los suyos vueltos al carasol. Ambas se estremecen al
sentir pasos en la estancia y, luego de saludar al sacerdote. Marinela,
descubriendo las palomas, prorrumpe:
—Vélas, vélas ende... Las pobreticas no encuentran onde pacer: andai
por una cachapada de cebo para echárselo aquí.
Apresúranse a obedecer los niños, y Florinda, presa de extraña emoción,
se enjuga los ojos murmurando:
—El hielo de los cristales me humedeció la cara... Dormí y creo que
soñé.
—¿Algo triste?—pregunta el sacerdote, reparando en la honda inquietud
de las palabras.
—¿Triste?... Era una cosa tremenda: usted venía a preguntarme... ¡ya
no me acuerdo!—balbuce sordamente.
Y de pronto don Miguel, con la precipitación de quien realiza un acto
contra su voluntad, busca en el bolsillo una carta y se la entrega a
Florinda:
—Entérate: ya hace tiempo que la recibí.
—¿Es de su padre?—dice Ramona.
—No.
Un silencio involuntario se establece, y aunque el cura trata de hablar
mientras la muchacha desdobla trémula el papel, sólo consigue que la
tía Dolores ensarte letanías a propósito del hijo viajero:
—¡Aymé! ¡Si en un santiguo le podiese yo recibir en mis brazos...
¿Arribará para la Pascua?... ¿Nevará en los mares tamién?... Voy
dejarle mi lecho, señor, y las frazadas mejores... Cuando quiera
hojecer la primavera ya estará en siguranza la curación, ¿noverdá?...
Había salido el sol, pálido y frío. Marinela, al borde de su cama
tendíase hacia él como si le pidiese una limosna de alegría: en
realidad, lo que deseaba era acercarse a _Mariflor_, en cuyas manos se
estremecía la carta de Rogelio.
Leía la muchacha en el foco de luz:
«Miguel, amigo mío: No el poeta ni el camarada, el penitente es quien
acude a ti. Cúlpame cuanto quieras; que me castiguen tus indignaciones,
si al fin me absuelve tu piedad. Yo te confieso contrito mi pecado de
inconstancia, mi estéril codicia de emociones, de ternuras y novedades.
Harto me duele esta triste condición: de todas mis culpas, soy, a
la par que el reo, la primera víctima... Tú bien conoces el corazón
humano y, aún mejor, conoces mi voluntad, donde toda flaqueza tiene
su asiento. Quise, fervorosamente, hacer feliz a _Mariflor_, sin
comprender que nunca, nunca lograré la felicidad, ni para mí ni para
nadie. Me engañó la fantasía; hoy reconozco la pequeñez de mi espíritu
que, enamorado de los sueños, se rinde cobardemente al afrontar
las realidades... Perdona mi error, tú, tan seguro, tan cabal, tan
heroico... Perdona también la tardanza de estos renglones que mi mano
te escribe mucho después que los dictase mi conciencia; luché antes de
escribirlos; vacilé y sufrí muchas veces con la pluma sobre el papel:
puedes creerlo. Y también que me falta valor para escribirle a «ella»:
dile que me perdone; que acaso nunca la olvide; que si fuese a buscarla
sería sin duda más culpable que apareciendo hoy a sus ojos como ingrato
y perjuro. Dile...»
—¿Viene en romance?—preguntó Marinela, impaciente por la prolongación
de la lectura.
Florinda volvió el rostro, blanco igual que un lirio. La rodeaban
los rapaces, y también Olalla se le iba aproximando; en el fondo de
la salita las dos mujeres cruzaban los brazos sobre el pecho. Ya la
enferma tenía entre las manos el cebo de las palomas. Quejóse de
«asperez» en la garganta, y tornó a preguntar:
—¿Viene en romance, di?
—No; ¡viene en prosa!
Vibró ardiente y sombría la respuesta. Aún quedaba por leer una parte
del pliego, mas, la lectora alzó los ojos, perdidos en una fugitiva
imagen, se pasó una mano por la frente, dobló la carta y, alargándosela
al cura, dijo:
—Puede usted escribirle a mi padre que me caso con Antonio.
Su voz era firme, firme también su actitud. Una ráfaga de tragedia, de
tragedia sin sollozos ni palabras, atravesó la salita y puso en todos
los pechos repentino estupor. Tras un silencio angustioso, preguntó el
sacerdote con grave solemnidad:
—Hija, ¿lo has pensado bien?
—Sí, señor—repuso ella, altivo el gesto y serena la mirada—. Y a mi
primo... usted hará la merced de darle en mi nombre el sí que estaba
esperando.
No dijo más. Volvióse hacia el carasol para abrir las vidrieras, tomó
el centeno en su delantal y todo el bando de palomas acudió a saciarse
en el regazo amigo, envolviendo la gentil figura con un manso rumor de
vuelos y de arrullos. La luz del sol, más fuerte al crecer la mañana,
rasgó las brumas y fingió una sonrisa en el duro semblante de la
estepa...
de Florinda, que las estuvo meciendo desde el dolor humano hasta el
dolor divino, con fuertes emociones de piedad. Cerrando los ojos para
mirarse la alterada conciencia, imaginó que volvía a henchírsele
de lágrimas el pecho como en los días en que su desgracia era toda
compasión y ternura: creyó juntar su llanto con el de la enferma y
le pareció que sentía levantarse en su alma el infinito poder del
sacrificio, libre ya de egoístas propósitos, santo y puro, a humilde
semejanza del que probó Jesús agonizante.
Pero cuando un gemido la hizo recordar, halló sus párpados enjutos y
rebeldes sus pensamientos: ¡sin duda había soñado!...
Marinela, otra vez delirante, musitó:
—¡Mira qué volada echó aquella estrellica!... ¿a ver si aflama el
cielo?... Agora la planura es un mar de nieve...
Tuvo después miedo al gato que maullaba, y estremecióse con los toques
del reloj. Al amanecer, un perro lastimoso la hizo gritar de espanto,
un perro que gañía desesperadamente.
También se alarmó Florinda con los aullidos lúgubres, pero sin
manifestarlo; puso mucha persuasión en sus palabras tranquilizadoras,
consiguiendo al fin que se durmiese la niña.
Entonces el frío y el cansancio la inmovilizaron, envuelta en un
chal junto a los cristales: otra vez cerró los ojos abismándose en
desconsoladas meditaciones. Ya estaba allí el cano invierno con su
amenaza de pesadumbres: los lobos a la puerta, el hogar miserable,
dolientes un padre y una hija, cerrados los caminos, yertas las
esperanzas.
Poco a poco fué rodando la cabeza de _Mariflor_ hasta quedar vencida
sobre el pecho y apoyada en los vidrios. Oía la moza llorar, llorar
mucho a la abuela, a las primas y a los rapaces: una voz, triste y
oscura, clamaba también, entre condolida y furiosa. _Mariflor_ quiso
levantarse para saber el motivo de los llantos aquellos; pero la
detuvo un aire de tempestad que soplaba desde sombría nube. ¿Volvían
los huracanes de la nevasca?... ¡Ah, no!; este viento y esta sombra
eran pliegues alborotados en el manteo de un cura. Don Miguel llegaba
agitadísimo:—¿Oyes llorar?—preguntó—. ¿Quieres tú ser el paño de
todas esas lágrimas?... ¿Di?... ¿quieres?—. Iba la moza a responder y,
como antes Marinela en su delirio, sólo acertó a balbucir el romance de
la comedianta:
En este corazón, todo llanuras
y bosques y desiertos,
ha nacido un amor...
Por suerte, la desatinada respuesta quedó ahogada en unos gañidos
resonantes que despertaron a Florinda.
—¡Otra vez el perro!—murmuró anhelosa. Y aún dominada por la
pesadilla reciente, llevóse las manos al rostro que sentía húmedo:
¿habría llorado?...
La blancura del paisaje llamó a las ensoñadas pupilas, que al punto se
nublaron de lástima: todo el bando de palomas, hambriento y alicaído,
esperaba en el carasol, y el gesto de la muchacha, al sorprenderle,
inició un arrullo largo y hondo, humilde como el de los niños cuando
piden una caridad por el amor de Dios...
* * * * *
Cerca de dos meses guardó en su bolsillo don Miguel una carta de
Rogelio Terán. Solía decirse todas las mañanas: «Hoy se la enseñaré a
_Mariflor_». Y luego sentía una piedad inmensa por aquella esperanza
muda que a veces resurgía en los labios de la moza.
Ultimamente la pobre enamorada había cambiado mucho. Aparte de aquel
fuego sombrío de sus pupilas y algunos éxtasis profundos que iban a
sorprenderla cuando menos lo esperaba, fué envolviéndola un abatimiento
implacable y empujándola al fatalismo un cansancio lleno de trágicas
inquietudes.
Y al verla hundirse en el infortunio, dudaba el sacerdote si la lectura
de aquella carta cruel sería un cable salvador tendido por el desengaño
a las últimas energías de la infeliz, o un golpe definitivo para
quebrantárselas sin remedio.
Esta duda acomete a don Miguel una vez más cuando se dirige hoy a
casa de la tía Dolores. Le acaban de decir que Marinela ha sufrido
la víspera un grave desmayo, y aunque los detalles del suceso le
escandalizan un poco, acude a consolar en lo posible las cuitas de
aquella gente.
En el portal encontró a Olalla, que le dijo:
—Voy por el médico.
—¿Tan mal sigue la enferma para que te arriesgues así?
—No está el día tempestuoso como ayer.
—Pero los caminos se han borrado.
—Acertaré por la lindera del regajal.
—Aguarda, al menos, que yo suba, y si es preciso buscaremos quien te
acompañe.
Apareció Ramona, que bajo la mirada severa del sacerdote abatía la suya
enrojeciendo.
—De modo—pronunció don Miguel—¿que es imposible curarte de la
superstición?... ¡No esperaba yo eso de ti!
Ella, sin defenderse, comenzó temblorosa a relatar las noticias de
América: el esposo tornaba moribundo y el hijo había de partir agora
mesmo.
—En l’intre—añadió sollozante—peyora la zagala... y yo dejo la
cordura no sé onde.
—¡Vaya, vaya por Dios!—compadece el párroco.
Y suben todos detrás de él, mientras Ramona va diciendo:
—Anoche la coitada non quiso junto a sí más que a la prima, y hubimos
de acostarnos. Yo acodí madruguera y las hallé a las dos adormentadas:
andamos a modín pa non las recordar.
—Pues mira tú si duermen.
Asomó la mujer en la salita y volvióse al punto con un gesto negativo.
—Pase, pase.
Don Miguel halló a Marinela con los ojos febriles clavados en la Cruz
y a Florinda con los suyos vueltos al carasol. Ambas se estremecen al
sentir pasos en la estancia y, luego de saludar al sacerdote. Marinela,
descubriendo las palomas, prorrumpe:
—Vélas, vélas ende... Las pobreticas no encuentran onde pacer: andai
por una cachapada de cebo para echárselo aquí.
Apresúranse a obedecer los niños, y Florinda, presa de extraña emoción,
se enjuga los ojos murmurando:
—El hielo de los cristales me humedeció la cara... Dormí y creo que
soñé.
—¿Algo triste?—pregunta el sacerdote, reparando en la honda inquietud
de las palabras.
—¿Triste?... Era una cosa tremenda: usted venía a preguntarme... ¡ya
no me acuerdo!—balbuce sordamente.
Y de pronto don Miguel, con la precipitación de quien realiza un acto
contra su voluntad, busca en el bolsillo una carta y se la entrega a
Florinda:
—Entérate: ya hace tiempo que la recibí.
—¿Es de su padre?—dice Ramona.
—No.
Un silencio involuntario se establece, y aunque el cura trata de hablar
mientras la muchacha desdobla trémula el papel, sólo consigue que la
tía Dolores ensarte letanías a propósito del hijo viajero:
—¡Aymé! ¡Si en un santiguo le podiese yo recibir en mis brazos...
¿Arribará para la Pascua?... ¿Nevará en los mares tamién?... Voy
dejarle mi lecho, señor, y las frazadas mejores... Cuando quiera
hojecer la primavera ya estará en siguranza la curación, ¿noverdá?...
Había salido el sol, pálido y frío. Marinela, al borde de su cama
tendíase hacia él como si le pidiese una limosna de alegría: en
realidad, lo que deseaba era acercarse a _Mariflor_, en cuyas manos se
estremecía la carta de Rogelio.
Leía la muchacha en el foco de luz:
«Miguel, amigo mío: No el poeta ni el camarada, el penitente es quien
acude a ti. Cúlpame cuanto quieras; que me castiguen tus indignaciones,
si al fin me absuelve tu piedad. Yo te confieso contrito mi pecado de
inconstancia, mi estéril codicia de emociones, de ternuras y novedades.
Harto me duele esta triste condición: de todas mis culpas, soy, a
la par que el reo, la primera víctima... Tú bien conoces el corazón
humano y, aún mejor, conoces mi voluntad, donde toda flaqueza tiene
su asiento. Quise, fervorosamente, hacer feliz a _Mariflor_, sin
comprender que nunca, nunca lograré la felicidad, ni para mí ni para
nadie. Me engañó la fantasía; hoy reconozco la pequeñez de mi espíritu
que, enamorado de los sueños, se rinde cobardemente al afrontar
las realidades... Perdona mi error, tú, tan seguro, tan cabal, tan
heroico... Perdona también la tardanza de estos renglones que mi mano
te escribe mucho después que los dictase mi conciencia; luché antes de
escribirlos; vacilé y sufrí muchas veces con la pluma sobre el papel:
puedes creerlo. Y también que me falta valor para escribirle a «ella»:
dile que me perdone; que acaso nunca la olvide; que si fuese a buscarla
sería sin duda más culpable que apareciendo hoy a sus ojos como ingrato
y perjuro. Dile...»
—¿Viene en romance?—preguntó Marinela, impaciente por la prolongación
de la lectura.
Florinda volvió el rostro, blanco igual que un lirio. La rodeaban
los rapaces, y también Olalla se le iba aproximando; en el fondo de
la salita las dos mujeres cruzaban los brazos sobre el pecho. Ya la
enferma tenía entre las manos el cebo de las palomas. Quejóse de
«asperez» en la garganta, y tornó a preguntar:
—¿Viene en romance, di?
—No; ¡viene en prosa!
Vibró ardiente y sombría la respuesta. Aún quedaba por leer una parte
del pliego, mas, la lectora alzó los ojos, perdidos en una fugitiva
imagen, se pasó una mano por la frente, dobló la carta y, alargándosela
al cura, dijo:
—Puede usted escribirle a mi padre que me caso con Antonio.
Su voz era firme, firme también su actitud. Una ráfaga de tragedia, de
tragedia sin sollozos ni palabras, atravesó la salita y puso en todos
los pechos repentino estupor. Tras un silencio angustioso, preguntó el
sacerdote con grave solemnidad:
—Hija, ¿lo has pensado bien?
—Sí, señor—repuso ella, altivo el gesto y serena la mirada—. Y a mi
primo... usted hará la merced de darle en mi nombre el sí que estaba
esperando.
No dijo más. Volvióse hacia el carasol para abrir las vidrieras, tomó
el centeno en su delantal y todo el bando de palomas acudió a saciarse
en el regazo amigo, envolviendo la gentil figura con un manso rumor de
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