La Esfinge Maragata: Novela - 03

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hasta aquella robusta fortaleza de sus marqueses y señores, aquel
soberbio castillo que presumía de inmortal, cayó también con los
sillares de las rotas murallas; la recia divisa de Alvar Pérez Ossorio,
que a tantas duras generaciones gritó desde el frontis nobiliario con
orgullosas letras:
_Do mis armas se posieron_
_movellas jamás podieron,_
vino a dar en ingrata sepultura bajo los residuos de cubos y de
almenas, de capiteles godos y lápidas latinas. ¿Qué rangos, qué
voluntades, qué hierros, piedras y raíces no moverá en el mundo el
ímpetu de los siglos empujando la rueda de la fortuna?
Así, esta tierra misteriosa, de cuyos primitivos moradores sólo se
sabe el apellido—_amacos_—, o «excelentes guerreros»; este pueblo
viril que grabó en su escudo, como símbolo heroico, una rama de
poderosa encina; este solar privilegiado por cónsules, santos y reyes,
guarnecido de altivas torres y ferradas puertas, ahora vive en el
silencio de las mortales pesadumbres, ahora padece el abandono de los
históricos infortunios. Y, como un fallo de singular predestinación,
acude sobre Astorga el recuerdo de aquellas pretéritas edades, en que
la capital de la región y sus alfoces se llamaron «Asturias»: _¡Pueblos
olvidados!_
Una ráfaga de tales penas y de tales memorias aguzó en la fantasía
de _Mariflor_ el ansia ardiente de evocar imágenes y perseguirlas
al través de las silenciosas rúas, sobre el empedrado hostil, entre
el caserío de adobes, simétrico y vulgar. Pero todos los recuerdos
heroicos, todas las evocaciones bizarras, huyen ante el semblante
lastimoso de la Augusta y Magnífica, Muy Noble, Leal y Benemérita,
que, parda, muda, triste y pobre, languidece de añoranzas y pesares
a la sombra de su ilustre catedral, sobre las pálidas favilas de
la historia. Y cuando a fuerza de imaginación y voluntad quiso la
viajera reconstruir en su mente hechos y figuras familiares a la
patria nativa, ya la visión de Astorga, yerma y desamparada, se había
extinguido en el término raso y adusto del horizonte.
Como fuesen grandes la calma y el regateo con que las compañeras de
Florinda ajustaron sus compras en la plaza _de los cachos_ y en los
soportales de la Plaza Mayor, y no menos prolijos los demás negocios
que la abuela trataba, llegó la media tarde cuando las tres amazonas
salieron por el arrabal de Rectivía para seguir la carretera en busca
de su pueblo.
De la calmosa estada en la ciudad llevóse _Mariflor_, campo adelante,
el recuerdo de los dos maragatos que en el reloj del Concejo cuentan
con sendos martillos las mustias horas de aquella vida gris; la pareja
simbólica y paciente se hizo un lugar en la memoria de la niña, sobre
la impresión de aquel grave edificio, fuerte reliquia de la pasada
opulencia asturicense. Había preguntado la muchacha por un jardín ameno
que, según sus noticias, era lugar de fiestas estivales y de otros
alicientes para la juventud; aunque la abuela señaló «hacia allí»,
sólo pudo Florinda columbrar una mancha verde y risueña, tendida en
la mayor altura de la muralla, sobre el mismo solar que siglos antes
ocupó la Sinagoga, cuando una rica aljama se aposentó en el arrabal de
San Andrés. El perfil airoso de la Catedral y la nobleza de algunas
portadas parroquiales, impresionaron también a la curiosa. Y el
bosquejo heráldico de unos lobos, unas bandas de azur, el león rampante
de gules, coronado de oro, la monteladura de plata, cimeras, escudetes,
lemas y coronas, rezagos de insigne alcurnia sorprendidos al azar en
unos pocos edificios, alumbraron en la mente de Florinda, con pálido
reguero de luz, la nómina confusa y lejana de Ossorios y Escobares,
Turienzos y Pimenteles, Benavides y Juncos, Gagos, Hormazas, Rojas,
Pernías, Manriques... El íntimo vigor de estos recuerdos rehogaba con
orgullosa lumbre las fantasías de la joven, cuando sus ojos se posaron
en el abierto muro, indemne a las cóleras de Witiza y Almanzor...
Acostumbrada Florinda a escuchar de su padre los frecuentes relatos
de sus aventuras infantiles por los arrabales de la capital, casi a
tientas hallaría rumbo en el camino astorgano que cruzaba por primera
vez.
Allí a la izquierda, dejando atrás el rasgado cinturón de las
fortificaciones, brota la viejísima Fuente Encalada, de tan henchido
seno, que ni en su estiaje paró nunca de cantar con su rumor sonoro las
penas y las glorias del país.
Cunde el manantial en aquel punto desde los tiempos fabulosos, y le
alberga un edificio notable, con armas, inscripciones y perfiles
de varios siglos y grande pulcritud. Con abundancia sempiterna ha
prodigado la Fuente sus fidelísimos dones, lo mismo a los _aureros_
imperiales que a los devotos del _Camino francés_ y a los trajineros
maragatos... Vive apenas la memoria de los primeros poseídos por «la
maldita sed de oro», que, bárbaros de codicia y de furor, vinieron
de todos los confines de la tierra a enriquecerse en nuestras minas
peninsulares: pasaron por aquí los explotadores de las _médulas_
famosas, y también los cruzados, que en el siglo IX abrieron desde
Francia una difícil ruta para ofrecer homenaje en Compostela al
cuerpo del Apóstol; se han borrado «la vía de la plata» y la de «los
peregrinos» bajo la anchura de una carretera española del siglo
XVIII, en la cual la arriería se extingue impotente contra el raudo
ferrocarril; pasaron y cayeron centurias y generaciones, cetros y
coronas, y al través de las vidas caducas y de las cosas perecederas,
esta fontana dió su latido fecundo y su perenne caricia a todos los
sedientos del camino...
_Mariflor_ tuvo sed al pasar por aquí. Despertóse en ella el recuerdo
de los años que la fuente contó, rezadora y humilde en la mansa
llanura de los «pueblos olvidados», y quiso gustar del agua fiel;
bebió ansiosa, obsesionada por la inconsciente ilusión de saciarse en
frescuras y deleites de eternidad.
Al seguir el camino, en tanto que las otras maragatas parecían
insensibles al paisaje y a las emociones, descubrió la moza a la
derecha del manantial cierto prado muelle y jugoso hundido en el
terreno; debía ser el lugar llamado _Era-Gudina_, donde el feudo del
Marqués tuvo un estanque, una barca, una isleta y un bosque.
A leyenda le supo a _Mariflor_ el supuesto de que allí existiesen
jamás esquife, lago y fronda; pero consultada la abuelita acerca de
tales dudas, dijo con mucha fe que «en tiempo de los moros» aquel
paraje se nombró _La Corona_, y era una hermosura de aguas corrientes,
barquichuelos, árboles y flores...
Cuando se borraron a extramuros de Astorga aquellas tenues sonrisas de
la vegetación, extendióse la carretera sobre la llanura sin accidentes
ni perfiles, en un horizonte a cuyo fin remoto se cerraban entre nubes
las sierras de la Cepeda y los puertos bravos de Manzanal, Foncebadón y
el Teleno. Si a la vera de un puebluco estancado algún castro ondulaba,
todo su vestido consistía en bajos matorrales y encinas bordes.
En este cuadro ascético se dibujó el relieve de las tres amazonas,
largo rato, por la amplia carretera, y cuando ya tomaron otro rumbo al
través de una calzada empedernida, la feniciente luz ablandó la dureza
del paisaje, convirtiendo la línea fuerte y sobria en mancha rubia y
dulce, en la cual se alejaron los senderos con misteriosa estela.
Quedó entonces piadosamente velada la aridez del camino, que al
aventurarse tierra adentro en ingratos recodos, hubiese mostrado a
Florinda más de cerca su desolación; la santa beatitud del anochecer
quiso desceñir su velo romántico sobre la tristeza del erial: una
muselina blanca y rota se arrastraba por el campo en jirones de niebla,
y la serenidad del cielo, pálidamente azul, parecía remansar en la
llanura con infinita mansedumbre.
_Mariflor_, cansada y soñolienta, aturdida por las emociones y los
sentimientos, se dejó mecer, se dejó llevar entre aquellos cendales de
sombras y de membranzas. El balanceo rítmico de la cabalgadura, algo
semejante al de una embarcación en mar serena, y la plenitud del llano,
sin orillas visibles, nubloso, insondable como un abismo, pusieron a la
amazona en punto de soñar que iba embarcada hacia un quimérico país.
Aquel vaivén de cuna, aquella ilusión de barco aventurero, tenían,
para mayor halago, un cantar peregrino en el eco de dulcísimas frases
lisonjeras que la moza guardaba en su corazón; de tan cordial tesoro
iba ella urdiendo con diligente prisa futuros lances de amor y de
felicidad, solemnes acontecimientos de bodas y placeres que parecían
tener realización positiva y dichosa en la ardiente vida de una
estrella, según lo que la niña se extasiaba, rostro al cielo, absorta y
palpitante.
Desde el divino espacio cayó de pronto a tierra la evagación de
Florinda, porque una voz había dicho:
—Ya llegamos...
Entre el encaje de las sombras, cada vez más espeso, se agazapaban,
abocetados, desvaídos, barruntos de una aldea muy pobre, a juzgar por
los umbrales. Y a _Mariflor_ le acometió de súbito una triste cobardía,
en la cual se mezclaban las inquietudes con inexplicable acidez;
aquella zambullida brusca en otro pueblo, en otra casa, entre personas
desconocidas, rompiendo definitivamente todos los vínculos de su vida
anterior, daba frío y espanto a la muchacha; en un instante recordó
con lucidez lastimosa la dicha que perdió al otro lado de la llanura
maragata, y sintióse tan pequeña, tan incapaz y débil ante el enigma
de su nuevo camino, que anheló no llegar a Valdecruces y quedarse
para siempre mecida en aquel mar firme y silencioso, de tierras y de
sombras.
Los dulcísimos ojos registraron el cielo con una mirada de angustia,
pero ausente la luna veladora, esquivas las estrellas y pálido el
celaje, el amplio dosel de la noche se mostró cerrado a la muda
plegaria de la moza; hasta la estrellita ardiente donde ella prendió
un momento antes la hoguera de sus ensueños, se había escondido,
casquivana, detrás de un banco de nubes.
Y estaba allí el pueblo maragato, inmoble y yacente en la penumbra,
como un difunto; y ya la recua se detenía delante de una sombra más
alongada y grave que las del contorno.
Sonó el chirrido de una puerta, y dos mujeres avanzaron en un foco
macilento de luz. Descabalgó Florinda, trémula y cobarde; sintióse
agasajada por unos besos húmedos y fuertes, por unos brazos recios y
acogedores. Ofrecían a la forastera este recibimiento cordial, Ramona,
nuera y sobrina de la anciana, y Olaya, hija de aquélla, que con sus
cuatro hermanos más pequeños constituyen hogar y familia cerca de la
tía Dolores, protectora también de su nietecilla _Mariflor_.
Ya estaban reposando los niños, Marinela, Pedro, Carmen y Tomás; y
mientras Olaya hacía los honores a su prima con más cariño que garbo,
Ramona y las otras dos viajeras se afanaban en descargar el equipaje.
Fué la tarea tan minuciosa, que ya la noche había crecido mucho cuando
logró acostarse _Mariflor_, rendida y enervada.
A la luz vacilante del candil pudo la muchacha aprender que era su
dormitorio el mejor de la casa, «el cuarto de respeto», donde solían
posar los principales huéspedes; y al culminarse en el lecho altísimo
y pomposo, oyó la voz humilde con que su prima la deseó buena noche,
dejando la habitación oscura y cerrada, y advirtiendo:
—Madre y yo dormimos dambas aquí cerca; no pases cuidado.
Poco después sintió la muchacha crujir la corvadura de las vigas muy
próximas a su cabeza; andaban pesadamente encima del aposento, hablando
en voces cautelosas. Por debajo de aquel ruido perseguía a _Mariflor_
entre penumbras de sueño y vislumbres de realidad, la expresión vaga y
triste de un rostro ojizarco, que tan pronto era el de Terán como el
de Olalla. De aquel semblante amigo no quedaron, al fin, más que los
ojos delante de la moza; brillaban azules como las flores del aciano,
como los ojos celtas de la maragata rubia, como los ojos pensativos del
novelista viajero; una clara niebla, que fué espesándose, oscurecíalos
poco a poco... ¿Era un velo de lágrimas?... ¿El cristal de unos
lentes?... _Mariflor_ se había dormido.
* * * * *
Después de un sueño largo y juvenil, Florinda despierta y escucha:
escucha la soledad y el silencio, porque todo a su alrededor parece
abandonado y mudo.
¿Qué hora será? Entra un rayo de sol por la ventanuca, tan alta y
pequeña como la de un camarote; por allí se descubre un pedacito de
cielo cuajado de luz. En la casa, grande y misteriosa, nadie pisa,
nadie levanta la voz, ningún ruido se advierte, y fuera, en aquel
espacio luminoso, abierto quizás al campo, a la calle o al corral, es
la vida un secreto, sin duda, porque ni vuela un ave, ni canta un río,
ni gime una carreta; los rumores aldeanos que Florinda conoce de otros
pueblos, parecen extinguidos aquí. ¿Se habrá quedado ella sola en el
mundo con el sol?
Pasea por el cuarto los bellos ojos dormilones, un poco ensombrecidos
de vaga pesadumbre: mira su equipaje desparramado en confusión de
cajas y de ropas, y encima del baúl, cruzado todavía de cordeles,
sus arreos de maragata, desceñidos la víspera con laxitud de sueño
y de cansancio. Se asoman los zapatos por debajo de la colcha, muy
escandaloso el escote y algo arrugada la plantilla: parecen asustados,
uno delante de otro, como si quisieran echar a correr; el bolsillo
señoril, colgado del boliche de la cama, con la boca abierta, tiene un
aire de expectación y de asombro, y la filigrana de corales, tendida
al borde de un marco a la cabecera del lecho, corona la figura de
una Virgen ancestral, bajo cuya traza primitiva dice, en letras muy
grandes: _Nuestra Señora la Blanca_. Al volver los ojos hacia ella,
hace Florinda maquinalmente la señal de la cruz. Luego prosigue su
viaje curioso en torno al aposento: es reducido y bajo, con paredes
combas, lamidas de cal, desnudo el tosco viguetaje del techo y pintado
de amarillo, como la puerta y la ventana. Entre un recio arcón de
interesante moldura y un mueble arcaico de alta cajonería, descuella el
lecho, amplio y elevadísimo, duro de entrañas y abrumado de cobertores:
luce colcha tejida a mano, floqueada, con muchos sobrepuestos, un poco
macilenta de blancura, quizá por haber estado largo tiempo en desuso.
Dos sillitas humildes parece que se agachan bajo la pesadumbre de los
equipajes, y algunos clavos suben perdidos por las paredes, sosteniendo
con negligencia varias cosas inútiles: un refajo roto, un cencerro
mudo, una rosa mustia de papel... Ya no hay más utensilios ni más
adornos en el nuevo camarín de _Mariflor_.
Ella busca, solícita, un espejo, un lavabo, una alfombra, cualquiera
blanda señal de compostura y deleite, y como nada encuentra parecido
a lo que necesita, vuelve la atención a los recuerdos de su llegada,
confusos entre las emociones del viaje y la sorpresa de este peregrino
amanecer.
Al cabo, como persiste en torno suyo un silencio de inmensidad, y el
sol penetra al aposento por el angosto ventanillo, semejante a la
lucera de un camarote, piensa la infeliz, acunada todavía en su memoria
por el balanceo del mulo y las ilusiones de su navegación por la
llanura, que su bajel ha encallado en una costa salvaje, en una playa
desierta... Pero no: la mar gime, reza, escupe, solloza; tiene lágrimas
y voces y suspiros; es pasión y hermosura, es inquietud y poder, es
dolor y gozo. Y aquí, ¡ni un acento, ni una palpitación, ni un indicio
de que la vida cunda y vibre como en las olas varias de la mar!...
Cuando empieza la niña a sentir ciertas ansiedades muy parecidas al
miedo, un rumor oscuro, entre queja y gruñido, se percibe en la quietud
silenciosa de la casa.
—¡Abuela!—grita _Mariflor_ con espanto.
Nadie la responde.
—¡Abuela!—repite, loca de terror. Y luego, despavorida, prorrumpe:
—¡Olalla!
Al punto, cautamente, se entreabre la maciza puerta y asoma el rostro,
asombrado y grave, de Olalla Salvadores.
Ante el resplandor bondadoso de aquellos ojos claros, Florinda se
encalma, sonríe y confiesa:
—Tuve miedo; creí que estaba sola en Valdecruces, y después oí una
especie de quejido como una voz del otro mundo.
—El gato, que miagó—dice la moza, admirada de los temores de su
prima. Y penetrando en el aposento, le ofrece el desayuno y le
pregunta, con mucha cortesía, cómo ha pasado la noche.
—Demasiado bien; de un tirón—responde la dormilona, escandalizándose
al saber que son las nueve, que su abuela y su tía andan ya de trajín
fuera de casa, y que los niños se fueron a la escuela muy temprano.
Mientras se viste _Mariflor_, explica Olalla que la escuela está a tres
kilómetros, en Piedralbina, y también el médico y el boticario. Los
rapaces llevan la comida en una fardela, y no vuelven hasta las seis.
—¿Y en el invierno?—interroga Florinda.
Lo mismo: salen de noche y tornan de noche; algunas veces, Tomasín, no
va.
—¿Cuántos años tiene?
—Cinco; pero está mayo y robusto.
—¡Pobre!, ¡dará lástima verle por esas llanadas!
—Más se fatiga Marinela.
—Sí; ya sé que está un poco débil. ¿Cómo la dejáis ir?
—Aquí se aborrece, se pone triste, llora... Y como tanto gusta de
bordar y hacer labores finas, y la maestra la quiere mucho, madre
consiente.
—Y el médico, ¿qué dice?
Olalla se encoge de hombros.
—Dice—murmura—que son males de la edad. Pero para mí la pobre está
entrepechada.
—¿Cómo?
—Picada de la tisis, igual que mi padre, igual que tantos de la
familia...
—¡Calla, mujer!
A medio ceñir el pesado manteo en torno a la cintura, _Mariflor_ finge
que busca alguna cosa, se mira las manos lentamente, con mucho interés,
y al fin balbuce en imprevisto ruego:
—¡Quisiera lavarme!
Olalla, que tiene fija la mirada en una siniestra meditación, se turba,
enrojece, y luego de reflexionar, afirma:
—Te traeré ahora mismo un cacho con agua.
—No, yo voy por él; enséñame dónde hallaré lo que necesite.
Porfían azoradas al lado de la puerta con empeño un poco artificioso,
y ya traspasado el umbral, repara Florinda en su media desnudez, y
pregunta:
—¿Estamos solas?
—Solas; yo anduve a modín para no despertarte.
Desaparece Olalla pisando quedo, como si todavía alguien durmiese;
y la forastera, abocada al corredor, cruza los brazos desnudos para
abrigarse contra un frío sutil que desde la oscuridad la acosa. De
pronto, allí a sus pies, en la masa de sombra y de silencio, el gruñido
y la queja que antes alarmaron a la niña, se juntan y emergen en una
voz que parece humana, que se desgañe y evoca, igual que la de una
criatura.
Florinda retrocede, presa otra vez de irreflexivo espanto, y para
distraer sus complejas inquietudes, remueve el equipaje, trastea y
alborota, hasta que vuelve su prima trayendo agua en un lebrillo y
colgando en el hombro una toalla de áspera urdimbre, dorada por los
años, olorosa a romero.
Perpleja _Mariflor_ ante aquel rudimentario servicio, aplaza el
lavatorio y pide ayuda para abrir el baúl; pero Olalla no necesita más
que de sus recios brazos para darle vueltas y dejarle desligado y útil,
con la tapa cómodamente sostenida en la pared. Inclínanse las dos mozas
sobre las túmidas entrañas del cofre, y la viajera desliza su mano en
el fondo, revuelve, palpa atinadora y sonríe levantando en el puño una
cosa menuda y suave que acerca a la nariz de Olalla.
—¿Huele bien?—pregunta.
—¡Ah, jabón!... Yo también tuve una pastilla...
A juzgar por la expresión lejana de los ojos azules, se pierden en
un pasado remoto el aroma y la suavidad de la pastilla que tuvo la
maragata.
—Ve sacándolo todo—dice la prima con gracia más ligera y alegre—;
después que yo me lave lo arreglaremos juntas y te daré algunos
regalitos para ti y para los nenes.
En tanto que Florinda se chapuza con fruición, Olalla va cogiendo
las prendas del baúl y colocándolas encima del lecho, tibio todavía
y desdoblado. Se mueve la joven con mucha calma y trata con esmero
aquellas cosas sutiles de la forastera, pero no se detiene a
contemplarlas con excesiva curiosidad.
Casi todo el lujo del pequeño equipaje consiste en ropa interior;
camisas y pantalones con lazos, sin estrenar, con papeles de colores
que crujen, sedosos, bajo los encajes, como en los equipos de las
novias burguesas: medias caladas, pañolitos bordados y menudos, enaguas
finas, dos peinadores de manga corta, dos blusas áureas, elegantes, y
un solo vestido de luto, modesto, falda y cuerpo ajustado, sin adornos.
Algunos estuches con bagatelas casi infantiles, algunas cajas con
enseres de costura, libros, retratos, envoltorios frágiles y una bolsa
blanca, con puntillas, de cuya boca abierta acaba de salir el perfumado
jabón.
—Aquí lo tienes todo—dice Olalla, mientras Florinda duda cómo acabará
de vestirse, temiendo estropear el lujoso pañuelo de su traje de fiesta.
Tras una breve indecisión, que le es habitual, ofrece la prima buscarle
otro; sirve para diario y ella no le usa. Pero debe ser muy difícil
hallarle, porque cuando vuelve con él, ya _Mariflor_ se ha peinado y ha
puesto en orden el dormitorio.
—Hay uno de cerras, pero no le encuentro—dice Olalla, desplegando un
pañuelo pajizo, de muselina, con orla estampada en vivos colores.
—Es precioso; ¿por qué no le pones tú?
—Entre semana, está bueno éste—sonríe la moza, señalando el suyo de
percal, también con florida guirnalda—. Y en la cabeza, ¿no llevas
uno?—interroga.
—¡Ah, no le quiero... no me gusta!—responde Florinda con tales bríos,
que se avergüenza al punto, y disimula su turbación poniendo en las
manos de Olalla unos envoltorios, a medida que dice:
—Para Pedro un libro, para Marinela un costurero, para Carmen una
muñeca y para Tomasín un trompo...
Busca algo en el bolsillo colgado de la cama, y con cierta emoción,
concluye:
—Para ti mi reloj; toma.
Sentóse la favorecida ofreciendo lugar en el regazo a los paquetes,
y puso en la palma de su mano morena el relojito de oro y acero,
chiquitín, lustroso y palpitante; le acercó al oído, rió con expresión
de niña, dulcificando la gravedad un poco triste de su semblante, y por
todo comentario dijo:
—¡Tan pequeño y anda!
Después miró a su prima suavemente, lamentando:
—¡Te vas a quedar sin él!
—Tengo el de mamá, ¿sabes?... Está parado, pero me sirve de recuerdo.
—¿Se ha roto?
—No; mi padre quiso tenerle en la hora que ella murió: las tres de la
tarde.
—¡La hora del Señor!—balbuce Olalla estremecida—. Y con el respeto y
la ternura que en Maragatería se consagra a los muertos, bendice al uso
del país la memoria evocada, pronunciando ferviente:
—¡Biendichosa!
Una ráfaga de tristeza suspende el íntimo coloquio y flota en la
humedad de las pupilas, que se inclinan al suelo apesaradas; la muñeca
de Carmen, rompiendo el papel que la envuelve, muestra un brazo rígido,
vestido de rojo, en trágica actitud; en la rústica mano de Olalla
Salvadores, el pulido reloj suena indiferente: _tic-tac_, _tic-tac_...
Y aquel hálito sonoro y maquinal, aquel firme latido de un industrioso
corazón de acero, lleva extrañamente a las dos muchachas a escuchar el
pulso acelerado de los propios corazones, buenos y juveniles, regados
por una misma sangre generosa.
Alzase Olalla con ímpetu raro en su naturaleza esquiva y grave, y
las dos mozas se miran en los ojos; los de Florinda, profundos,
inquietantes, de color de miel y de café tostado, en vano provocan una
confidencia trascendente con las aguas serenas y tristes de los ojos
azules; pero el impulso cordial prevalece por debajo del vuelo de las
almas y un pacto de amor se firma con el estallido de un largo beso.





V
VALDECRUCES

ALENTADA _Mariflor_ después de tan gentil alianza, se despierta con
alegres ánimos a las realidades de la vida y quiere verlo todo,
registrar su nuevo albergue, asomarse a Valdecruces.
Aunque pone el pie con alguna medrosa inseguridad en el corredor
oscuro, camina sonriente, como jugando «a la gallina ciega», palpando
la pared con una mano y asiéndose con la otra al vestido de su prima.
—Avísame; no veo nada—murmura—. ¿Hay que bajar?... ¿Hay que
subir?... ¡Avísame!
—Hasta que te acostumbres. Yo atino por todos los rincones a cierra
ojos... Ahora sube un pasal... otro... sigue subiendo... ¡ya se ve luz!
La rendija de una puerta proyectó en los altos escalones una raya de
tenue claridad; chirrió una llave, gimieron unas bisagras y hallóse
Florinda a pleno sol, deslumbrada por el torrente de resplandores
esparcidos en la salita con anchura, mediante los dos amplios huecos de
la solana.
—¡Qué alegre, qué alegre!—gritó la forastera con encanto—. ¿Y qué se
ve por aquí?—añadió lanzándose curiosa al colgadizo.
De pronto no vió nada. La luz cruda y fuerte esfumaba el paisaje como
una niebla. Después, dando sombra a los ojos con las dos manos, vió
surgir débilmente el diseño barroso del humilde caserío, techado con
haces secas de paja amortecida, confundiéndose con la tierra en un
mismo color, agachándose como si el peso de la macilenta cobertura
le hiciese caer de hinojos a pedir gracia o misericordia. En aquella
actitud de sumisión y pesadumbre, las casucas agobiadas, reverentes,
exhalaban un humo blanco y fino que parecía el incienso de sus votos y
oraciones.
_Mariflor_, admirada por la novedad de aquel espectáculo, imaginado
muchas veces al través de referencias y lecturas, exclamó conmovida:
—¡Valdecruces!... ¡Parece un Nacimiento! Y la iglesia ¿dónde
está?—preguntó.
—Allende. ¿Ves esta hila de casas? Pues en acabando la ringuilinera,
¿ves un chipitel con una cruz?... Eiquí.
—¿Aquéllo?—lamentó la exploradora con desilusión.
—La techumbre es de teja—ponderó Olalla—y por dentro nuestra
parroquia es mejor que la de Piedralbina, es tan buena como la de
Valdespino; hay un Resucitado muy precioso y la Virgen tiene la cara de
marfil.
—Pero la torre se va a caer, es monstruosa; un montón informe y la
cruz ladeada, ¡qué cosa más singular!
—¡Si lo que tú dices—protestó Olalla riendo—es el nido de la cigüeña!
—¡Ah, el nido!... Un nido enorme, ¿verdad?... Un nido tremendo...
¡Qué ganas tenía de verle!... Mi padre no me había dicho que le
tuvierais aquí.
—Yera de Lagobia, pero el año de la truena se les cayó la torre, y
cuando los pájaros volvieron portaron el nido a Valdecruces.
—¿Ellos?... ¿Ellos solos?
—Solicos empezaron, pero la gente les dió ayuda. De primeras el nido
no era tan grande, nada más lo justo para gurar la pájara; después,
cada año atropan dello y ya tanto pesa que hubo de caerse.
—¿Entonces?...
—El señor cura, el tío _Chosco_ y el tío Rosendín le apuntalaron.
—¡Ah, qué bien! Y ahora ¿hay crías?
—Todavía no está gurona la cigüeña: saca los hijuelos allá para el mes
de junio... ¡Mira, mira el macho!
Un ave zancuda y blanca, con las puntas de las alas negras, largo el
cuello, las patas y el pico rojos, pasó crotorante y magnífica, con
alado rumbo hacia la torre.
—¡Qué mansa! ¿Ves? Casi tocó el alar—dijo Olalla, devota.
Y _Mariflor_ quedóse atenta y muda ante el ave sagrada para los
labradores de Castilla, el ave tutelar de los sembrados, la reina de
los aires campesinos en la madre llanura de la patria.
—Iré a visitar el nido regio—murmuró ferviente—. Luego lanzó la
vista al horizonte inflamado de luz, llano y calmoso, semejante a una
extensa bahía que se adormeciese inmóvil y sin respiración en el estío.
Olalla advirtió:
—Embajo está el huerto.
—¿Hay flores?
—De agavanzo y de tomillana, y dos rosales nuevos con ruchos.
—¿Bajamos?
—¿No quieres ver primero el palomar?
—Sí, sí; ya lo creo.
Ocupaba el carasol la fachada entera del edificio: tenía el suelo
jiboso y crujiente, como todo el piso alto de la casa, trémulo
el carcomido barandaje y cobijadores los aleros, donde anidaban
golondrinas; algunas prendas lacias de ropa pendían a lo largo de él,
y decoraban sus agrietados muros sendos manojos de hierbas medicinales
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